Los cuatro juncos negros, barcos ostentosamente piratas, navegaban formando un rombo irregular en un mar encrespado bajo el cielo azul rutilante de media mañana. Las tripulaciones sesteaban por las cubiertas sumidas en el sopor del tedio. Llevaban casi nueve singladuras sin avistar embarcación alguna digna de ser atacada.
De repente, el grave retumbo de las olas al chocar con los cascos y el rumor del viento al henchir las velas y sortear la jarcia se vieron rasgados por un silbido de agudeza decreciente. Los piratas se incorporaron y dirigieron las miradas al cielo. El sonido sibilante lo había provocado una luminaria lanzada desde uno de los juncos y los piratas otearon el horizonte.
Decenas de brazos señalaron un punto blanco a sotavento. La agitación se desencadenó en las cubiertas de los juncos cuando se escucharon las órdenes conminando al zafarrancho de combate. Aquello no podía ser otra cosa que el velamen de una nave susceptible de ser abordada. Infinidad de carabinas, pistolas, sables, hachas, dagas y treinta y ocho cañones de calibre pequeño y mediano se aprestaron rápidamente. Con la misma celeridad se fue agrandando el punto blanco.
En menos de media hora, la expectación de las tripulaciones de los cuatro juncos tornó en extrañeza. El barco, indudablemente cristiano, era una goleta de dos palos, sus velas cangrejas eran desproporcionadamente grandes para el escuálido porte del casco y, seguramente, llevaba escasa artillería. La expectación la había provocado la certeza de que un barco así transportaba una carga pequeña que en aquel mar de China, tan peligroso y alejado de la cristiandad, no podía ser más que contrabando valioso. Quizás oro para establecer comercio ilícito. Lo extraño, sin embargo, era que el pequeño barco no maniobraba para huir de los piratas, sino que más bien parecía ir a su encuentro pero buscando el barlovento.
Las órdenes del junco capitán se transmitieron con dos nuevas luminarias y un frenético agitar de banderolas de distintos colores. Los juncos desdibujaron el rombo y apuntaron un cuadrado mientras enfilaban las proas hacia la goleta. El viento empezaba a dejar de serles favorable, pero aún así se insistió en no disparar hasta que lo hiciera el junco principal.
Transcurrida una hora desde el avistamiento, la extrañeza de los piratas se transformó en pasmo al ver que la goleta navegaba hacia ellos a una velocidad escalofriante. Las olas lamían la borda de estribor y la amura de ese costado originaba una poderosa estela cuya espuma blanquecía el oleaje.
Antes de que nadie diera la orden de hacer vomitar fuego a los cañones, la goleta se introdujo en el cuadrilátero pirata como una exhalación, y antes de que se desataran las exclamaciones de asombro ya había salido de él.
La goleta, en cuanto estuvo fuera del alcance de la artillería de los juncos, se detuvo quedando al pairo. Los barcos piratas maniobraron con relativa agilidad orientando las crujías hacia el osado barco. En menos de diez minutos, éste inició una maniobra aún más temeraria que la anterior: navegó de lenta bolina hasta el junco de mayor porte y la última ceñida la realizó cuando su bauprés casi le rozó la proa.
La nueva huida la llevó a cabo con el viento a favor y ningún capitán de junco se atrevió a dar la orden de disparar a causa del desconcierto en que les tenía sumido aquella provocación.
Por orden del comandante de la flotilla, comenzó la persecución de la goleta, que mantuvo la distancia durante las tres horas siguientes. Nadie se explicaba por qué no huía la ágil goleta que con aquel viento podría desaparecer de su vista en cuestión de minutos.
Los cinco barcos llegaron a una zona de relativa calma. Los asombrados piratas vieron cómo la goleta arriaba las velas y se detenía esperándolos. La agitación se desató de nuevo entre los tripulantes de los juncos mientras preparaban las armas. Pero cuando la goleta ya estaba al alcance de la artillería, se separó de ella un pequeño cúter que, impulsado por cuatro remeros, se aproximó ligero al mayor de los juncos. Además de los cuatro marineros, en la lancha se destacaba un hombre de pie claramente desarmado que sólo vestía medias, calzón y camisa blancos.
El hombre subió ágilmente por la escala que le tendieron los piratas y cuando estuvo plantado en la cubierta del junco miró a su alrededor. Su expresión era grave pero no mostraba inquietud por las decenas de desharrapados armados y malencarados que lo observaban. Medía más de seis pies y bien pudiera pesar doscientas libras aunque no fuera grueso. La melena ensortijada era rubia trigueña y sus ojos claros irradiaban destellos verdes. La barba la tenía crecida y de la camisa surgía una frondosa mata de pelo de un amarillo más tenue que el de la cabellera. El rostro era anguloso y su edad debía de estar en la medianía de la treintena.
—Deseo hablar con el rey de Champa.
Su voz había sonado fuerte y clara. Nadie lo entendió y algunos sospecharon que había hablado en español. Muchos miraron al jefe y el intruso clavó la mirada en él. El pirata dijo algo en voz baja y dos hombres se movieron. Entre ellos apareció un hombre de raza distinta a los demás. Era un armenio secuestrado tras un saqueo que había salvado la vida por ser cirujano. Era pequeño y con el pelo encrespado. Sin esperar a que le dijeran nada, le habló al jefe. A bordo sólo se oía el viento. El jefe dijo algo y el armenio se dirigió al rubio:
—Capitán decir por qué él no matar a ti ahora.
—Porque a su rey le interesa hablar conmigo.
El cirujano tradujo y en los ojos del capitán corsario se traslucieron sus dudas. Consideraba que gente tan temeraria no alardeaba ante un tigre si no estuviera muy segura de que a la fiera le satisfaría más la alianza con ellos que devorarlos. Convendría acceder a los deseos del cristiano de entrevistarse con su rey. Si a éste lo contrariaba tal hecho, siempre podrían matar a los tripulantes de la goleta.
La mirada del pirata tomó vida y dio órdenes a gritos. Inmediatamente, muchos hombres obligaron a los tripulantes del cúter a subir a bordo. Se botó una chalupa y unos quince piratas se dirigieron a la goleta embarcados en ella y el cúter.
Tras dos días de navegación plácida y ánimos huraños, cuatro de los cinco barcos quedaron a mil brazas de la costa esperando a que el quinto regresara con la anuencia del rey de Champa para recibir al extraño intruso.
Jaya Campadbiraya no era rey ni Champa era reino, pero el pueblo cham estaba allí, incrustado en Dai Viet. Lo que no pudieron hacer China, Siam y Khmer en mil años, lo estaban logrando los terribles viets: volver evanescente la nación considerada el mascarón de proa de Asia rumbo al sol; absorber el hinduismo milenario en un mar de trivialidad religiosa; asfixiar una cultura vasta y alegre; derrotar a guerreros bravos y a marinos intrépidos.
Más que divisar el mar desde la ventana más alta de la torre del templo cham, Jaya Campadhiraya tenía la mirada de sus viejos ojos, bajo el turbante, clavada en la goleta que parsimoniosamente se acercaba a la playa. Aun sin otorgarle la gracia de los juncos que la escoltaban, Campadhiraya consideraba que el barco cristiano no carecía de belleza.
Muchas cosas inquietaban a Campadhiraya desde que le anunciaron el deseo del viajante principal de la goleta de ofrecerle un trato, pero en aquel momento era la ligereza de la pequeña nave y lo poco elevado de sus bordas lo que más le conturbaba el ánimo. Venía de Holanda, según le habían dicho quienes le dieron aviso de su arribada. Llegar hasta allí navegando en semejante embarcación desde la parte fría y brumosa de la cristiandad exigía redaños. Y encararse a los piratas chams como habían hecho sus tripulantes exigía aún más.
El viejo rey destronado por los viets, tras apartar la vista de la goleta, bajó las rampas de la Torre Santa, el Kalan, con más seguridad de la que harían prever sus sesenta y cuatro años. En la puerta le esperaban dos guardias indolentes que no portaban otro armamento que unos músculos más bien flácidos. Jaya se dirigió, seguido por ellos, hacia el supuesto palacio real. Éste no era más que la casa mayor y de aspecto menos derruido del arrabal de Parik. La luz del sol se apagaba en el ocre de las paredes. La ausencia de nubes hacía que el azul prístino del cielo y los tonos térreos de las calles fueran los únicos colores visibles. El calor era húmedo a aquella hora de la tarde incipiente.
El rey agradeció la penumbra del interior del palacio y ordenó con un gesto a los guardianes que se le uniera el pequeño grupo de cortesanos que participaría en las conversaciones con el holandés. Se sentó en un sillón de teca, único mueble prominente y sólido de la vetusta sala de audiencias, y se dispuso a esperar pacientemente con la mente llena de pensamientos extraviados.
Los cortesanos, seis, y éstos sí fuertemente armados de espadas, dagas y lanzas, se sentaron en silencio en bancas cercanas al rey. Lo hicieron sin decir palabra ni mostrar especial deferencia a su persona o a las circunstancias. Vestían todos de forma pareja: turbantes blancos, calzones anchos, babuchas de cuero fino y chalecos abiertos que dejaban ver los brazos y la mitad de la cintura y el pecho.
Tras esperar casi una hora en un silencio tan espeso que dos cortesanos dieron cabezadas y el rey simplemente se durmió, se oyó trajín en la puerta. Todos compusieron las posturas sin mucha premura y por la puerta apareció el capitán de la flotilla pirata, el cirujano armenio y el holandés. Éste, tras mirar francamente al rey, casi con descaro, paseó la mirada por los seis pares de ojos azabaches que no apartaban la vista de él.
Observó que los rostros oscuros de los cortesanos se parecían entre sí y que seguramente ninguno de ellos llevaba vividos más de treinta años. El holandés, tras clavar de nuevo la mirada en el rey, hizo una inclinación de torso un tanto exagerada y dijo en español:
—Majestad, se presenta Piet van de Derck.
El rey miró al capitán pirata y éste le dio un codazo al armenio que estaba cohibido a su lado. El hombre quedó confuso y encogido sobre sí. Carraspeó y dijo algo en el sánscrito javanés alterado propio del antiguo reino de Champa. El cortesano sentado a la izquierda de Jaya Campadhiraya acercó la cabeza a él y le murmuró algo inaudible para todos. El rey dijo:
—Llámame Jaya. Di todo lo que has venido a decir.
El armenio tradujo al español:
—Llamar Jaya a él; tú hablar todo.
El holandés, sin decir una palabra, chasqueó los dedos hacia el capitán que lo había custodiado hasta allí y, sin mirarlo, dejó la mano extendida. El marino adusto el gesto y, tras dudar unos instantes, sacó de la faltriquera un objeto del tamaño de un puñal. Quiso adelantarse para entregárselo al rey, pero la mano del holandés, sin brusquedad pero con firmeza, se lo impidió. El jefe pirata accedió renuentemente a la orden implícita del gesto y el holandés tomó la pieza. Se aproximó lentamente al rey. Algunos cortesanos se removieron llevando las manos a las empuñaduras de sus armas. El holandés, cuando estuvo a distancia suficiente del rey, le alargó el objeto. La mano apergaminada lo cogió y el rey no examinó lo que parecía un presente hasta que el holandés dio dos pasos atrás.
Cuando los cortesanos observaron la aparente daga, sus ojos fulguraron. El rey tenía en las manos un crucifijo de marfil con perlas y esmeraldas engastadas armoniosamente y sus cuatro extremos rematados con fundas de oro. Las potencias del Cristo ausente eran rayos de plata que surgían de una corona de espinas hecha de delicada pedrería multicolor.
Quien primero apartó la mirada del crucifijo fue el rey y la dirigió al holandés. Éste, señalando a la joya, dijo:
—Viene de Nueva España, adonde la llevaron los españoles desde Filipinas. Quiero capturar, con tu ayuda, un galeón español repleto de riquezas como ésta. Yo me enriqueceré y tú quizá puedas recuperar tu reino.
Cuando el armenio terminó su embarullada traducción, el rey miró al cortesano de su izquierda que asintió lentamente con la cabeza. El holandés supuso que aquel hombre de chaleco turquesa también sabía español. Seguramente mejor que el acobardado cirujano.
Tras un silencio tenso, el extranjero grande y fuerte se sorprendió porque, tras hablar pausadamente, el rey se levantó de su asiento, le devolvió el crucifijo y se encaminó a la puerta hasta que desapareció. Fueron aquellos últimos instantes los únicos en que la mirada del holandés mostró inquietud e incluso temor. Pero nadie fue brusco con él y las dagas y alfanjes permanecieron envainados. Mientras los cortesanos le hacían señas para que les siguiera, oyó que el armenio decía:
—Hablar más tarde.
El viajero de la grácil goleta se sintió aliviado.
A Sebastián Quintero no le aminoraba el entusiasmo provocado por la visita que don Álvaro de Soler y el capitán Dávila le habían hecho aquel domingo por la tarde a la escuela de navegantes del puerto de Cavite. El joven profesor de cartografía había sido el piloto de la fragata que había llevado a don Álvaro y al capitán desde Cádiz hasta Manila. En la larga travesía se habían hecho buenos amigos.
Sentados en la tenaza del topanco que le servía de vivienda y aula donde enseñaba su pericia a pilotos y pilotines, frente a la espléndida bahía filipina, el maestro navegante le contaba a sus visitantes con suave acento sevillano:
—… y para nosotros, el piloto más entrañable y respetado del galeón de Acapulco es Jerónimo Gálvez. Era de la Cartagena española y pilotaba por el Mediterráneo y el Atlántico. Alguna sangre mora debía de correr por sus venas y sus creencias religiosas quizá no fueran muy firmes y claras, porque de todo ello sospechó la Inquisición. Para colmo, el padre de su joven esposa, sospechosa y espléndidamente llamada Solina, murió de tormento en los calabozos del Santo Oficio. Su madre falleció al poco tiempo de pura pena.
»Huyendo de los hermanos dominicos, Gálvez y Solina se fueron a Nueva España y se instalaron en Acapulco. Jerónimo Gálvez se embarcó en el galeón Santa Rosa de Lima en la tornavuelta a Manila. Solina permaneció en México. Durante tres años fueron felices a pesar de las prolongadas ausencias del marido.
»Durante una de esas ausencias, un cortesano madrileño, llamado Sebastián de la Plana, llegó por desventura a Acapulco y conoció a la bella Solina. Trató de seducirla y fue firmemente rechazado. El despechado galán, ayudado por una partida de canallas, la raptó cuando paseaba por la playa y abusó inicuamente de ella. De regreso a su casa, Solina escribió el percance a su marido y pocos días después, no se sabe si por desesperación o envenenamiento, murió en soledad.
»Al poco tiempo, De la Plana embarcó para Manila y Gálvez, casi simultáneamente, llegaba a Acapulco en el Santa Rosa. Cuando el piloto del galeón, ya afamado por su destreza, se enteró de lo ocurrido, hizo erigir un monumento funerario con un epitafio inacabado en el que anunciaba venganza.
»Al tal don Sebastián de la Plana le llegó noticia de tan notorio hecho a los pocos meses de su estancia en Manila y, temeroso, se hizo desfigurar la cara con quemaduras por un cirujano, se dejó crecer la barba, se cambió el nombre y se marchó. Se demostró después que sus miedos, adquiridos por numerosos testimonios sobre la seriedad y bravura del piloto agraviado, no eran infundados.
»Gálvez volvió a Manila y lo averiguó todo. Con la fortuna que como a todo tripulante de los galeones anuales no le era escasa, contrató espías para que buscaran al pérfido forzador por Filipinas, China, el Japón, Goa y las Molucas. Uno de ellos, bastante tiempo después, lo localizó en Macao, donde estaba al servicio de los portugueses. El astuto agente convenció a De la Plana de que volviera a Manila asegurándole que aquella pasada historia ya había sido olvidada y con el señuelo de la posibilidad de matrimoniar con una viuda agraciada y rica.
»El agente acompañó al criminal en su viaje y llegó incluso a presentarle en Manila a la tal viuda. Muy poco después, por casualidad o bien premeditado por el hábil espía, Gálvez arribó en el Santa Rosa, que quedó atracado, como es habitual, aquí en Cavite.
»El informador hizo saber a Gálvez inmediatamente el fruto de todo su trabajo. El piloto, tras agradecerle sus servicios y pagárselos con más del doble de lo acordado, le pidió que usara una vez más sus artes para hacer subir a De la Plana al desierto galeón. Cumplió el encargo cabalmente mediante un ardid relativo a un negocio de contrabando. Allí los esperaba Jerónimo Gálvez y solicitó a su fiel y eficaz colaborador un último servicio: que atara su mano izquierda a la del burlador para librar con las manos derechas, armadas de puñales, un duelo a muerte. Y que desapareciera después.
»Comenzada la pelea, De la Plana recibió varias puñaladas, pero la postrer faena del contratado no había sido eficaz, porque el burlador se zafó de las ataduras y huyó. Gálvez lo persiguió y De la Plana hubo de trepar por la jarcia. Gálvez iba tras él con el puñal entre los dientes pero, antes de alcanzarle, el malherido se desprendió del cordaje y cayó sobre la cubierta rompiéndose muchos huesos.
»El agente, que ya se alejaba del galeón en un chinchorro, ció al galeón. Entre él y Gálvez metieron al paralizado violador en el bote y remaron hasta Manila. Siendo noche cerrada, entraron en la ciudad por una poterna de la muralla llevando al herido en unas parihuelas improvisadas. Llegaron hasta la calle Rada, paraje de malhechores y pordioseros, y se instalaron en una casa vieja casi derruida. Depositaron a De la Plana en un miserable jergón y Gálvez, tras despedir a su ayudante, le mostró un relicario que guardaba una miniatura de doña Solina y un mechón de su pelo. El sentenciado pidió, por orden, clemencia, cirujano, agua y confesión. Todo le fue negado comunicándosele que estaba allí para morir sin dejar de ver a la muerta.
»El malhadado Sebastián de la Plana duró tres días inmovilizado por la parálisis causada por la caída y vigilado permanentemente por su justiciero. Cuando murió, los frailes de la Misericordia fueron a por él y lo enterraron en lugar impreciso.
»Poco después, Gálvez pilotó por última vez el Santa Rosa y abandonó el mar en Acapulco. Peregrinó por las ermitas de Nueva España regresando con frecuencia a las playas de Acapulco. Un día fue encontrado cadáver al pie del monumento funerario de su amada Solina con el relicario entre sus manos.
El capitán Dávila, aunque había seguido muy atentamente la narración de Sebastián Quintero, era de natural tan inexpresivo que por todo comentario chasqueó la lengua y tomó un sorbo de su refresco. Don Álvaro sí había dado muestras de aprobación, complacencia y tristeza por los avatares del piloto Gálvez. Sebastián remató su historia diciendo:
—Aunque hace muchos años que ocurrieron estos hechos, aquí se rememora continuamente a Jerónimo Gálvez, porque en la actualidad la derrota de los galeones se hace siguiendo sus diarios, consejos escritos y datos. Se le tiene por el mejor y más experto piloto del Pacífico de todos los tiempos. Tengan en cuenta que la mayoría de los tripulantes de los galeones sólo hacen el viaje una o, como máximo, dos veces, porque en cuanto acumulan cierta riqueza cesan de hacer tan terrible travesía. Sin embargo, Gálvez hizo el periplo completo siete veces.
—Hábleme de ese viaje, Sebastián. Seguramente embarcaré en el próximo galeón rumbo a Nueva España.
Al joven piloto se le ensombreció el gesto y meditó unos instantes mirando a don Álvaro. Después se dirigió al militar:
—¿Usted se irá también, capitán?
La escueta respuesta del capitán fue:
—Veremos.
Quedaron los tres hombres en silencio mirando al intrincado bosque de mástiles que se alzaba ante ellos en la bahía de Cavite. Era media tarde y hacía calor. Aunque el cielo no estaba cubierto de nubes espesas como era habitual en aquella época de principios de diciembre, los cirros en hilachas restaban brillantez al cielo aunque no a la ensenada.
Sebastián Quintero se sentía algo confuso porque no deseaba que su amigo se marchase en el próximo galeón y consideraba que el siguiente barco sería mucho más apropiado para ello, pero temía que don Álvaro no se dejara convencer de esperar siete u ocho meses más en Manila. Por eso divagó.
—El galeón de Manila es el transporte de mercancías más rico, peligroso y largo que se lleva haciendo en el mundo desde 1565, hace casi dos siglos. Principalmente transporta sedas y, por eso, la enemiga tradicional del galeón filipino ha sido siempre Andalucía, porque compite con la exportación a Nueva España de su floreciente industria textil. Aunque muchos otros artículos de lujo se encuentran en casi todas las boletas.
—¿Qué son las boletas?
—En rigor, son billetes que expresan la unidad de valor y derecho del galeón. En la práctica, cada boleta se traduce en un paquete de este tamaño aproximado —el piloto señalaba con sus manos tres dimensiones de aproximadamente una vara de largo por tres cuartos de ancho y un tercio de altura— donde, extraordinariamente bien empaquetadas, se encuentran las mercancías. Según el rango o destino de cada español residente en Filipinas, éste tiene derecho a un determinado número de boletas, o sea, de fardillos, siempre que se comprometa a residir en Manila un periodo no inferior a diez años. Pero eso es totalmente nominal, porque todo el mundo trafica con ellas. Por ejemplo, influyen mucho las dádivas que el posible adjudicatario esté dispuesto a repartir entre las autoridades que controlan la distribución. Quienes más boletas acumulan son los sangleyes[1] a pesar de que no les está permitido poseer ninguna.
A lo largo de todo el año, principalmente un par de meses antes de la partida del galeón, van llegando a Manila decenas de champanes con todos los productos desde Siam, Khmer, China, Java… de todo el Oriente. Las personas que tienen derecho de boleta, compran todo lo que quieren a buen precio, aunque lo que normalmente hacen es vender sus boletas a los más ricos o a los sangleyes. Esta venta les garantiza una ganancia sustancial sin riesgos de hundimiento, apresamiento o arribadas.
—¿Arribadas?
—El retorno a Manila de un galeón sin alcanzar su destino por culpa de la mar o de cualquier incidencia grave en la travesía; la arribada es casi tan calamitosa como el apresamiento por piratas o el naufragio. Decía que el galeón anual es fuente de riqueza para todos, en particular para los españoles ricos y los chinos. El precio que alcanzan los productos en Acapulco, que después se va multiplicando por toda América y Europa, es altísimo y las ganancias siempre pingües. Un millón de pesos en mercancías de Manila se convierte, por lo menos, en cuatro millones en plata de Acapulco. Pero eso hace que Filipinas no prospere. El galeón proporciona un excelente modo de vida a los españoles de aquí por un trabajo que apenas les ocupa uno o dos meses al año. A nadie se le ocurre explotar la tierra, buscar minas o construir fábricas. ¿No se han fijado ustedes que Manila es la ciudad mejor engalanada y de habitantes más elegantes y ociosos de todas las que han visitado?
Don Álvaro no sonrió, pero el capitán Dávila compuso un gesto algo risueño rememorando la plácida y elegante vida de los españoles en Manila. La pena, para él, es que fuera una gente poco disipada debido a la asfixiante presencia del clero que hacía adusta y engolada cualquier manifestación lúdica. Don Álvaro seguía interesado en el viaje:
—Ha hablado usted de hundimientos, apresamientos y arribadas.
—Lo de menos son los apresamientos, porque ha habido sólo tres en los dos siglos del galeón anual. El último fue hace once años: el Covadonga lo capturaron los ingleses en 1743. Tuvo lugar en la tornavuelta desde Acapulco. —El tono de Sebastián Quintero se hizo duro a diferencia del calmado con que había hablado hasta entonces—. El pérfido Anson estaba esperando al galeón español desde hacía un mes en el cabo del Espíritu Santo a bordo del Centurión, que tenía el doble de cañones que el barco de transporte español. Exactamente, sesenta cañones tenía el inglés y treinta y dos el galeón. El Covadonga divisó al Centurión y lo confundió con el barco gemelo Nuestra Señora del Pilar porque, además, enarbolaba bandera española. El ataque por sorpresa fue virulento y desgraciado. El inglés obtuvo un botín de millón y medio de pesos en monedas y onzas de plata en barras.
—¿Sólo eso? Habló usted de cuatro millones.
—Muchas de las ganancias del galeón se quedan en Nueva España, porque una buena porción de los adjudicatarios de boletas viajan para instalarse allí. Gran parte de la marinería y los soldados desertan en cuanto obtienen las ganancias en la Feria de Acapulco que se organiza cada año a la llegada del galeón. Además, en el barco todo tiene doblez, porque hay que contar con el contrabando que se introduce en él clandestinamente desde que sale de Manila hasta que llega a mar abierto y con la plata que se trae escondida desde Acapulco para no pagar impuestos. Así que lo del millón y medio y los cuatro millones a que me he referido son cifras más o menos oficiales que no se cree nadie. En cualquier caso, lo del maldito inglés fue un desastre. Pero, en general, contra el galeón se atreven pocos piratas. Es difícil localizarlo y, puesto que para obtener beneficio hay que abordarlo y no hundirlo, todos saben que ésta es empresa harto difícil, porque los barcos españoles llevan dotación de infantería de marina. A los hechos me atengo: tres apresamientos en doscientos años.
—¿Y cuántos intentos se han rechazado?
Sebastián miró al capitán Dávila un tanto molesto.
—Cuatro. Cuatro, serios de verdad, porque escaramuzas de tanteo se han rechazado muchas más.
—¿Y hundimientos?
—Más de veinte. Ésta es una zona de baguios terribles. Aquí le dicen baguios a los huracanes. Salir de Filipinas es una hazaña tremenda y sólo se puede hacer con alguna garantía en ciertas épocas del año. —El gesto del joven piloto se ensombreció mientras miraba a don Álvaro—. Ésta de diciembre es la peor, teniendo como única ventaja que a partir de ahora y hasta marzo o abril no suelen presentarse los temibles tifones. Pero después vienen seis o siete meses de tormentas y malos vientos. Al divisar California, la mitad de la tripulación está enferma de escorbuto y toda clase de males provocados por la mala nutrición y la putrefacción del agua. El número de muertos llega a ser aterrador. Si entre ellos hay gente importante para la navegación como pilotos, carpinteros, gavieros, juaneteros y demás, los estropicios del barco causados por las inclemencias del tiempo pueden llevar al naufragio con facilidad. El espanto del viaje sólo lo compensan las ganancias de todos. Pocos repiten la experiencia.
Don Álvaro insistió en lo que parecía más interesado:
—Cuéntenos algo más de las arribadas, Sebastián.
—Si un galeón se ve forzado a regresar a Manila, el desastre económico puede ser fatal para muchas familias. Nadie compra las boletas y apenas hay dinero para fletar el nuevo galeón. Además, el precio de las nuevas boletas es superior. Un desastre. Mucha culpa de las arribadas la tiene la codicia. Se permite embarcar cuatro mil fardos y, como les dije, se embarcan muchísimos más de contrabando. Hasta el agua escasea en los galeones para alojar en su lugar mercancías confiando en el agua de lluvia.
—El último galeón arribó este año, ¿no?
—Sí. El San Venancio hubo de regresar a Manila después de sufrir los embates de un tremendo baguio yendo, como iba, tan cargado que tenía la maniobrabilidad de una balsa. Ante la ruina que ha provocado, están considerando hacerlo zarpar de nuevo, porque el siguiente galeón no estará construido hasta julio del año próximo. Una locura. En ese maltrecho galeón es en el que usted quiere partir en la peor época del año. El viaje del San Venancio será el mayor culto que se haga a la codicia.
El capitán Dávila miró de reojo a don Álvaro de Soler. Éste miraba al mar con gesto grave e imperturbable. Sebastián Quintero bebió un sorbo de limonada con ron y observó a sus amigos.
Don Álvaro de Soler y Fuendetodos había nacido con el siglo, el 1 de enero de 1700, en un pueblo de Asturias tan pequeño y pobre que poco después desapareció. Siendo muy joven, se enroló en el ejército y participó en varias guerras en América y Europa. De ideología librepensadora y entregado a la causa de la Ilustración y el Progreso, encontró, rayando ya la cincuentena, un empleo adecuado a sus aptitudes en el Ministerio del Interior bajo el amparo del marqués de la Ensenada: comisionado real encargado de dilucidar los casos criminales más complejos o de consecuencias políticas delicadas.
Su firme determinación de llegar siempre hasta el fondo de sus pesquisas y la sobrada capacidad para lograrlo, le granjearon muchos problemas y no pocos enemigos. Atosigado por la Inquisición y parte de la nobleza, el marqués de la Ensenada consideró conveniente apartar temporalmente a don Álvaro de la corte. El proyecto del ministro de crear una red de espías que le mantuviera bien informado de los avatares del imperio podía empezar a ser una realidad. Desde las lejanas islas Filipinas, don Álvaro comenzaría a tejer esa red. Pero el ministro acababa de ser destituido por el rey don Fernando VI.
Don Álvaro pues, debía buscar empleo o, al menos, ocupación. Su capital ascendía a poco más de lo que le costaría el viaje de regreso. En la corte tenía dos casas y algún dinero, quizás el suficiente para que, con las rentas otorgadas por la Caja de Ahorros donde lo tenía colocado, pudiera vivir modestamente sin nuevos ingresos.
El capitán Dávila era un sevillano parco en palabras y gestos cuya vida había transcurrido azarosamente. Militar profesional desde la adolescencia, había participado en numerosas batallas como dragón e infante de marina. Algunas de ellas, quizá las más notables y arriesgadas, transcurrieron en la legendaria fragata La Galga, a las órdenes del actual gobernador de Filipinas, el marqués de Ovando. Pero fue en Sevilla donde conoció a don Álvaro.
Tras verse envuelto en una reyerta que terminó con la muerte de tres hombres, el capitán Dávila fue condenado a muerte. Sin embargo, el oidor que lo sentenció supo ver en él nobleza y valentía poco comunes. No sólo le perdonó la vida, sino que entabló con él una buena amistad y le permitió salir de la cárcel de vez en cuando para desempeñar alguna misión. Una de ellas consistió en vigilar y proteger a don Álvaro de Soler cuando éste apareció por Sevilla como enviado del Rey, y tan eficazmente sirvió al comisionado real que se ganó la libertad, la amistad de don Álvaro y un destino junto a él en Filipinas.
Al capitán le gustaba el carácter de don Álvaro, sobre todo porque siendo un hombre serio y casi antipático, como los demás lo consideraban a él mismo, le agradaba sobremanera que la gente se divirtiera. Esa personalidad original combinaba más elementos contradictorios, porque a pesar de ser don Álvaro un hombre solitario, tenía amores y amigos; aunque su pasión fuera el estudio, siempre estuvo en acción tanto en América como en España; era iluso y fantasioso, pero realista y puntilloso en su quehacer de investigador. El capitán había concluido hacía tiempo que si las guerras y las batallas en las que él había participado se hubieran hecho bajo el mando de don Álvaro de Soler, se habría ahorrado mucha sangre y se habrían obtenido más victorias.
Ante el largo silencio en que se habían sumido los tres, Sebastián propuso de forma un tanto resuelta:
—¿Me acompañan ustedes a visitar el arsenal y los astilleros? Me gustaría enseñarles el San Venancio y el Nuestra Señora del Buen Fin.
El capitán Dávila y don Álvaro accedieron a la propuesta del piloto.
El capitán era el más alto de los tres y, seguramente, el más fuerte. En corpulencia le aventajaba don Álvaro, pero ésta contribuía su mayor edad, a pesar de que apenas tenía grasa acumulada. Pero sus espaldas ya estaban algo cargadas. El capitán, en cambio, con sus casi cuarenta años, quizás una docena menos que su patrón, se movía con una desenvoltura felina. Sebastián tenía una estatura parecida a la de don Álvaro, pero un cuerpo más magro. Sus rostros eran igualmente dispares, porque el capitán tenía los ojos verdes y la piel apergaminada, la cara de don Álvaro estaba dominada por rasgos marcados y angulosos y Sebastián tenía unas facciones tan delicadas que podían ser casi femeninas.
Tras caminar en silencio unas doscientas varas por la desierta zona portuaria, llegaron a una empalizada que ocultaba un recinto de buen tamaño que llegaba hasta la playa a otras doscientas varas más abajo. En la puerta, dos soldados saludaron a Sebastián denotando que lo conocían bien.
—Buenas tardes, cabo. Quisiéramos visitar el astillero. ¿Está usted de acuerdo?
—Naturalmente, don Sebastián. Pasen y, ya sabe, nada de fumar.
—Claro. No estaremos más de diez o quince minutos.
Nada más traspasar la empalizada, los dos visitantes quedaron sobrecogidos. En una extensión mayor de la que se podía sospechar desde el exterior, se divisaban por doquier barracas desnudas de paredes, montones perfectamente ordenados de troncos de árboles y tablones de diversas dimensiones, y cuatro barcos en distintas etapas de su construcción. A los pocos pasos entendieron por qué a las factorías navales se les llaman astilleros: por cada barco que se producía se generaban millones de astillas.
—Éste es el Nuestra Señora del Buen Fin. Está en discusión si bautizarlo mejor como el Santísima Trinidad, porque hay a quien el primer nombre les da mal augurio.
Los visitantes sonrieron a pesar de que estaban sobrecogidos por las dimensiones del galeón. A lo largo de la portentosa quilla de altura comparable a la un hombre, las cuadernas del galeón, de curvatura y simetría perfectas, se erguían como brazos de titanes enardecidos clamando al cielo. Algunas de ellas ya estaban unidas por los baos y varias zonas se veían cubiertas por la tablazón. Ésta tenía un espesor de casi media vara y los visitantes descubrieron asombrados que aquella madera era caoba. La quilla, cuadernas, vagras y varengas eran de teca. El interior del barco y las ligazones de la quilla y el timón eran de Molave. Parte del casco era de Lañang. El galeón en construcción era el bosque artificial más armonioso y extraño que jamás habían visto. Tras recorrer la obra a todo lo largo en silencio, Sebastián se permitió decir mirando seriamente a don Álvaro:
—Éste será un galeón formidable, don Álvaro. Y lo será, a más tardar, el verano que viene. Costará casi trescientos mil pesos. Imagine, pues, que en sólo un viaje a Acapulco se podría amortizar ampliamente. Aunque ésa es otra: el galeón lo paga la Real Hacienda y los beneficios van para los particulares, porque los impuestos que logra captar la aduana son apenas el veinte por ciento de las cuatro mil boletas legales en su precio de origen. Ahora deseo enseñarles el San Venancio. ¿Vamos?
Los tres hombres salieron del astillero y, tras despedirse de los guardias, caminaron un buen trecho sin decir palabra alguna.
—Esto es el San Venancio.
El tono despectivo usado por Sebastián aumentó el desconcierto que les produjo a los visitantes la mole varada que tenían ante ellos.
El barco era poco mayor que la mitad del Santísima Trinidad y, al tener medio casco al cielo porque estaba tumbado sobre la playa apoyado en el otro medio, la madera de la tablazón contrastaba con la del galeón en construcción que acababan de ver. En lugar de caoba rosada casi brillante, el oscuro barco presentaba corrosión y podredumbre en todo su vientre. Las tres bases de los mástiles rematadas en las cofas, mochas y sin jarcia alguna, tenían aspecto de desnudez apuntando al sol poniente.
A pesar de que era domingo, unos veinte hombres se afanaban en las tareas de carena del buque calafateando con estopa y brea las junturas más descuajaringadas; también raspaban y lijaban los tablones más derruidos y martilleaban los remiendos imprescindibles de madera.
Tras inspeccionar el triste galeón sin hacer comentarios, Sebastián Quintero le dijo a don Álvaro lacónicamente:
—Quieren que zarpe dentro de diez días.
Don Álvaro preguntó:
—¿Lo aprueba el gobernador? Supongo que semejante dislate, en su apreciación, contravendrá muchas normas dictadas por el marqués de Ovando. Y por cierto tengo que no es hombre que condescienda fácilmente.
—Que zarpe este galeón en las condiciones en que está, en esta época del año y con la desproporción de carga que llevará, contraviene todas las órdenes del gobernador. Pero precisamente por órdenes como éstas, todos los españoles influyentes detestan al marqués de Ovando y él ya ha presentado su dimisión.
Don Álvaro se detuvo sorprendido y preguntó con viveza:
—¿Cómo dice usted?
—¿No lo sabe? —Tras mostrar su sorpresa, Sebastián reprendió a don Álvaro—. Se pasa usted todo el tiempo en la rebotica de don Facundo y en la Biblioteca. El marqués de Ovando, quizá dolido por el cese del marqués de la Ensenada, ha presentado su dimisión al Rey y pretende marcharse en el nuevo galeón.
Don Álvaro reanudó la marcha pensativo y, tras caminar varios pasos, insistió:
—Aún así, el marqués me parece persona que hará obedecer sus órdenes hasta que zarpe en el Buen Fin. ¿Por qué tolerará la partida del San Venancio?
—Porque en cuanto sea efectiva su dimisión se le abrirá el Juicio de Residencia. Se le tiene por hombre íntegro, pero ese juicio puede serle fastidioso si el nuevo gobernador lo hace basándose en testimonios emitidos por funcionarios y residentes excesivamente irritados con él.
Don Álvaro habló amargamente:
—El Juicio de Residencia es el peor invento de Su Majestad. Pretendiendo asegurar la honestidad de virreyes, gobernadores y cargos menores, sólo se consigue que los nuevos nominados lo que aseguren sean excusas para la posible mala administración futura de ellos mismos. Hasta ahora nadie ha salido bien parado del Juicio por más honorable que haya sido su gobierno.
Los tres hombres caminaron en silencio hasta el topanco del maestro de pilotos. Al llegar a la puerta, don Álvaro miró al sol y se despidió amablemente de Sebastián:
—Ha sido un gran placer visitarlo, joven amigo. Creo, capitán Dávila, que nos debemos marchar porque de aquí a Manila hay sólo tres leguas por mar, pero seis por tierra, así que llegaremos de noche bien cerrada. Un día de éstos le liaré saber a usted si finalmente decido partir en el San Venancio o esperar al Santísima Trinidad, Nuestra Señora del Buen Fin o como termine llamándose ese gran galeón.
Tras abrazar al piloto con gran afecto, los dos hombres partieron a caballo hacia Manila cuando el sol empezaba a sonrosar el cielo.
La luz que iluminaba el ralo jardín del palacio cham provenía sólo de las estrellas, ya que la luna era apenas un delicado cuerno más rojizo que plateado. No era débil iluminación, porque la penumbra permitía distinguir el color de las naranjas y los limones de los pocos árboles que sobresalían de la maleza tupida del descuidado entorno. Hacía calor, pero la brisa suave del mar lo aminoraba.
Piet van de Derck estaba sentado en un banco de piedra pensando en todo lo que iba a decir. Y lo que debía callar. Conseguir la colaboración de los marinos de Champa era esencial para el proyecto más ambicioso de su vida. Si la había arriesgado, y aún más la iba a arriesgar, era porque en tal empresa había empeñado palabra y fortuna.
El holandés oyó un rumor de pasos en la puerta del palacio que daba al jardín. Bajo el dintel del hueco cuadrado y negro, se perfilaron las figuras del rey y las de algunos cortesanos. Mientras el europeo se levantaba para guardar pleitesía al venerable monarca destronado, los cortesanos se desperdigaron por el jardín y sólo acompañó al rey el que supuso el holandés que hablaba español.
Jaya Campadhiraya se sentó en el banco junto a Piet van de Derck y el cortesano lo hizo en el suelo casi entre sus piernas. Fue él quien empezó a hablar sin preámbulo en un castellano bastante más fluido que el del holandés.
—Champa es el reino favorito de Brahma, el Creador que continuamente crea. Tiene cuatro brazos y cuatro caras: el Norte, el Sur, el Este y el Oeste. Shiva es el destructor aunque a veces sea compasivo y erótico. —El holandés estaba pasmado, pero asumió que la introducción a cualquier negociación era parecida en todas las culturas ya fueran musulmanas, brahmánicas e incluso cristianas—. Simboliza toda la violencia y las fuerzas del universo. Tiene un tercer ojo y muchos brazos y caras. Y tiene muchas esposas, entre ellas Parvatti, la diosa de la Tierra, Urna, la diosa de la gracia, y Durga, la diosa combatiente. Vishnú tiene una cara y cuatro brazos en cuyas manos porta un disco, un cuerno, una bola y una porra. Su esposa es Laskmi, la diosa de la belleza. Brahma le dio a Champa, sólo a Champa, Ganesa, el dios de la inteligencia, Indra, el dios de la lluvia, Kama, el dios del amor, Apsara, el bailarín celestial, y Naga, la serpiente de muchas cabezas que fundó la dinastía de la que proviene nuestro señor Jaya.
El cortesano terminó su discurso místico con una inclinación tan pronunciada que casi rozó el suelo con la frente. El desconcertado holandés hizo un gesto apropiado de respeto. El monarca se había mostrado imperturbable durante la perorata de su cortesano. El silencio que se hizo en el jardín no lo quiso romper el extranjero. Al cabo, el rey habló larga y pausadamente. Por más atento que estuvo el holandés no consiguió entender ni una sola palabra, pero tomó buena nota de la calma y firmeza de su entonación. El cortesano tradujo sucintamente, porque tardó mucho menos que el rey en expresar sus palabras:
—Durante siglos nos hemos defendido y hemos derrotado a los siameses, a los khmers y a los chinos. También a los viets, pero ahora ellos nos están empujando hacia el mar. Con riqueza, venceremos y recuperaremos el reino cham. ¿Cómo quieres atrapar el galeón español?
Van de Derck empezó a exponer su plan:
—El último galeón español no alcanzó América y hubo de retornar a Filipinas, pero…
—¿Cómo lo sabes?
El holandés se sorprendió porque la pregunta se la había hecho el cortesano sin concurso del rey, por lo que dedujo que estaba ante alguien más importante que un simple traductor.
—Porque vengo de Manila, donde he estado más de seis meses.
—¿Te lo han permitido los españoles?
—Me lo han permitido.
El cortesano tradujo al rey y, al no mostrar éste signo alguno en el rostro, hizo un ademán al holandés para que continuara.
—El galeón volverá a partir con las mismas riquezas que llevaba. Pero está dañado y la tripulación será de mala calidad. Una presa fácil.
—¿Qué quieres decir cuando dices de mala calidad?
—Aventureros pobres, marineros inexpertos y tropa reducida.
—¿Por qué?
—Porque un galeón de arribada es una ruina para todos y sin plata de Nueva España apenas se pueden comprar mercancías para el siguiente galeón. Se embarcarán en él los que más deudas han acumulado y los que buscan ganancia fácil a pesar de los riesgos que entraña el viaje a América en ese galeón. Los ricos han doblado la paga para los que se atrevan a ir, pero la mayoría de los marineros expertos tiene suficiente dinero y, para el siguiente galeón, que será uno enorme que está en construcción, hará falta gente buena y las posibilidades de negocio en él serán mucho mayores para los que puedan esperarlo. En el que partirá ahora sólo irá la escoria española, criolla y tagala.
—¿Y la tropa?
—Que un galeón zarpe en esta época del año y en las condiciones en que está, no lo permiten las leyes del gobernador y es éste quien ha de conceder la infantería de marina de los galeones. Tolerará su partida por razones políticas, pero concederá poca tropa si no ninguna.
El cortesano tradujo durante un buen rato al rey. Éste apremió a que preguntara algo y el cortesano lo hizo.
—¿Has hecho tú alguna vez el viaje de Filipinas a América en esta época del año?
—No.
—Continúa.
—Aunque no haya hecho ese viaje, sé que puede ser terrible, lo cual favorece nuestros planes.
—Que son…
—Atrapar el galeón poco antes de llegar a Acapulco.
—¿Quién lo atrapará?
—Una flota cham de juncos, mi goleta y un navío holandés, de treinta y dos cañones, que nos estará esperando en las costas de California. Cuando lleguen los españoles…
El cortesano hizo un gesto para cortar al holandés y tradujo al rey. Éste empezó a mirar con atención al holandés. Habló bastante en sánscrito con el cortesano, quien, cuando el rey calló, permaneció unos instantes en silencio tratando de poner sus ideas en orden.
—¿Cómo sabes que ese navío holandés estará allí dentro de muchos meses y justo cuando arribe el galeón español?
—Porque lo hemos planeado durante mucho tiempo.
—¿Cómo saben ellos que ese galeón español va a partir en esta época después de su fracaso anterior?
—Porque en Manila no estaba yo solo y mi goleta no era el único barco extranjero. Hace un mes, cuando estuvimos seguros de que el galeón iba a intentarlo de nuevo, otro barco partió para poner sobre aviso a nuestro navío. El plan es el siguiente: los juncos cham con buenos marineros y guerreros, unos cuatrocientos en total, además de mi goleta, partiremos tan pronto como sea posible. Tengo pistas fehacientes de las derrotas usuales de los galeones españoles. Encontraremos al San Venancio, que así se llama el galeón, y haremos el viaje sin perderlo de vista. Cuando estemos cerca de América, yo me adelantaré en la goleta y contactaré con el navío. Éste aprovisionará a nuestra flota de carne, verduras y frutos frescos y, después de unos días de recuperación, atacaremos el galeón y lo apresaremos.
El cortesano quedó un rato manteniendo un silencio grave y después empezó a traducir a su rey. Éste de nuevo hizo preguntas en su idioma sin pensar apenas previamente.
—¿Por qué necesitáis nuestra ayuda? El viaje será tremendo para ese maltrecho galeón por el azote de huracanes y tormentas. Si lleva poca tropa y marinería mala, cuando lleguen a América desanimados, además de exhaustos por las enfermedades y la mala alimentación, será presa sencilla para un navío de tantos cañones y todos sus tripulantes de refresco.
La escuálida luna había desaparecido del cielo, pero las estrellas aún permitían vislumbrar el brillo de los ojos de los tres hombres. Los del holandés se apagaron un tanto mientras movía la cabeza con cierta pesadumbre.
—Sería mucho más conveniente para nosotros no necesitar vuestra ayuda: me hubiera evitado el riesgo que he corrido al venir aquí, así como el dinero que ha costado este viaje y el que está costando mantener tanto tiempo el navío a la expectativa; además, no tendríamos que compartir las ganancias con vosotros. Pero treinta y dos cañones y menos de doscientos holandeses no son suficientes para atacar a un galeón español por maltrecho que esté y desesperada que se encuentre su tripulación. Necesitamos vuestra ayuda y seréis recompensados con largueza.
El rey y el traductor quedaron en silencio una vez que éste hubo terminado de hablar en su idioma. Intercambiaron después algunas frases y el cortesano se dirigió de nuevo a Van de Derck.
—A nosotros de nada nos sirven las baratijas que porta el galeón. Sólo nos valen el oro y la plata. Más conveniente sería atacar el galeón a la vuelta de Nueva España, cuando venga repleto de monedas y barras de oro.
El holandés se animó, porque de alguna manera vislumbraba una aceptación de la expedición al estar pasando a la fase de negociación de las ganancias.
—A la vuelta es todo mucho más difícil. El galeón será más maniobrable por llevar menos peso, la tripulación será nueva y más numerosa, porque se espera un buen embarque de tropa para enrolarse en el nuevo galeón, que es grandioso y en el cual, además, irá el gobernador actual que es hombre importante y guerrero formidable. Encima, los vientos en la tornavuelta son más favorables, de manera que el viaje dura la tercera parte que el de ida: unos dos meses. Y el encuentro, si partimos desde aquí, es mucho más improbable. Si hacemos nosotros el doble viaje, seremos los que estaremos exhaustos. Lo que a la ida será fácil, en el regreso será imposible.
Iras la traducción, el rey hizo una nueva pregunta que el cortesano tradujo casi antes de que terminara de formularla en sánscrito.
—¿Cómo y a quién venderéis la carga del galeón para convertirla en oro y plata?
El holandés se animó de nuevo.
—Nuestro navío no está del todo ocioso mientras nos espera. Incluso antes de que yo partiera hacia acá, estaban ya muchas negociaciones cerradas con traficantes novohispanos. El precio al que venderemos las mercancías del galeón será muy conveniente para ellos. A los tres o cuatro días después del apresamiento tendremos buena cantidad de oro y plata. Repartiremos según acordemos ahora y podréis iniciar el viaje de regreso. Y nosotros también, salvo que lo haremos en dirección a nuestra tierra. ¿Hablamos de dinero?
—¿Qué será del galeón?
—Es parte de las negociaciones que no estaban terminadas. Parece que es posible vendérselo a los franceses del norte de América, o a traficantes ingleses, obteniendo un precio por él que dependerá del estado en que quede después del ataque.
—Habla de dinero.
—Para vosotros habrá cincuenta mil pesos españoles de plata sea cual sea el precio final de la venta de las mercancías del galeón.
El cortesano miró afiladamente al holandés y, sin apartar la mirada, tradujo a su rey. Tras responder éste, el hombre volvió al español:
—Un galeón español cuesta por encima de los cien mil pesos y sus mercancías, antes de la venta en Nueva España, muchos cientos de miles.
Van de Derck no esperaba que los cham tuvieran tanto conocimiento de los españoles y temió que éste fuera aún mayor del que dejaban entrever.
—Sí, pero…
—Pero tu plan contraviene la regla de nuestra flota: atacar sólo en caso de éxito seguro y siempre por sorpresa.
Las palabras del cortesano, dichas en tono duro y eludiendo la negociación, dejaron cortado a Piet van de Derck unos instantes. Después repuso:
—El éxito es seguro y, a pesar de que los españoles hagan el viaje a nuestra vista, la sorpresa se la daremos cuando aparezca el navío.
—Ni el éxito es tan seguro, ni la sorpresa la daremos nosotros, que es lo que exige nuestra regla. El rey no hablará más hoy. Te desea que descanses bien, extranjero.
El rey se levantó sin decir palabra y de la oscuridad del jardín aparecieron como sombras los otros cortesanos. Todos lo siguieron y Piet van de Derck quedó sumido en pensamientos inquietos.