Así pasó un mes y luego otro. En vísperas de Año Nuevo su cuñado tuvo que ir a la ciudad y se hospedó en su casa. Iván Ilich se había marchado al Palacio de Justicia. Praskovia Fiódorovna había salido de compras. Cuando Iván Ilich entró en su despacho, se encontró allí con el cuñado, un tipo sanguíneo, rebosante de salud, que estaba deshaciendo la maleta con sus propias manos. Al oír los pasos de Iván Ilich levantó la cabeza y se lo quedó mirando un segundo en silencio. Esa mirada despejó todas las dudas de Iván Ilich. El cuñado abrió la boca y estuvo a punto de lanzar una exclamación, pero se contuvo. Tal gesto acabó por confirmarle sus temores.
—¿Tanto he cambiado?
—Sí… un poco.
Por más que intentó después Iván Ilich llevar la conversación al tema de su aspecto, el cuñado no salió de su mutismo. Llegó Praskovia Fiódorovna y el cuñado pasó a sus habitaciones. Iván Ilich cerró la puerta con llave y se miró en el espejo, primero de frente, luego de perfil. Cogió un retrato en el que aparecía con su mujer y comparó esa imagen con lo que veía en el espejo. El cambio era brutal. A continuación se descubrió los brazos hasta el codo, echó un vistazo, volvió a bajar las mangas, se sentó en una otomana y se sumió en un estado de ánimo más negro que la noche.
«Así no puedo seguir», se dijo y, poniéndose en pie de un salto, se acercó a la mesa, abrió un expediente e intentó leerlo, pero no fue capaz de concentrarse. Empujó la puerta y pasó a la sala. La puerta del salón estaba cerrada. Se acercó de puntillas y aguzó el oído.
—No, exageras —decía Praskovia Fiódorovna.
—¿Cómo que exagero? ¿Es que no lo ves? Es un hombre muerto. Mírale a los ojos. No tienen luz. Pero ¿qué es lo que le pasa?
—Nadie lo sabe. Nikoláiev (uno de los médicos) le diagnosticó algo, pero no sé exactamente qué. Leschetitski (el especialista eminente) ha dicho lo contrario.
Iván Ilich se apartó, volvió a su estudio, se tumbó y se quedó pensativo: «El riñón, el riñón flotante». Se acordaba de todo lo que le habían dicho los médicos sobre cómo se había desprendido y cómo se movía. Y, haciendo un esfuerzo de imaginación, intentó capturar ese riñón y detenerlo, fijarlo. Se figuraba que no se necesitarían grandes esfuerzos para lograrlo. «No, iré a ver otra vez a Piotr Ivánovich» (el amigo que tenía un amigo médico). Llamó al criado, le ordenó que dispusieran el coche y se preparó para salir.
—¿Adónde vas, Jean? —le preguntó su mujer con una expresión especialmente triste e insólitamente bondadosa.
Esa insólita bondad le sacó de sus casillas. La miró con aire sombrío.
—Tengo que ir a ver a Piotr Ivánovich.
Llegó a casa del amigo que tenía un amigo médico. Luego ambos marcharon a visitar al facultativo. Este los recibió, e Iván Ilich y él hablaron largo y tendido.
Después de examinar desde el punto de vista anatómico y fisiológico los detalles de lo que, en opinión del médico, le estaba sucediendo, Iván Ilich lo comprendió todo.
Había una cosita, una cosita de nada, en el intestino ciego. Y se podía curar. Había que reforzar la energía de un órgano, disminuir la actividad de otro, entonces se produciría una reabsorción y todo se arreglaría. Iván Ilich llegó un poco tarde a la cena. Comió y charló alegremente un buen rato, antes de retirarse a trabajar. Una vez en el despacho, se puso inmediatamente manos a la obra. Leyó expedientes, repasó documentos, pero la conciencia de que tenía pendiente un asunto personal muy importante, del que se ocuparía cuando acabara, no le abandonó ni un instante. Una vez finalizadas las tareas, se acordó de que ese asunto personal consistía en reflexionar sobre el intestino ciego. Pero, en lugar de perderse en conjeturas, pasó al salón para tomar el té. Se habían reunido algunos invitados que charlaban, tocaban el piano y cantaban. Entre ellos se encontraba el juez de instrucción, ansiado pretendiente de la hija. Como no dejó de advertir Praskovia Fiódorovna, Iván Ilich se mostró mucho más animado que los demás en el transcurso de toda la velada, aunque no olvidó en ningún instante que le estaba esperando aquel importante y personal tema de reflexión: el intestino ciego. A las once se despidió y se retiró a sus aposentos. Desde que se había puesto enfermo dormía solo, en un cuarto pequeño anejo al despacho. Una vez allí, se desvistió y cogió una novela de Zola, pero, en lugar de ponerse a leer, se quedó pensativo. Y con los ojos de la imaginación vio cómo se producía la tan deseada curación de su intestino ciego. Primero una absorción, luego una eliminación y finalmente el restablecimiento de la actividad normal. «Sí, así es —se dijo—. Pero hay que ayudar a la naturaleza.» Entonces se acordó del medicamento, se incorporó y lo tomó. A continuación se tumbó de espaldas y concentró toda su atención en los efectos benéficos de la medicina, en el modo en que eliminaba el dolor. «Lo único que hay que hacer es tomarla con regularidad y evitar las influencias perniciosas. Ya me siento un poco mejor, mucho mejor.» Se palpó el costado y no sintió ningún daño. «Sí, es verdad, ya no lo siento, estoy mucho mejor.» Apagó la vela y se echó de lado… El intestino ciego se curaría, se produciría la reabsorción. Pero de pronto advirtió ese dolor sordo y lacerante, antiguo y familiar, obstinado, silencioso y profundo. Y el mismo mal sabor de boca. Se le encogió el corazón, la cabeza le dio vueltas. «¡Dios mío, Dios mío! —dijo—. Ya está ahí otra vez. Ya está ahí. No me dejará nunca.» Y de pronto todo el asunto se le presentó bajo una luz completamente distinta. «¡El intestino ciego! ¡El riñón! —se dijo—. No se trata ni de una cosa ni de la otra, sino de la vida y… la muerte. Antes en mi cuerpo habitaba la vida, ahora huye, se marcha y no puedo retenerla. Sí. No tiene ningún sentido seguir engañándome. ¿Acaso no es evidente para todos, menos para mí, que me estoy muriendo? La única cuestión relevante es cuántas semanas o días me quedan. Puedo morirme ahora mismo. Antes me rodeaba la luz; ahora, las sombras. Hasta hace poco estaba aquí; pronto me iré allá. ¿Allá? ¿Dónde es allá?» Se sintió transido de frío, se le cortó la respiración. Lo único que oía eran los latidos de su corazón.
«Y cuando ya no exista, ¿qué quedará? No quedará nada. ¿Y dónde estaré cuando ya no exista? ¿Es posible que sea la muerte? No, no quiero.» Se levantó de un salto, tanteó la mesilla con manos temblorosas en busca de la vela, la tiró al suelo junto con la palmatoria y volvió a tumbarse, la cabeza sobre la almohada. «¿Por qué? Lo mismo da —se decía, escrutando la tiniebla con los ojos abiertos—. Es la muerte. Sí, la muerte. Y ninguno de ellos lo sabe, ni quiere saberlo ni muestra compasión. Están allí tocando música. (Oía en la distancia, al otro lado de la puerta, fragmentos de voces y algún ritornelo.) Les da lo mismo, pero también ellos se morirán. Idiotas. Yo primero y ellos después. También les tocará a ellos. Y, sin embargo, allí están tan contentos. ¡Animales!» Se ahogaba de ira. Y la angustia que le atormentaba se volvía insoportable por momentos. No era posible que todo el mundo, siempre, estuviera condenado a ese miedo atroz. Se puso en pie.
«Hay algo que no marcha. Tengo que calmarme y volver a considerarlo todo desde el principio.» Y se puso otra vez a darle vueltas en la cabeza. «Sí, el inicio de la enfermedad. Me di un golpe en el costado, pero seguí como siempre, ese día y el otro; al principio me molestaba un poco, luego un poco más, más tarde hicieron su aparición los médicos, después vinieron esos momentos de angustia y abatimiento, y al final otra vez los médicos. Y cada vez me acercaba más y más al borde del abismo. Y las fuerzas disminuían. Más cerca, más cerca. Y ahora estoy consumido, la luz de mis ojos se ha apagado. Ahí está ya la muerte y yo sigo pensando en el intestino ciego. Busco una manera de curar el intestino, cuando ya está ahí la muerte. ¿De verdad es la muerte?» De nuevo fue presa del pánico, se quedó sin aire. Al inclinarse para buscar las cerillas, golpeó la mesilla con el codo. ¡Cuánto le estorbaba y le molestaba ese trasto! Lleno de ira, la empujó con más fuerza y la volcó. Y desesperado, jadeante, se tumbó de espaldas, esperando que la muerte viniera de un momento a otro.
Los invitados se marchaban en aquel instante, y Praskovia Fiódorovna los acompañaba a la puerta. Al oír el ruido de la mesita al caer, entró en la habitación de Iván Ilich.
—¿Qué pasa?
—Nada. La he tirado sin querer.
Praskovia Fiódorovna salió y volvió al poco rato con una vela. Él seguía echado, la respiración afanosa, acelerada, como la de un hombre que acaba de correr un kilómetro, y la miraba fijamente.
—¿Qué tienes, Jean?
—Na… da. Se… ha… ca…í…do. «¿Qué puedo decirle? No iba a entenderlo», pensó.
Y lo cierto es que Praskovia Fiódorovna no acababa de entender. Levantó la mesita, encendió la vela y salió a toda prisa: tenía que acompañar hasta la puerta a otro invitado.
Cuando regresó, él seguía en la misma postura, con la mirada vuelta hacia el techo.
—¿Qué te pasa? ¿Estás peor?
—Sí.
Ella movió la cabeza y se sentó.
—Mira, Jean, creo que deberíamos pedirle a Leschetitski que pase a verte.
Es decir, le estaba proponiendo que un médico famoso le visitara en casa, sin escatimar en gastos. Iván Ilich esbozó una sonrisa sarcástica y respondió que no. Praskovia Fiódorovna se quedó sentada un rato, luego se acercó a él y le besó en la frente.
En ese momento Iván Ilich la odió con toda su alma y tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarla.
—Buenas noches. Quiera Dios que puedas dormir.
—Sí.