1 de octubre
Bajamos por la carrera de San Jerónimo hacia el Prado. El tiempo no existe. No falta una teja, una pizarra; los árboles, a lo lejos, no han crecido ni menguado. El Congreso y sus leones, a la izquierda; el Palace, a la derecha. La misma cuesta: no hubo terremoto. Idéntico edificio rojo casi sombrío realzado por la cantera. La entrada del Museo ha variado: ahora está abajo. Sin más, pregunto por el señor Subdirector, entramos saludados con todo respeto; esperamos en una antesala oscura, como corresponde a una planta baja de un edificio de tales fundamentos y espesores.
—El señor Subdirector está ocupado.
—Esperaremos.
No mucho tiempo. La sorpresa no es mayor, Xavier nos sabía más o menos en Europa y dispuestos a ser temporalmente españoles. De todos modos:
—¿Vosotros por aquí?
Abrazos normales.
—Estoy muy ocupado.
Como es natural.
—¿Ya habéis visto esto?
—No.
—¿Cuándo nos vemos?
—Tú dices.
—¿Mañana por la noche?
—¿A qué hora?
—Las diez.
—¿Después de cenar?
—¡No, hombre! Para tomar una copa y para cenar.
De nuevo en el horario madrileño; quedamos de acuerdo. Grandes abrazos y nos vamos a recorrer la parte baja hasta la hora de comer. Puede más el apetito que los Murillos y compañía que quedan por ver. Todo más o menos lo mismo, dispuesto en orden distinto y con razón, los cuadros no engañan, si son como éstos: corresponden a los recuerdos mejores. Tampoco sorprenden, al no envejecer se conservan idénticos.
También José Monleón —amante del teatro tanto como de su finísima Oliva— es de buen ver. Todos estos relativamente jóvenes españoles se echan al hombro por lo menos como un metro setenta. No en balde comen: crecen. Con algunos de sus amigos nos llevan, a dos pasos del hotel, a una tasca de la puerta de Toledo, vecina de la lonja del pescado: Maxi, de buen nombre y mejores hechos. Nada de particular tiene que, por la vecindad, haya excelentes lenguados —gruesos, anchos, frescos, con el agua del mar todavía entre su carne firme—. Pero ¡qué judías! No las recuerdo iguales. Venimos del país de los frijoles, que siendo lo que son, de olla o refritos, nada tienen que ver con estos sus correspondientes madrileños, por lo menos los que aquí sirven. ¿Qué cebollas, qué ajos, qué yerbas de olor mezclan en el puchero que las atesora para darles esta sabrosura que no se cansaría uno de paladear? Declaro tanto mi ignorancia como mi gusto —el gusto de mi gusto nunca más satisfecho— y la blandura, la suavidad que es gala de la hermosura del gusto mismo y que enmudece el entendimiento. De pronto tiene unos sesos de asno. El gusto no tiene límites y el estómago se regocija.
Añádase —y no lo dejo para más adelante— patatas con salsa de las que lo mismo digo: daría unos botes de puro contento, bañado en gozo por lo suave, lo perfectamente sazonado de la salsa. No hay parabienes que Dios no merezca por tanto beneficio.
Tal vez hiera esto a la hidalguía y señoría madrileña que en tanto tiene sus múltiples y multiplicados restaurantes de alto cuño comparables, a lo que dicen, con los mejores europeos y anexos (naturalmente me dejo alcanzar por las flechas en lo que pueda consistir mi gusto plebeyo) pero, desde luego, entre tanto lujo y semilujo, bares, snacks, pubs y demás locales de nombres tan castizos ¿dónde casa de comida, taberna, tasca como ésta? Regalo todo aquel sedicente bien comer, abofeteando y dando de pescozones al renombre gastronómico de la corte famosa de hoy por las judías y las patatas en salsa de Maxi. Y rásguenme el corazón: de la señal de la herida todavía manará en vez de sangre, salsa con ese regusto ordinario donde el valor del oro pierde su valer ante el sabor de esos frutos vulgares de la tierra.
Y entrando: Ana María y Gustavo. Ana María y Gustavo. Para mí con los nombres está dicho todo, para los demás, ¿qué? No me voy a poner a decir ahora quiénes son ni ella ni él y mucho menos qué fueron para mí. Viejos, entrañables compañeros y amigos a casi todo lo largo de mi vida. Un cierto linaje de cariño hecho de tiempo y su transcurso. Quiérese de manera distinta a las personas que se ven cada día y a las que se encuentran de tarde en tarde no por gusto sino al azar de las circunstancias. Sobrenada exclusivamente lo bueno y lo agradable y ni siquiera aparece a flor de tierra o de agua lo que no se puede esperar. Nos hemos visto, durante estos años, alguna que otra vez, no mucho, pero las suficientes para sabernos vivos y ligados. Y siempre Federico en el fondo: aquella tarde, en Canillejas, en casa de la madre de Ana María… ¿Quiénes llegábamos? Federico, Manolito, Concha —tal vez—, ¿Rafael? Federico:
—Yo no entro. Esto es un cementerio…
Lo había sido. Entramos. Lo pasamos espléndidamente. El recuerdo me trae lo que cuenta Rafael Martínez Nadal de lo sucedido el 16 de julio de 1936 frente a Rosales, cuando mirando la llanura, Federico le dijo —ya decidido a ir a Granada—:
—Todo esto se llenará de cadáveres.
Ana María y Gustavo. Grandes abrazos. Largos recuerdos que se concentran inmediatamente en otro muerto: Gustavo Durán. Nos citamos, nos abrazamos, no les interrumpimos más el almuerzo.
2 de octubre
Vamos a comer a Lhardy P. y yo, casi a escondidas. Subimos al primer piso. Tengo leído y entendido que los críticos literarios (Dios los coja confesados) están reunidos, comiendo, ahí, en el comedor grande. Nos sentamos en el salón japonés —idéntico a lo que fue— en la esquina más lejana. Pido cocido, con cierta suficiencia de hombre al tanto. Me mira el camarero con conmiseración:
—Cocido, señor, sólo los lunes.
A las tres, con Tica Montesinos.
A las seis, en casa de Dámaso.
A las siete, Concha.
Torre de Madrid. Piso 27
Sólo los y a los de mi edad —poco más o menos— preguntan:
—¿Dónde estaban?
Miras y señalas: Puente de los Franceses, Ciudad Universitaria, Usera, Carabanchel.
Los demás sólo ven cómo el sol tramonta, rojo, naranja, gran bola y, cómo todo, allá al fondo, toma un tinte violeta. No cambia. Tú estás más alto que nunca, eso es todo. Todo es más: los hombres más pequeños, claro, y los coches; mas es el horizonte, y no cambia, ni allá el Guadarrama. Damos la vuelta por el balcón corrido, con el día que se va, lo recogemos un poco más oscuro, morirá de necesidad, no importa: se encienden las luces, todo corre, la luz se tiñe de plata; el cielo de oscuro: Madrid, como nunca lo vi: el Palacio, el Campo del Moro. Madrid, ¿te das cuenta? Estás en Madrid, esto que te rodea es Madrid; ésta, la Gran Vía; éste, el Palacio Real; ésta, la calle de la Princesa. Ahí estuvo el Cuartel de la Montaña y ahí el taller de Estampa. El aire de Madrid, su luz, su día y su noche. Has vuelto. Esta bandera… Y hay que agradecer que hay pocas y ningún yugo y por lo tanto tampoco hay flechas. No las necesitan ni las tienen clavadas en el corazón. Y si las tienen no las notan.
La gran bandera del atardecer desde el balcón del piso 27 de la Torre de Madrid.
—Todavía no llega Luis.
—Fue a Toledo, a buscar locaciones.
—Sí. Ya sé: llegó Catherine Deneuve.
Tristona, Catherine Deneuve. ¿Por qué? Lo mismo da. Para los españoles hablará en español, para los franceses en francés y para los italianos en italiano. Producción franco-hispano-italiana. Época Film. Film de la Época.
—¡Tan simpáticos Ducay y Gurruchaga!
—Sí, tan simpáticos.
Lo son. Por eso hace Luis su película con ellos, aunque le sería igual no hacerla. Lo que quiere es vivir aquí, en el piso 27 de la Torre de Madrid y que no le cueste nada. E irse por la mañana, apenas apunta el día, a pasear por la Moncloa. Y no oír nada. Nunca más sordo que aquí. Aquí, en el piso 27, no se oye nada. Se ve.
Felicidades, no hay periodistas a la vista.
Madrid ha cambiado por barrios. Es una ventaja (dejando aparte las variaciones naturales, hijas de la edad).
Javier Pradera
Javier Pradera, alto, ancho y seguro. No creo que le dé a nadie la impresión de titubear en nada. Sus amistades, sus ideas, no sólo parecen, son firmes y para cuanto esté llamado a durar. Hombre de oficio, de oficio de hombre y sin sentir la necesidad de variar. Más amigo de sus amigos que de cualquier otra cosa y dentro de su corpachón una sensibilidad fina que no corresponde (¿o sí?) a su apariencia.
Benet es otra cosa. Se planta tras un biombo. No desconfiado pero sí asomándose por posibles rendijas invisibles para observar y darse cuenta de lo que piensan los demás. Muy leído ya a primera vista y evidente sabedor de cosas que uno no sabe. Inteligente sin remedio: no hablamos más que de literatura.
Casa de Dámaso. La honda confianza que dan los años de amistad tras tantos otros pasados en vano. Hay cosas que no se borran, que no se pueden borrar aunque se quiera. Chabás, por ejemplo mayor. Me da unas tarjetas para los directores de las Hemerotecas, la municipal y la nacional. Eulalia: más encantadora que nunca, útil como ninguna; una joya. ¿Lo sabe Dámaso? Me huelo que sí. ¡Qué a gusto me quedaría aquí!
—¿Para siempre?
—¿Por qué no? Un cipo, ahí, en tu jardín…
(¿Qué pasaría si se lo dijera?).
—No soy el único que ha regresado. ¿Te acuerdas de Vilalta? A los diez años compró una imprenta y Claudio le preguntó estupefacto, cuando se enteró, en el café:
—¿Pero es que piensas quedarte aquí?
Con aquel acento aragonés que se gasta. El que se quedó fue él. Claudio volvió, le mandaron a Burgos, luego le trasladaron a Toledo. Luego le llevasteis al Este.
—Lo clásico y lo romántico, como lo masculino y lo femenino. Épocas sin equívocos. Pero la nuestra es una edad híbrida que tiene de lo uno y de lo otro, no hay más homosexuales; debe de haber habido siempre más o menos, proporcionalmente, los mismos, pero hay que tener en cuenta que el parecerlo, en una época de políticos indeterminados, debe de tener sus ventajas y corresponde perfectamente a la realidad.
—Eso nos pasó en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera y nos volvió a suceder —aquí en Madrid— con los primeros años de Franco. Por lo menos entre la gente de cierta sensibilidad.
—Te aseguro que las cosas van a cambiar.
—Pero ¿por qué?
—Necesitamos entrar en el Mercado Común.
—¿Y qué? ¿O no somos suficientemente suficientes para creer que Pompidou, Brandt o Nenni envidian nuestra bendita «estabilidad» política? ¡Claro que sí! No nos admiten por miedo. Te aseguro que Franco —o quien sea— cree, a pies juntillas, que ha descubierto la panacea universal. A ellos les va tan bien que no les puede ir mejor. ¿Entonces? ¿Por qué van a «liberalizar» el régimen? Veis visiones. Aquí, ningún cambio. Aquí, de piedra. Aquí manda el ejército y mientras le parezca que está en el mejor de los mundos —y lo está— aquí paz y después gloria o gloria al que quiera trastornar un tantico la paz.
Toda esta gente va o vaga a sus ocupaciones con absoluta tranquilidad (ni curas catalanes ni revolucionarios vascos), si los hay liberales, callan; si los hay comunistas, se ven en sus casas, sin mayor cuidado. La gente trabaja, los turistas pasan en sus autocares, el tránsito es como en todas partes, tal vez un poco más tiesos los antiguos «guardias de la porra». Muchos cines con películas imposibles de ver para mí. (Las sesiones empiezan a las once y cuarto de la noche. Y a las demás horas tengo que hacer). Las terrazas de los bares casi repletas, gran número de fornidos porteros uniformados (Europa está llena de porteros). Estamos, claro está, en la Gran Vía, pero en las demás calles y en los ensanches todo respira quietud. Se ven pocos soldados y escasos sacerdotes de sotana. La gente va regularmente vestida y no hay mendigos ni atosigan los vendedores de lotería. Éste es un pueblo gobernado que no protesta de serlo. Muchos puestos de periódicos: multiplicidad infinita de revistas de modas y de deportes, como en parte alguna, las hay francesas, alemanas, italianas, inglesas. No puede uno pedir Le Monde o, sí, miento, puede pedirlo: —No hay. —No se vende Le Monde. Pero ¿quién leería Le Monde aquí? Y tienen el buen gusto de no dejar entrar L’Unitá ni L’Humanité, claro está. Además, ¿para qué? A quienes les interesan lo reciben directamente por correo o bajo mano. Y no son tantos. Las librerías están repletas de libros, no de compradores, pero los suficientes, posiblemente menos que en otras capitales europeas. Los libros de lance, fuera de precio.
—Desaparecieron durante la guerra y, luego, la ley de la oferta y de la demanda…
—¿Qué falta pues para que Madrid sea Jauja? Cómese a gusto del consumidor, no cuesta trabajo, la vida es cara pero no en demasía, hay taxis para quien los quiere. El metro todavía funciona y crece. El sol no varía ni su brillo ni su curso. Se construye más o menos igual, en la periferia, que en otras partes del mundo. ¿Qué le falta pues a Madrid para ser Jauja?
Los negocios no son mejores o peores que más allá de las fronteras; nadie se preocupa en serio de Gibraltar ni de la sucesión del Generalísimo, no hay crisis en Cortes, todos los periódicos —con ligeras variantes— dicen lo mismo. Siguen saliendo ABC y Blanco y Negro, como hace medio siglo. Paso, hijo, ha sucedido a Paso, hijo, como éste a Paso, padre. Las carreteras han mejorado lentamente pero han mejorado. Hay algunos trenes rápidos, cosa que antes no era más que de pico; se puede ir a París sin cambiar en Irún o en Hendaya, la policía no indaga en la frontera ni hurgan equipajes los aduaneros.
¿Qué falta pues para que Madrid sea Jauja?
Me contesta Antonio:
—Ser extranjero.
Hay huelgas como en cualquier parte. Las declaran los mineros, los campesinos, los tejedores. Los estudiantes están en las raíces de los mismos borlotes que en Milán o Zurich; no digo en París o en México, porque no sería cierto ni hay negros suficientes para repetir un Watts cualquiera y, digan lo que digan, no se ven militares norteamericanos ni siquiera parece haberlos españoles ni hay nacionales con vocación de vietnamitas.
Entonces, ¿qué le falta a la mañana esplendorosa de Madrid para llenarle a uno los pulmones de aire puro y decidir que se está en el mejor de los mundos?
—Ser extranjero. Tener dólares y marcharse cuando lo tenga uno a bien.
—Pero…
—Así es.
—¿Por qué?
—Porque así es y fue durante toda la historia. Como en Rusia. Los rusos no son para tenerles lástima: antes era peor. Los españoles tampoco lo merecemos: hace veinte, diez, quince, cinco años era peor.
—Pero ¿antes?
—¿La República? Tenéis la memoria corta. El gobierno actual debiera dejar reproducir lo que decían los anarquistas y los comunistas de vuestra República.
—No quiero: a mí, que era de Azaña, por poco me fusilan los anarquistas: —Pero ¿es o no es el Presidente de la República? —tuve que gritar desesperado a los de aquel Comité.
—¿Entonces qué os pasa?
—Ya te lo dije.
De ahí no lo saqué y regresé tarde, perplejo:
¿Qué le faltará a Madrid para ser Jauja?
3 de octubre
Hemeroteca Municipal. La tarjeta de Dámaso: ¡Sésamo ábrete! El señor Director:
—Todo lo que usted quiera y necesite.
Lo que importa es que esté lo que busco. Encuentro cosas. P. se pone a copiar. Se me acerca un joven «Barbitas», simpático y amable.
—Maestro: deme trabajo.
No se lo hago repetir.
A la una, tal como convinimos por teléfono: Rafael Sánchez Ventura que, además, vive a dos pasos. Pero aunque fuera a miles: como siempre lastimero pero puntual. No hay sorpresa. Acabamos de pasar más de una semana juntos en Ginebra. Añádase México, París y, en la sombra de los años idos, esto: Madrid.
Callos. ¡Vamos a comer callos! Como conocedor de su barrio —éste— nos lleva al Verdugo, al pie de la Puerta de Cuchilleros. ¿Callos? Sí, callos. Sencillamente: me los han cambiado. ¿Esto son callos, en Madrid? ¡Baja, San Isidro, y gusta! ¡Gusta, mete tu cuscurro, haz sopas y dime si esto son callos! Desabridos, salseados en demasía, claros, deslavazados, sin gracia. ¡Claro que son callos! Pero ¿de una taberna pegada a la Plaza Mayor? ¡Vamos! ¡Ni hablar! Y la tasca está de buen ver todavía: sillas cojas, mesas tristes, manteles manchados, mozo sucio. Lástima. Mi otra perra: comer cocido. Pero ¿dónde? Gran discusión y tras sesudas consultas: ¡Lhardy! ¿Qué ha pasado aquí?
La Plaza Mayor. ¡Salud! Mas ¿y mi caballito? Cuenta Rafael y no acaba: hicieron un estacionamiento bajo la plaza, el contratista se había comprometido a construir la base para colocar de nuevo la estatua; no lo hizo por no perder terreno aprovechable económicamente en el sótano: no volvió la espléndida muestra del arte de montar y —a lo que me asegura— quedó arrinconada en espera de otros tiempos.
Pasan por nosotros, en su cochecillo, T. y su mujer. Editor sin fortuna de ningún género. Vive de misales.
—Sí. Ya lo comprendo. No hay más que ver. Mira las calles.
Aún no atardece pero ya el sol empieza a dar parte de su ausencia.
—Ves. Están llenas. No son los coches: mejores los hay en cualquier parte, más nuevos no lo sé, más grandes sí. No se trata de eso sino de la gente. Van bien vestidos; en sosiego; ya nadie sabe lo que quiere decir la palabra «motín». Todo es obediencia. Además, les gusta y se les nota. Las mujeres menean un poco más el trasero.
—¡Mentira!
—Allá tú. Yo sé lo que me digo. Llevan faja, de acuerdo; no van tan cortas como en Londres…
—No podrían, son culibajas.
—Grosero —dice María, sentada al lado de su marido.
—Siempre lo he sido.
—Lo da cierta alegría de vivir; o tal vez, el sol, que no las deja crecer.
—Y el poco trabajar.
—Ahí te equivocas —me corta Rafael—. Ahora las españolas trabajan hasta en España. No se había visto nunca hasta que, de veras, hubo que ganarse el pan no con el sudor de la frente sino con el de dos o tres. Ahora, tal vez, poco a poco, se vuelve al sueldo único. Pero va a ser difícil o costará muchas huelgas.
—¿No que no las había?
—¿Quién te lo ha dicho?
—Por ahí anda impreso.
—¡Fíate! No, hombre: huelgas las hay y muchas. No las confundas con revolución, desacatos, guerra. Ya no hay asaltos o quemas. Más o menos sosegadas y todas por razones económicas.
—Como siempre.
—Con su miaja de política. Eso, tal vez, como no sea en Asturias, que no lo sé, se acabó. Ahora: por el sueldo y nada más que por el sueldo y los aguinaldos. Hemos vuelto al tiempo de las propinas.
—¿Y se ganan las huelgas?
—El Gobierno, a veces, a escondidas, las apoya porque le conviene; con tal de que la gente no proteste y le deje en aparente paz, es capaz de cualquier cosa.
—Sobre todo de que nadie se entere de nada.
—¿De qué?
—De lo que pasó, de lo que pasa por el mundo.
—¡Si en las librerías encuentras todos los libros que te dé la gana!
—Exageras, pero lo acepto. ¿Y qué? ¿Quién los compra?
—Cualquiera.
—No. Primero hay que tener con qué. Luego ha de saberse lo que se compra y para qué. Y para eso el comprador ha de estar enterado de antemano, más o menos, del asunto, del color, de quién es el autor. Y eso, hijo, por mucho que me lo digas, te aseguro que está reservado aquí a muy pocos, Sí, ya sé: grandes ediciones de libros de bolsillo a 25 o a 50 pesetas. Al alcance de todos los pericos de los palotes. Pero ¿qué libros son? Además, ante todo, ¿qué sabe leer la gente? A lo sumo enciclopedias, cosas de la luna, del espacio, novelas policíacas, novelas imbéciles, novelas rosas que se aplican con crema sobre la piel de las manos, suaves, o, de pronto, te sueltan —como ahora el Gobierno—, a redoble de tambor, La tía Tula, de Unamuno, para que la gente se fastidie y los demás no tengan nada que decir. ¡No te fastidia! La tía Tula… ¿No te han contado? El gachó ése que entra en una librería y pide: —¿Tiene La tía Tula? Y el dependiente que, por casualidad, sabe algo, pregunta: —¿De Unamuno? Y le contesta —no, la de la televisión. Historias como ésa, docenas.
—Pero no me digas —interrumpe M.— que no se vive aquí estupendamente.
—Sí.
—Entonces ¿por qué no os venís a vivir aquí, de una vez?
—Si te digo te vas a enfadar conmigo.
—No, hombre. Eso faltaba.
—Mira, veo lo que veo, veo lo mismo que estás viendo, respiramos el mismo aire. Pero a mí me parece que entre cielo y tierra existe aquí un enorme colchón, de lo que sea, de aire, forrado de seda, de lana, de pluma, tanto da, que me impide respirar a gusto y que, desde luego, no me deja hablar. Me parece que hablo y no me oyen.
—¡No será porque no has dicho lo que te ha dado la gana…!
—¿Yo? Yo no he dicho nada. Yo no he hablado aquí de nada, no he preguntado por nadie. Ni nadie me ha dicho una sola palabra del pasado ni del futuro. Creo que no lo han hecho por falta de interés, porque si hubiesen querido lo hubieran hecho. Nada lo impide, sencillamente, no les interesa. Ni a ellos ni a nadie. Les importa lo que ven. Ya nadie sabe nada, ni recuerda nada, ni quiere saber nada. Lo que cuenta es ir al cine o ver comedias de Paso. Y los estudiantes, los que no están de acuerdo, que no creo que sean mayoría, reciben sus palos pero como tienen que aprobar, aprueban, y como tienen que acabar la carrera, la acaban. Y cuando la acaban, lo único que quieren es casarse y tener coche y vivir lo mejor posible. Y viven y quieren vivir, como es natural, tan bien como el mejor. Pero yo ya he vivido; no me interesa un coche de más o menos caballos. Y para recuerdos, me sobran. Y como aquí no voy a vivir mejor que en México y lo único de que tratarán —y allí no— es de preguntarme: —¿Qué te parece esto?, ¿qué te parece lo de más allá?, y firma esto, y firma lo de más allá, no se me llena el alma del deseo irresistible de volver; aunque resulte que, aquí, soy una persona importante, un escritor importante. De pronto, resulta que los grandes novelistas de mi generación somos Sender, Ayala y yo. Si uno piensa un poco en los del 98, en Unamuno, en Baroja, dan ganas de reír. Y si uno se acuerda de los de antes, de Galdós, de Clarín, de Valera, ya son carcajadas. No, no. Me vuelvo a México donde no soy nadie o por lo menos hacen como si no lo fuera, lo que viene a ser lo mismo. Tú dirás, es egoísmo. Es posible. Quizá no. No. España ya no es España. No es que haya muerto como proclamaron Cernuda o León Felipe. Normalmente, por los años pasados, es otra. Y, como es natural, a mí me gusta menos. Era moza; ahora llena de arrugas.
—Tú.
—No lo niego.
—¿España?
—Bien, gracias.
—¿Tus amigos?
—¡Bien, gracias! Como los jóvenes, en general. Los más jóvenes no lo sé. Pero los que tienen de 30 a 50 años, gordos, suficientes, satisfechos, se duermen poniendo sentido «humano» en sus palabras. Chapados a la nueva. Españoles por la gracia de Dios para los que no hay nada fuera de Vitigudino. Y no me digáis que no los hay: a montones. No hablo de los intelectuales. No conozco sólo gente inteligente, ni a los que se tienen por tal, acabando por los que se tienen en más; los que no temen a nadie, los que tienen el padre alcalde y a quienes no les falta cosa buena, sino a tenderos y peones, ingenieros y registradores, profesores y carpinteros.
—Pero…
—No me refiero a los que tienen buen caletre y, naturalmente, callan, sino a los que hablan sin haberlo olido, que son la mayoría.
—No todos son ambiciosos.
—No nos entendemos. No se trata de pecado.
—Por lo menos, orgullosos.
—Se podría discutir eso del orgullo de los españoles. Generalmente no es malo en sí sino que está puesto en mala parte. Primero: en general son buenas personas, nadie te lo va a discutir; y honrados —en lo que cabe— a carta cabal.
—Lo eran.
—No lo sé. Mejor dicho, eso sí lo sé: lo eran. Y envidiosos, felices de matar con la lengua.
—Maricones los hay en todas partes. Aquí tal vez menos, por mal visto.
—La misma masonería que en todas partes. Forman su hormiguero y pobre del que mete allí el pie. Pero, aquí, los envidiosos tiran a matar, hacen sospechosa la virtud. El honor famoso no era más que una cara de la envidia.
—No tendrás mejillas para las bofetadas que te van a arrear.
—De acuerdo.
—Tú no haces sino pronosticar males a la virtud.
—¿Que los mexicanos no son envidiosos?
—Dejarían de ser españoles. Los indios, no creo. Allí, en sus montes. Se matan. Los envidiosos no se matan.
—Como dijiste antes, como no sea con la lengua. Se carcomen unos a otros.
—Pero ¿por qué?
—Por ocio y pasatiempo. Por limpiarse la sangre. Un francés será despreciable por avaro; un inglés —tal vez— por seco y amigo de los negocios, capaz de mandar asesinar por conquistar un país; un alemán por obedecer; un judío por lo contrario; cualquiera —un belga, un holandés— por borracho; un italiano por mala leche. Sólo un español, por envidia.
—Me parece gratuito y además está en contradicción con lo que has dicho antes.
—Es posible.
Algo le había pasado. Así era. No estoy autorizado a decir qué, pero no dejó de hacerme impresión lo dicho, porque podía haber escogido otro defecto más o menos capital y no lo hizo. ¿Hasta qué punto es cierto lo que aseguraba de los españoles? Lo ignoro, pero es posible que haya algo de eso.
—Allá, Getafe y Navalcarnero. Vamos a dar una vuelta hasta la Ciudad Universitaria.
Ha ido cayendo, entre brumas grises, la oscuridad llena de luces amarillas, con su halo de bruma. No hemos visto nada, encajonados y con la discusión por delante.
—¿Y crees que los demás países están mejor?
—Desde el punto de vista del que a mí interesa, la vida, sí. Ten en cuenta que ya no puedo beberme un litro de vino ni pasar, a lo sumo, de un triste whisky y eso dándole una interpretación personal a lo prescrito por el médico; ni debo comer paella ni callos, ni pote gallego. Además, dime ¿en qué revista publicaría aquí?
—En Ínsula…
—¿Para que me lean en Illinois?
—En Papeles de son Armadans.
—¿Para que me encuaderne Dámaso en tafilete rojo? ¿O quieres que colabore en La Vanguardia? Porque los demás periódicos los leen entre todos dieciséis personas y media.
—En Cuadernos para el Diálogo.
—¿Todos los meses? Además, olvidas que no soy ni sociólogo ni economista. No podría aprender, ahora, a escribir dándole vuelta a los asuntos o novelas con cuidado. Y, aun así, dependería del primer hijo de la mañana que se levantara de mal humor la noche de marras y también del editor, para que me dijeran, por las buenas: —No. No vale la pena. Además ha crecido toda una generación de novelistas que saben moverse y usar esos medios. No les da gran resultado. ¿O quedarme aquí para tener que publicar mis libros en México, como Juan Goytisolo? ¿O como Cela, con toda su influencia, tener que sacar La colmena en Buenos Aires? No. Quedaos con vuestras angulas, vuestras huelgas, vuestra monarquía, si llega. No cambiarán mucho entonces las cosas; sería igual que esperar el maná.
—Ya ves Luis…
—Luis está sordo y tiene más talento y mala leche que todos nosotros juntos. Además ¿qué falta hago aquí? Ya se lo hice decir a los que más les interesaba: que me den el Teatro Español y me dejen montar las obras que me dé la gana, como me pete, y entonces hablaremos. O, si eso les molesta, que me dejen publicar o republicar sin más todas mis novelas —que no son precisamente revolucionarias— y vengo. Pero soportar los yugos de cien mediocres, sin necesidad, por gusto de unos platos y unos caldos que no debo probar: ni hablar.
—Serías útil.
—¿A quién? Si diera clases, tal vez. ¿A quién? ¿Cómo? Además, aquí ni profesor soy. ¿Y para que, el día de mañana, los que algo valieran se me fuesen a París, a Ginebra o a Roma? Si fuese mi hijo…
—¿Tienes un hijo?
—No.
—¿Dónde os dejo?
—En la Torre de Madrid.
—Piso 27.
Es de noche. Llega Luis, en el momento justo en el que habíamos quedado.
—Hola. ¿Ya estás aquí?
Saluda obsequioso a las damas, inclinándose ceremonioso.
—¿Qué bebemos?
Vamos a cenar, solos, al Baviera. ¡Qué recuerdos! Con Pepe Medina. (¿Había alguien más? Creo que sí, porque me sacaron sosteniéndome entre dos). Tenía veinte años, sin recuerdos ni ideas. Puros sentimientos…
Este local no ha cambiado de sitio ni de nombre, pero está dispuesto de manera totalmente distinta. Yo también.
4 de octubre
Hemeroteca. Donde menos lo pensaba, en un número de Alfar, del año 26, doy con Caja, ese cuento que no sabía dónde había ido a parar. Tenía buen recuerdo de él. Y un artículo acerca de Fernando Dicenta. Con muchos retoques, el primero, podría volverse un bonito cuento en el estilo de Geografía. Pero ¡qué estilo! ¡Cómo ha pasado el tiempo! ¡Y qué diferencia entre Caja y Geografía, que no se llevan más que unos meses, o unas semanas! ¡Cómo vino la guerra a poner todo en su punto!
Tertulia de Rodríguez Moñino, en el Lyon. Le pregunté a Dámaso:
—¿Voy?
—Debes de ir.
—Cossío no está todavía. No sé cómo resiste el frío que ya debe de hacer en Tudanca.
—Es que allá se siente señor feudal.
Curiosa tertulia: José Luis Cano y ocho o nueve profesores norteamericanos, más un par de españoles, profesores en universidades norteamericanas.
Hablamos de la total ignorancia de las últimas generaciones acerca de las anteriores. Auténticamente, no saben nada de ellas. La culpa no es de ellos: no les enseñaron nada de ese tiempo.
—Yo creí —repito terco— que cuando colaboraba en Ínsula o en Papeles escribía para España. Que la gente, aquí, se enteraba.
—Si pregunta aquí al noventa por ciento de los estudiantes de letras si saben de la existencia de ambas revistas, le dirán que no. No, aquí no las lee nadie: los suscriptores, que son poquísimos, y los profesores de español en el extranjero, sobre todo en Norteamérica, que son muchísimos.
—Sólo falta que me digan que no se habla más que de toros, y de fútbol. Les puedo asegurar que, desde que estoy aquí, nadie me ha hablado ni de lo uno ni de lo otro.
—Es otra clase.
—En mi tiempo, no.
—Pero es que han cambiado los tiempos.
Mucha gente por la calle. Sobre la Puerta de Alcalá el cielo rosado por el sol, negro. Un esplendoroso arco iris. Maravilla.
La diferencia con el pasado es clara: el periódico más liberal ha venido a ser ABC y no ha variado de postura desde que, en 1936, era la imagen de lo más conservador, monárquico por añadidura.
—¡Bah! Lo de Matesa no tiene la menor importancia. Una estafa más, ¿qué le importa al mundo? Lo que cuenta, para mí, es el ambiente, el contexto que decís los eruditos. ¿Cómo es posible que hoy todavía no hayamos aprendido que la decencia no vale un adarme? He aquí el país, el nuestro, España, donde la honradez —y la honra— eran algo tangible, con peso, con linaje de cariño, que nos hacía compañía, común parentesco. Y no me vengas con cuentos de que fue un bien burgués. No es cierto, era, si de verdad les quieres poner motes a las cosas: un atributo español, español de la península. Aquí el dinero no había tenido nunca la importancia que en Francia, en Inglaterra o en Flandes. Aquí éramos señores. Los había. Ahora, ¿cuántos?, es decir: ¿cuánto vales?, ¿cuánto das?, ¿cuánto ofreces? Ahora los honrados hacen el ridículo. El marcharse a hacer fortuna a América era, naturalmente, cosa de desheredados. Cambiar Argentina por Alemania no ha variado mucho las cosas. Ahora lo ridículo es no tener dinero. El asunto Matesa… ¿Quién se acordará de él dentro de uno o dos años? Un negocio más, otro cualquiera. Una estafa de nada. ¿Qué tiene que ver el gobierno? ¿Quiénes son? ¿Qué más da? Que si éste metió mano o que si el otro… ¡Bah! Lo que importa es el hecho en sí. Hace cincuenta años se habría armado un escándalo feroz; hace cien, algaradas; tal vez un cuartelazo. Ahora sirve para especulaciones políticas; esas de quítate tú para que me ponga yo. El español era una persona decente —aún los hay a millares, entre los que no cuentan— pero el gobierno se ha agusanado y la justicia no lo remedia ni lo remediará, tuerce todo lo que es justo y debido, con tal de ganar lo más posible. No tienes idea, mejor dicho, sí la tienes: Madrid se ha vuelto lo que fueron Filipinas o Cuba a última hora. La gente hace fortuna en el poco tiempo que le toca estar a las maduras. Satisfacen sus beneficios los llamados «pudientes» (que viene de pudor en su sentido catalán, con referencia a las narices) y la mayoría gobernante halla beneficios en la continuidad: —¡Arre, burro! ¡Arre! Y sus buenos palos si no quiere seguir adelante.
—Ni que los gobiernos hayan sido siempre ejemplos de buenas costumbres…
—No. La cuestión es no dejar rastros. Hacer cortesías. Pero ¿dónde el Maura o el Sánchez Guerra o, para darte gusto, el Azaña de ayer tan sólo? Ya sé que la honradez no es una prenda política pero, a veces, a algunos españoles, por lo menos para los de mi edad, aun quitándole importancia, no queriendo dársela, duele.
Le miro con curiosidad:
—¿Y eso?
—Ni quito ni pongo rey. Son debilidades pronto vencidas y que tu inesperada —y gustosa— presencia ha reverdecido un poco. Pero no hagas caso. Y menos a eso del asunto Matesa. Habrá un cambio de gobierno, más o menos pronto…
—¿A favor de quién? Porque parece una novela policíaca.
—Picaresca. No lo sé. Ni importa. Tú sal a la calle o pregunta a cualquiera de los del despacho, ahí afuera, quién es el ministro de Industria y Comercio o el de Fomento o el de Instrucción Pública. Te apuesto doble contra sencillo a que ninguno lo sabe. Y si vuelves dentro de seis meses, y ha cambiado el equipo, tampoco lo sabrán. Tecnócratas los llaman hoy. Quieres decirme ¿qué tiene que ver la técnica con la honradez? La eficiencia. Y, que yo sepa, tampoco la eficacia es de la familia de la honradez. Hace honra quien no falta a sus obligaciones. Y te aseguro que lo único que queremos es faltar a ellas. Las vacaciones, Maxito, las vacaciones, el sol, dormir…
—Tengo poco que decirte pero es lo mismo de siempre: con la mayoría, ¡nunca!
Enrique D. Tiene mi edad. Era falangista, lo sigue siendo, a su manera:
—Pero con estos que se dicen ahora del «movimiento», ¡jamás! ¿Qué movimiento? Uno que no han inventado desde luego. (¿Qué serían capaces de inventar?). Un movimiento de balanceo, ni siquiera de un paso adelante y otro atrás, ¡cá!, no. Un movimiento de columpio y los banqueros, siempre detrás, empujándoles el culo, con fuerza y ambas manos bien colocadas en las posaderas del sedicente y bien alimentado «movimiento».
—Hoy la gente —los jóvenes, los que empiezan a madurar o a recolectar— trabaja demasiado para poder compararse con la de ayer. Ni siquiera miran a los políticos que, de hecho, debieran de ser los hombres más completos, ya que son los únicos que son, que están en el poder. ¿Cuándo se ha supuesto —a menos que fuera en la Edad Media— que pudieran disfrutarlo personas obedientes a alguna orden religiosa —y no hablo de los «cardenales del Renacimiento», que son los míos, los buenos— sino los ascetas, los del Opus de hoy? O como debieran de ser los del Opus de hoy: una especie de anarquistas dispuestos a cualquier robo con tal de que sea en favor de su orden. ¿Dónde los Negrín, los Araquistáin, los Prieto de hoy? Te cito a nuestros amigos de la cerveza y de las mujeres de todas tallas y sin distinción de clases del bien comer y el buen beber, de los entendidos en ostras y en jamones, hombres de trabajo y diversión. Hoy todos son honrados —es decir, ladrones— a carta cabal, amigos de negocios pero lejísimos del Arcipreste o de Rabelais. Hoy nos abruman los espacios con la virtud (jamás hubo tanta hipocresía), listos que ves ministros, han dejado de comer, presumen de vírgenes o de monógamos o de padres de familia numerosísima, listamos en el culo de la humanidad, como si éste no se hubiese inventado para satisfacción del hombre. No creas que están mejor en Estados Unidos o en los países socialistas. Nos cubre una capa de calvinismo y estamos dispuestos a quemar a todos los heterodoxos. ¡Oh puritanos de todos los mundos, uníos contra vuestro pasado y dejad el universo como un enorme kibutz! España, ¡ay!, no escapa a este espantoso «camino» (del Opus) o way of life americano o comunista. Trabajo y delación al que no cumpla la norma. Estoy en contra. ¿Que no ganaré mi vida? ¿Que iré de cabeza al Infierno? Lo sé. Me conformo, me siento, me tumbo: que otros ganen la vida eterna por mí.
No digo quién es.
La manzanilla es buena de tomar.
—Toda esta gente que no piensa, lee y escribe. Todos los niños que leen esa vida de Franco, dibujada en tiras y dibujos de colores.
—Mal le irá cuando tiene que recurrir a esto.
—¿Por qué? ¿La has leído? ¿Le has echado un ojo?
—No.
—Hazlo.
—¿Para qué? Ya lo hice hace veinte años.
—No lo dudo. Pero precisamente por eso: advierte los cambios. Ahora, en la edición que acabo de comprar en el kiosco de la esquina, los moros son los valientes, defienden su tierra. Nosotros, los rojos, somos gentes con ideales. Sale Miaja, sale Largo Caballero. Todo esto es nuevo.
—Porque les conviene. Tan falso lo uno como lo otro.
—Mitos. El Alcázar y el genio militar de Franco. Pero date cuenta de que ahora Falange no existe, un saludo a italianos y alemanes, sin mayor importancia, y la espina de Gibraltar, recordada cuando Franco tenía veinte años.
—¿Y qué?, es para los niños de hoy.
—¿Sólo los niños?
—No. Y ahí radica su interés. Vivís en un mundo que existe, pero pequeño. Digamos que reúne un diez, un quince por ciento de los españoles. Y exagero para darte gusto. Claro que os veis a todas horas. Pensáis que un día, sí, un día, el ejército dejará de mandar y vosotros tendréis la sartén por el mango. Pero ellos no engañan a nadie. Toma. Lee: ¿quién manda?, ¿quién dirige? Los generales, todo sale de ellos, todo nace del ejército. ¿Y lo habían de dejar? ¡Vamos! España es España y seguirá siendo España.
—Y nosotros españoles.
—Y si no estuviera aquí tu mujer, te diría una grosería.
—Dila.
—El único remedio sería darles por el culo. Con perdón.
—No es verdad sino una grosería. Y, además, totalmente inútil. Se quedarían tan frescos.
Donde se descubre quién es
—No os engañéis, dejando aparte alguna minoría, el pueblo es de derecha. Nadie más apasionado defensor del orden y de la religión; nadie más respetuoso con los «señores». Lo que pasa es que nos engañó el siglo XIX —y los hijos de los burgueses, amigos de la justicia y de la libertad y aún decididos a luchar por ella—. ¿Pero el pueblo? ¡Vamos! Gobiernos de izquierda en los países desarrollados. ¿El socialismo, aquí?, ¿en el Congo, en México? El pueblo, de derechas, a machamartillo, defensores de los derechos de los amos, guardianes de los bienes ajenos. Aunque no lo creas. El fascismo lo puso al descubierto muy claramente.
—Y la revolución rusa.
—Mira, el fascismo y el nazismo llegaron al poder por mayoría de votos. El comunismo se impuso en la URSS por la fuerza de las armas. Y en Polonia y en Hungría y no digamos ahora en Checoslovaquia. Lo cual no quiere decir que aquéllos ni éstos tengan razón.
—¿Quién la tiene?
—Depende.
—¿Entonces, aquí?
—Según con quien hablas.
—¿Sin más ni más?
—Tú lo has dicho.
—Así que a ti ¿lo mismo te da?
—Hace mucho tiempo.
—No cuando te conocí.
—No. Pero han pasado muchos años. Y tan malos aquéllos como éstos.
—Pero si tú…
—Sí. Pero Azaña me dejó tirado aquí, en medio de la calle.
—¿Y te fue mejor con éstos?
—Me metieron quince años en la cárcel, donde no morí de hambre gracias a un tío mío, carca hasta donde más se puede. (Cambió de tono para rectificar). Se podía, que murió. La verdad es que no estuve más que cinco años porque el tío, mi tío, era comandante de la Guardia Civil.
—Ya lo sé: lo canjeamos.
—No para que me diera de comer. Y conocí a todos en el pueblo donde me mandaron, y al cura y al alcalde. Todos más reaccionarios todavía que mi familia. Y asesinos. Tanto como los nuestros. No protestes. A mi tío le acabaron la familia. Quedé yo, de muestra.
—Así que, ahora, eres del régimen.
—Aunque no quiera.
—¿Y no harías nada en contra?
—¿Para qué? Pasé lo mío.
—¿No tiene remedio?
—¿Qué?
—España.
—No soy adivino. Pero no lleva trazas de mejorar. Aquí, por lo menos, la gente no se acuerda. Vamos a los toros, al fútbol.
—Son incompatibles.
—Hay muchos partidos nocturnos y pocos toreros que valgan la pena. Mis hijos se han casado. Uno, aquí, trabaja en la Telefónica; otro, en Barcelona, tiene un taller de offset. Ganan bien su vida. Tengo un nieto de diez años que quiere ser arquitecto.
—¿Son católicos?
—Aquí se es católico como de Vallecas o de San Rafael. Ya nadie te pide los papeles; las abstinencias, soportables. ¿Que no pintas nada en política? Cierto. ¿Y qué? ¿Qué pintas tú?
—Cuadros.
—Es verdad, no me acordaba: ¿Son tuyos los cuadros del Campalans ése? No es para felicitarte. Me divirtió la novela cuando me la mandaste. Los cuadros son una birria.
—Lo son. Pero se empeñaron y van a salir en otras ediciones.
—No sé como lo permites.
—Yo tampoco.
Al regresar al hotel me dijo el velador:
—Le esperan en el hall.
P. estaba cansada:
—Subo. No tardes. No te olvides que mañana vamos al Escorial, con la Chata y Fernando.
No supe quién era hasta que me dio su nombre. No creía a mis ojos.
—¿Cómo te enteraste de que estaba aquí?
—En el Ministerio. No te extrañes.
Me extrañó. Cierto desprendimiento guasón.
—¿Trabajas?
—Por hacer algo y ver. Lo único que me queda es curiosidad.
—Curiosidad ¿por qué?
—A ver hasta donde alcanzo… a ver. A ver lo que sucede en este cochino mundo. Soy traductor, muy estimado por cierto, en el Ministerio de Estado. Así me entero de muchas cosas. No secretas, desde luego. Pero es, tal vez, la única manera de leer L’Unitá y Le Monde o la Pravda cada mañana.
—¿Qué más haces?
—¿Te parece poco?
No le había visto desde que escapó del campo de Vernet.
—Fui a parar a la zona ocupada, única manera de que no dieran conmigo. Pero dieron, ya en 1942. Acabé en Mauthausen. Ahora que vuelvas a París compra el libro que acaba de publicar Gallimard firmado por unos llamados Razola y Constante.
—Título.
—Triangle bleu. Se parece a tus libros acerca de los campos, con menos literatura y la pequeña diferencia entre lo que fueron los franceses y los alemanes. Me gustaría ver qué hubieras escrito a propósito de ellos.
—Seguramente nada.
—Seguramente.
—¿Te libraste?
—Ya lo ves.
—¿Y?
—Praga, Moscú… Hubo en Mauthausen unos diez mil españoles. Vivos —si se puede decir— no salimos ni dos mil. Ocho mil muertos, ocho mil españoles republicanos muertos. No está mal. Desde el punto de vista de la lógica hasta se puede admitir, ¿no te parece? De diez mil españoles antifascistas llevados a un campo de concentración nazi que mueran ocho mil —mejor dicho que maten a ocho mil— es absolutamente normal. No hay nada que decir. Teóricamente. Teoría y práctica. Noche y niebla.
El silencio se alargó. No había nadie en el hall. Debía de ser ya muy tarde.
—Los comunistas no tienen nada que decir. Y los que lo fuimos, si somos personas decentes, menos. Por eso fue difícil publicar ese libro. Que, además, sólo cuenta, naturalmente, más que lo exterior. Que ya es bastante.
—La gente no quiere contar su vida. Dímelo a mí. Encallo cada día con ese propósito insensato de mi libro acerca de Buñuel. No sólo los comunistas. Nadie quiere hablar de verdad de su vida. ¡Como si lo que se puede inventar no fuese equivalente!
—Equivalente, tal vez, pero siempre será una vida inventada. No la de la persona que habla contigo. Nadie, ni tú, contarás jamás la verdad última de tus pensamientos y de tus hechos.
—Es una lástima.
—No lo sé. De otro modo no se podría vivir. No se trata de enorgullecerse de ser esto o lo de más allá —bueno o malo— porque entonces lo mismo miente Genet o Gide, Baroja o Miller. Se dice lo que se piensa. Pero el pensar está generalmente divorciado de la realidad. La sinceridad es tan falsa como la invención. Lo inventado tiene una base tan real como lo sucedido.
—¿Por eso te gusta la pintura abstracta?
—Tal vez. Miente menos. El mundo es una enorme mentira. ¿Quieres que me explique? ¿Para qué? Mira tu vida, la mía. Dicen: los españoles… Lo mismo pueden decir: los polacos, los checos, los rusos. O los guatemaltecos. Decimos: los españoles porque lo somos. Comunistas. La República. ¡Hermosa época! Cárceles. No, yo, aquí. Pero lo mismo da. Otro, que hubiese podido ser yo. La guerra, la nuestra. ¡Qué tiempos! Francia, los campos, ¡qué bien! Escapé. Me puse a trabajar en Estrasburgo. Algo me había de servir hablar francés y alemán. No me valió. ¿Quién me denunció? Nunca lo supe. Bien denunciado estaba, no como comunista, bastaba ser español. Rotspanier. Mauthausen. Hermoso infierno. Llegué a pesar 47 kilos. Aguanté gracias a la solidaridad de mis compañeros españoles, rusos y checos. Viejos conocidos de las Brigadas, alguno llegado del Vernet, a través de batallones franceses. Tiempo feliz de la esperanza. Se moría a gusto. Alguna madrugada envidio a algún compañero que la espichó entonces —nunca dudamos de la victoria y menos desde junio de 1941—. Vencimos. ¡Qué colección de cadáveres todavía vivos! ¿Cómo suponer que algunos de aquellos camaradas que sobrevivieron gracias a la solidaridad acabaron poco después con algunos de sus compañeros aplicándoles idénticas o peores torturas? Tú no has estado del otro lado.
—Sí.
—¡Bah! Como turista.
—Sí.
—Eres un turista nato. Tenías que habernos visto cuando nos dieron la orden de no saludar a los compañeros que habían pertenecido a las Brigadas. Y hubo quien lo cumplió a rajatabla.
—¿Tú?
—Sí. «Agente del Imperialismo», Rajk, Slansky…
—¿Qué hiciste?
—¿Te acuerdas de…?
No digo el nombre.
—Se suicidó en Venezuela. Le convencí. No lo hizo él, pero encontró quien llevara a cabo lo que le pedía. Era una manera como cualquier otra de salir del paso. Tal vez la más cobarde.
—Habla.
—Hice que me castraran.
Lo dijo tan naturalmente que no le creí. Lo miré. Vi que decía verdad.
—¿Te sirvió de algo?
—No. Sí. Logré salir. Con engaños. París. Con otro nombre, claro. El que me sirve ahora.
—¿Y?
—No sé por qué vine a verte.
Fuimos muy amigos los tres meses que pasamos juntos en Vernet. Dormíamos juntos.
—Jugábamos al ajedrez.
—Llevábamos la mierda al río.
—Ahora también.
—Nacimos desterrados.
—¡Ojalá! Al nacer, lo ignoro. Vivir. Vivimos enterrados, enterrados en excremento. ¡Y ver todos éstos para quienes la vida huele a rosas…! ¡Excrementos de todos los países, uníos…! No protestes. He leído bastantes libros tuyos. Gajes y privilegios de servir en un Ministerio bien informado. Y no andas muy lejos de pensar como yo. Sin eso no hubiese venido a verte. Me da gusto estar frente a ti. Pero no te canses. No escribas tanto. No vale la pena.
—¿Crees que no es necesario reproducir tu historia?
—No. Porque no lo harás más que aproximadamente. Y no vale. Será una falsificación. Aunque lo grabaras y lo reprodujeras. Faltaría el tono, mi convicción, el sentido real de mis palabras que tú percibes pero que no dan las palabras mismas impresas… Las palabras impresas —en negro— son cadáveres de palabras. Negro sobre blanco. A lo sumo, medio luto. Es imposible sacar a luz lo oscuro. Y, aunque lo hicieras, ya no sería lo oscuro. Sin contar que escribes para enajenados. Ésa es otra. Además, yo no te he dicho más que generalidades que puedes leer cada mañana en cualquier periódico. ¿Lo mío? ¿Lo de adentro? ¿Cómo decírtelo? No tenemos historia.
—¿Sigues siendo comunista?
—Impersonal e intransferible. Teórico y abstracto.
—¿Qué haces?
—Fumar. Traducir. Dormir. A nuestra edad, y capado, ¿qué más quieres? No sabes —ni puedes saberlo— el gusto que me ha dado volver a verte. Te creí muerto.
—Esa voz corrió.
—La oí.
—Ya ves.
—Sí, te veo. Y no lloro. Debiéramos llorar.
—Tal vez.
Le acompañé hasta la esquina, frente a San Francisco.
—¿Qué te parece España? —le pregunté por darme gusto.
—Te contestaré lo mismo que Villanueva, en nuestro primer campo. ¿Te acuerdas?: —Etamo en el culo é mundo… Con su acento cordobés. ¿Recuerdas?
—Estábamos en Francia.
—Pudo decir lo mismo en cualquier sitio que nos tocó después. Fruta del tiempo. Pero aquí vamos servidos. Allá, por lo menos, estábamos prisioneros.
—¿Te sientes libre?
—Lo soy.
—Contesta.
—No sé si lo fui alguna vez.
—Sólo frente a tus pintores abstractos…
—Tú lo has dicho. By, by…
¡Y pensar que habíamos cenado con los Lapesa, que son un verdadero encanto, y con Zamora Vicente! Recuerdos de México. Compostura y buenos alimentos. Catedráticos. Yo también me sentía profesor y hasta académico. Es una manera de vivir como otra cualquiera. No me cabe en la cabeza —me da vueltas— ver que el Secretario General de la Academia me traiga a cuento en el Diccionario Histórico, que dirige. ¿Qué hice, Dios mío? Todos tan bien educados…
5 de octubre
Los de la generación del 98 se pusieron a cantar a Castilla porque ya era mucha Andalucía, de Valera; mucha Montaña, de Pereda; mucha Asturias, de Clarín; mucha Galicia, de doña Emilia; mucha Valencia, de Blasco, y no digamos ¡cuántas Cataluñas de tantos catalanes ilustres de fin de siglo! En cambio Castilla, por aquel tiempo, había quedado más o menos inédita. Galdós era Madrid y sus arrabales (y muchas cosas más). Entonces, el vasco Baroja, el levantino Azorín, el sevillano Machado, el vasco Unamuno cedieron al mal de lo «nuevo» y hete aquí que se volvieron cantores del páramo (no sólo del páramo, de La Mancha, aunque hubiera antecedentes —del Guadarrama por el Arcipreste).
El Escorial y el Valle
No tienen por qué presumir los del 98 y sus comentaristas de inventores del paisaje de Castilla. Recuérdese el soneto de Gabriel García Tassara:
Cumbres de Guadarrama y de Fuenfría,
columnas de la tierra castellana,
que, por las nieves y los hielos, cana,
la frente alzáis, con altivez sombría:
campos desnudos como el alma mía,
que ni la flor ni el árbol engalana:
ceñudos, al nacer de la mañana;
ceñudos, al morir del breve día.
Entre el viento, las nubes, la nieve (no la hay todavía), la lluvia, el frío, el día triste, la media luz del Valle de los Caídos, cortada por una nube.
¡Cumbres de Guadarrama…!
Y lo que sigue:
Al fin os vuelvo a ver…
¿Machado? ¿O de una zarzuela? ¡Quién sabe! No va tanto de lo uno a lo otro. Todo depende de la música. Es poesía y es verdad. Lo que no arregla las cosas ni creo que les importara nada los muertos que tallaron este monumento. Ni a los que erigieron El Escorial. Sólo Herrera, Felipe II, el Greco y, en una esquina del Jardín de los Frailes, de rodillas como un donante cualquiera, don Manuel Azaña, despreciador de cuanto alcanzo menos de los crepúsculos idénticos a este que me atenaza, gris, frío, húmedo; ya difunto.
Salimos a las once con la Chata y su marido, camino de El Escorial. Esa cosa terrible: no poder desprenderme, en ningún momento, del recuerdo inmediato de las memorias de Azaña. De ese repetir, de ese repiqueteo constante de sus viajes, un día y otro también, al Escorial. Ver en la luz las luces de papel repetidas y vueltas a repetir, siempre distintas y siempre exactas de este libro angustioso.
Nada ha cambiado, ni siquiera los árboles han crecido ni, como es natural, han menguado las piedras ni el musgo ha carcomido más el granito. Idénticas lejanías, iguales colores.
La parte turística del Escorial ha variado: hoteles más lujosos, paradores, restaurantes multicolores, los viejos lugares y otros nuevos, a granel. La silla de Felipe II sigue siendo la silla de Felipe II. Pero el San Mauricio se ve mejor. Lo demás ha cambiado poco. Se sigue comiendo espléndidamente. No hay problemas para los coches, existen más tiendas, se han multiplicado los turistas pero, en general, no hay novedad. El Escorial sigue siendo ese enorme cuartel, ese prodigioso estado mayor desde el que se regía el mundo y el otro, y el de más allá. No hablo de América.
Grandes aspavientos cuando digo que quiero ir a ver el Valle de los Caídos.
—No quiero ir en homenaje de para quien se levantó sino en el de los que lo levantaron. De los miles de prisioneros de guerra, de los miles y miles de republicanos españoles, de los soldados del ejército republicano que erigieron aquello, trabajadores forzados… Lo menos que puedo hacer es plantarme frente a ello.
Parecen comprender y para allá vamos. El tiempo se ha puesto húmedo, fresco, frío. Corren las nubes por las laderas de los montes y sólo veremos el monumento a medias.
—¿O es que creéis que los que construyeron El Escorial —los obreros, los picapedreros— eran muy distintos, fueron muy distintos que los que estuvieron cavando eso que decís horror del Valle de los Caídos? Y, sin embargo, vais orgullosos al Escorial y no queréis pisar el otro monumento.
Protestan, explicando. Me quieren hacer ver diferencias cegadoras. Pero paramos frente al Valle de los Caídos; bajo un momento; me cuadro frente a él sin recordar a nadie en particular, sino a esa masa anónima —y gregaria, como se dice— que aquí tuvo que estar pica que te pica, horadando y levantando esta monstruosidad. Pero ya está hecha. No entro, no quiero saber.
Lo que importa del Escorial, visto desde arriba, es la llanura sobre la que se levanta, ese mar oscuro, de día de tormenta eterna. Aquí, ¿dónde está el valle? Sólo quedan los caídos.
¿Qué valle? ¿Qué caídos? Los que cayeron haciéndolo. Monte y cenizas. Nadie sostendrá, al fin y al cabo, que Franco sea Carlos V y Juan Carlos, Felipe II. Por lo menos, a sus pies, se abría Castilla, mar.
Escorial, cuartel y cuarteles, guerras sin él. Buen pueblo, aplastado hoy entre dos errores: los Austrias y los «nacionales»: El Escorial y el Valle de los Caídos.
No, no me gusta El Escorial. Parrilla, helado granito: gran hito de la historia de España cuando España era el mundo. Al Un y al cabo, tumba, monumento fúnebre. Eso quisieron aquellos alemanes y así les salió: germánico a más no poder, cuadrado, pesado. Tanto que España nunca lo pudo tragar. Tiene —le pasa y no le pesa— El Escorial en el estómago. Este estilo frío, recio, indigesto, a plomada, con los techos de plomo, cuadrado para cabezas cuadradas y rubias…
¡Cómo había de gustarle a Felipe II el San Mauricio! Ni la Adoración del nombre de Jesús. Todos esos disparatados cuadros del Greco —colmo del barroco, eso sí—, ¡cómo habían de gustarle a ese adorador de la limpieza, a ese burócrata que seguramente no toleraría un papel sobre su mesa ni un grano de polvo en ninguno de los muebles de sus cuartos innumerables, sus cuartos a espadas…! Arquitectura burocrática llamaría yo a esta del Escorial. Le hubiese encantado a Stalin. ¡Tantas celdas y tan hermosos lugares para ser enterrado reverenciado, panteón de panteones! En esto tengo que reconocer que le gana a la Plaza Roja.
¡Pálido, prodigioso Escorial, gris y verde!
¡Majadahonda!
—¡Qué nombre tan bonito! —dice la Chata.
¡Cómo nos hemos hundido en la historia! ¿Cómo le va a decir algo ese nombre que me suena tan adentro? Madrid, 1937. Todos, ahí. ¿Para qué escribo acerca de lo que fue? ¡Fuera! ¡Fuera! Lo que es, aunque mañana ya no sea.
En la noche, esa luz azul del San Mauricio, que recordaba más pequeño… ¡Qué cuadro! ¡Qué prodigio! Doy todo el Escorial por él. No está el Escorial en él, él está en el Escorial, pero lo traspasa todo. Va más allá del Entierro. Esa luz azul, ese otro mundo…
¡Qué sala! ¡Qué bien! La museografía no tiene que ver con la política.
Le quitaron el nombre al Van del Weyden. El del Patriarca de Valencia, tan chico, está mejor y digan lo que digan no es de Bouts (dejadme con esa perra…).
Cuento cómo un examigo común, que busca congraciarse, me propone un monumento a la hipocresía, del tamaño de la cruz del Valle de los Redivivos, del otro lado del Escorial: un obelisco tan alto que se vea de todas partes, un monumento a la ignorancia, señalado por otros obeliscos, algo menores, al rencor.
Todos mienten, todos falsean, todos se venden. España ha venido a ser una república sudamericana. La única diferencia: que comen como bárbaros, en todos los sentidos. «Comer como un bárbaro» cuando lo que sucede es que los bárbaros no comen —ni los salvajes— más que de cuando en cuando. No, no comen como bárbaros ni como subdesarrollados. Comen y beben como lo que fueron y ya no son: señores.
Queda «el pueblo» que también come lo suyo. Capados de lo político no pueden sino vegetar. España se ha vuelto un enorme pueblo de indianos con una constante nostalgia que la mayoría no sabe a qué atribuir. No es tan sólo un hueco, un vacío, un eco que se figura de un pasado incógnito y cercano. Pero no tienen manera de darse cuenta ni siquiera de cómo fue. De Benito me aseguraba, en Valencia, que no pudo consultar la Gaceta Oficial de los años de la guerra más que en los sótanos del Ministerio de Gobernación. Faltan en la Hemeroteca Municipal y en la Biblioteca Nacional.
¡Bah! ¡Vámonos a cenar como Dios manda en España a los que tenemos con qué!
No. Ahora no puede decirse que no hay diversiones, que no hay juegos, que no hay editores, que no hay luz, que no hay higiene —para quien la quiera—, que no hay educación —tal como hoy aquí se entiende—, que no hay autores, que no hay poetas ni novelistas, que no hay periódicos, que no hay buenas carreteras, gran número de coches, abundancia de pescado, carne, mujeres hermosas, buenas pantorrillas y aun muslos —siempre los hubo aunque se vieran menos—, cafés en todas las esquinas y bares una puerta sí y otra no, cines que exhiben películas lo suficientemente pornográficas para que acuda la gente. Claro que pueden decir que hay censura; un tanto de falta de libertad, cosas sin mayor importancia. No dirán, no, que, como en tiempos de Calomarde, de María Luisa, de Fernando VII, nadie, en Madrid, escribía lo suyo. No: Madrid da gusto y se lo da. Grande, ancho, crecido, limpio, abundante, con circulación: autobuses, tranvías, taxis, metro hasta donde no lo había y todo lo que se quiera. Avenidas, calles, plazas, fuentes, flores, guardias de la porra que para sí los quisieran los ingleses; hasta Cortes y Audiencias y Procuradores. Pocos militares, pocos curas, casas nuevas, casas pequeñas dentro de las casas grandes, pero multiplicadas no diré que hasta el infinito pero muy multiplicadas y trenes rápidos y miles y miles de cosas y coches tras coches que parecen más porque son tan pequeños. Oficinas a granel, ministerios como nunca los hubo. ¿Qué más quieren? Fábricas para que rabien los de Bilbao y los de Barcelona, tiendas y almacenes como en cualquier parte de Europa. Restaurantes tan caros como en París o Roma. El dictador más viejo de Europa, después del fallecimiento del portugués. ¡Pidan!, ¡pidan! Enormes editoriales y periódicos deportivos para todos los gustos y estadios enormes para la gente, de pie. (Las plazas de toros siguen siendo lo que fueron, pero si hicieran falta, mayores). Bolsos, abanicos, medallas, mantillas, mantones, muñecas, reproducciones, cabezas de toro, cuchillos, puñales, espadas de Toledo, mazapán, chocolate, peladillas, chorizos, sobreasada, quesos de Cabrales, vinos, perlas a millares, a granel, en sartas, ya en collares, perlas, perlas, perlas de estas que llaman Majorica. Vinos, chatos, vinos, narigones, centollos, maricas, langostas, putas y putillas, bisutería y loza, porcelana tan buena como la alemana o la yugoslava; actrices, actores, teatros, hoteles, hoteles y más hoteles y fondas, tascas, bares y restaurantes que parecen tascas y tascas que parecen restaurantes y bares que parecen tascas y tascas que parecen bares —más bares—, restaurantes, casas de huéspedes, bancos, bancos, bancos, bancos, en todas las esquinas. Y agencias de viajes interiores y exteriores, compañías de aviación, despachos, telefónicas, pasos de peatones, luces, pastelerías, ultramarinos, salones de té, lecherías, horchaterías, sombrererías, turistas nacionales y extranjeros, carnicerías, ías, ías, ías.
Museos. Tiendas, tiendas, tiendas. Comerciantes, madrileños, guardias, estatuas, glorietas, jardines, árboles, turistas, fotógrafos propios y extraños, flores, puestos de flores, estancos, abanicos, mantillas, castañuelas. Sastres. Cafés, restaurantes, librerías, carteles de toros. Cafés, bares, cafés, bares, bares, bares. Bancos, bancos, bancos, bancos, bancos.
Ya no hay limpiabotas. Sí, los hay, pero —¡oh colmo!— hay que buscarlos. Tranvías, autobuses, coches, coches, coches —chicos— pero coches; coches, coches. Altos, rojos; sigan, verdes. Paran, pasan. Siguen ¿quién da más? Y el sol. El mismo sol que entonces. ¿Quién quiere más? Tal vez yo. ¿El sol? La noche. Tanto monta. ¿Madrid? Sí, Madrid.
6 de octubre
Casa de Menéndez Pidal, a espaldas de la de Dámaso: todo queda claro. El jardín descuidado y agradable, los recuerdos de San Sebastián: Concha Méndez, Luis, Catalán, Igueldo. San Sebastián, donde no podré ir. Ni siquiera aquí: ¿cuándo voy a subir tranquilamente por Montera o bajar por Preciados? Todo es correr de aquí para allá; taxi va y viene. Ves y no ves.
A comer —en Maxi— con los Pittaluga: ahí es el tiempo pasado el que no corre, los viejos tiempos de Lara.
—¿Y Nicolás Rodríguez?
—Murió.
—¿Y…?
—Murió.
Don Gustavo, con quien hice, en 1942, la travesía de Casablanca a La Habana. Chabás, al que no me dejaron bajar a ver ni a avisar.
—Jorge Zalamea…
—Aún le vi el año pasado.
—¿Vamos al Pardo?
—Vamos.
—Estéticamente, Ortega se equivocó casi en todo. Por ejemplo, para hablar sólo de lo más conocido, en Musicalia, tras dar cuenta del éxito póstumo de Wagner, anuncia con esa seguridad prosopopéyica, tan suya, que no sucederá lo mismo con Debussy. Todo por desprecio del público —no digamos del «pueblo»—. Lo cree incapaz de comprender: «Hay músicas, hay versos, ideas científicas, actitudes morales, condenadas a conservar ante las muchedumbres una irremediable virginidad». Como la de Ravel o Debussy. ¡Bah! O la de Falla. Lo que hay que hacer es que la «muchedumbre» oiga a Debussy. Entonces —en 1924 por ejemplo— no era fácil; hoy sí. Y luego se lanzaba, en la misma página, a asegurar tan campante que: «La filosofía del sabio indio es, en esencia, la misma que la de los hombres indoctos de su raza». ¿Por qué me enfada tanto Marías hoy, si ayer…?
—Parece mentira que a nadie, como no fuera Araquistáin, se le ocurriera refrescarle la memoria a Ortega cuando sacaba a aducir, para defender su teoría, el sentimentalismo y el éxito del romanticismo y de Víctor Hugo y pasárselo ante las narices aunque sólo fuese por la lucha que tuvieron que librar para imponerse. Pero ahora, los medios de comunicación —todos— ponen al alcance de muchísimas más personas cualquier expresión artística, y los enormes medios de la minoría en el poder —al revés que en el siglo XIX— para divulgar o no los progresos de la ciencia y del arte y no por creer —como Ortega— que no están a su alcance sino, al contrario, para que no se solivianten. Ahora que las «masas» no tendrían más remedio que aprender lo que es bueno, les dan lo contrario. No por nada sino porque les conviene. Como antes le convenía a don José asegurar que Debussy no sería nunca popular. Ahora sólo la ciencia, por difícil, está fuera del alcance del «público». Todo es música, que amansa a cualquier fiera.
—Si cada quince años, como aseguraba por aquel entonces el propio Ortega, cambia casi totalmente la manera de enfrentarse el hombre a la sociedad y ésta, a su vez, también varía (lo que forma parte de su teoría de las generaciones), ¿por qué había de profetizar gratuitamente la impopularidad eterna de Debussy? Sólo como botón de muestra de ese mal español, constante —ése sí— desde hace siglos: la suficiencia, el sentirse —por español— «escogido entre los escogidos de la inmensa minoría».
—Todo lo que quieras pero, para mí, nada vale como andar por el Pardo y sus encinares. Nada se puede comparar a que mi coche ruede por una carretera española, hablar con un joven o un viejo en la plaza de un pueblo castellano, a comerme un trozo de jamón bebiendo un vaso de Valdepeñas. Como me decía el pobre Moreno Villa —que se moría por volver y murió sin poderlo hacer—, ¡oler la capa de un viejo labriego español, una capa ajada, con olor a estiércol…!
Y con no hablar con nadie, lo demás se arregla.
El Pardo. ¿Con qué comparar estas lomas? Con nada sino con él mismo. El verde, el gris, los grises, los verdes de estos encinares ¿con qué se pueden comparar? Con nada: con el Pardo, sí. ¿Qué hermosura contrapesa esta suavidad? ¿Hay grandeza que tanto valga? ¿Hay favor de la vista que a esto llegue? ¿Hay paz como la de estas colinas con la que se pueda cotejar? ¿Qué premio nos ha tocado que esto merezcamos? Tranquilidad inmensa; los árboles, a la distancia exacta unos de otros, dejan el aire azul y verde necesario para que el color merezca el nombre que no tiene. Apacibilidad, soledad que compensa cualquier prisa o tardanza con el momento exacto de lo manso de la satisfacción sin límites. Nada apetece. La codicia de felicidad se dobla de amor con la tierra sola, casi sobre —sin sobrar— el cielo. Todo es regalo: del oído: el silencio; de la vista: los colores apacibles; del gusto: el aire tibio todavía serrano; del alma, la paz.
Tenerte aquí: tú que no sé quién eres.
La vuelta por las calles tan bien asfaltadas. Recuerdos: la embajada de París: Ana María, Trudi, Finki, Buñuel…
Y vuelta al teatro de alrededor de 1930: otra vez López Rubio, Ugarte, Neville, que apenas acaba de diñarla.
José López Rubio
No recuerdo si ha muerto o le nombraron académico. Pero juro que hablan de él en los periódicos. Tenía mi edad aunque no tuviese sexo. Le gustaba jugar con soldados de plomo. ¡Tan amigo de Eduardo Ugarte! Escribieron juntos un par de comedias; una no estaba mal. Luego se fueron a Hollywood con Catalina Bárcena y Gregorio Martínez Sierra, a hacer películas en español de las que, naturalmente, mejor es no acordarse.
Eduardo Ugarte hizo la guerra, de una manera un tanto extraña, tal como le correspondía, tan enormemente miope. López Rubio consiguió que nadie se acordara de él hasta que volvió a Madrid, por los cuarentas, y empezó a escribir comedias decorosas aunque no lo fuera tanto que escogiera sus argumentos en comedias ya estrenadas en Inglaterra. Tuvo éxito, un éxito señorito. Me lo encontré en Cannes, en 1961. Me saludó, como todos los de su especie, como si no hubiera pasado nada:
—Hola.
—Hola —como si fuese ayer. Mas por si acaso salió corriendo diciendo:
—Tengo que ir a cenar con unos amigos para coger en seguida el avión y no perder la corrida del Cordobés, mañana, en Sevilla.
Se fue huyendo: un adiós, medio vuelto de espaldas.
Distancias aparte, vuelvo a ver a José López Rubio y a Eduardo Ugarte, y a los que creíamos en un nuevo teatro español, a fines de los veintes, en la tertulia de don Ramón, en El Henar. Allí nos quedamos; lo de Cannes tal vez fue un sueño, y lo de su muerte. No necesitaba morirse: ángel lo fue siempre, un tanto burlón, inteligente, a quien le gustaba jugar, con permiso del Señor, con soldados de plomo. Seguirá en el Limbo. Para que se acuerden de él le faltó darse una vuelta por el Infierno.
Edgar Neville
Tan alto, tan gordo, tan sano: ¡muerto antes que yo! Tan elegante, tan al tanto, tan rico, conde de no sé qué, aficionado, suertudo: ¡muerto antes que yo! No hay razón. El muerto debiera ser yo.
Fascista de buen tono —era natural—, autor de éxito, donjuanesco, buen catador de caldos: a lo que cayera. Seguramente de la Academia (¿o no?). Lo mismo da: allí, Calvo Sotelo. ¿Quién escribía sus comedias? ¿Aquel argentino, Calvo Sotelo, Coward, López Rubio o él mismo? Tanto da.
El entierro sería bueno: actores, actrices, todos en su papel, él en el suyo. Madrid haciendo también de Madrid, como si lo fuera.
Lo encontré por última vez, en París, a principios de 1937, en un bar muy inglés, de los pocos que había entonces, en los bulevares; tan señorito.
—Hola.
—Hola.
—¿Qué haces aquí?
Le tenía por republicano, habiendo tomado parte en las últimas intentonas contra la monarquía.
—Ya ves: bebiendo. ¿Y tú?
—En la Embajada.
—¿Cuándo os cansaréis de hacer el idiota?
Aún no le he contestado. Murió —a mi pesar— sin que pudiera hacerlo, tan fachendoso. Habría lutos, discursos, artículos. No le servirán de nada. No era tonto sino aprovechado. Traidor y ladrón: listo, ahora para el arrastre. Antes de la guerra éramos, más o menos, amigos. Él, tan grandote, importante; con coche, republicano. ¿Quién se acuerda de eso? Yo, con tristeza, porque me hubiese gustado que todos mis amigos fueran personas decentes. Y él se fugaba de la embajada de Londres con las claves republicanas para demostrar su adhesión al gobierno de Burgos.
Por la noche, cenando, en el Gambrinus, otra vez, Juan Benet acusa a G. y a S. —tan de izquierda hoy que no se puede pedir más— de haber sido falangistas, de pertenecer a una generación que cuando vieron que el régimen no les otorgaba lo que esperaban, cambiaron de chaqueta. No es el caso de Ridruejo que, ya en el 40 (exagera, me parece, creo), abandonó el falangismo.
—Yo les vi desfilar. Eran influyentes de ese mismo SEU que atacaron después. Sólo los que venían de familias liberales sabían que había algo más. Pero si hubiesen querido enterarse, hubieran podido hacerlo.
Admira Cien años de soledad, que considera la mejor novela suramericana. Y a Rulfo. Va a leer a don Marcelino. Le aliento a ello. Estamos de acuerdo acerca de Kafka, aunque sea por razones distintas.
Para él, primero la literatura y luego lo demás, y no al revés como tanto se quiso estos años pasados. Lo podríamos llamar «la voltereta checoslovaca» o, para la generación de Benet: «la voltereta húngara».
Pequeña divagación acerca del envejecer
Éstos: Luys Santamarina, José Jurado Morales, Juan Ramón Masoliver, los primeros que vi y no había visto hace treinta y tres años, por lo menos; los que he vuelto a ver, primero en tierras extrañas; la mayoría: Dámaso, Antonio Espina, Xavier. Otros, la mayoría, han muerto; sin contar a tantos que no veré, apremiado por el tiempo. La mayoría se fueron conmigo o a otras partes donde, más o menos, nos hemos visto. Estos de ahora que cuentan un tercio de siglo más que cuando los vi la última vez, ¿cómo los veo? ¿Cómo me ven?, ¡qué fácil sería contestar y salir del paso! No. Les veo igual: acartonados. Tendría que tener, a su lado, fotografías de aquel entonces para sorprenderme; más: para darme cuenta. Sordo, alguno (muchos más que ciegos; en general, no llevan gafas más que para leer). No: la vejez no les ha cambiado ni parece que haya anquilosado su inteligencia ni haberles vuelto más agudos tampoco. Los que estaban mal, murieron. (Con el tiempo —este inciso es posterior en dos meses a mi llegada— no tengo nada que rectificar: Gerardo está, como Luys, tallado en madera, pero tan rejileto el uno como el otro. Sólo Claudio, mi viejo Claudio de la Torre, muestra los años de más que tiene: sus gafas son mucho más terribles, su estado de ánimo pesaroso. Para Espina, para Fernando González, no han pasado los años. Se conservan bien. Mejor que yo). Entonces, ¿la vejez? No hay más vejez que la muerte y, a lo que supongo, los que no dejan ver —muy pocos— porqué se les reblandeció el cerebro, como tan bien se decía. Si las facultades mentales se conservan no hay años que valgan y si no que lo diga Américo Castro, hecho un barbián, furioso contra sus impugnadores, frenético contra sus editores, prometiéndoselas felices contra sus adversarios. No, desde este ángulo no hay nada que decir. Me parecen más viejos algunos jóvenes y lo son—: Nacidos más tarde. Visto desde el punto de vista de Dios —es un buen top shot—, yo soy más joven, nacido en 1903, que muchos llegados al mundo después. Encanecer ya no es cosa de viejos, como antes, sino de madurez. Los decrépitos son cada vez menos y se muere más de repente que antes. La belleza del rostro —quién sabe por qué— se mantiene más años, aun sin afeites (tal vez las vitaminas; la medicina tiene evidentemente mucho que ver y ha dado mejores resultados que la cosmética). La sazón del vivir, en estos años, se ha alargado, por lo menos en las arrugas, que son menos. Dios llama a los hombres más tarde seguramente para darles más ocasiones de arrepentirse, quizá porque hemos pecado más o al revés; no soy juez. El sol, que ahora se «toma» más, conserva o aumenta el color, por lo menos de la cara; lo «perdemos» menos. Recuerdo a mi abuela, encerrada en casa, blanca cera. El hombre va a más yendo a menos. Nos hacemos menos viejos que antes, lo que no quiere decir, claro está, que valgamos un adarme más. El sol, el aire, las vitaminas, la cirugía conservan y curan las heridas de la edad; pero no aumentan un miligramo la inteligencia. Tal como fuimos somos, por ahora y sospecho que por mucho tiempo. Debemos de haber llegado a un buen equilibro. ¿Quién nos asegura que aumentada la fineza del espíritu al día siguiente nada quedaba? Tenían antes a los viejos por envidiosos; creo que, en general, hemos dejado de serlo y que tan triste defecto nos ha convertido en críticos más acerbos pero no faltos de razón —de la que carece la envidia—. Todavía, desgraciadamente, nos creemos sabios por viejos, cuando no puede haber tal: la experiencia siempre es un saber de segunda mano que sólo pudo servir en una vida que ya se fue. La lozanía de las mujeres también, como sombra en largo ocaso, se ha alargado, para bien de todos, que si no, la vida, por muchas razones, no se podría soportar. Al vivir más, las penas se multiplican pero por eso mismo endurecen. Tal vez somos más insensibles. Las bocas ya no aparecen desportilladas, y hay viejos con aparentes dentaduras más notables que las de algunos jóvenes. Con tantas clínicas y hospitales las casas dejaron de oler a enfermo. Los arrugados y encogidos van menos a tomar el sol, porque las casas, por lo general, tienen más y mayores ventanas. ¿Dónde aquellos «ancianos respetables» de las novelas decimonónicas como no se los hayan llevado a la televisión, a menos que la estén mirando y por eso no les veamos? Todo ha contribuido a la desaparición de la decrepitud. El mundo ha envejecido rejuveneciéndose. Ya no hay locos de atar, bastan los tranquilizantes. Algo semejante pasa con la vejez. Hay más ancianos y se ven menos, los lentes de contacto hacen maravillas: —¡A sus años y lee sin gafas!
Lo bueno es que, aquí, la mayoría no lee. Perdieron la costumbre. España era un país viejo. Ni siquiera murió. Ahí está todavía la lengua española, un poco anquilosada pero viva, para probarlo.
Se ha transformado. ¿Hasta qué punto? Es lo que no puede decir un viejo.
—¿Usted cree que a mí me sabe mal ver bien a España?
—Sí.
—¿Entonces?
—Se equivoca. Lo que sucede es que quisiera verla mejor.
—¿Desde qué punto de vista?
—Todos. Pero, en primer lugar, moralmente.
—Me parece que sufre de la vista.
—Desde que nací.
—Compare.
—No hago otra cosa.
—Puede hablar de lo que quiera y donde quiera.
—Pero no escribir.
—Si dice que no leen, ¿qué importa?
—Ni hacer.
—¿No dice que se va?
—Sí.
—¿Entonces?
—Porque no puedo hacer nada. Nada que valga la pena.
—¿De qué se queja entonces? ¿No lo hacen los jóvenes, como es natural?
—No lo sé. Será que estoy demasiado viejo.
—Entonces ¿por qué habla?
7 de octubre
Américo Castro
Está igual que hace veinte años. Existe otro: el de la negra barba. Pero este de ahora, a los 84 años, está igual que cuando encaneció y se rasuró; con idéntico empuje, valor, ardimiento, arrestos, arranque, temple, furia, brío y animosidad contra sus enemigos reales o imaginarios de arriba abajo con nombre y apellidos que parecen —por lo bien que les van— inventados. Quijote de sus convicciones, decidido a destrozar a sus contrarios, todos malandrines por el hecho de no pensar como él —tal como debe ser en cualquier español de buena cepa— no usa de jactancia ni de afectación, ofuscado de la mejor manera, sin temer ni a rey ni a roque. Firme como siempre en lo suyo, templado y entero para enfrentarse a cualquier adversidad, cree de su deber no dejar de despotricar contra follones; ardido, con alas e hígado, brío y corazón, denuedo y agallas.
No parecen —no se le nota en nada— afectarle tantos años de universidades norteamericanas como no sea en la falta de su biblioteca que se quedó, en prenda, en La Jolla.
Le sigue encantando trufar su indignación con frases de su francés singular. ¿Dónde no ha dado clases este hombre? Aquí debiera darlas, aquí debieran haberle recibido en andas, bajo palio, aquí debían de haberle pedido, de rodillas, que enseñara a tanto ignorante. Y nada. La enorme mayoría ni siquiera sabe que está y vive en Madrid Américo Castro.
¿Quién sabe hoy de historia y de literatura española más que él? ¿Quién ha elevado a la cultura de nuestro país, en este tiempo, un monumento que se pueda comparar a su obra? Se rompió y se rasgó las manos en pro de un concepto —discutible, ¿quién lo niega?— altísimo de lo español y ¿no hubo de festejarse su regreso con grandes demostraciones de alegría? Nada. Ahí, en su rincón, peleando con sus editores extranjeros.
¿Quién le da aquí lo que merece? A escondidas. Huele a azufre este terrible revolucionario de la historia y de las letras. ¿Reviviría el Centro de Estudios Históricos? ¡Oh, espanto! ¡Cuidado, españoles…! ¡Ahí viene el coco Américo Castro, teorías en ristre; todavía verde, espléndido, lleno de vida; comiendo y bebiendo como el que fue siempre: de los buenos!
Cómo no voy a recordar, sentado frente a él, aquel banquete a Federico en que estábamos apretadísimos en un banco o sillas muy juntas, sentados frente a Vegue y Goldoni que le soltó —con gran éxito— aquello de:
—Américo: esto no es el pensamiento sino el pensamiento de Cervantes…
¿Cuándo era? El libro se publicó en 1925. Y sigue en lo suyo, que es lo de todos, con la de todos, con la misma fe, idéntico saber universal.
Moros, judíos y cristianos le deberían reverenciar. De los moros sé poco; de los judíos, que le odian, y de los cristianos que aquí le rodean no habría poco, en mal, que decir; ni él de ellos.
¡Ay, don Américo, qué envidia! ¡Saber quiénes son los follones que no dejarán de serlo y tener la seguridad de la propia salvación y del eterno castigo de tanto necio! Todos esos que no saben de la misa la mitad…
En la exposición de Manolo Ángeles Ortiz, llega, del fondo de la sala, la gran mole de Ontañón, brazos abiertos, para el estrecho abrazo interminable:
—¡No hemos cambiado nada!
Extraordinario de vitalidad. Tal vez no hayamos cambiado nosotros… Pero los que nos rodean, a la fuerza, sí. Son otros. Así podemos darnos el lujo de ser los mismos.
Cena con Américo. Su perra con su libro en poder de Finisterre. ¿No lo quiere publicar? ¿No se atreve a añadir tanto como ha encontrado? No lo sé. No lo sabe. Pero duda, y en ella lo hace todo menos abstenerse. Es el leit-motiv de la conversación. Pero entre una y otra vuelta a lo mismo, ¡cuánta claridad sobre los españoles! ¿Por qué se han de haber entrematado siempre? ¿Por qué no se vislumbra ninguna luz acerca de una posibilidad de convivencia? ¿Por qué no pueden ser amigos más que los de la misma calaña?
Saca a relucir a norteamericanos, belgas, suecos, franceses.
Se le podría replicar volviendo atrás. Su preferencia por el socialismo escandinavo no puede hallar objeciones. A veces, hallazgos graciosos: el comunismo ruso está calcado sobre la Iglesia ortodoxa: «La más reaccionaria de todas». Come y bebe como en la flor de la edad. Corresponde su apetito a la viveza de sus reacciones, a la agudeza de su espíritu. ¡Eh!, jóvenes, ¿dónde sus Américos de hoy?
Tampoco éste ha envejecido; enjuto y narigón como siempre. Elegante y fumador como hace años mil:
—¿Yo? Estoy bien, no me hace falta nada. Vivimos, mi mujer y yo, con las rentas de unas tierras que le dejó un tío suyo. No nos da para gran cosa. De verdad, para vivir. Tenemos un perro, que es horrible, como puedes ver, pero que es nuestro lujo. Lo sacamos a paseo. Se lo pasamos por las narices a todos los vecinos, que no nos saludan por costumbre. Tres días a la semana voy al mercado más por higiene que por otra cosa. Mercedes va por el pan. Y luego me siento a trabajar. En veinte años no creo haber ido más de tres veces a la Nacional. Sentado en un sillón desfondado, frente a mi viejo escritorio, el que fue de mi padre, y unos folios en blanco, me invade una sensación de libertad divina que me hace sentirme a la altura del más rico o poderoso de la tierra. No me cambiaría por nadie. Escribo poco, como sabes, releo, corrijo. Fumo. Tomo café.
—No publicas.
—No. ¿Para qué? De cuando en cuando vienen Pepe o Jaime y les leo algo. Hago mucho caso de sus dudas o de sus críticas. Vuelvo sobre lo hecho, consulto, enmiendo. Les aviso cuando creo haber logrado algo decente. Vienen. Leemos. Tomamos café.
—Y eres feliz.
Totalmente.
—¿No sientes necesidad de publicar?
—Nunca. Antes tampoco. Te consta.
Me constaba.
—Sé más o menos lo que hago. Lo saben y como no ocupo lugar, me respetan.
—Me entristece.
—¿Porqué?
—Porque no hay derecho.
—Ni revés.
—Pero, en fin, ¡para algo y alguien escribes!
—Claro que sí.
—¿Para quién?
—Para mí. Nos llevamos muy bien.
—¿Quién con quién?
—El otro y yo. Moñino sabe que dejaré todos mis papeles a la Nacional. Algún día un erudito los estudiará y renaceré, aunque sea un poco. Con eso me basta.
—¿No te gustaría…?
—El condicional y yo nunca nos hemos llevado bien.
—¿No te repusieron en tu cátedra?
—Quisieron hacerlo, meses antes de que me tocara jubilarme. No acepté. ¿Para qué? No lo hice por vanagloria ni por dármelas de héroe, como puedes suponer. No, sencillamente no lo necesitaba y además me ahorra tiempo y ver caras nuevas. Hasta hace tres años tuvimos un coche. Ahora ya estamos viejos para conducir. Íbamos a San Rafael, a Alcalá, al Escorial. Ahora no pasamos de la plaza de Santa Ana. Venir hasta aquí nos costó un triunfo.
Para comer cocido, en Madrid, no exagero, ya lo dije, lo repito, hay que preguntar, orientarse, sopesar opiniones, resistir ignorancias.
—¿Cocido?… ¿Cocido?
(De hecho ya no hay cocido en Madrid sino en las casas particulares: las razones son económicas o mejor dicho, al revés, de su alto costo. Hoy, un buen cocido es un plato caro y, precio por precio, prefieren minutar un plato de mayor prosopopeya restaurantera).
—¿Cocido?… La Bola.
—Sí.
—¿Dónde?
—¡Mira éste! En la calle de la Bola…
—¿O no sabes dónde está?… ¡Qué madrileño de pasta flora! ¿O tampoco sabes dónde está la plaza de Isabel II y la iglesia de la Encarnación? Pues eso es la calle de la Bola. Y en la segunda esquina, subiendo, a la izquierda…
Una bola. Un terciopelo rojo. Elegancia de fin de siglo, pero a lo pub inglés y el cocido infumable.
¡Para eso tanta historia!
Menos mal que la Torre de Madrid está cerca y Concha le quita penas a cualquiera.
Sí, no hay duda que este Madrid que vuelvo a encontrar tan igual y distinto al que conocí es una ciudad doble, doble en lo que tiene de muerto y de vivo. Ahora podría gritar Millán Astray: «¡Viva la muerte!». Sí, vivo lo muerto: las piedras, las serranías, los cuadros, los libros y los muertos y los vivos. Andar solo, vivir solo, ver solo. El Pardo y el Jarama, Segovia, Ávila, La Moncloa, Aranjuez, La Granja, Toledo, ¿qué habéis hecho? Nada, permanecer. Ahí estáis para quien quiera algo de vosotros. Pero vosotros, madrileños, orgullosos de vuestra ciudad, sois la mediocridad misma contentos de ser mediocres y de que nada os amenace con dejar de serlo. Creced y multiplicaos, pero con cuidado de no sobresalir. No sea que os salga un nuevo Goya o un nuevo Picasso y os construyan, por casualidad, una nueva Casa de la Villa. No abrid ningún nuevo teatro, construid mil casas y dad tintorro a chorros como si fuese vino de verdad. Vivid tranquilos, vivid felices, producid miles de abogados que os defiendan del mañana. Quedaos quietos —yendo de aquí para allá— como si estuvieseis muertos, vosotros tan «vivos». Tranquilos, tranquilos, bien comidos, bien bebidos, gozad los momentos y los monumentos que os construyen creyéndoos distintos —y lo erais—, ilustres mediocres del oso y del madroño.
¡Salid diciendo que soy un desgraciado! Diréis verdad. ¡Salid diciendo que no merecéis que os trate así! Y diréis la verdad. ¡Salid diciendo que soy un insensato! Y no diréis verdad. ¡Gritad que miento! Y faltaréis a la verdad. Todo lo habéis tenido para ser lo mejor de España: dinero, gente, ayudas, préstamos, ingenios, tiempo, esclavos, y vivís grises en la mediocridad más nebulosa, en la ignorancia del orgullo de lo mediocre. A tal punto que cuando alguien despunta de agudo, se tiene que ir porque tropieza en seguida, al salir de su casa, con el cielo raso del famoso cielo azul claro madrileño. Ya todo el cielo es cielo raso (y de raso si queréis) en este Madrid de hoy hecho a vuestra imagen: bobo, envidioso, necio, ignorante, cerrado de mollera en uno de los lugares más espléndidos de España.
Nadie se queja. ¿Por qué iba a quejarme yo? Antes de que me lo preguntéis lo voy a decir: tal vez algún día despertaréis. Un día. Sí. Seguro. Mas ¿cuándo? Sí: todos tuvimos la culpa, pero reconoced conmigo que nosotros tuvimos un poco menos que los que nos ganaron a las malas. Tal vez no estaría esto tan limpio ni habría tantos bares. Tal vez no estaría esto tan bonito, pero se viviría más hondo. No estaríais muertos. Ya lo dijo Dámaso hace veinticinco años: Madrid es una ciudad de un millón de cadáveres Ahora son más. Los muertos, por lo menos en Castilla, también paren. ¿No habéis leído esto del Guerrero invencible, ese gran hombre que rebajó España a la altura de sus tristes oscuras suelas y nos pisoteó a todos, los vivos y los muertos, y no dejó nada para nadie; o mejor dicho, hizo de España un país mediocre y fácil de vivir, en treinta años de paz? De paz… De paz. Veinticinco o treinta años negros. Sin luz, al sol, velados.
¡Oh! No tengo nada que decir, no tengo el menor derecho. Primero porque soy viejo y los de mi edad ya pasamos de la edad madura y radotamos, como dicen los franceses, es decir, que estamos más allá de la raya de los que saben lo que se dicen y son capaces de trabajar para el bienestar de la mayoría. Nosotros somos el cascajo, la basura, los residuos que sobran de las sobras que vais levantando vosotros, los trabajadores. Los de mi edad no tuvimos mucha suerte, como no sea con el cambio. Pero sabéis, tan bien como yo, que eso no vale.
—Te haremos un gran homenaje, el día que cumplas cien años.
—Es posible y hasta si quieres que te diga la verdad: no lo dudo. ¿Y qué? Lo más triste es que no tiene nada de nuevo. Franco no ha inventado ni eso. España hace siglos anda a la deriva, a la rémora de Europa.
—No seas bárbaro.
—Porque no lo soy hablo así. Veo, sueño, me revuelvo, devuelvo.
—Todos dicen lo contrario: regresan felices y diciendo maravillas.
—No lo niego. La culpa es mía.
—¿Y Luis?
—Dijo que estaría aquí a las 7. No me lo explico.
Al leer estas líneas me doy cuenta de que hay demasiadas dedicadas a la glotonería. Todo se explica, como en un menú cualquiera: el poco tiempo, los muchos amigos, las atenciones múltiples no son sino una faz del problema; el otro es que la pitanza ha seguido siendo, en España, gozadora de gran parte del tiempo de sus moradores más o menos adinerados. Es posible que las sumas y múltiplos de desayunos, almuerzos, comidas, meriendas, cenas y resopones desaparezcan pero, de todos modos, siguen siendo una actividad importante y una preocupación que —para los que pueden— el aumento de lugares donde satisfacer la gula, si bien ha resuelto para no pocos ciertos problemas de minuta y de minutos, todavía le quitan al español —o le añaden— tiempo para lo que, curiosamente y por otro lado, ha venido a llamarse «relaciones humanas».
¿Colea todavía el hambre que aquí se pasó durante y después de la guerra? Es posible pero no probable. Lo cierto es que el español tuvo siempre por la mesa el corazón en el vientre, que honrarla es parte del decálogo burgués, más todavía, o tanto, como en Francia; que es más por no ser España —ni con mucho— país tan rico. Aquí no se nota el hambre sino que se satisface el empapuzo y el hacer penitencia pasó hace años a mejor vida. Hártanse. Y no es de hoy ni de ayer. Creo que sería difícil hallar mejor antología gastronómica en otra literatura que la española. Gargantúa o Falstaff no son tipos españoles. Aquí la gente se regala a costa de la vida de los animales domésticos o no y aun de los vegetales, que nada les hicieron, con una saña que da gusto verles. Tanto que puede olvidarse por ello el mayor refinamiento de más allá de los Pirineos. Al pan pan y al vino vino viene seguramente de esos gustos robustos y recios, abarrotados de riquezas que se encierran en el chorizo y la sobreasada y el mar profundo de suavidades de los percebes o el bacalao al pil-pil. Aquí se hace gusto el color sin necesidad de recurrir a la paella o a la perdiz a la catalana. Gozan de los gustos de la hora; lo triste, para ellos —o lo malo para los que no pueden, por una razón u otra, llegar a tanto—, es que no sean más, aunque muchas y siempre tarde. Así participa hoy el español de los gustos del cielo, gozándose —con anticipación y luego con el recuerdo— con la fruición de la sazón y aderezo de lo más humilde: hecho migas.
Se ha perdido, tal vez, el punto en que han de comerse los guisados en favor del asado, de la brasa y de la electricidad, pero es mal norteamericano. Aquí, como en cualquier parte menos en algún restaurante francés, donde le hacen a uno perder la paciencia, el gusto directo de la carne asada o el marisco sobre el carbón consumiéndose (o a la plancha, quemándose) ha vencido las filigranas de las mantecas, las salsas, las hierbas de olor y las horas en el horno. Todo es fogón. Pero al español la boca se le hace agua más veces al día que al inglés o al alemán; tampoco es el comer continuo de levantino auténtico —griego, turco o argelino— que mastica cacahuetes, ajonjolí, sandías o arrope por la calle, en el café o en su trabajo. El español lo digiere todo y, tal vez por ello, se defeca en cualquier lugar como cosa lo más natural del mundo. Vense más lucidos que sanos. No es país de hippies, ni siquiera de borrachos. Los caldos sirven para desempapuzar, que aún hoy, en contra de las normas, por lo menos en las casas particulares, se tragan los platos fuertes «a fuerza de pan».
—Vamos a ir a comer juntos Dámaso, tú y yo —dice Buñuel y añade—: Sin mujeres.
—¿Dónde?
—Nos reunimos en el Bar de Chicote, en la calle de la Reina, enfrente de La Barraca.
—¿Cuándo?
—El viernes, a la una y media.
—Se lo digo a Dámaso.
A las siete y media, Ricardo Blasco, en el hotel. Era un jovenzuelo. Ahora es un hombre; sin remedio.
Trabaja en la editorial Taurus.
—Sí, tuvimos cierta libertad hasta el año pasado. Pero hace año y medio nos llamaron para decirnos que eso de las firmas a documentos de protesta se había acabado.
—¿Y se acabó?
—Se acabó como te habrás dado cuenta… He prologado a todos los escritores del siglo XIX para Rivadeneyra. ¿De dónde me vino tanta ciencia? Decorosamente: de don Marcelino y compañía…
Pudo hacer cosas y se tuvo que ganar la vida con sus propios rastrojos. Decentemente, y ya. Y soportar la ignorancia que les cubrió. Destila amargura.
Decidimos no cenar. Tomar churros, sí. Y en el Lyon.
—¿Vamos?
—Vamos.
—¿Has vuelto?
—Sí.
—¡Tanto decir que no regresarías mientras mandara Franco!
—Ya ves: cambio. No se trata del agua que beberé sino de que voy a escribir ese libro sobre Buñuel. ¿Cómo hacerlo sin el concurso de cien o veinte personas que viven aquí?
—Cuentos.
—Es posible. Pero no dejé pasar la ocasión, la agarré del pelo famoso.
Los demás:
—¿Qué le pareció España?
—Nada me sorprendió —repito reconcomiéndome— durante treinta años hablé con españoles recién salidos de la galera o con extranjeros entusiastas del sol y de la comida: tal como la suponía.
Mentira. En unos como en otros casos me quedé corto (de entendimiento).
Apunté notas con datos insuficientes, por falta de tiempo y, a veces, he tenido que reconstruir los días pasados con sólo nombres de personas y lugares como base. Libros como éste son preferibles calientes aunque les falte perspectiva. Mas si la quisiera medianamente exacta tendría que surgir del polvo.
También: tan no estaba seguro antes de ir que tomé alguna disposición por si se me ofrecía la ocasión de quedarme: no hubo ni sombra de ello. Todos encantados y tratándome como nunca, pero:
—¿Cuándo te vas?
No le quito parte a la curiosidad. Eso sí:
—¿Cuándo volvéis?
Nadie me dijo: —Debieras quedarte. Sin duda tenían razón. Duele. Claro está que podía haberme callado, pasar desapercibido. Nadie me hubiese reconocido y tierra al asunto. Pero no nací para aguantar imbéciles y, aunque no lo sean, por serlo, ni curas ni militares, ni el Opus, ni los jesuitas, ni los partidos. Si no se puede discutir al aire sólo valen las alubias y las piedras. Claro que no tiene ninguna importancia y —tratándose de mí: ¿de quién si no?— tendrán razón los que estén en contra. Reconozco mi culpa, pero es mía. Claro que no basta hablar para salirse con la suya pero es muy sabido que el que calla otorga. Y sin otorgar hablo. Por no otorgar, escribo.
Diario español o el chisme. El chisme, el chiste, la intriga, el cuento, el bulo, el lío, la historia, la hablilla, la patraña, todos se han vuelto cotorras, placeros, chismosos. Todo son corrillos, comadreos, correveidiles, jamás hubo tantas criadas, no habiéndolas más que con recomendaciones. Lo más y mejor del tiempo se va por la lengua que no sólo trabillea sino huele, inquiere, revierte, nada se olvida si es pequeño, de todo se hace memoria, si es retruécano, a costa de un político; muchos quedan en las pinturas de la fama solamente por las voces que los hirieron, nadie triunfa porque se da batalla campal hasta al sobresaliente; a cualquiera le roen los zancajos. ¿Quién muestra alteza de corazón en Madrid o en Barcelona siendo «de la situación»? Nadie se enfrenta, nadie dice cara a cara lo que tiene en la punta del pensamiento. ¡Qué chiste! ¡El chiste todo el día!
—Esto ya lo sé —dándose importancia.
—¿Sabes cómo vestirán a Juan Carlos cuando lo coronen…?
—Ya lo sé.
Todo se sabe con tal que sea intriga, envidia, calumnia, venir con cuentos y a menos.
Con eso se conforma el madrileño y en desentrañar si es cierto. De tanto contar lo mismo a medias lo acaba creyendo, se ofende si lo ponen en duda, lo afirma. Corre la voz.
—Bulos.
—¿Cuándo no los hubo?
Te miran de mala manera si sabes el falso sucedido. No se murmura, se cuenta. Nadie se esconde.
—Cuando el Generalísimo salió a dar un paseo…
—Ya lo sé: su ayudante…
—No: el embajador de Alemania.
—Bueno, es lo mismo.
Así se entretienen y creen entretener la oposición de la que se suponen idóneos representantes sin darse cuenta de que no hay opción. Si no hubiese chismes, el gobierno los tendría que inventar: entretienen y detienen, ocupan lugar y tiempo, recrean y airean el espíritu, usurpan la atención, hacen «pasar el rato», «matan el tiempo», como en los mejores tiempos de la Restauración. Ya no hay tertulias, ya no hay cafés —todo son bares— porque de pie es bueno el chisme y las butacas eran para la conversación Las sobremesas han desaparecido: la gente trabaja después de comer. Ya no hay tertulias sino chistes, en corro, de oído a oído ante las «tapas». La mejor, de la más grosera o la más fina, según el sedicente. Todos meten su cuchara en el plato del gobierno, pero sustituyéndola por la lengua. Están prohibidas las reuniones políticas pero jamás se entremetió tanto mequetrefe donde nadie le llamaba con tal de decir:
—¿No sabéis la última?
Bueno fuera rastrear algún bulo, a ver de dónde salió y fue a parar, a contar cómo nació, vivió y murió. Es la especie más corriente de animal que se ve hoy por las calles de Madrid.
—Dicho de paso: se ven pocos perros. ¿Será todavía consecuencia de la guerra?
Hay más bulos que gatos. Cualquier cómputo sería cierto.
Conténtanse con el ornamento en el decir.
Me quedo triste al leer, en el número 269 de Ínsula, esa revista para norteamericanos en mal de literatura española, el artículo de fondo de J. L. Cano sobre la poesía de Gloria Fuertes y asegurar que sólo se la empezó a conocer en 1962, porque Jaime Gil de Biedma escogió unos poemas suyos para la colección «Colliure». Y Cano conoce, o debe conocer, por ejemplo, Una nueva poesía española (1950-55) donde hay bastantes poemas de Gloria. Los leyó en México, en el Ateneo, Ofelia Guilmáin, con gran éxito, mayor que el que la que la siguió en palmas: Ángela Figuera. Luego se publicaron en primera página del suplemento literario de Novedades, también el 56. Bien está que nadie se acuerde, yo sí. Y conste que no me los envió. Sólo vino a verme, mucho más tarde, en Bryn Mowr. Claro que el que tiene razón es José Luis Cano, porque habla de España y aquí no se pueden encontrar los libros de la Universidad de México.
Declaraciones de Malraux, en favor de Régis Debray. A un periodista —ignorante— que le pregunta:
—¿Hubiera hecho lo mismo?
Le contesta:
—Ya lo hice.
—Sí, todo el mundo despolitizado. Nada les importa. Él: Je m’en fous, traducido al español.
—No se ha traducido la frase porque no era de la manera de ser española, se ha deslizado. Para la indiferencia ya no hay Pirineos. La prueba: en la costa de Levante todo Cristo habla francés.
—El turista que viene aquí es cominero, pobre, mísero de sus cuatro cuartos, desconfiado, perezoso. Si hay algo de interés que ver cincuenta kilómetros adentro se queda tendido en la playa, comiendo uvas, bebiendo vino. A lo sumo los que vienen en coches americanos pasan por Burgos y Toledo. El gran problema sin resolver es el triángulo Córdoba-Granada-Sevilla. No tienen tiempo. Escogen. Dejan lo uno por lo otro. Piensan volver. Porque, eso sí, los tenemos bien cogidos por el sol, clavados por las digestiones, retenidos por lo barato. Hemos venido a ser un pueblo barato. Por lo visto lo más caro son las ideas. Hasta ahora el ir a Rusia o a Cuba es casi imposible, no tanto como porque no te dejarán entrar que por la paridad «ideológica» de la moneda con el dólar. Ahora que los países socialistas se abren también de piernas empiezo a desconfiar del socialismo.
Sonríe. Estamos en el café. Correos, enfrente. El edificio ya no es horrendo; con los años el mal gusto gana solera. No hay mal vino viejo. O hay que tirarlo.
—¡Max Aub! ¡Max Aub!
Se nos acerca un barbichuelo borracho hasta la punta de sus pelos más bien rojizos con la luz artificial.
—Grita conmigo: ¡Muera Franco!
Es joven, poeta a sus horas, le conocí en París hace unos años. Vino aquí a hacer oposición abierta y valiente. Así acaba: y es inteligente y no carecía de gracia.
No hay manera de echármelo de encima. Me voy, avergonzado, temporizados Los únicos que me ponen —o me pueden poner— en un brete son estos jóvenes inconscientes. Y, sin embargo… La culpa no es suya más que en mínima parte.
Furioso conmigo mismo. Las verjas del Retiro. Alfonso XII. Aquí vivía Cañedo, allá arriba. Hace cuarenta y seis años que llegué con la tarjeta de Jules Romains —que tenía guardada hacía dos—. La camilla recubierta con su paño verde. Los libros en ambos lados del despacho estrecho y, al lado, el salón. ¿Había ya pintado Moreno Villa el retrato de María Luisa? No. ¿Cuántos de los millones de habitantes de Madrid saben hoy quiénes fueron Enrique Díez-Canedo o José Moreno Villa? Menos, muchos, muchísimos menos que entonces, cuando debiera de ser al revés. ¿Dónde están los que hoy se les pueden comparar? No en talento —debe haberlos—, no en saber —seguramente los hay— sino en dignidad que no hiciera demasiada excepción, en hombría, en naturalidad, en entrega sin más —sin miedo— a sus naturales ocupaciones. Así, miles de españoles. Ahora los pillos, más pillos; los aprovechados, más aprovechados; los callados, más herméticos. ¿Quién dice en voz alta lo que piensa? Una gran capa de vergüenza cae como ese resplandor dorado sobre los árboles del Retiro. Calle de la Lealtad; por si acaso, hace muchos años que te cambiaron de nombre.
No me importaría morirme, lo que me molesta: estar seguro de que, pase lo que pase, del otro lado no se trabaja. No ser, no es problema; no trabajar o no poder hacerlo, sí lo es.
—Vamos a cenar. Es hora. (Tardísimo, pero es la hora del convite. En Madrid se vive más tarde que en parte alguna).
—Bien miradas las cosas —dice el inteligente— la manera más racional de organizar el mundo no está, claro, en la democracia —¡vade retro!— ni en el fascismo; menos todavía en la anarquía o el despotismo ilustrado —ese absurdo modo de enfocar el mundo creyendo que la inteligencia sirve para organizar la sociedad…
—¿Entonces, qué? —interrumpo con mi natural impaciencia.
—El feudalismo, o llámelo como quiera. El paternalismo agudo del desierto o la aplicación pura y simple de la fuerza y la tradición. Eso sí es racionalismo puro.
Habla hasta cierto punto en serio. Los demás le oyen sin rechistar. Era personaje respetado del régimen, con sus entradas cerca de Franco.
Alto, cano, bien vestido. Hasta cierto punto hermoso si no lo estropeara una voz de pito. Rubriqué, quién sabe por qué:
—La flauta toca siempre por casualidad.
Había sido ministro. En su juventud, poco antes de la República, ganó una cátedra de Derecho Administrativo.
—Tendrá usted problemas con su voz —le dijo Miguel.
No tomó posesión. Terrible obstáculo: tener órgano de lo que no se es. Rico por su familia se dedicó a asesorar y, de cuando en cuando, a decir lo que pensaba; aunque prefería la extravagancia y el chiste.
—¿Qué cree usted que pasará? —preguntó X. Y., refiriéndose a rumores.
—Habría que preguntárselo a los dioses.
—¿Crees en ellos? —terció X.
—No.
Los ciegos decían que era del Opus. Era un hombre de los que ya hay pocos: de salón.
Me quedé extrañado de que se pudiera pasar agradablemente una velada entre gente de tan buen ver y sin hablar de literatura ni de teatro. La política apenas asomó la oreja. Lo más eran fulano y fulano, una tienda de Londres, un plato de Ginebra —¡quién lo diría!—, algún ausente, y sin mala intención; el elogio de la cena. Una ingenua se empeñó en obtener una receta que evidentemente la dueña de la casa ignoraba.
—La cuestión no es saber en qué país vivimos, sino en qué tiempo.
Al salir, en la noche ya fría, y oír el ruido del vientecillo en los árboles me quedó el retintín de la frase.
—¡Qué tiempos! —le dije a mi mujer.
—Te equivocas del ídem.
—Tienes razón. ¡Vivan los plurales!
Un taxi puso punto.
La Cibeles. Otra fuente. Otra.
—Sólo un rey muy católico pudo decir: Après moi, le déluge.
8 de octubre
—Sí: «No puede uno fiarse de nadie», así acaba lo que le dijo Luis Rosales a Marcelle Auclair. ¿A quién se refería?
—¿A quién?
—Posiblemente a su padre.
—Sabes que cuando Luis Rosales habla de la denuncia y muerte de Federico saca a relucir la envidia. En su libro, Marcelle Auclair hace decir al propio Rosales, palabra por palabra: «España es un país donde los frutos del renombre están envenenados. El renombre no trae ni dinero ni consideración ni ventajas de ningún orden, sólo envidia —jalousie— de la más sórdida. Y en ninguna otra parte era envidiado Federico como en Granada».
—Sí: la envidia es prenda española —no exclusivamente—, pero de ahí a asegurar que «en ninguna parte era envidiado Federico como en Granada» va un abismo que no quiero salvar —dice Paco—. No es cierto. ¿Quién podía envidiar a Federico en Granada? ¿Qué dramaturgo, qué poeta? Como no fuese Luis Rosales… Y de esto, ni hablar. Que fuese un hombre débil es otro problema. Pemán es gaditano y no entra en juego. Pero es curioso, por lo menos, dejar constancia de esa idea que tiene Rosales acerca de Federico en Granada. No era el diputado de la CEDA, Ramón Ruiz Alonso, el que podía envidiarle. Y a Ramón Ruiz Alonso, según todos los libros o la mayoría de los autores que han estudiado el asesinato de Federico, están acordes en colgarle el sambenito de haber denunciado a mi hermano. Es posible. Es posible que fuera él, personalmente, el que fuese a denunciar dónde estaba Federico, es decir, en casa de los Rosales. Todos los detalles de los libros de Couffon y de Marcelle Auclair coinciden y lo más probable es que sucediera tal como lo cuentan; por lo menos la ida de Federico a casa de Luis, pero lo que importa es hacer resaltar que cuando fueron a detenerle, a las dos o tres semanas de vivir ya sin esconderse demasiado, se movilizaron grandes fuerzas —que debían de estar en el frente—, y que, en aquel momento, no había ninguno de los cinco hombres que vivían en casa de los Rosales. Ninguno. Pueden dar las razones que quieran. Pero no había ninguno. ¡Qué casualidad! Ellos, los grandes amigos de Federico. Y tampoco estaba su padre. Ahora que éste acaba de morir ha empezado a correr la voz de que fue él, el que le denunció a Ruiz Alonso. Es posible que sí, es posible que no. Y que diera las órdenes oportunas para que no hubiese ningún hombre en la casa. Fue Federico el que abrió la puerta cuando llamaron y digan lo que digan, los Rosales tenían y tuvieron la suficiente influencia, sobre todo Pepe con su vieja militancia franquista, para sacar a Federico de la cárcel, en los tres o cuatro días que, por lo menos, pasó allí. Y no lo hicieron.
Calla. El comedor ancho y lucido. La mañana clara:
—Nunca se sabrá exactamente lo sucedido. Lo más probable es que la orden de ejecución fuera firmada, sin importarle, por ignorante, por el comandante Valdés; que la detención se hiciese con gran lujo de fuerzas, mandadas por Ruiz Alonso, y que el soplo de lo que no pocos sabían fuera dado por el padre de los Rosales, que cuidó que Federico estuviese solo, o con las solas mujeres, en la casa, a la hora señalada. Que, luego, Luis Rosales fracasara en sus intentos de salvación, es otra historia, tan repetida del lado «nacional» que no vale insistir en ello. ¿Cuál fue la razón que tuvo Rosales padre para obrar así? ¡Quién sabe! Ahí sí están abiertos todos los interrogantes.
Paco se pone, se quita las gafas.
—Pero si Luis Rosales estuviera totalmente limpio de culpa, hace mucho que hubiera publicado la verdad. Hace mucho que hubiera denunciado a los culpables, hace mucho que estaría limpio de sombras de culpa, como no sea de culpa misma.
Callo, una vez más. No vine a enterarme sino a ver y oír. Sólo y solo —acompañado— cerca de Viznar está el que sabe. Tampoco él dirá nunca nada. Lo único que sé es que el responsable no fue la República.
Y desperté
y estaba solo.
—Sí: Federico murió asesinado en y por la guerra: Miguel murió asesinado en el penal por y después de la guerra; pero escribió en la cárcel sus versos más puros. A lo que sepa, ningún poeta del 98 —creo— estuvo en la cárcel (Unamuno fue desterrado). La generación que le siguió tampoco conoció esos males, ni Moreno Villa ni Cañedo —por ejemplo— ni los de mi generación, ni Guillén ni Cernuda, ni Alberti, por sus opiniones, ni ninguno de los ángeles malagueños (por sus erratas): no, ni Prados ni Altolaguirre. Ni Bergamín. El único que conoció las cuatro paredes desnudas —creo— fue León y por razones que poco tuvieron que ver con sus opiniones.
—Los de ahora, sí, pero no mucho. Prefieren el destierro. Aquí, y en los otros países capitalistas, que los socialistas tienen otra manera de resolver las divergencias ideológicas. Tal vez de mi generación —hablo de los escritores— el que más estuvo en la cárcel fui yo. Si hablamos de novelistas, Sender se fue muy pronto, Barea un poco después. Tal vez en eso reside la diferencia de fondo —y tal vez de forma— con mis contemporáneos y, sin duda, debo esa singularidad a Francisco Franco y al Presidente Daladier (más que al Mariscal Pétain, que no hizo sino seguir la corriente). Quede aquí la expresión de mi reconocimiento sin olvidar al hijo de puta que me denunció, por comunista, en París, a fines del 39 o principios del 40. Dios se lo pague y aumente y Santa Lucía les conserve —a todos— la vista.
Museo de Arte Moderno. Entramos, por la puerta falsa (parece que no hay otra valedera, por las obras que ya duran lustros), con Rafael Sánchez Ventura, muy conocedor del terreno. Lo que antes estaba en la planta baja, por los inacabables arreglos, anda ahora bajo el techo del último piso. No hay novedades: está todo lo que reunió Juan de la Encina con su gusto seguro de gran señor vasco. Nada me sorprende como no sea la vigencia sin falla de la obra de Julio Antonio y uno de los prodigios que me asombran desde mi llegada: la luz, la fuerza, la plenitud de los Beruetes. No los recordaba tan violentos de sol, tan rosas, tan amarillos, tan claros, tan heridores de los ojos con sus encalados y cielos inclementes en su desnudez.
Lo demás no ha desmerecido, por ejemplo, Solana; ni mejorado, como Zuloaga. Siguen siendo lo que fueron, por lo menos, en mi memoria. ¿Cuándo le darán en el mundo del arte el puesto que le corresponde a Nonell?
Y un respetuoso saludo a Torrijos, tan académico —en el buen sentido del vocablo— y respetuosamente traído al umbral de la inmortalidad por Garnelo.
Vamos a comer a casa de unos viejos —¿cómo no han de serlo?— amigos.
—¿Qué te ha parecido España?
Le contesto con violencia, frenético:
—¿Tú también?
Se asombra, se queda un poco «destanteado» —como decimos en México— o «fuera de balance», como dicen los boxeadores. Me dejo llevar por la indignación. Puedo hacerlo, me autoriza la falta de barreras. Me desahogo desbocándome:
—¿Que qué me parece España? Eres el número mil o mil quinientos que me lo pregunta. Creo que si todos los españoles se juntaran y desfilaran ante mi lo único de lo que se informarían os de eso: —¿Qué te parece España? No les importa un pepino lo que me parezca España. Lo que quieren que les conteste es que estoy asombrado de las carreteras, de los paradores, de los restaurantes, de las comidas —porque ya no se acuerdan cómo se comía aquí antes de la guerra, porque la guerra no fue sólo un tajo sangriento sino también gastronómico—. Para ellos se ha vuelto a comer como Dios manda —como creen ellos que Dios manda— sólo desde hace unos años y entonces preguntan y te vuelven a preguntar y te insisten:
—¿Qué te ha parecido España?
—Pues bien: no me ha parecido nada. ¡No me parece nada! No tengo la menor idea de cómo es. Se me ha hecho un lío del demonio. Porque claro está que no se trata de España sino de los españoles. Y no tengo la menor idea de cómo son. Supongo que serán como todo el mundo, que los habrá —como los hay— gordos y flacos, altos y bajos, felices e infelices, tontos y listos, ricos y pobres, cojos y mancos, ciegos y tuertos, miopes y con vista de águila. Pero no tengo la menor idea de cómo son. Es —será como todo el mundo— un revoltijo sin cabeza ni rabo. Una mierda que no se sabe si es de cabra o de vaca; un cero a la derecha; tal vez, a la izquierda. Una masa blandengue, unos técnicos inteligentes, unos campos fríos y otros calientes; unos tontos y unos listos, un atajo de desvergonzados con la pimienta de algún idealista; una tortilla para todos los gustos, un puro barato, un cigarro mojado, un pim-pam-pum de feria de pueblo con gentes orondas y repletas de aire viciado.
—¡Para ya!
—Unos obreros decentes y otros que no lo son tanto. Patronos, estudiantes y norteamericanos.
—¿Y España qué? Porque al fin y al cabo, lo que me acabas de decir lo mismo se puede aplicar a Islandia que a la Argentina o al Japón.
—Sí. Pero me saca de quicio esa pregunta insidiosa de cada quien: —¿Qué te parece España? No me parece nada, no me puede parecer nada; porque llevo aquí un mes o un mes y medio viendo amigos, librerías, bibliotecas, papeles y menos cuadros de los que quisiera, y para de contar. Y en cuanto a que haya cambiado el Guadarrama, ya pueden correr los siglos…
—Perdona.
—No, el que me tiene que perdonar eres tú. Pero te lo agradezco: a alguien le tenía que soltar esta filípica. Mejor que a nadie. De verdad: no puedo decirte nada. No lo sé. He estado tomando notas. Es posible que las publique. Pero estoy seguro de que no saldrá nada en claro. Por otra parte te advierto que si publicara mis libros sobre Israel o mis notas sobre Checoslovaquia tampoco se sacaría nada en limpio. (¿Queda, hubo alguna vez algo limpio en el mundo?). Hay problemas que no tienen solución. Lo he dicho muchas veces. Estamos pagando la gran equivocación de nuestros abuelos y bisabuelos que llegaron a creer que todos los problemas la tenían justa: las señaladas en el libro del maestro. Y es una tontería grande como una casa. Hay problemas que pueden tener una solución parcial, pequeña, que puede ser base para otra, también pequeña, dentro de equis número de años. Pero otros, no. Por el momento, un momento largo. Todavía no han firmado la paz con Alemania, y, si no me equivoco, la guerra acabó hace veinticinco años.
—Aquí, antes.
—Pero lo civil quita lo valiente.
—Claro está —contesto —que tú te pudiste «reaclimatar». Saliste de España hace diez o doce años. Yo que me fui —es una manera de hablar— hace más de treinta, no puedo. Es imposible hacerlo a mi edad. Treinta años son buenos de recordar pero no se puede ya pronunciar como no suene a falso o a ironía: —«Decíamos ayer…». De la España que viví, de la que formé parte, a ésta de hoy va la misma diferencia que del México de la revolución del 14 al de hoy o de la Rusia de 1917 a la de 1960. Hasta el idioma, aunque la lengua sea la misma; las palabras ya no expresan exactamente lo mismo. Para mí, por ejemplo: Cortes o Cortés, ya no quiere decir lo mismo que hace un tercio de siglo.
—Para nosotros tampoco.
—El que vuelve a poco de haberse ido no encuentra variación, como no sea en bien. Progreso evidente. Más casas, más gente, más luz, menos presos, Iglesia más liberal, más trabajo, más rascacielos, mejor nivel de vida, más coches, estadios más amplios, ediciones más copiosas. El mismo sol, mujeres con las faldas más cortas, amigos. Mas para mí, donde todos son desconocidos (dejando algunos desdentados, arrugados o calvos de los de: —¡Qué bien te ves con tus 70 años!), una cocina que no puede competir con la que te entretuviste treinta años añorando: los recuerdos de la lengua no se comparan con nada; el sol… Al sol, entonces, no se le hacía caso. Los caldos, al multiplicarse, han perdido su prestigio (mas las agruras personales y el catar de vinos franceses o alemanes). No es lo mismo irse fuera después de haberse educado aquí, con este régimen, y viajar dos o diez años, que no haber conocido el santo de Franco como jefe del Estado y llegar ahora como una flor, marchita, pero como una flor y dar con él como si fuese un santo. Ya no bastan las guindillas. Ahora hay «patatas bravas» y los mejillones arden. España ha cambiado hasta de estómago. Tal vez como resultado de la guerra y sus consecuencias tienen éstos más resistencia. ¡Y cuidado que tenemos fama de brutos para comer y se sigue comiendo romo en ninguna parte!, hablo de cantidad, pero ahora han añadido a la brutalidad de lo mucho el ardor general del guiso. No creo recordar tan mal. Las angulas, los caracoles, picaban, pero no tanto. Al forrarse las almas también lo hicieron los estómagos. Y hablando de otra cosa, y de lo bien que decís que estáis viviendo: ¿ha mejorado la literatura, comparada con la de mi tiempo? Porque que las editoriales se hayan vuelto un negocio no es nuevo, que hayan crecido (en pisos), engordado (en peso de papel almacenado), que tengan mayores cuentas corrientes, que se hayan transformado en sociedades anónimas, no me llega al alma. ¿O crees de veras que Marías es mejor que Ortega? ¿Que cualquier novelista de los de ahora es superior a Baroja o Galdós? ¿O que cualquier poeta es igual a Federico, a Juan Ramón, a Antonio Machado? ¿O que Paso sea mejor que Benavente? Y aun en la ciencia, y es la mayor vergüenza, ¿dónde un Cajal, un Pío del Río Hortega a menos de irnos a buscarlo, con tal de que sea español, a Nueva York? Ya sé que eso no existe para vosotros. Las carreteras, los trenes, los hoteles son mejores. Los ricos siguen siéndolo y viven como Dios, y hay televisión. ¿Mejora esto el teatro? ¿O Marqueríe es Díez-Canedo? ¿Qué voy a hacer en Madrid? ¿Ir a sentarme, solitario, al lado de Antonio Espina para hablar de Paco Ayala? Ya ves, Paco: piso en Madrid, ofrecimientos oficiales de devolverle la cátedra, facilidades… ¡Ah!, pero ¡oh sublime ridículo!, no permiten la entrada de sus Novelas completas editadas en México, por Aguilar. Ya sería razón para seguir viviendo a dos mil doscientos metros de altura. No me vas a contar las ventajas y los inconvenientes. Lo buenos que son los españoles… Ya lo sé. Y lo fanáticos y lo inteligentes (no más que los judíos o los árabes, los ingleses o los irlandeses, los lombardos, los sicilianos, los catalanes o los vascos). Pero os habéis acostumbrado a una vida distinta. Basta de tonterías. Contéstame: ¿Puedo estrenar en Madrid? No. Cuando pueda estrenar aquí lo que me dé la gana, vendré. No he estrenado en México. Pero es otro problema. Eso me ha parecido: cuando estrene, vengo. ¿Estás satisfecho?
—Sí.
—Entonces vamos a tomar vino con sifón, que es algo que ni siquiera recordáis.
—Que te crees tú eso…
—Añade lo que crece España, bien cuidada, en el invernadero, o en la maceta de la emigración.
Duras las tierras ajenas.
Ellas agrandan los muertos,
ellas.
como dice Rafael. Pero más los vivos. No hablo por mí, que sabía más o menos a qué atenerme, pero sí, en general, por los que no tenían punto de comparación —ni de antes ni de durante ni de después— y a los que esto les parece el paraíso soñado.
—Lo que te entristece más.
Regresó hace tres años. Le han repuesto. Le han dado su lugar en el escalafón. Le van a jubilar dentro de poco. Estuvo ganándose la vida, como comerciante, durante veinte años, en México; allí crecieron sus hijos; ya tiene nietos mexicanos «por nacimiento». Viene a vernos, tan lleno de bondad y de amistad romo siempre. Ni me pregunta —ni yo— qué me parece España. Sencillamente, echamos hacia atrás. Le recuerdo la carta del hermano de un amigo suyo, socialista, refugiado en Francia. Era de cerca de Málaga y la carta fechada en la buena época en que se hablaba a troche y moche de «la reconciliación nacional». Le escribió acerca de la conveniencia de olvidar el pasado. Le hizo llegar su contestación en propia mano. No recuerdo a Andrés tan furibundo:
¿Qué se había creído? ¿Que era un traidor? A él le mataron al padre y a su madre, que seguramente no eran el padre y la madre de su hermano ya que era capaz de escribirle acerca de la conveniencia de olvidar el pasado. Que arrastraron a su hermana que, por lo visto, no debía serlo de su hermano ya que hablaba de reconciliarse con quienes lo hicieron ¡y tiene la lista de los que lo hicieron!, y que ha estado dieciocho años en presidio por haber defendido la República como soldado raso y que tal vez «su hermano», que fue capitán y se quedó en Francia, lo haya olvidado. Pero que él, de Nerja, tiene la lista de los doce a los que, cuando tenga la menor posibilidad, «escabechará». Los doce de su lista particular y que ya no quiere saber nada de una persona que le dice que hay que reconciliarse con esos hijos…
Andrés es persona bien educada y lo deja en puntos suspensivos.
—¿Y qué harías, de Gobernador, si te tocara algo así, el día de mañana? Claro que no te tocará ni a ti ni a mí ni a nadie. ¿Cuántos años hace de esa carta? Por lo menos veinte. Seguramente el nerjeño debe descansar en paz y pronto nos tocará a todos. Es como mi hermano. ¿No le has visto?
—No. Ahora cuando vuelva a París.
—Él debe de habértelo contado. Mandaba su compañía en el Rincón de Ademuz; se tuvieron que retirar; fue a la cárcel, dijo a los presos:
—Nos vamos. Los que quieran venir con nosotros que se vengan. Los demás pueden quedarse.
Se repartieron, mitad por mitad.
A los pocos días, en otro pueblo, sucedió lo mismo. Nos retirábamos hacia Sagunto. Antonio no pudo ir a la cárcel, porque tenía que recorrer los puestos, y envió a su teniente. Por la noche se enteró de que éste había sacado a los presos y los había fusilado. Se enfureció.
—¡Pero es que a ti no te hicieron lo que a mí: no dejaron uno solo de mi familia!
¿Qué hacer? ¿Fusilarlo? A dos pasos, el enemigo, y él es un gran elemento. No: regañarle, hacerle comprender que hizo mal. O mi cuñado. Fue soldado, sin más. Y en el pueblo, durante veinte años. ¿Te das cuenta? Durante veinte años, día tras día, humillación sobre humillación: desde obligarle a asistir al bautizo público de sus hijos hasta hacerle ir a misa todos los domingos, queriendo o sin querer y haciéndole la vida imposible, día a día; durante veinte años. ¿Y qué? Y el día de mañana si, por una casualidad Totalmente improbable, se diera vuelta a la tortilla ¿había de estar quieto? Porque en una ciudad, todavía; pero en un pueblo, viéndose cada día… No tienes idea. Vino a contármelo. Es un hombrón, y lloraba. Luego he estado con él. Las cosas se han aquietado un poco. Es más joven que nosotros pero, de todos modos los pocos pelos que le quedan han perdido su color.
—La reconciliación nacional…
—Sí. Menuda reconciliación. Con la tierra natal. Y, a todo eso, ¿cómo te va?
—Bien.
—¿La familia?
—Buena.
—Comí con Carmen. Está espléndida.
—Donde hubo siempre queda.
—Muchas fuentes nuevas, ¿no?
—Y por la noche, iluminadas.
—¿Qué borran? —pregunto.
—¿Borrar? Nada.
Nos sentamos a tomar café en el segundo trozo de la Gran Vía. La calidad del café ha mejorado mucho, en toda Europa, como consecuencia de la influencia industrial italiana. Aquí se han dejado ganar. En esta casa, en este hotel, en este restaurante, este café estaba… Aquí había un solar. Ahí una casa. En el entresuelo un Ponz, completo, y un Flores —creo que los de José María de Cossío, que no ha vuelto todavía de Tudanca. Tal vez no está muy bien de dinero. Me hubiera gustado verle. No por hablarle de Góngora o de Núñez de Arce sino del Santander o de Joselito.
Ahí estaba la redacción de Cruz y Raya: Bergamín, Ímaz y, a veces, Semprún y Zubiri.
El 20 o el 21 de julio, por la tarde, llegó Malraux. Venía de bombardear la estación de Córdoba. Bajamos a tomar cerveza en un puesto que estaba, más o menos, aquí, en un solar. Bergamín, él y yo. Creo que Ímaz se quedó arriba acabando de corregir unas pruebas.
Pasaba mucha gente que iba o venía del Cuartel de la Montaña. Corrían los coches, locos. Eran coches altos que hoy, en fotografía, producen estupefacción. Ya llevaban pintadas en blanco, en sus portezuelas, los famosos UHP. Estuvimos mucho tiempo, hasta que se hizo de noche oscura. Obligaban a que todas las casas tuvieran las luces encendidas, los balcones abiertos, por los pacos.
¿Dónde está ahora el solar? Tal vez bajo mis pies. ¿Dónde está ahora el puesto de refrescos y de cerveza? Ahora existe el tercer trozo de la Gran Vía. Ahora me costaría encontrar el lugar exacto donde estaba la redacción de Cruz y Raya. Veíamos a lo lejos, la plaza del Callao. Hoy todo es Gran Vía y los coches corren como si nada, sólo atentos a los verdes y los rojos y los pitos de los guardias. Sin embargo, una de las últimas veces que estuvimos por aquí, en condiciones casi normales, fue aquella tarde. Luego, todo tomó una fisonomía distinta. Era otra cosa. Pero aquella tarde de julio todavía parecía que no iba —tal vez— a pasar gran cosa. Los muertos no eran muchos, los sublevados parecían vencidos, vencidos en Madrid y en Barcelona. Pepe era un personaje, ahora ya no lo es. Anda por París, como siempre de perfil, con alguna chica de buen ver, de cualquier lado que se la mire. Teresa, me dicen, no está ahora en Madrid. Lo siento. La quiero, es una chica estupenda. En general, nuestros hijos han salido buenos. P. y yo estamos sentados en este café, en la terraza, en la calle que debe estar poco más o menos a la altura de aquel solar. No le digo nada. Sólo recuerdo que hace 33 años —hace mucho tiempo— las cosas no estaban así ni llegaba la Gran Vía donde llega ahora. La gente era un poco más basta, el aire un poco más puro y nosotros teníamos justo —¡qué casualidad!— 33 años menos; como ahora acabo de cumplir 66, tenía exactamente la mitad de la edad que tengo. Parece que no, pero cuenta.
El tic nervioso de Malraux estaba más acentuado que ahora. Estábamos dispuestos a jugarnos la vida por muchas razones. Ahora, ¡quién sabe! Tal vez, si las condiciones fuesen las mismas, seríamos los mismos a pesar de tener 33 años más.
Nos recoge José Luis Cano para ir, hoy es miércoles, a la tertulia de Ínsula, en la calle del Carmen. Oscuro pasillo, escalerilla, un cuartucho de nada, destartalado, polvoriento. (Tal vez no, pero lo parece). Cuatro personas. No conocía a Canito simpático. Las estanterías vacías. La conversación lánguida; la luz, poca. Cierta tristeza. Así me entero —confirmo— que la revista no se vende en España.
Concha Castroviejo, tan simpática, tan abierta, tan liberal. ¿Qué demonio me mueve a llevarle la contraria? ¿Por qué la hiero?
Triste Ínsula. Cuatro paredes. Unos estantes semivacíos. Una mesa de mala muerte. ¿Por qué haber creído otra cosa? ¿Es eso lo que importa? ¿O no recuerdas otras? Sucede que, ahí sí, me hacía ilusiones. Y la triste influencia del lujo editorial americano. La verdad de verdad es ésta.
—¿Has leído el artículo a página entera del sábado, en Madrid?
No. Ni nadie me dijo nada.
Madrid, el segundo periódico, en cuanto a tirada, de la tarde.
—¿Qué leen los españoles?
—Nada. Y menos, periódicos.
Jóvenes que se dicen admiradores.
—¿Qué has leído?
—Artículos.
—¿Qué has leído?
—La calle de Valverde.
—¿Qué más?
—Nada. No se encuentran sus libros. Otro mito. Lo cierto, que son caros. Y habría que venir, intervenir, publicar, hablar. Mas ¿quién garantiza que lo pueda hacer? Todos se achican (creciendo) y callan y se aguantan y agusanan.
Exagero, adrede. Pero no mucho.
—El pueblo existe si vota —digo, por decir—. El voto, respetado o no, le ha dado existencia. Donde no hay elecciones no hay pueblo. No había pueblo —no hay pueblo— donde no hay Parlamento. La guerra civil también es una elección. No digo que sea necesario un pueblo para que exista un país. Un pueblo, el inglés, por ejemplo, o el noruego. Portugal es un país, pero no hay pueblo portugués. Hay pueblo mexicano porque, digan lo que digan las malas lenguas, el pueblo mexicano vota. Antes no lo hacía: era una colonia. Existe el partido comunista chino, no hay pueblo chino. Hay pueblo norteamericano porque hay dos partidos aunque no se diferencien en nada. Durante el fascismo, no hubo pueblo sino un partido. ¿Qué es mejor? No lo sé. A lo mejor, lo excelente es lo de México donde hay un partido y un pueblo. Vuelvo a proclamar mi ignorancia. Sin duda tengo mis preferencias pero admito que otro tenga las suyas. En España no hay partido ni pueblo, ¿un gobierno? Un amo de casa como ya no los hay. Seguro de sí y de los demás. Es indignante para el que no está de acuerdo. Pero se tiene que aguantar, como el perdedor en una democracia. Ya lo sé: es peor porque no puede protestar. Y la protesta es miel para el corazón del hombre. (Me oye como si fuese un marciano). La gran bandera del futurismo, aunque no lo creas, fue el antiparlamentarismo. La confusión resultante todavía sigue viva porque, como todos saben, los comunistas gustan de la libertad de expresión. Cuando digo antiparlamentarismo no me refiero a los edificios ni siquiera a la existencia de delegados o diputados sino al hecho mismo de votar, de escoger. Y el poder o no escoger, aunque parezca mentira, vino a ser el problema fundamental del siglo XX y no bastaron dos guerras y sus millones de muertos para resolverlo; y menos las bombas atómicas. Contra el futurismo se levantó no el dadaísmo —pura anarquía pura— sino el surrealismo, reivindicando a la mujer (Nadja, Elsa, las mujeres de las películas de Buñuel, Gala). El futurismo era antifeminista, por lo mucho que lo era Marinetti y, en consecuencia, Mussolini.
La buenísima de Concha Castroviejo ya no se aguanta cuando me pongo a despotricar.
—¡El 2 de mayo!
—Sí, hija, sí: 1808 y, quince años más tarde, los Cien Mil Hijos de San Luis y ni Dios alza un mal puñal. Todo para mayor gloria de las sacristías y de los sacristanes.
No lo traga.
—¡El pueblo español!
—Sí, hija, sí. Ahí, en la calle, ayudando a los estudiantes: huelgas generales, atentados… ¡Ah!, si fuera la República y 1932… Entonces sí, cien huelgas. No creas que no les dé la razón. Entonces se podía, ahora no.
—Se podía, ¿qué?
—Gritar, protestar, matar. Ahora te enchiqueran a la primera. Ya mataron bastante. También el pueblo aprende. Las huele. Y si mañana cayera de nuevo el maná —es mucho decir— y Marcelinos Domingos y Albornoces verías lo que tardarían en resurgir tus añorados anarquistas… Por eso, con todo y todo, pase lo que pase no seré nunca anticomunista. Ni comunista tampoco.
—¿Entonces?
—Un cochino intelectual pequeño burgués…
—Así que…
—Sí, Concha, sí: nada.
Me dan ganas de abrazarla. De pedirle perdón. No puedo. He debido herirla. No es justo lo hecho. ¿Qué mosca me picó? ¿No podía haber callado? ¿De qué sirve atacar así ilusiones? ¿De qué se vive? ¿De qué vive una persona decente? Estoy furioso conmigo mismo. ¿Qué hacer? Irse. Y tomar unos vasos de buen vino. Llorar no sirve; enfurecerse, menos. ¿Cuándo aprenderé a alzarme de hombros? Nunca.
Cenamos con José Luis Cano, Fernando y la Chata, que quita todas las penas.
9 de octubre
A Segovia, con Ana María y Gustavo. Segovia, tan pura y tan falsa; tan auténtica y tan reconstruida, tan gótica y tan renacentista, tan española y tan flamenca, tan verde y tan amarilla, ¡sólo la luz! Las piedras grises del acueducto, las doradas del alrededor. El XV, el XVI, las tristes restauraciones del XIX y del XX. ¡Lástima —para las finanzas— que el Alcázar no esté al lado del Mediterráneo para producir millones y millones! Pero la tierra es de verdad y la color dorada de la ciudad, porque es femenina, y el oro viene a más oro: dorados el verde, el yeso y la piedra. La madera suave y carcomida a menos que esté —también— recubierta de oro verdadero. Y las lavanderas de rodillas ante el Clamores, vistas desde arriba de ese alcázar de cartón, también son de oro, de oro verdadero entre los álamos temblones, de plata verde dorada…
La Virgen de la Paz (¿cómo no?); Juan de Juni, de todos los colores; el Cristo yacente, gris, con su col verde cubriéndole el sexo. ¡Oh, catedral de Segovia, que no me repites, en tus alturas, más que el nombre de María Zambrano! Uno comprende cómo entre tantas cosas falseadas se haya refugiado —desde niña— en los sueños. ¿Cómo discernir lo verdadero de lo que no lo es, a menos de saber las cosas a fondo? Y aun así… Sólo quedan, seguros, los cabritos.
Y —quieras que no— el acueducto. Tampoco San Esteban está mal, ni la casa de los Picos (a pesar del recuerdo —¡ay, sólo el recuerdo!— de Burgos).
Señor: pensar que quien dice Segovia dice Adaja o Eresma y Guadarrama y el León y Castilla la Nueva y Castilla la Vieja y Somosierra y Navacerrada, Villacastín y Martín Muñoz, «siempre llano». Tierra negra y de difícil trabajo. Todo esto va a dar al Duero, don Antonio. Dicen que el invierno es largo y crudo, que llueve no poco en otoño y primavera, fuertes los vientos; el verano, corto.
Hace un día espléndido.
Segovia era mayor. ¡Qué nombres! Fuentidueña, Coca, Iscar, Peñaranda y segoviano era el Real de Manzanares que Juan II regaló al marqués de Santillana (de algo ha de servirle a uno saber, por poco que sea, de historia de la literatura castellana).
Fuenfría, Riofrío…
¿Quién construyó el acueducto? ¿Hércules o Satanás? Mis preferencias —lo dejé escrito— van al primero, aquel don Juan que nada pudo tener, en ese entonces, de sevillano. Luego —dicen las guías— lo sustituyeron en efigie —que allí estaba— por una imagen de Nuestra Señora; nada tengo en contra, pero nunca pensé tan mal. Tampoco nadie había pensado, antes que se incendiara, que el Alcázar era de origen bizantino; y, al fin y al cabo, los dominicos habitaron la casa de Hércules.
Hubiera sido mejor dejar el Alcázar asolado, tal como lo redujo el fuego. Nada tiene tanta historia española como este espolón y en vez de tanto muro y pizarra imberbe mejor correspondería a la realidad las tristes ruinas que aquí quedaron en 1860 y pico.
De aquí son los artilleros.
Pero ¡qué cerdos, qué corderos, qué chorizos, qué jamones! ¡Cómo comimos! ¡Qué natillas, aunque ya no podía!
Los de Primer acto, tan conscientes de sus limitaciones. Porfiados.
Dámaso, frenético con las pegas de las academias americanas:
—Renuncia.
—Habría que tener tanto valor como para suicidarse.
—Aseguran hablar otro idioma.
—¿En qué hablan, eh? ¿En qué hablan? Porque ésa es otra: si no es en castellano ¿en qué escriben? ¿En náhuatl? ¿En maya?
Dámaso Alonso
¡Ay Dámaso, Dámaso, cómo te quiero! ¿Por qué te quiero tanto? ¿Por los años pasados? Sí, tal vez. Y porque aunque no lo quieras, o quisieras —¿y por qué no habrías de quererlo?— eres bueno, tan bueno como lo pareces. Los años pasados. Juan; sí, Juan Chabás. Es curioso. Nos une Denia, la Denia de los 20, 21, tus poemas puros, Dámaso, y tu piedad. La lástima intelectual que le tenías; ¿por qué? Fuiste el primero en proclamarle y seguiste haciéndolo sin importarte que fuera o no escándalo, como vino a serlo. ¡Ay Dámaso, Dámaso!, por verte vale la pena —por lo menos para mí— venir a Madrid y hablar por charlar y charlar por hablar y hablar por hablar contigo. En el fondo creo que es porque tanto tú como yo somos unos sentimentales, aunque la gente no lo crea. Supongo que no importa mucho. Con nadie me encuentro más a gusto que contigo. ¿Por qué? ¿Tenemos los mismos gustos? No. No lo creo. Pero sí un concepto muy parecido de la vida. Yo podría ser presidente de la Academia y creo que hubieras hecho un exiliado de primer orden, en Yale o en Princeton, claro. Pero no es eso: para nosotros lo que sucede es que se balancean, o balancearon —o balacearon— perfectamente la literatura y la vida. Lo que siento, lo he dicho mil veces, es que la erudición te tragara. Eres el Jonás de la «joven» literatura porque Salinas y Guillén eran catedráticos natos y tú no tenías gran cosa de profesor. Ignoro el que has venido a ser. Pero no creo que te puedas comparar a tu exvecino don Ramón (sigue siendo vecino: a flor de tierra) entre otras cosas porque no eres sectario y él lo fue cada día más y sólo así se pueden tener discípulos. Lo que se llama discípulos, los que a sí mismos así se llaman.
—Como Américo.
—Bien. Pero Américo es otra cosa. Don Ramón no era poeta —como lo eres— ni inventor genial como Américo, que come y bebe como en sus mejores tiempos y echa rayos y centellas como un Pizarro o un Cortés cualquiera. ¡Qué hombre! ¿Quién se le puede poner por delante? Nadie. Tal vez por eso está tan solo.
—¡Hombre! Ni tanto ni tan poco.
—Ya sé. Lo ves. Le ve Lapesa. Pero ¿cuántos estudiantes de letras o historia le asedian? No debieran dejarle en paz; tenerle en la cumbre de los hombres. Nadie sabe que está viviendo en Madrid desde hace un año. ¿Para qué hablar? Me retrotraería a mi desesperación y hemos venido aquí para estar en paz y gloria, con Eulalia y P.
Cenamos muy a gusto los cuatro solos, sin sirvientes. La casa está naturalmente forrada de libros encuadernados en tafilete rojo, posiblemente a la holandesa, y en pasta española.
A todo le halla Dámaso disculpa. Ataco, para. Tal vez para no ofender a nadie; niega, no por su bondad natural, sino porque los años le han enseñado que no sirve para nada. Yo no quiero convencerle sino verle.
Nuestro amor por Vicente (Aleixandre, claro). Nuestro aprecio por Rafael Lapesa, por Casalduero. Nuestra vieja preferencia por Jorge (Guillén, bien entendu), por Rafael (ahí no hay duda: el Romano).
Espejo de lo que debió haber sido. ¿Qué pito andas tocando? Canciones a pito solo… ¿No lo han sido todas las tuyas desde que te llamaste en vano, hace veinte años, desde ese río tranquilo y ancho, entre Boston y Cambridge? Y hace cincuenta.
Estábamos vivos. ¿Estamos vivos? Sí. Aquí, en Madrid, en tu casa invadida por las avenidas. Pero resistes. Resisto.
Estoy vivo y toco.
Toco, toco, toco.
Y no, no estoy loco.
Sí, lo estás porque al río no le llaman Carlos sino Dámaso. Si todavía pudiéramos emborracharnos, tranquilamente, algunas veces… Pero ya no podemos. No es que estuviese mal visto, no. Pero ya no podemos, por lo menos yo, ya no puedo. Me he vuelto viejo.
Tú lo dijiste: Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres. Lo que no sabías ni yo presumía es que los cadáveres engendran cadáveres y que sólo poco a poco van variando y renaciendo. Lo de Lázaro es un cuento. Nadie resucita de pronto sino poco a poco.
Recuerdo que nunca estuviste de acuerdo con la gloria que te otorgué dándote primacía en la historia española acerca de tus Hijos de la ira, y, ahora, en tus Poemas escogidos me contestas, y me lo recalcas en la dedicatoria: Hijos de la ira, publicado en 1944 (¿había terminado la guerra cuando escribiste eso, Dámaso? Sabes muy bien que no: tú mismo dices que escribiste esos poemas en 1942 o 1943 bajo «la conmoción de dos grandes catástrofes humanas, una nacional y otra mundial»), reforzando así lo que aseguré. ¿Qué cadáveres había entonces en Madrid? Los vivos. Los que medraban, los que veías, los que solevantaba tu rabia. Los padres de los que forjan hoy —rollizos— la mía.
No tendría inconveniente alguno, ampliando horizontes, variando lo que más de 25 años han traído al mundo, en poner frente a mi texto, el tuyo: «Es un libro de protesta y de indignación. Protesta ¿contra qué? Contra todo. Es inútil quererlo considerar como una protesta contra determinados hechos contemporáneos. Es mucho más amplia: es una protesta universal, cósmica, que incluye, claro está, todas esas otras iras parciales. Pero toda la ira del poeta se suma de vez en cuando en un remanso de ternura».
Sí, Dámaso. No «habíamos pasado por dos hechos de colectiva resonancia…», estábamos en el auge de la segunda guerra cuando soltaste tus feroces mugidos —hermanos de los de León Felipe que está en la base de tu primera poesía como lo está en la del propio Rafael en unos poemas que ahora ha recobrado—. Todo esto nos une y por eso escribo este libro para que sepan —un poco— lo que fuimos. No porque sois grandes poetas Jorge, Federico, Rafael, tú, Vicente, Luis, sino porque somos —todavía— personas decentes.
«Yo escribí Hijos de la ira lleno de asco ante la “estéril injusticia del mundo” y la total desilusión de ser hombre». No tanto, Dámaso, ya que ahí los tienes, los tenemos y hemos estado juntos esta noche y estaba, hace unas semanas, hablando de ti con Luis y con Rafael. Y si el autor —tú— «odio… la monstruosa injusticia que preside todo el vivir», ¿dónde y cómo dejas a la Santísima Trinidad?
Sí: cada ser es monstruoso por inexplicable. ¡Figúrate a Dios, si existiera! Inexplicable, explicas. Bueno, lo acepto: ¡tan clara de comprender la amistad que nos une!, y la doble vertiente de Dámaso Alonso. ¿Qué remedio nos queda si no aceptarlo todo? Y cargar con la más fea. (Mentira: basta decirlo para transformarlo todo, ahora, eso sí: decirlo bien, como tú). ¡Qué puesto te espera en el Infierno! ¡Pobres de tus nalgas, Dámaso asadero!
Si sobre los poetas inconformes de mucho después de la guerra civil cayó la gran sombra de Antonio Machado, sobre nuestra generación hay dos imborrables: la de Juan Ramón y la de León. Tú lo sabes, Dámaso, los dos dieron lo suyo. Juan Ramón estuvo encerrado y desterrado; León en la cárcel y sin dar nunca con su casa. ¿Eran valientes? Lo ignoro. Eso de la valentía personal es un problema muy confuso. Se puede ser valiente como hombre frente a otro hombre y lleno de miedo frente a un posible bombardeo. (No hablo del bombardeo mismo porque depende del refugio en que andes metido). Tú, como Buñuel, no sois ejemplo de valor ni teníais por qué serlo, pero ambos os habéis sabido enfrentar —a vuestra manera impar— frente al mundo entero, sin apoyaros en nada sino en vosotros mismos y habéis llegado a ser quienes sois sin siquiera proponéroslo, únicamente porque habéis hecho (con todas las debilidades humanas que queráis, y no muchas), lo que creíais que debíais hacer, sin pensar en el resultado. A pesar de que tal vez pensabais el que pudiera tener vuestra conducta, pero sin daros cuenta de que, ante todo, cumplíais con vuestro deber de hombres creyentes a medias en todo. Decentes. Ser decente no es equivalente a matón, descarado, orgulloso, sino moderado, modesto, recatado, honesto, digno, decoroso. Estáis llenos de virtudes —y de defectos, claro—, sin ellos, ¿cómo discernir las otras? Pudorosos. (Las palabras quieren decir tantas cosas, señor Presidente… Le doy la mía de que no tengo la culpa. Más bien sería, oficialmente, hoy todavía, suya…).
«Y fue también Hijos de la ira un grito de libertad literaria contra el verso tradicional que era tan cultivado en España desde 1939…». No lo digo yo: tú. Y no te voy a probar —a nuestros años— lo que le debe el fondo a la forma, ¡oh, Acuario en Virgo!
¡Eh, Dámaso! ¿Y nuestra España? Sí, la nuestra: la de Rafael, la de Jorge, la de Vicente, la de Federico —un poco menos porque le dieron de baja y mucho aire—, la tuya, la de Luis (Cernuda), que murió de repente; la de Manolito, en su accidente, del que ni hablar dejaron en tu capital, nicho de cadáveres; la mía. ¿Dónde está nuestra España? ¿Dónde queda? ¿Qué han hecho con ella? No lo sabes, no lo sé, nadie lo sabe. Habría que inventarla. Ahí hay una, pero es sevillana, suena a duro contrahecho, como aquellos de Alfonso XIII con su bigotillo, cara de niño bonito. ¿Te acuerdas de los Amadeos? Aquéllos eran los buenos. No los había falsos. Los duros de nuestros abuelos. (Bueno, los vuestros que vinieron a ser los míos). Ahora, cuando salga a la calle «de Mariano Alcocer», ¿crees que estaré en Madrid? Claro: no tengo más que ir al Prado o a la Academia de San Fernando o acordarme de que en México, hagas lo que hagas, eres «gachupo». Es triste porque esto no es España ni aquello tampoco. Ellos dirán: —A Dios gracias. Es posible que tengan razón; es posible que no. Al fin y al cabo no somos más que unos tristes náufragos «de la Calle de la Providencia» como Buñuel quería que se llamara —¿por qué de pronto tan racionalmente?— El ángel exterminador, que más que un título de Bergamín parece el de una novela de Galdós.
—¿Tanto va de nuestra España a esta de ahora?
—Mucho más que de la tuya a la nuestra:
Si me deshago, tú desapareces.
—No me lo dices a mí sino al Sumo Hacedor. Te agradezco la pequeña diferencia.
Se nos ha hecho tardísimo. A pesar de nuestras protestas, sales como un rayo —de buen ver— a buscarnos un taxi. ¡Qué Dámaso éste, rubicundo y algo panzón, casi calvo y más joven que todos nosotros!
10 de octubre
Hemeroteca. ¡Qué llena la plaza! ¡Qué sol! ¡Qué luz! Luego, a la Mayor, esperando —una cerveza tras otra— a Sánchez Ventura, que llegará a su hora. La plaza está casi desierta: se ven claramente los escaparates de sus sombrererías. Tal vez no sea ésta ni la mejor época ni su mejor hora. ¿Por qué no, después de todo? Hace calor y el sol no despinta, las sombras están trazadas a cuchillo. Ya se sabe: no hay nada que la iguale. Hablan de Salamanca y de San Pedro —por hablar—, del Zócalo de México, por no dejar qué decir y discutir si la plaza de la Concordia es mayor o menor. Como es natural, todo es cuestión de límites. ¿Hasta dónde llegan las plazas? ¿Hasta las aceras o hasta las paredes, o al horizonte? Si esto último es cierto evidentemente el confín de la plaza de la Concordia es el Arco del Triunfo y a la izquierda, del otro lado del Sena, la Cámara de Diputados y así no hay quien pueda… Lo que importa en esta de Madrid es la pizarra, los ladrillos, las esquinas con su piedra de canto. Ninguna más regular. Lo que falta, lo que me falta, es la estatua. La Plaza Mayor sin caballo ni rey, es como jugar, perdido de antemano, al tute o al ajedrez, de buenas a primeras, mate. ¿Qué ha pasado? Me explican el subterráneo, muy acertado por el lugar, el aparcamiento. (Nadie se aparca: se guarda, nos guardan, esperan, aparcar viene del inglés parking, como cualquiera sabe, y, que yo sepa, no se saca a pasear a los coches sino que se les estaciona o se les guarda aunque evidentemente llamar a estos sitios guarida, tampoco estaría bien. Pero tal vez guardería o guardia, o, como se dice en México, estacionamiento, estaría mejor que no ese horrendo, lastimoso, lastimero, que lastima —y ¡qué lástima!— «aparcamiento» que tiene algo de casorio aunque sólo fuese por el par. A menos que haya una lejana referencia a los atropellos, los choques, la parca.
—No. No me quiero dejar llevar por la lengua y sí volver a la estatua que parece que está «aparcada» donde Cristo dio las tres voces).
Y ahí queda la plaza, coja, llana, blanda, blanca (no fea porque no puede serlo) pero sin el condimento, la gracia, la sal y el salero que antes tenía. Algo le ha quedado de campo de fútbol cuando jugábamos sobre tierra dura. Tal vez por el maleficio de la falta de la estatua los cafés se han convertido en desiertos de mala muerte, sus terrazas y sombrillas vacías. ¿Quién saluda a quién no habiendo nadie? Quedan las fondas, en las esquinas, para la noche (en que lo mismo da que haya estatua o no). Y la Plaza Mayor ha venido a menor y todo es recuerdo. Todo sea por el negocio del contratista. No importa mucho por los turistas, que no la conocieron de otra manera y que vienen a comprarse aquí boinas vascas, si no han pasado por San Sebastián.
Debíamos comer Dámaso, Luis y yo en la calle de la Reina. Habíamos quedado en vernos a la una y media. Luis no puede (va a Toledo). Lástima. Preveo que ya nunca nos reuniremos. Me hubiese dado —y a ellos— un gusto verdadero.
¿Con qué finalidad me cuenta N. la historia del hermano de su cuñado? ¿Únicamente para que la sepa y la aproveche para escribir un cuento? ¿Para restregarme por las narices que la represión no fue tan rigurosa como me consta —el plural no sirve, en esta ocasión—? No le conozco bastante. Como me lo relató no lo traslado. Lo hizo largo y no tiene la menor gracia; resumen: Rafael Fuentes vivió 30 años escondido en su casa —en su propia casa, claro está— en C. por miedo de que los «nacionales» lo ajusticiaran: había sido el concejal republicano, radical —es decir, nada—, pero republicano. Un pueblo gallego, desde el primer día en manos de «los nacionales». El año 60 o el 61, cuando otros empezaron a surgir de la noche y se hablaba de ellos en todas partes, como casos famosos, se avergonzó de su conducta (son las palabras de N)., se disfrazó de mujer, salió de su casa, fue a vivir a Madrid. Uno entre tantos casos famosos. No cuenta la multitud donde los vecinos —esos terribles vecinos españoles— denunciaron a troche y moche (¡ay, Ramón Acín, fusilado y fusilada su mujer por culpa de sus buenos vecinos de Huesca!). Rafael Fuentes arregla sus papeles. El jefe del puesto de la Guardia Civil de su pueblo se carcajea: le supo escondido desde 1949. Podía haber salido a la calle: no había nada contra él, pero le dejó encerrado. Y se lo decía, riéndose las tripas, en la cara (me lo repite N.). en la Dirección General de Seguridad.
Al salir a la calle, Rafael Fuentes, apoyado en la pared, se echó a llorar.
—¿Qué le pasa, señor? —le preguntó una mujer.
—Nada.
—¿De veras?
—Nada, gracias.
—Lo que debía haber hecho era pegarse un tiro. Es lo que quería hacer, pero era incapaz —remata N., que no es, como se colige, de grandes prendas.
¡Qué le vamos a hacer, su padre se llamaba Dantón! Fue conocido mío, anarquista de los buenos —los hay—. Oyó hablar de mí a su fenecido progenitor. Supo de mi estancia. Ahí le tengo sin gran cosa que decirle ni preguntarle:
—Los comunistas no están muy satisfechos. Yo los he oído cuando el Spartak de Moscú vino a jugar contra el Madrid: —¡Y pensar que todo ha venido a parar en un partido de fútbol! Lo grande es que la mayoría de ellos era del Madrid…
—El fútbol es gran adormidera. El opio de los pueblos…
—Aquí las cosas están como estaban.
—Sí. España ha sido siempre muy tradicionalista.
—Se han ido muchos campesinos a trabajar fuera.
—Los que antes emigraban a América…
—Pero estos de ahora mandan más dinero. Antes, los emigrantes se iban para toda la vida, o casi, a hacerse no sólo ricos sino patronos, propietarios. Se olvidaban de la familia, iban a lo suyo. Sólo volvían si podían comprarse una casa y casarse por todo lo alto con la más apetitosa del pueblo. Ahora no, se van una temporada, dos o tres. Y las chicas también y ponen luego un negocio pero no en Francia o en Alemania sino en su pueblo, o en Madrid.
—¿Y políticamente?
—Nada bueno comparado con las épocas pasadas, por lo que me han contado. Claro que la izquierda de Falange se ha vuelto un poco yugoslava, antimonárquica y peronizante. Ellos armaron el escándalo de eso de la Matesa. 145 millones de dólares para el Opus. No está mal.
—Así que Juan Carlos, y a otra cosa.
—Bueno: si Falange se hace republicana; si los estudiantes dan de verdad la cara; si los obreros se deciden a apoyarlos; si los campesinos no se quedan atrás; si la ETA y los demás vascos se echan a la calle; si los catalanes se deciden; si los gallegos…; si el Opus viene contra Franco…
—Si yo creyera en Dios…
—¿Qué?
—Nada, hijo, nada.
Me mira sin saber a qué carta quedarse:
—Anda, que tengo que ir todavía a ver a un amigo.
—¿A quién? —pregunta más curioso que impertinente.
—A ver si me convence de una vez de eso del tradicionalismo. Júrelo. También lo decía mi padre; que el tiempo trabajaba para sus ideas. Que, pese a todos, acabaría ganando; que sólo los de cortos alcances desesperan y dudan.
—¿Y?
—No, nada. Murió convencido de que…
—¿De qué?
—No lo sé. Pero todavía tenía esperanzas.
Le di lección sin querer.
—Es lo único que no se pierde.
No se llevó buena impresión de mí. Lo siento.
Jorge Campos
Como tantos, casi todos, ¡tantos años sin vernos! Era un chiquillo, un joven, en Valencia, antes de la guerra. Recuerdo como hace años, quince años —creo— recibí un libro suyo: Tiempo pasado y cómo le hubiese escrito acerca de él, pero fueron más los que me acometieron y derrotaron llevándome hacia detrás, maniatado. Era Valencia en el punto exacto en que la dejé. Sólo había cambiado un poco su centro, tan desviado ahora. Recuerdo el gran número de tabernas o el ligero abuso que hacía de ellas en su libro —corriente general de la literatura de ese tiempo—. Esa Valencia algo posterior a la mía —cinco años hondos—, pero leyéndole entonces, se me iba la imaginación revolviéndome con los recuerdos. Valencia donde nunca caía la noche, perpetuo amanecer: día nuevo. Tan lejos de la de hoy. No digo mejor.
Tal vez debía haber trabajado algo más su libro, tal vez no. Quizá hubiese estado mejor cuajar una novela, quizá no. Hay trozos que son grandes pórticos de algo mayor; los tipos van y vienen, hechos. Creo que la novela cayó en el vacío mientras que La colmena, que es más o menos de la misma época, conocía el éxito. Hoy, Cela es académico y Jorge Campos trabaja oscuramente por ahí. Viene a verme y su presencia me da una gran alegría y una gran tristeza, como tantas cosas aquí, estos días.
(¿Por qué me recuerdan sus bocetos exactamente lo contrario de esa pintura acabada de ciertos «cuadros de género» de fines del siglo pasado? Sí: Zamacois y José Benlliure, por ejemplo; esas telas de cincuenta por cuarenta centímetros o más pequeñas aún, que nada tienen que ver con los apuntes que van a ponerse en seguida de moda; esta pintura detallada, cuidadosa y hasta excelente, a la que no hay que volver, pero que le llena a uno de gusto si es buena. Hay algo de miniatura en el arte de Jorge Campos que, saltando por encima de Sorolla y de Blasco Ibáñez —sin olvidarlos—, da con la luz de nuestro tiempo. Algo de esa Valencia fina y erudita del XVIII; un poco azorinesca, avant la lettre).
No le digo nada de su libro. (Debía haberle escrito «eso» hace quince años). Hablamos de lo que hace.
Santiago Ontañón. Tan gordo y jovial como hace treinta años. Tan liberal y aficionado a las buenas tascas como entonces. Más lucido, si cabe; más simpático. Es de esas personas que ganan con su peso. Buenos Aires. Gori Muñoz. Pero si empiezo a escribir de los Muñoz no acabaré nunca, vestido y caído en aquella acequia de Benicalap.
—Ya todo el mundo va a los bares y a los snacks, ¡qué bueno si sólo les hubieran cambiado el nombre a las tascas!, pero como pasa siempre, el nombre quiere la cosa y el bar no es la tasca ni los snacks, las tabernas. Todo sea, me dirás, por el progreso, pero en eso no lo huelo ni por asomo.
—Todo pica. Todo es sarna. Claro que lo que se ve desde la puerta de Cuchilleros no ha variado mucho si mira uno bastante lejos y no es miope y no tropieza con esos buildings universales que tienen de casa el interior pequeño y de celdas el exterior enorme. Bloques, bloques, bloques, que viene de la palabra «bloqueo», a escoger. Hay demasiada gente. Ya sé que Franco no tiene la culpa; más bien sería lo contrario, pero a pesar de todo, ahí están «como hormigas». Y de hormigas, naturalmente, el hormigón, que diría don Carlos Arniches, que ya no tiene nada que hacer aquí, entre otras cosas porque los piropos han pasado a la historia, como el género chico. Y eso está bien, porque por algo vivimos.
Sabido esto, fácil es deducir el estado del tránsito, que no es peor en Madrid que en cualquier otra ciudad europea que se respete, lo malo es que Madrid no se respeta y ha tirado bastantes edificios de los pocos que tenía que conservar y si no los ha echado al suelo los emplea para oficios poco recomendables aunque lucrativos. Ahora que no los hay para descansar: todos son bancos y agencias de turismo, lo que demuestra que los españoles y los turistas necesitan precisamente de esto: bares, hoteles y casas de viajes. España adelanta hoy que es una barbaridad: hay coches alemanes, franceses, italianos y muchísimos españoles. ¿Valía la pena haber retirado a las Brigadas Internacionales para esto? A la mayoría —¡oh Blas de Otero!— le parece bien. No notan nada especial en la atmósfera, respiran a gusto, no se meten en nada. Aquí ya nadie se mete en nada. No se carece de cuanto se pueda sopesar, vestir o comer. Las carreteras están cuidadas y han plantado, cada cien o doscientos metros, una pareja de la Guardia Civil, como espantapájaros. Todos se sienten seguros. Los guardias, los altos y los sigas funcionan. Son pocos los que piden más y éstos, para mayor comodidad, se pintan y son conocidos, lo que facilita mucho las cosas. Aquí todo el mundo ayuda a la buena policía de la ciudad. ¿Quién se acuerda de huelgas como la del 17? (Digo eso porque recuerdo las calles enarenadas para que no resbalaran los caballos, en las cargas de sus montadores con los sables desenvainados, como todavía lo estoy oyendo —con cierta dificultad—; los guardias civiles con sus tricornios de charol, mayores que los actuales, y sus fusiles más largos. Y los estudiantes —muchos menos que los de hoy— metiendo más algarabía, y los escritores —tantos como hoy— pero…).
¿Dónde están los que Larra incluyó entre los naturales que subsistían de «modos de vivir que no dan de vivir»? Total, hace, pasándome de la cuenta, 150 años y tengo 65. Doblándome llego a ellos, pero desaparecieron. La burocracia remedia incontables males. Hoy ya no existen ni siquiera los tenderos, poco a poco comidos por grandes negocios, por los almacenes y éstos a su vez por otros mayores, todos servidos por multitud de dependientes que viven en esas madrigueras de cemento donde se reproducen como abejas u hormigas, la cabeza del uno en el culo del otro, llevando su carga y guardando el paso.
¡Cómo está Madrid, señores! Da gloria ver la Gran Vía, toda ella siempre llena, repletas las aceras, las terrazas de los bares; las gentes yendo y viniendo a sus compras apresuradas (se acabó el chalaneo, todo a precio fijo). Lo único semivacío son los cines —sábados, domingos y fiestas de guardar aparte— porque han nacido con culo de mal asiento: no son de este tiempo sino del nuestro, que ya no es el de ahora. Pero todo llegará y se convertirá en bancos o en tiendas de aparatos de televisión que son cines para llevárselos uno a casa con el gobierno en pleno saludando desde la pantalla, ojo avizor. El pueblo cree que está mirando cuando, al revés, lo están entortando, por si las moscas.
Como amenaza lluvia no pasamos de la Puerta de Moros. El restaurante está en la esquina de la calle de don Pedro, y no malo. El vinillo se deja tragar y el pescado —que llega directo por la calle de la Arganzuela— no pierde su sabor cantábrico.
Antonio Espina: en el Lyon —o en el Gijón, lo mismo da—. Estamos citados en el Lyon. Gente. Él, solo, en un diván del fondo. Nadie le hace caso, como si fuese un viejo cualquiera. Nos abrazamos. Hemos seguido en buenas relaciones: estuvo unos años en México (no nos vimos mucho); luego nos reunió un poco nuestra amistad con Paco Ayala, con Pepe Bergamín, sin contar los tiempos viejos —que ya no cuentan.
Espina es un escritor estupendo. No comprendo cómo su historia del periodismo en el siglo XIX no haya tenido la resonancia que merece (hablo de lo único que ha hecho). Puso el mingo como poeta. Agudo, inteligente, al día y, sin embargo, aquí en el café, solo. (—¿Qué nos tienen que enseñar esos setentones?).
No le gustó México. Es de aquí. Lo encuentro muy bien; joven. Cada día estoy más convencido de que el saber conserva tanto como el alcohol.
No será él quien me pregunte qué me ha parecido esto. Yo sí.
—¿Qué piensas del futuro de España?
—Está mal formulada tu pregunta. No es el futuro de España sino el de los españoles.
—¿No es lo mismo?
—No. El del país puede ser resultado del modo de ser de sus habitantes. ¿O no?
—¿Qué piensas del futuro de los españoles?
—No lo sé. Depende en gran parte de la televisión.
—¿Qué?
—Sí. No hablo por decir. Si mañana el gobierno decide que todo el mundo debe comer lechuga e hiciera la campaña necesaria por la televisión, ten la seguridad de que a los ocho días, si no todos, el ochenta por ciento de los españoles rumiarán lechuga.
—¿Crees que el futuro de los españoles es comer lechuga?
—¿Por qué no si el gobierno lo decide? Y de ahí «pal’real» como decís todavía en México.
—Allí el problema es distinto.
—Muy ligeramente y porque os hacéis ilusiones. Sí, allí la televisión no pertenece directamente al Estado sino a la gran industria, a los bancos.
—Aquí, al ejército.
—¡Gran diferencia!
—Sí. No.
—No por eso es mejor la TV mexicana.
—No dijiste eso al llegar.
—Es otra historia. Allá se irán.
—¿Por qué usas el condicional?
—No es condicional. Porque no las veo ni aquí ni allá. Sólo oigo lo que dicen de ellas; y si María es peor que Magdalena, o si Trinidad devuelve el niño a Matilde; y eso por el pozo del patio.
—No pasa de los folletines del siglo pasado.
—O de las novelas del siglo XVIII, o de los romances anteriores. Todo son lágrimas, desgracias, sentimientos y finales felices.
—No en los romances.
—Eso hemos adelantado. Y que se enternezcan más personas.
—Porque son más. Lo mismo pasa con las canciones. No hay que hacerse ilusiones de que los medios de transmisión del pensamiento mediocre vayan a cambiar la manera de ser ni de las personas ni la del mundo. Unificarla tal vez; con subtítulos para los esclavos que sepan leer o, en países subdesarrollados, con estudios de doblaje. Porque, eso sí, volvemos lentamente hacia la esclavitud. Por otra parte no eran los tales tan desgraciados y consta que, entonces como hoy, hubo canciones, bailes y novelas por entregas. Añade las máquinas de lavar, los coches, los refrigeradores y no cambia gran cosa. Esclavos, lo que presupone señores y guerras. De pronto nos encontramos en una encrucijada y poco a poco recordaremos mirando alrededor: —Ya hemos estado aquí.
—Y lo creerán, pero…
Zaragoza, 11, 12 y 13 de octubre
Días difíciles de reseñar, enemigo como soy —aunque no lo parezca— de repeticiones. Fuimos a Zaragoza —buen hotel—, a Calanda, a Fox —precioso, limpio, encalado—, a Alcañiz, magnífica ciudad —excelente comida—, cenamos de vuelta en Zaragoza, paseamos un poco por lo que es y lo que fue y regresamos a Madrid al caer la noche del lunes. La familia de Luis Buñuel, sus hermanas, su hermano, su cuñada, sus sobrinas y sobrinos, sus viejos amigos y conocidos nos atendieron como mejor no se puede. Recogí cuanto dato se puso a mi alcance. Aprendí mucho. Pero no quiero contarlo porque ya lo haré —si Dios me da vida— y prefiero no separar las figuras de las palabras y esta tierra es la mejor explicación de la manera de entender el mundo de ese ser extraño que nos salió de las pantallas de cine, venido del fondo del Guadalope.
Como no tienen que ver directamente con él y sí con el contexto del diario que sigo a trancas y barrancas, copio unas páginas que escribí, en el tren, al volver. (Por cierto, querido Aranda, que se equivocó de estación, nos dejó en otra y por poco perdemos el rápido).
Zaragoza, el Ebro, el Pilar, el puente…, los andenes. Era hoy y ayer, y aun anteayer, que anduve por Aragón, dieciséis años, desde el 20. ¿Cómo serán hoy Teruel, Calatayud, Huesca?
«Todas estas tierras rezuman sangre desde los albores de la historia. Por aquí han pasado cuantos invadieron o abandonaron la península aun desde antes de que se llamara España, antes de que se llamara Aragón. Hubo paganos y adoradores de toda clase de dioses; católicos, cátaros, albigenses, musulmanes, judíos y hasta ateos. Las tierras han variado poco, algo ganó el regadío, pero el secano sigue siendo lo que fue en la Tierra Baja turolense. Los veranos son largos. Estos que debieron ser encinares no pasan hoy de matorrales pero la tierra huele a lo que da: tomillo, romero, espliego.
Allá por Calanda, en el río Guadalope, abunda el lentisco.
Esta tierra quedó desierta a principios del siglo XVII, pues todo —o casi— eran moriscos. Debe de haber más calandinos en Túnez que en Calanda…
Antes, el pueblo había sido de la familia de la Caballería, judío famoso. Lo más probable es que los moros expulsados fueran antiquísimos moradores de la tierra».
Sólo quiero recordar el jardín de La Torre que baja, áspero, al río, con tanto árbol exótico y sus verdes de todos los colores y sus bancos y sus piedras y el verde claro del agua copiando unas frases célebres, nunca tan acomodadas a las proporciones de la belleza. Añádase otro elemento, el del descuido de la muerte: mas no es para aquí:
¡Oh cuántas veces se me venía al pensamiento y a la boca aquello del Salmo: Gran recreación me habéis, Señor, dado con vuestras obras, y no dejaré de regocijarme en mirar las hechuras de vuestras manos! Realmente tienen las obras de la divina arte un no sé qué de gracia y primor como escondido y secreto, con que, miradas una u otra y muchas veces, causan siempre un nuevo gusto. Al revés de las obras humanas, que aunque estén fabricadas con mucho artificio, en haciendo costumbre de mirarse, no se tienen en nada, y aun cuasi causan enfado. Sean jardines muy amenos, sean palacios y templos galanísimos, sean alcázares de soberbio edificio, sean pinturas, o tallas, o piedras de exquisita invención y labor, tengan todo el primor posible, es cosa cierta y averiguada, que, en mirándose dos o tres veces, apenas hay donde poner los ojos con atención, sino que luego se divierten a mirar otras cosas, como hartos de aquella vista. Mas la mar, si la miráis, o ponéis los ojos en un peñasco alto, que sale acullá con extrañeza, o el raudal de un río que corre furioso, y está sin cesar batiendo las peñas, y como bramando en su combate; y, finalmente, cualesquiera, otras de naturaleza, por más veces que se miren, siempre causan nueva recreación, y jamás enfada su vista, que parece sin duda que son como un convite copioso y magnífico de la divina sabiduría, que allí de callada, sin cansar jamás, apaciente y deleite nuestra consideración.
Historia Natural y Moral de las Indias
P. José Acosta, S. J., 1590.
(Inútil buscar el tal en el Valbuena). Y ¿qué más dan las Indias o Aragón? ¿Calanda, Fox o Alcañiz?
Regreso a Zaragoza, en coche. Carretera de verdad. Atardecer y noche en la vega. Aquí fue la guerra. Aquí mismo. Ya nada la recuerda. Sólo queda en la memoria de unos cuantos. En cambio vuelve, vivo, lo anterior, lo que duró más y aún existe: Calanda, Hijar, Quinto. Del otro lado de Aragón, al oeste, Soria. (Y un pueblo llamado Buñuel). Esta tierra dura. El recuerdo de Antonio Machado. Sí: su éxito se debe sin duda a que murió defendiendo la decencia al traspasar y ser traspasado por la frontera, pero no será también porque la España de la que dejó perenne recuerdo —la de liberales y conservadores— esa España Chata,
Por entre grises peñas
y fantasmas de viejos encinares
ha tornado
con luz de fondo ungidas,
los cuerpos virginales a la otra orilla
y tienen los viejos olmos algunas hojas viejas del otoño; y
¿Hay zarzas florecidas
entre las grises peñas,
y blancas margaritas
entre la fina hierba?
¡Esta España que se agita
porque nace y resucita!
¡Qué remedio, don Antonio! Aún le veo, la última vez que nos encontramos, a mediados de enero —ayer— en Barcelona, en aquel oscuro zaguán, al pie de aquella gran escalera… ¿Dónde está? ¡Dios! ¿Dónde está? Ya más viejo, miserable: con más caspa y más sin afeitar que nunca. Sin quejarse.
Don Antonio, sí: su éxito de hoy, de ayer, aquí, en España se debe a que todavía, a pesar de los albergues, del turismo, de la gente de más por las calles, de los Talgo y de los Ter y los aviones, es la misma España de sus Campos de Castilla, donde todavía:
se platica
al fondo de una botica.
—Yo no sé,
don José,
cómo son los liberales
tan perros, tan inmorales…
—¡Oh, tranquilícese usted!
Pasados los carnavales,
vendrán los conservadores,
buenos administradores,
de su casa.
Todo llega y todo pasa.
Nada eterno:
ni gobierno que perdure,
ni mal que cien años dure…
Sí, don Antonio. España —lo he visto esta tarde otra vez— sigue siendo la que fue:
—Tras estos tiempos, vendrán
otros tiempos y otros y otros,
y lo mismo que nosotros
otros se jorobarán.
Tal vez las señoritas toquen un poco menos el piano y pongan unos céntimos en unas electrolas. Pero, en el fondo, desde hace cien años —por ejemplo—: ¿qué ha cambiado en el curso del Guadalope? ¿No es el mismo puente?, o, ¿no empiezan, como hace siglos, a hablar valenciano o catalán unas leguas más allá? Sí. ¿Y la gente? Esos que llenaban hoy las calles y la plaza; por ser el día de la Virgen del Pilar. Vestidos con sus mejores arreos, pero: ¿los pensamientos? Igual que Fulana lleva el traje arreglado de su abuela, el nieto tiene las ideas de su abuelo. ¡Oh, España, del campo, de la ciudad, tan igual a como la conocí y la conoció usted, un poco más allá! El agua corre igual, clara, verde, verde clara. Ya sé que corre lo mismo en todo el mundo, pero el tiempo no pasa en el campo de España.
Hablo de un viejo compañero de Buñuel y un amigo de ambos me decía:
—Sí, sí. Su habla, como la de todos los de por aquí, muy particular. Pero ¡buen asesino estuvo hecho! Usted no sabe a cuántos…
Tal vez por eso visten siempre de negro. Luto.
Allá, al norte, la sierra de Alcubierre.
—Si hubiésemos tomado Zaragoza…
Si hubiésemos tomado Zaragoza… y Sevilla. Pero no las tomamos.
—Así es la vida, don Juan.
—Es verdad, así es la vida.
—La cebada está crecida…
¿Cuándo no fue aquí «un tiempo de mentira, de infamia? A España toda…», y lo que sigue. ¿Cuándo escribió eso don Antonio? ¿Después de la guerra de Cuba? ¿Después de la Semana Trágica? ¿Después de lo de Annual? Está fechado en enero de 1915, y vino «la juventud más joven»; ¿y qué?, don Antonio. Sí, aquí están las calles de Zaragoza, rebosando gente por aceras y calles, alegres, inconscientes, «sórdida galera», feliz en su cochambre abrillantinada y sus lentejuelas. «La juventud más joven».
El paseo de la Independencia luce, luce, luce, luce sus luces y la gente pasea. ¡Gran paseo de la Independencia! Y no sueño: estoy aquí. Paseo de Calvo Sotelo, una plaza: Ramiro de Maeztu… Volvemos lentamente hacia el Coso. Ha cambiado. No mucho. Sí, mucho. Yo, no, porque me acuerdo. Recuerdo las piedras y a ellas —tan viejas— les falta memoria. Dios debe ser de piedra.
—El vacío es más bien en la cabeza.
Zaragoza: ¡Señora de las cuatro culturas! Una más que en México. Y la gente alegre, cursi y hasta elegante tomando cervezas, tapas, helados, vino, vermutes, en espera del cordero o del ternasco.
Me decido a escribir unas líneas acerca de la amabilidad y lo servicial de los españoles. Se las leo a P.
—Sí —me dice—, está bien. Por eso les llaman «caballeros» por el mundo.
—Vámonos a tomar una copa en el wagon-restaurant. (Ahora le tendrán que añadir, idiotamente, una e).
—Yo, no.
—Un whisky…
—Ya sabes que no me gusta.
—Pero tú puedes tomar lo que quieras.
—Gracias.
—Una manzanilla.
—Ya sabes que me hace daño.
La página decía: «No son afables ni complacientes sino amables —y dignos de ser amados—, cordiales; serios y honestos en el teatro, capaces de desvivirse por servir (qué no harían en siglos pasados por “servir a Dios sobre todas las cosas” en hecho y en letras); amigos de requiebros más que de caricias. De ayudar, de asistir, de obsequiar, de buscar ser de algún provecho. Desde luego los hubo, los hay y los habrá de todos precios —y aprecios— y calañas, de “a cinco, a diez y a quince” como ya no sé si se dice; nadie lo duda; pero en general, el español es generoso de mi tiempo, de su ingenio, de sus posibilidades en favor del extraño. Que un gitano —sin darle al vocablo un tinte racista— sea capaz como el mejor guía de turistas de engañar, embaucar, estafar; nadie lo duda. ¿Y qué? ¿Quita para él que se pongan los más al servicio del necesitado? El español, si de persona a persona se trata, es de mucha fidelidad. Da mesa y hace de criado, ayuda a todo sin bailarle a nadie el agua. Da. Estima y con gusto. Hasta se pone pesado insistiendo en el regalo, sobre todo si es de boca y plato, gusta de hacer más servicios que los necesarios, a contrapelo del inglés que es cortés sin más de lo que, la mayoría de las veces, en gente adinerada, es suficiente. No se fían de las criadas (como las francesas cuando las tenían) y acuden por sí mismas, para corrimiento del huésped, a andar a su servicio. El español: el campesino, el señor, el obrero, de buena índole, es capaz de cualquier servicio por el gusto de hacerlo; siente placer en el ajeno, totalmente otro al norteamericano, por ejemplo, que gusta servirse de la cuchara grande. No suele buscar más provecho que el sentirse contento de haber hecho el bien y, tal vez por eso, capaz de perder la libertad y no sentirlo. Quizá me paso y caigo en ironías; quizá… Pero, sin duda, el español es solícito e incapaz de dejar que otros se molesten si él puede hacer lo de otro, con tal de ayudar. Antes, estas maneras se llamaban, sencillamente, buena educación; hoy, sorprende sobre todo viniendo de Francia donde los males nacionales han llevado a las personas a desentenderse de los demás. El español solía ser solidario. Sólo puedo hablar en pasado, para mayor seguridad y dándole empaque al estilo. Fue país de darle de comer al hambriento, ofrecer en servicio obras y no sólo palabras (como no pocos italianos) y no tomar el rábano por las hojas (como algún que otro portugués). Por eso tal vez hubo tanto monje y tanta monja, hermana de la caridad o franciscano. (Así fuera italiano el fundador y españoles los jesuitas y los del Opus, que no tienen fama de tiernos para con sus enemigos). El español no se vale de todos sus medios: si puede auxilia, socorre, ayuda. Hacer el bien es otra cosa para lo que tal vez les falta juicio, mas ¿a quién no? El español solía tomar parte (y aun partido) pero sigue auxiliando cuando puede. Mi amigo Félix, colombiano, fue a Cádiz a ver las procesiones; descuidado miró las calles llenas pero vio con asombro cómo las señoras sentadas o situadas en las primeras filas se ofrecían a colocar ante o entre ellas o aun en sus brazos, según la edad, a sus cinco hijos, apretujándose más de lo que lo estaban.
—Con uno —me decía el suramericano— es posible que pasara en cualquier parte: ¡pero cinco!
Y no volvía de su asombro».
Recuerdo que me decía un baturro de los que no están aquí: —Hubo una gran diferencia entre las barbaridades que se cometieron de nuestro lado y las que hicieron ellos. Nosotros —dejando aparte a los que las cometieron— las reprobamos y, en los casos que pudimos, las castigamos. En cambio, ellos las lucieron conscientemente y, a lo que es peor, creyendo que hacían justicia. ¡Qué justicia ni qué narices! En esa diferencia fundamental está la base de la verdad y, precisamente porque ganaron ellos, la vida española de hoy está construida en la mentira. (Hizo una pausa). En la mierda de la mentira. En la mentira y en el crimen. Es decir —para los que todavía saben, que cada día son menos— en la hipocresía. Eso fue.
Al regresar, llovizna. Vamos de aquí para allá.
—Sube al coche.
—Baja.
—Vuelve a subir.
—Busca sitio.
—Acomódate.
—¡Qué te mojas!
Todas las tascas de los barrios bajos, llenas.
—Un cuarto de hora…
—Diez minutos…
—Un momento…
Y así vamos a dar, la familia y nosotros, a ese horror del Mesón del Segoviano: una mesa libre en el fondo del sótano, en medio de un ruido imposible, cantos, canciones, guitarras, gritos, empujones. Sólo borracho puede uno no darse cuenta de esa algarabía fabricada, vinos falseados, música adulterada, comida recalentada. No es particular de Madrid, desde luego: ambiente putativo de falso folklore y del turismo de «menéate bien que te agarro». Me da pena, algo de vergüenza. Lo peor es que esta imbecilidad, montada para forasteros, la veo practicada con naturalidad —y ¡gusto!— por los nacionales. Puro mariachi.
14 de octubre
Pepe Monleón y Oliva llegan acompañados de la oscura, profunda Nuria; me encuentran, mano a mano, con un rosado hombrachón rubiales, calvo escondido con tiralíneas, sonriente, gafudo y amable, que les presento con sus apellidos verdaderos:
—El señor Robles Piquer.
Quédanse no poco sorprendidos. Explico:
—Eduardo, de nombre. Hermano genuino del Excelentísimo señor Director de Cinematografía y creo que Subsecretario de Información y Turismo. Refugiado o ex.
Me llamó esta mañana diciéndome que, sabiéndome aquí, quería verme:
—Con el mayor gusto, viejo.
Somos antiguos conocidos —antiquísimos— de México. Acude primero el recuerdo del bueno de José María Dorronsoro, de Angelines; luego hablamos de su trabajo en Caracas, de su popularidad como caricaturista y fabricante de jardines, huyendo naturalmente de referirnos a sus desgracias tenochtitlanescas. Llegan otros. Y otros. Me lleva aparte:
—¿Es cierto que quieres ver a mi hermano?
—¿Yo?
—Sí.
—No.
—Me habían dicho…
—No. Ahora bien: si él quiere verme y me llama, acudiré a saludarle con mucho gusto.
Recuerdo cómo en el Fondo, en México, el hermano famoso me dijo que no comprendía cómo no dejaban entrar mis libros en España… Y de él, entonces, dependía.
El hermano del Ministro se va, sonriente y cariacontecido. Los demás nos vamos a cenar —si no todos, los más— a las afueras, en un piso arreglado con gusto, en un bloque de esos que no acaban, arriba, en un piso 9, 10 u 11. Largo balcón, Madrid iluminado, al fondo, en la hondonada. Como en todos los extrarradios, si a uno le pusieran de pronto frente a los miles de lucecitas y anuncios de todos los colores preguntándole, en esperanto: —¿Dónde está? Lo mismo podrías contestar: Roma romo París, México o Nueva York, Berlín o Milán. Es Madrid.
Cinco o seis poetas —de los de verdad—, sus mujeres; algunos novelistas, un par de periodistas que no vienen a cazar. Grupos según los sillones, el balcón, el sofá, la mesa del comedor o, sencillamente, de pie, apoyados en las librerías. Como si estuviésemos en casa.
—¿Conoces a L. de T.?
—¿Quién? ¿El de México?
—Sí.
—Claro.
—Se marchó confuso a más no poder.
—¿Por qué?
—Le gustó España como no tienes idea.
—¡Claro que la tengo! Debió de salir de aquí teniendo cinco o seis años.
—Pon siete. Lo mismo da. Estaba entusiasmado, sobre todo con Barcelona. Entre otras cosas porque allí tiene más amigos.
—¿A qué vino? ¿Por cosas de cine?
—No: a descansar. A eso: a ver a sus amigos americanos. Y se encontró de pronto con un país libre, donde no tenía nada que hacer. Donde se podía —donde debía— levantarse tarde; ir al café a mediodía para ver aparecer poco a poco a sus compinches. Hablar de Fellini y de Antonioni. Comer y beber como se acostumbra aquí. Etcétera. Deslumbrado. «Cuando se acabe eso de la censura —me dijo— el cine español será tan bueno como el francés o el italiano». Daba por hecho lo mismo lo uno que lo otro. Y le dolía su condición política. Si se queda, o vuelve, ya le pasará y se conformará. Y no es tonto.
—El tonto soy yo. Pero lo que he visto no me ha hecho dos tontos. Eso era antes. Cuando éramos jóvenes.
—Él lo es.
—Sí. Eso de sacar conclusiones sólo es de jueces.
—¿Quién es juez de sí mismo?
—La mujer legítima.
—No hagas chistes malos.
—Lo malo es que no es chiste.
—Al principio se podía creer que ante tanta tranquilidad aparente el odio hervía en el fondo de la mayoría por los asesinatos, las torturas, las cárceles, la represión, la censura. Pero ha pasado demasiado tiempo; los reconcomios han muerto en la mayoría, los otros se han acostumbrado y aplacado y los que han nacido después, que son hoy la gran mayoría, no saben de qué Ies hablas si les cuentas de la guerra.
—Se han conformado y no hay un Unamuno, un Ortega, un Marañón, un Blasco, un Azaña, un Díaz, un Durruti, que se lo recuerde cada día, en la forma que sea. La oposición «de su majestad» aconseja «esperar las condiciones oportunas». Seguramente tienen razón: las «ciencias adelantaron, ya ayer, que fue una barbaridad»…
—Lo malo no es que Franco prohíba los partidos políticos por miedo —justificado— del «desorden y del caos», que su gobierno no esté dispuesto a tolerar acción política alguna contra su régimen; sería normal, y, desde su punto de vista, justo. Lo incomprensible es el desfallecimiento, el volver la palabra atrás, el perder ánimos y fuerzas, la afrenta moral, el ¡déjame en paz!, de todas las fuerzas que componen el conglomerado social del país, salvando una mínima parte, bullidora más bien a escondidas —eso sí— y a espaldas de quien sea; te concedo que con palabras ardidas pero con actos fallidos; ni despreciables ni abatidos, pero enmascarados, cada uno a su antojo, soberbios y altivos como debe ser; con empacho y miedo dan sensación de gente perdida en medio de una enorme multitud, haciéndose señas, de lejos, en el gran estadio de fútbol de la actualidad española.
—Pero, en sí, ¡qué partido!
—¿Partidos? ¿Partidos políticos? No, hombre, no. No los han de permitir ni ahora ni nunca mientras estén en el poder. Tolerarlos al margen de la ley es otra cosa, bien mechados por la policía. Porque eso sí, aunque no te lo creas, la policía española es de las mejores, de las mejor organizadas. Como es natural, hay de todo en ella pero, por las razones que sean, es, contra lo que suponen, y con todas las dudas en contra, relativamente inteligente. No te diría lo mismo sino lo contrario de la censura, que Dios se apiade de sus componentes, que bien lo necesitarán el día de mañana, cuando les pidan cuentas en el otro mundo.
Cada uno cena donde puede y como puede. No falta nada. El vino es bueno; la gente joven, por lo menos para nosotros. Se habla, se discute, se fuma, en grupos, aquí y allá, en el despacho, en la sala de estar, en el comedor. Seremos unos veinte. Conversaciones para todos los gustos.
—Se es escritor o no, como se es albañil o no.
—No: ser escritor, músico, pintor es otra cosa, de adentro. Con empeño se llega a ser albañil o basurero, aunque rebele la condición. Por mucho que se afane quien sea en ser músico o escritor, si no lo es de raíz, no lo será. Lo siento, pero así es. La retórica, las lecturas atentas añaden; no fundan. «Salamanca no presta». Por eso los consejos sirven de poco. Se es escritor desde que se nace, igual que moreno o bizco. Lo que quiere decir que la mayoría de los que escriben no son escritores. Lo notan en seguida, por lo menos, los escritores. Por eso se enfadan cientos contra tan pocos.
Más allá:
—Yo no pude tragar nunca a Juan Ramón. Por eso me parece mal que lo andes jaleando tanto. Si me hablaras de Antonio Machado… Ése sí. Ése sí era un poeta y era un hombre inteligente y era un hombre entero y era un hombre limpio —a pesar de la caspa—. Yo fui discípulo suyo. Sé lo que eran sus clases.
—Que yo sepa nadie ha hablado nunca mal de Antonio Machado.
—Es verdad. Pero me acuerdo de Juan Ramón cuando, siendo mozo, fue a verle y Antonio Machado le dijo: —Siéntese. Y Juan Ramón vio que en la silla que le señalaba había un plato con un huevo frito y no lo hizo, se me levanta de adentro una rabia en su contra que no tiene fin. ¡Cuando don Antonio decía siéntese, hubiera lo que hubiera, se debía sentar uno! Y si se ensuciaba los pantalones con clara y yema, se los ensuciaba uno…
—Es que tú no aprecias a Juan Ramón.
—¿Cómo no? Daría tres años de mi vida por haber firmado alguno de sus poemas.
—¿Entonces? Lo más sencillo hubiera sido que, sin una palabra, Juan Ramón hubiese tomado el plato y lo hubiese puesto en cualquier parte y se hubiese sentado. A don Antonio le hubiese parecido absolutamente natural.
—No. Cuando un hombre como Antonio Machado dice: —Siéntese ahí, se sienta uno ahí, pase lo que pase…
En el hueco de una ventana le reprocho a uno, algo más joven que yo, que no haya escrito nada hace tanto tiempo.
—Sencillamente: me cansé. ¿Para qué seguir? No vale la pena. Escribía con una esperanza. Se ha ido. ¿Un mundo mejor para los hombres? ¿Por qué no? ¿Cómo? Hubo una encrucijada: varios caminos. Hoy es un callejón sin salida. ¿Escribir? No tengo nada más que decir. Hace años dije lo poco, lo poquísimo, que llevaba en las entrañas. Y lo escribí mal porque no tenía fuerzas para decirlo mejor. ¿Quedarme para ver, oír, tocar? ¿Qué? Ya vi, ya oí, ya toqué, ya gusté. Todo sería repetición. Y me falta memoria para volver gustosamente sobre lo saboreado. Lo mejor era acabar. Y acabé. Voy a marcharme sin despedirme de nadie. Nadie se dará cuenta de mi ausencia; no la hagas notar.
Sonriendo:
—No te preocupes. El suicidio no es solución, o si lo es no pasa de momentánea. El hombre que no cree en una religión revelada y pierde la fe en el establecimiento de un reino justo en la tierra no tiene razón alguna para abandonarla.
Madrid, a lo lejos, centelleante y rubricada con cien anuncios de gas neón. ¿Madrid?
La discusión había subido de tono: —No. No estoy de acuerdo. Lo he dicho y vuelto a decir —no tiene uno muchas ideas sin contar que siempre te preguntan lo mismo, lo que demuestra que a los demás tampoco les sobran—. No. O, mejor dicho, sí. La actual generación suramericana de novelistas, la de los que tienen de cuarenta a cincuenta años está bien: Gabo García Márquez, Mario Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes, y los españoles: los Goytisolo pongamos por ejemplo; pero no son mejores que la generación que los precede —la mía: Borges, Carpentier, Arguedas, Sender, Ayala— ni fuimos mejores —¡a qué santo!— que Baroja, Martín Luis Guzmán, Güiraldes, etc., ni éstos que Galdós o Clarín. Hay una buena continuidad si consideramos lo escrito en español en general y no nos fijamos exclusivamente en lo argentino, lo chileno o lo paraguayo o lo español. Y en poesía sucede lo mismo. Cuando decae de un lado —como en España de 1940 a 1960 o 65— otros —cubanos, mexicanos, peruanos— los sustituyen. Es una gran ventaja eso de tener veinte países que hablan y escriben en el mismo idioma y no un solo país que hable veinte idiomas como es el caso de algunas de estas nuevas repúblicas socialistas, africanas o asiáticas.
—«Lo que escriben los españoles no vale nada» —ha escrito un suramericano de polendas estos días. Acabo de leerlo.
—Juega ahí cierto aspecto político que no voy a discutir porque no nos pondríamos de acuerdo. Han estado durante demasiado tiempo bajo la tutela literaria española. Ahora que nos valen, es normal que nos desprecien. Ya se les pasará. Lo mejor es no hacerles caso en este aspecto. Dejando aparte que no tenemos un poeta como Octavio Paz.
—Blas.
—Sí. Pero más reducido.
—Ni han tenido en tu generación un García Lorca ni un Cernuda, un Prados, ni un Guillén.
—Un Vallejo, un Neruda, un Huidobro pesan tanto como el que más. Y si se considera desde otro punto de vista, Carrera Andrade o Villaurrutia no fueron grano de anís. Lo malo es considerarnos aparte: escribir «traducido del guatemalteco», «traducido del colombiano». Lo absurdo es que no tenemos órganos de expresión. Las buenas revistas escritas en español ponen la política, la economía, la sociología, en primer término. Lo mismo me da aquí la Revista de Occidente o Cuadernos para el Diálogo, que Cuadernos Americanos, La Torre o la revista de la Casa de las Américas.
—Índice.
—Estoy hablando en serio.
—Sur.
—¿Quién lee eso?
—Bueno, pues, ¡vamos a hacer una revista!
Me río. Se extrañan.
—No. Nada; hace veinte años, cada vez que nos encontramos, Joaquín Díez-Canedo y yo, y no son pocas veces, al despedirnos, uno u otro, decimos:
—¿Cuándo hacemos una revista? Y os advierto que no sería ninguna tontería. Y además, fácil. Lo que sucede es que ya no existen «grupos» literarios, como los de Madrid en los veinte y como todavía existen en París, aunque sean pocos. Tal vez los que hacen Tel quel. Pero, dejando aparte las revistas literarias de las casas editoriales, las demás son como las del mundo entero, tostadas al sol de la política.
—Es lo que nos hace falta. Al fin y al cabo, Cuadernos para el Diálogo tiene el formato de España.
—Era semanal.
—Es lo que debiera ser Cuadernos, la de París y Buenos Aires.
—Ésa era de la CIA, ahora de Guadalajara.
—Pero no era mala.
—Sí, por definición. Tan mala se puso que se murió.
—Total, nada. No habrá revista literaria.
—Alianza ya tiene la Revista de Occidente.
—Barral podría…
—Tiene otros problemas.
—Tal vez Siglo XXI.
—Caeríamos en Cuadernos Americanos. Y ¿quién de vosotros, los de cuarenta años, está decidido a ser el Rivière, el Paulhan o el Breton de una empresa así? Nadie. Pasa primero, para vosotros —aun los más nombrados— la necesidad de alcanzar más nombre y para eso necesitáis escribir, escribir y escribir. Y el tiempo que podríais dedicar a la revista se os va en francachelas.
—¿Erais más «decentes»?
—No, de ninguna manera. Pero éramos gente más variada, así… No todos éramos trabajadores y borrachos. Y ahí estaban, para cuidarnos: Ortega, Azaña, Araquistáin, Cañedo, Juan Ramón, Cansinos, Morente, Salinas…
—Total, lo que veo es que en conjunto las cosas han cambiado —dijo un editor callado.
—Sí: Arrabal y Semprún escriben en francés.
—Un tropiezo.
—Cuba.
—Ya veremos. ¡Ojalá!
—Pero, literariamente…
—Ya veremos.
—Carpentier escribe en español.
—Bastante que se lo echan algunos en cara. Sarduy se ha naturalizado francés y Cabrera Infante…
—Cabrón.
—Estamos hablando en serio.
—Perdón.
Todo es hablar por hablar. Felices y sin acordarse de qué hora es.
—Claro que hacemos lo que podemos. Es poco y no es poco. Que nos lo dejen publicar o no publicar, representar o no representar es otro problema.
—No es otro problema. Es el problema.
—Pero llegará el día en el que al menor descuido… ¿Conoces el Goya, de Antonio?
—No.
—No sé si es bueno o no. Pero desde el punto de vista político es magnífico.
—¿Y crees que si lo estrena pasará algo?
—No lo sé.
—Porque ten en cuenta que la censura lo puede recortar; y que Antonio, con la mejor buena fe —con tal de hacer algo— pase por ello. Y no pase nada. O tan poca cosa…
—¿Has visto el Bolívar que ha escrito o supervisado Jorge Campos?
—No.
—Vale la pena. Está hecho auténticamente con un entusiasmo y una rebeldía que le gustaría muchísimo a Fidel Castro.
—¿Y quién te asegura que la censura no meta las tijeras suficientes para dejarlo en algo que no sea ni chicha ni limonada?
—Nadie. Pero ahí está. Y pasará por otras partes. Y lo verán.
—Y creerán que en España las cosas han cambiado del todo en todo.
—¿Has leído el Don Julián, de Juan Goytisolo?
—En el original. Pero se va a publicar en México.
—¿Has visto el Tartufo, de Marsillach?
—Sí. Gran éxito. Está muy bien. Pero se trata, al fin y al cabo, de un pleito interno. Fraga se regocijaría. El Opus debe de estar cagando puñetas. No creo que tenga repercusiones graves, si gana Falange se hará por provincias. Si gana el Opus, se representará en el extranjero.
—¿Has oído a Raimon?
—En Cuba. Es un chico estupendo.
—¿Te parece poco?
—No: pocos.
—Creceremos.
—Es lo malo. Me gustan así: jóvenes. Vuestros intentos no pueden ser mejores y, como dice el refrán, ¡a empedrar el infierno! Los diablos pueden andar a gusto sobre vuestros cantos rodados.
—¿Nos llamas adoquines?
—Servirían para levantar barricadas. No. Hacéis gala del ingenio que os sobra, de la inteligencia que os rezuma. ¿Y qué? ¿Hasta cuándo? Hasta que os canséis.
—Nadie lo duda. Ni más ni mejores que vosotros. La que no tiene remedio es España, tal como está.
—¿Qué debemos hacer?
—¿Crees que si lo supiese me marcharía? Antes me hablabas de si puede o no puede estrenar aquí Antonio. Ni él lo sabe. Porque lo único que le preocupa es escribir (y supongo que a la mayoría de vosotros os sucede lo mismo) sin adivinar qué puede pasar con la censura, pero sí cómo atacarla sin que se dé cuenta, cómo sorprenderla, cómo pisotear el régimen. Lo demás no vale: ni para él ni para vosotros. Y la verdad atroz es que no es verdad. ¿Fue Goya así o no? No importa. Así es España, hoy. He aquí el tormento, el garrote vil en que muere el teatro español: no representa lo que es sino lo que intenta ser, a retazos, señala con algún que otro pinito la realidad, teatral o no, real, dramática. Da la vida al escenario de la calle.
Voy de un grupo a otro. Hablo con algún solitario apoyado en la barandilla del balcón:
—Generalmente se me conoce como poeta social.
—¿Con quién de vosotros no pasa lo mismo?
—Esta confusa etiqueta hizo fortuna en España, y no aclara demasiadas cosas salvo para aquellos que ya están en el secreto.
—El tal no es muy misterioso.
—En el fondo, todos saben que los poetas sociales son aquellos que no están de acuerdo con la realidad política española, y que sostienen puntos de vista sobre la guerra civil que difieren considerablemente de las versiones oficiales. Como esto supone una actitud política difícil de exteriorizar desde aquí, incluso a través de un poema, se eligió ese adjetivo ambiguo en torno al cual se polarizaron confusas polémicas literarias que, en realidad, eran polémicas políticas. Pero incluso desde el campo de la poesía social las posiciones no estuvieron nunca muy claras. Por ejemplo, desde mis propias posiciones —o desde posiciones muy próximas a las mías— los partidarios del realismo socialista, que propugnaba una literatura optimista, destinada a centrar el advenimiento del hombre nuevo, me reprocharon cierto tono pesimista que no es difícil de advertir en mis poemas.
—Tal vez por eso tuvieron resonancia.
—Ve a saber. Verdaderamente, yo nunca hice poesía social por seguir consignas, sino que el tema de la realidad española me viene dado desde dentro, como consecuencia de mi experiencia, del mismo modo que me planteo el tema del amor, del tiempo y de la muerte… Y por desgracia, mi experiencia no me permite adoptar un tono optimista.
—¿Entonces crees…?
—Tengo fe en el futuro, en la historia y en el hombre, pero no me cabe ninguna duda de que, mientras ese futuro llega —que llegará—, lo que se ha perdido irremediablemente es mi propia vida.
Calla un momento. Creo que no va a proseguir. Me equivoco:
—Por muy solidario que uno se sienta con el hombre de hoy y con el de mañana, el sentimiento de la pérdida de la propia vida es siempre doloroso. El pesimismo que se advierte en mis poemas es porque mis poemas son —o tratan de ser— el sincero reflejo de una experiencia. Cuando me dicen que debo escribir una poesía optimista…
Le interrumpo:
—¿Quién?
No me oye.
—Me acuerdo de la visita de Jaimito al zoológico. El profesor le enseña la hiena y le explica sus costumbres. «Es un animal —dice a los alumnos— que vive en zonas desérticas, que se alimenta de excremento, que hace el amor una vez al año, y que se ríe continuamente». Y Jaimito comenta: «Entonces ¿de qué carajos se ríe?». Yo, que vivo en España, no podría reírme continuamente sin ser una hiena.
Desde el balcón, Madrid vestido de luces, a nuestros humildes pies.
Soy, de mucho, el más viejo (al único que me hace la competencia le llevo ocho años —¿no, Gabriel?—). Creo sentir que no hay diferencia. ¡Ilusión que se hace uno! Se alegra la conciencia, destierra tinieblas, da lumbre. Sí: no dio la naturaleza más ojos al viejo que al joven, pero ¿quién le quita al joven la esperanza cierta de ver más que el viejo? Sobre todo en estos tiempos en que se vive, a lo sumo, de ella: digo, de esperanza, sin saber exactamente cuál. ¡Qué variación!: ¡lo que ha cambiado la esperanza! Jamás oímos —cuando teníamos la edad de nuestros huéspedes— hablar tanto de paz.
15 de octubre
El director de la Hemeroteca Nacional, todo reverencias ante la tarjeta de Dámaso, con su traje culón, como él, bajito y sucio, presuntuoso como ninguno y que nada sabe de lo que hay o no hay en su local.
—¿La Universidad? Sí, sí. Si ven a Millares Cario, le abraza de mi parte. Pero yo prefiero y me quedo en la Escuela de Periodismo. ¡Ah, la Escuela de Periodismo!
La mediocridad personificada:
—Aquí tiene a las nuevas muchachas de España: diecisiete años y ¡fíjese!
No lo puedo creer, lo dice por la minifalda. La pobre, avergonzada, enrojece a cuanto puede. Me aguanto sin poder aguantarme.
Total, cuatro pesetas de las tarjetas de lector, dos fotografías y ni un solo periódico o revista que me pueda interesar. Lo único que me llena de indignación (que llena de golpe) es el recuerdo imborrable del suficiente, orgulloso, inimaginable, magnífico director.
Me figuro sus clases.
Otra vez el Prado. Puñalada tras puñalada. ¿Por qué desposeído tantos años de estos bienes? ¿Qué castigo merecimos? ¿Por qué nos privaron de estas luces y de estas razones? ¿Por qué nos disminuyeron? Al fin y al cabo dejamos a Velázquez y a Goya para regocijo de los traidores. Y pueden no darse prisa en gozarlos. Lo pienso al salir, que mientras se está frente a los lienzos lo único que hace uno es ser hijo de ellos, engendrar, producir, formar, procrear, nacer enamorado.
Y, sin embargo, hay que dar por concluido este negocio.
Enfrente: Tomás Seral y Casas —no se acuerda de mí; poeta, algo más joven que yo— que tiene una librería especializada en asuntos de caza. ¡Oh maravilla, de un tiro mato la mano verdadera, la de 1928, la de Luis Buñuel, con su agujero para las hormigas y la mesa dónde montó, en París, Un perro andaluz! Las fotos las mandará hacer Agustín Caballero. Es la primera vez que, de verdad, me ayuda el azar en esta búsqueda. Para colmo: en su pequeño escaparate, colgado a la entrada de la casa, dos libros míos. Aquí sí: donde menos se piensa salta la liebre…
La casa llena de los Gaya Nuño. Llena de libros y cuadros. No es novedad: nos quejamos —y no digamos las mujeres— de lo mismo; nos comen, nos carcomen. Por lo menos, antes, había polillas.
Juan Antonio, tan entero. Y Concha. Nos vamos a comer, magníficamente, a lo gallego —grelos y compañía— cerca de la Plaza Mayor.
Juan Antonio habla por derecho. ¡Qué gusto! Últimos guerrilleros del 36. Firmes, duros, se salen con la suya, escribiendo él, escribiendo ella, llenos de rencor y de esperanza. Magníficos, solos. Él trabaja que te trabaja en libros de arte y enciclopedias; textos que le pagan bien. Además escribe sus cuentos. Viven al descubierto, sin miedo, dale que dale, sin doblegarse. Han acabado por respetarles.
León Sánchez Cuesta
—¿A quién anuncio?
No tengo más remedio que dar mi nombre. Baja en seguida. Está como siempre. Orgulloso de no haber hecho nada de que no pueda responder: derecho. Honrado. Serio. Cortés. Reparando en puntillos que a cualquiera se le escaparían.
Pequeño, delgado, no debe de pesar un kilo más que hace treinta años. Verle, borra y deshace cualquier ignominia. Siempre supo; jamás palpó tinieblas, agudo, sin que nunca nada le desvaneciera la cabeza.
¡Qué poco se le debe esconder a su pensamiento! ¡Cómo debe de haberle servido en su oficio de comerciante —precisamente el de libros— para conocer a la gente sin necesidad de esfuerzo! Calza, tan menudo, muchos puntos. Nunca le faltó luz. Sabe la misa de cabo a rabo. Lo triste es que parece un librero inglés o alemán.
¡Gran León!
—¿Cómo quieres que nos acordemos de la Institución? Y no olvides que allí estudió el abuelo de mi mujer. Hasta el día que me casé no recuerdo haberla oído nombrar ni para bien ni para mal. Tal vez, en alguna clase —pero no lo creo—, porque tenía que haber sido en el Instituto y no estaba entonces el horno para bollos y, aun así, de pasada, sin darle la menor importancia. (Se para un momento, duda, se decide: al fin y al cabo es joven…). No lo tomes a mal. Las cosas son como son.
Cenamos casi frente a las Salesas.
—Hoy España es otra cosa.
—Me alegra oírtelo decir. Cuando me pregunten: —¿Qué te parece España?, podré contestar: —Otra cosa. Y está bien si no se entra en detalles. Y, sin embargo, pensándolo un momento, es falso.
—¿Qué más te da?
—No tienes razón. Pero, sí. Es hábil para curar.
—¿El qué?
—Las malas yerbas le salen a uno por la noche.
Traen la merluza y otra botella de vino.
—¿Y vais a misa?
—Claro.
—¿Por qué?
—Siempre hemos ido.
—¿Creéis en Dios?
—Claro.
—¿Por qué?
—Porque existe.
Sí, así es de sencillo.
—¿Y no vais a cenar nada más?
—No; tengo el estómago un poco revuelto.
Segunda cena con Ricardo Doménech y Corrales Egea. Cambio total de panorama. Optimismo sin demasía, pero, optimismo. Buen vino.
—Soy un hombre viejo y enfermo que, por eso, pertenece a lo que el año pasado, en México, se denominaba, con gracia, la «momiza». El alias y el caló tienen cada día la vida más corta. Sin embargo eso de la momiza (de momia, claro) estaba bien. Y España pertenece, en el desconcierto actual de las naciones, precisamente a esa misma clase, la más anquilosada que haber pueda, con Portugal del brazo. En su paso testudíneo van un poco atrás de la URSS. Los más avanzados, lo que no quiere decir gran cosa, son los Estados Unidos donde los hippies ya pasaron de moda, e Inglaterra, por los Beatles y la influencia del idioma (del «idioma» norteamericano en el inglés). Lo que no quita naturalmente que el Estado esté dominado por los militares, como el de una Grecia o un Brasil cualquiera. Mas no importa: la juventud es capaz de dejarse matar, de fumar mariguana si es su gusto, de desnudarse y de hacer el amor de la forma que mejor le plazca. Ya dije que los Beatles son los padres de la Iglesia de nuestro tiempo y John Lennon su profeta. De China nadie sabe gran cosa ni de lo que es capaz. La India se ignora a sí misma. El Japón y Alemania se preparan para la gran revancha sin demasiadas prisas. En ese desconcierto, España es un remanso: auténticamente, la paz de los cementerios; no los de Franco (¿quién se acuerda ya de eso?) sino los de las playas donde yacen, quemados por el sol, millares de cadáveres de todas especies y edades. ¡Vacacionistas de todos los países, uníos! Sin duda en este país de inválidos, un viejo como yo tenía que llamar la atención. Es algo que nunca me había figurado, y, por lo tanto, que jamás me había sucedido. Lo que tenía por lo más natural: hablar porque sí, sin mayor cuidado, sin pensar, a la pata la llana, como siempre lo he hecho dejándome llevar por cualquier impulso, sin ponerme a pensar, llamó la atención de los jóvenes que, por necesidad, me oyeron, acostumbrados, por lo visto, a lo ahogado de las sacristías, al tono bajo de los velorios o a la feroz algarabía que cubre cualquier conversación, del folklore de lentejuelas, postizas y culos bien meneados; impermeables al humor que es prenda por lo visto desconocida, hoy, en la península. Ahora todo es seriedad, negocios, trabajo.
—Te la han cambiao.
—¿No serás tú? —le pregunté.
—No lo sé.
—La mala fe, la mala follá, la mala leche, son más o menos las mismas que las de mi tiempo. En cambio las ventajas (dejando aparte las reducidas prendas morales de los amigos) parecen haber desaparecido. Con la edad, España, físicamente, se conserva muy bien —por los afeites (los aceites) y el alcohol—; moralmente está a la cola del mundo. Hablo, claro está, de la España oficial, de la que se ve, de la que enseña, orgullosamente, el cobre.
El que conversa conmigo, alto, todavía joven a pesar de su temprana calvicie, no parece estar de acuerdo. Editor importante ya, debe de molestarle mi evidente falta de seriedad. Tal vez suponga que lo hago por singularizarme. Se equivoca de todo a todo. España y yo, somos así.
Las calles están desiertas. Las barrederas mecánicas y los chorros de agua dejan la plaza de la Cebada (¿o ya no se llama así?) como una patena.