Diario

23 de agosto

Aeropuerto de Barcelona. Desierto. ¿Por ser sábado? Nadie. Hemos entrado como en nuestra casa. Nadie nos ha preguntado nada. La verdad es que no llegábamos más que seis u ocho desde Roma. Miraron mi pasaporte, como si tal cosa, preguntó algo la joven a su jefe, porque, efectivamente, había retrasado la fecha del viaje y habían anulado el permiso anterior. El superior hizo un gesto quitándole importancia. Ni siquiera nos abrieron las maletas. Pero no estaba Luis, que nos tenía que venir a buscar para llevarnos directamente a Cadaqués. La verdad es que llegamos en punto y no tardamos en salir.

Nadie queda en el hall del aeropuerto nuevo que brilla por todas partes: sobre todo el suelo. Salgo. Única diferencia con Roma, Londres y París: aquí las puertas son electrónicamente corredizas. Ninguna emoción. Y, sin embargo, en estos llanos filmamos muchas escenas de Sierra de Teruel, de por aquí son —o deben de estar enterrados— los campesinos que fotografié para escoger los figurantes de la película y cuyas copias llegaron no sé cómo a México y me dieron tanto juego: los unos como padres de Jusep Torres Campalans y los demás en las guardas de la edición del script. El campo —los campos— bien roturados, de todos colores; del siena al verde, todos los tostados de agosto.

Estas sierras grises, azules y malvas que en mala noche vi llenarse de luces —sin cuidado ni miedo de que nos dispararan— del ejército conquistador… (—¡Vámonos! ¡Ligero! ¡Vámonos!).

Por la misma carretera. No, la misma no, y sin embargo, la misma, casi igual, casi tan repleta, bien asfaltada y —a trozos— lo suficientemente ancha para correr. Esos rascacielos universales, esos bloques a ambos lados de la carretera, idénticos en México, en París, en Roma… La técnica, la arquitectura, las comunicaciones rebajan el mundo a una misma estatura.

No pasó nada: pasamos como si nada. Dijeron que estaba bien. Estampilló el pasaporte. Luego, eso sí, la vi inclinarse hacia un teléfono pero nunca sabré si fue para señalar mi paso. Si así sucedió, desde luego nada me lo hizo presente.

23 de agosto… Treinta años… Treinta años justos, hoy, del pacto Hitler-Stalin. Estamos sentados, solos, en el enorme hall nuevo del aeropuerto esperando a Luis. Tardará media hora. Treinta minutos. Treinta años: el boulevard Montparnasse, más allá de la Coupole, en la terraza de un café: Ehrenburg y yo. Ya lo he contado no recuerdo dónde:

—¿Qué vas a hacer?

—Marcharme.

—¿A dónde?

—A Moscú.

—¿A qué?

—A que me fusilen.

Mentía. Ni fue ni lo fusilaron.

Por la tarde, Malraux.

—La revolución, a ese precio, no.

También lo he escrito. Y, por pura casualidad —¡oh, manes del surrealismo!— a los 30 años, día por día, nos vamos por la carretera de Francia. Cadaqués, a ver a Dalí, el traidor. La indina: Gala, responsable según todos, pero sobre todo Buñuel:

—¿Sabes que un día, aquí, la quise matar?

Es cierto: por poco la ahoga en la playa. (—Y la niña, su hija, debía tener doce años, corriendo por las rocas detrás y Dalí suplicando: —No, no). Mañana, cuando, de lejos —ella bajando la escalera de su casa recoveca— la salude y le diga:

—Luce joven.

Me contestará:

—Toi, toujours avec tes cochonneries.

¿Por qué? Lo dije por las buenas: debe de tener setenta años, aparenta veinte años. ¿Hasta qué punto influyó en la vocación comercial de Dalí? ¿Por qué no en Ernst? ¿No será porque Salvador llevaba en su sangre catalana y de hijo de notario una feroz predisposición a hacer fortuna a costa de sus dones?

La carretera de Francia… Granollers… Todo nuevo, seguramente hasta los árboles, o serían mayores —como los de Figueras y los de Enero sin nombre o, mejor dicho, el de Enero sin nombre. Veo una España que ya no existe: todo revienta de sol, de colores vivos, de alegría. ¡La plaza de Figueras!

—¿Queréis subir al castillo?

—No, gracias.

¿Va a ser así todo el tiempo? Seguramente no. Me tendré que acostumbrar. Sin eso no se podía vivir. Nadie viviría aquí alrededor. Las calles están llenas. La gente corre, anda, llena las aceras y las calles. Nadie se acuerda. Luis no se acuerda. P. no se puede acordar. El Castillo de Figueras: la última reunión de las Cortes. El discurso de Negrín. Y luego, al día siguiente, en las salas abandonadas, aquel cajón, lleno de billetes de banco y, contra la pared, aquel mapa en relieve, de yeso coloreado, aquel mapa de Etiopía en 1939, y desde la ventana, la riada por la carretera y por los campos, y ya cerca del horizonte, un campo llano —debía de ser un aeródromo— bombardeado y la ciudad, bombardeada. Y, luego, al bajar, Ramón Gaya y su mujer muerta. Ramón Gaya, tan buen pintor y al que le han hecho pagar todas sus tristezas con silencios.

—No, gracias.

—¿Estás cansado?

No estoy cansado. Llevamos cinco horas de Barcelona aquí. ¿Qué habrá? ¿Ochenta o cien kilómetros? Por los «tapones» de la supercarretera sólo ancha de cuando en cuando. Todo es cuestión de tiempo.

Luis es encantador, amable, servicial, me trata como si yo fuese un objeto de lujo, que se pudiera romper.

El Ampurdán es otra cosa. Al Ampurdán, piedra y olivo, gris y verde, no lo han cambiado. Tampoco la Barcelona que atravesamos por la Diagonal (no sé cómo se llama ahora), ni los edificios de la Exposición, sólo más sucios, tan viejos como las casas que conocí, evidentemente con treinta años menos, pero no es razón para que estén podridas de humo, de polvo, de mugre, de lo que sea, que las envejece como si les hubiese caído un siglo encima. Sin contar que para las ciudades vivas envejecer es remozarse. No pasa la primavera de los años verdes más que para los hombres.

Enormidad de gentes, enormidad de coches, tan pequeños que las personas parecen más altas, más gordas; desde luego, lucidos. Mucho francés, una enormidad de coches de matrícula francesa y más mientras nos acercamos a la frontera; nunca vi tantos, ni en Francia.

Extraña sensación de pisar por primera vez la tierra que uno ha inventado o, mejor dicho: rehecho en el papel. No es la carretera de Enero sin nombre sino otra, paralela. Pero puede ser la de El limpiabotas del Padre Eterno. Existe. No la inventé. O, sí, la inventé con sólo levantar la cabeza. Antes no era así. Es la primera vez que voy y vengo por aquí. ¿Antes? Era otra vida.

Íbamos hacia Cadaqués y Luis quiso que comiéramos en un viejo mas; que él sabe de eso. Queda la casa en una hondonada, a la derecha de la carretera; el edificio rústico es preciso, amplio, bien decorado, con toda clase de elementos de labranza a mano para que la gente no olvide que come de su mismo sudor: azadas, zapapicos, palas, ruedas, rejas, rastrillos, que son elementos tan buenos como los mejores para decorar paredes encaladas. Panes enormes —de huerta, decimos en Valencia— morenos, con su harina, como polvo de arroz, sobre su superficie tostada, abren surcos en el paladar; los manteles rojos convidan, los olores abren en canal. Pero no hay dónde sentarse y tenemos que echar a andar de nuevo el coche en busca de otro lugar. Cualquiera nos parece bueno por el goloseo; pero nuestro anfitrión conoce sus clásicos y no paramos hasta Sils, en el Hostal del Rolls (no invento ni inventaré), a la izquierda del camino, donde de pronto nos hallamos ante un monte de salchichones, butifarras, embutidos, longanizas, morcillas de todos tamaños, durezas, colores y gustos, tantos que después todo sobra, mas para seguir ahí están, tranquilos, suaves, gustosos, partiendo plaza, el pan y el vino de la tierra y el conejo…

Podrán no construir —construyen, a la vista está—, desaparecer regímenes —no desaparece—, pero España desde que hay vacaciones pagadas tiene agarrada a Europa por el estómago y no la soltará ni ésta querrá librarse. Único país (tal vez con Bélgica) donde todavía —de nuevo— se come como hace más de medio siglo platos hechos de verdad, no para paladearse sino para eructar; sólo en el sur de Francia, pero allí en cantidades menores y por mucho más dinero. Comprendo el imán que tiene para los alemanes el sol, el vino —regular y regalado—, el aceite al que se acostumbran quieran o no. Lo mismo les da aceite o trabajadores, langostas o criadas. No acabará mientras no varíen otras cosas, que no llevan ese camino. Todos contentos. Saliendo de Figueras la carretera se estrecha, sube. Serpentea. Todo es piedra. Mueren los árboles. Allá a lo lejos, abajo, enorme, azul, tranquila, suave, destrozada en sus bordes: la bahía de Rosas y el pueblo, que fue pequeño y casi nada, rodeado de rascacielos. Se traspone. Cadaqués. Cadaqués, lleno de gente. Cadaqués: su centro pequeño, su playa pequeña, su puerto pequeño, sus barcas pequeñas, sus bares pequeños y todo revuelto y roto por la música, la misma de París, la misma de Londres, la misma de Nueva York. Altavoces, gritos, movimientos aunque ahora nadie baile. Sábado a todo meter y beber.

El hotel, si hotel se puede llamar al parador, hostería o lo que sea, en la plaza, frente a la playa, frente a los bares, frente a los cafés, la terraza entre tiendas de curiosidades, llena de jóvenes diestros y ambidiestros, de calzón corto y de calzón largo, con camisetas de todos los colores, rojos, verdes, amarillos, azules y todos hablando francés. Nos llevan a una habitación imposible: enorme, altísima de techo: rara hasta más no poder. Un cuarto de baño improvisado con azulejos de quién sabe dónde y puestos de cualquier manera. Tablas en vez de armarios. Telas colgando. Todo con cierto gusto. Y el ruido y la música que llegan de la calle, del bar, del salón (¿cómo llamarlo?) que lo invaden todo y las bocinas, mejor dicho los cláxons. Bulla. Bullicio de vacación en grupo, de olvido; vocación de sol y vino. Bajamos. Vamos a cenar a casa de Carmen. Una casa nueva, nueva, nueva, encantadora. Una cena espléndida (¿para qué repetirlo aunque no lo haya dicho?). Parece que querían que cenáramos nosotros con los García López —Pepe García y Carmina Pleyán— para que pudiera hablar con este excelente profesor de literatura. Pero irrumpen, habla que te habla, dando saltos y abrazos Gabo García Márquez, gordo, lucido, bigotudo. Y la Gaba.

Gabo: —Todas las mañanas pienso en México, antes de desayunar.

Una cosa es la sopa de pescado y otra la sopa de peix. No se trata de los ingredientes sino de la geografía (una la bourride y otra la boullabaisse).

Sopa de peix de nuestra primera noche española, en casa de Carmen y de Luis: ¡qué lejos de cualquier otra sopa de pescado! Tal vez ahí también, ¡oh Gabo y compañía!, tenga su lugar e influencia la lingüística… Desde luego nada tiene que ver aquí la amistad. No. Sabe de otra manera. Tal vez las rocas de la punta Oliguera o de la punta Prima o de la Cendrera atizen la gula, den sabor y gusto nuevo, alargándolo. Copia de sazones…

La Feltrinelli, como el azogue. Luis Romero, dedicado a la historia, rubio, simpático; tan simpático como su mujer. La gringa simpática. Todos contentos de verme, sin hacerme el menor caso, tal como se debe. Los niños, múltiples, adorables, como en todas partes. Tal vez menos huraños aquí. Y el inevitable:

—¿Qué piensa de España?

—Un país en el que el régimen ha conseguido —¡por fin!— que los catalanes hablen francés.

—Un Saint Tropez de vía estrecha.

Le recuerdo a Gabo que hoy hace treinta años que se firmó el pacto germano-soviético. Para él lo que importa es Checoslovaquia.

Salimos al balcón, los balcones: el mar, la noche. Tiempo dulce. Maravilla.

Hablan y hablamos. No hay manera de oír, sí de entenderse.

—Estaréis cansados.

En el hostal, puros jóvenes impuros haciendo ruido, si agradables de ver, desagradables para el sueño. Sus padres deben andar por sus provincias. En vez de guerras, vacaciones. «El mundo adelanta que es una barbaridad».

Ni siquiera pienso en que ésta es mi primera noche en España desde hace más de treinta años. Además: ¿esto es España?

24 de agosto

Mesas, bancos verdes. Poca gente y no es tan temprano. Desayuno: café con leche, un panecillo, un platito de confitura de fresa, albaricoques o grosella, y vuelta a empezar, según los días y sin importar las fronteras. La misma mantequilla, diferentes marcas pero envueltas de idéntica manera, como si estuviésemos en Francia o en Inglaterra.

—¿Cuánto?

—Tanto.

Barato. Al lado venden loza; del otro postales y mantillas y en dos filas de tenderetes, en la plaza, tal vez por ser domingo, mercado: loza, hierros forjados, mantillas, bordados, deshilados de Mallorca. Manteles y servilletas de Lagartera. Navajillas de Albacete, pulseras, cajitas, espaditas de Toledo. Dulces, mazapanes, bisutería. Delantales, relojes, carteras, tapones y cajas de corcho, fondos de vaso o de botella de madera de olivo, cucharas de palo para dar envidia a todas las cocineras. Corbatas horrendas. Poca gente. La mar tranquila, todavía dormida, en el puertecillo.

Enfrente, en el estanco, pirámides o columnas rodantes de postales: domina el azul y el rojo de algunas flores. Todo charolado.

—¿Dónde un limpiabotas?

—Se fueron a Alemania, de obreros especializados…

El mar, el cielo tan azul como la mar cercana, la playita color arena, de ese amarillo un tanto café con leche, más oscuro si le llega el lengüetazo del agua, y la espuma que no pasa de burbujas a medio hacer. Allá, al fondo, las olas, hijas del viento furioso, dan el blanco puro en el feroz azul marino. Las barcas, dormidas en el puertecillo, son de todos los colores puros que se fabrican y venden en algunas tiendas cercanas que ostentan muestrarios colgados de rojos, verdes, amarillos crudos. La piedra del monte tiene el color de su dureza y los árboles los verdes ennegrecidos de los pinos mediterráneos. Lugar común de lugares comunes de la Costa Brava, de la Costa Azul, de Positano o de Corfú: todo el sueño —los sueños— de cuantos no han nacido o vivido en estas orillas. El sol, el sol que en todo se mete y pesa con su larga mano, distribuyendo su hacienda, repartiendo sin escoger, liberal de sí y de cuanto toca. Tanto o más que el viento invisible. Y el descanso, que todo lo barniza.

El bueno de Luis Romero viene por nosotros en su cochecillo. Salimos, bajamos, subimos.

Esplendor de la tramontana. Cabo de Creus. Ahí, Francia. El Golfo de Lyon. ¿Sacará su nombre del viento que baja de esa boca de león, por el Ródano, a revolcarse aquí, antes de morir, espumarajeando, cien o doscientos kilómetros más abajo?

Primer guardia civil: les han reducido el tamaño del tricornio. No lleva tercerola. Más bien, carabinero. Inocuo. Un guardia civil a pie, desarmado: los dos de todos modos…

Maravilla de calas e islas. Allá abajo, en una playa, las casetas del Club Mediterranée. Habla que te habla. Los Romero nos llevan a comer a su restaurante acostumbrado. Bueno también. Vamos a su casa. Todo más primitivo que en la Europa que frecuentamos, pero ¡qué buen gusto popular!

Luis se aprovecha naturalmente de mi presencia para completar fichas. Su gusto involuntario por los anarquistas, muy de esperar en un novelista —Etelvino Vega, en un suburbio de París, haciendo vida de obrero (albañil) en un cuartucho indecoroso, llevando su dignidad a cuestas tanto como su miseria y su antipatía natural contra los comunistas: callados, mentirosos, unidos en sus recuerdos como si lo que hubiese sucedido fuera exactamente lo proclamado por su partido.

De Casado: —Jamás vi hombre más deshecho que éste, abandonado.

He aquí el fin de dos de mis antihéroes de Campo del Moro. Siento no haber hablado con ellos, porque este bueno de Luis sólo hace —a su manera— historia. Pero no la vivió. Tengo la seguridad de que, a pesar de sus múltiples justificaciones, Casado murió arrepentido.

Allí está Perelada. Para la enorme mayoría es un vino excelente, a veces. Para mí, un castillo y un capítulo de novela y la historia: allí estuvieron, algún tiempo —hace mucho o poco, según se mire y se sienta— las Meninas y las Lanzas. Nunca se juntaron en tan poco espacio tantos reyes, tantos dioses. Ahí estuvo el Prado, refugiado, como cualquiera, como tú o como yo. Ahí.

He hecho una referencia, hace un momento, a las riquísimas anchoas de Cadaqués. No quiero terminar esta noticia sin subrayar la calidad del pescado que se pesca aquí. No tiene, a mi entender, rival ni comparación posible, sin duda debido a la calidad de los pastos y a la pureza de unas aguas agitadas por fuertes corrientes. Todo el pescado en general es de primerísimo orden y de un sabor que yo no encontré en parte alguna, pero hay tres cosas que baten todos los records: los mejillones de la costa, la langosta de Cabo de Creus y el escorpén rojo y grande, que los franceses llaman rascasse y en Cadaqués se llama escorpa roja, pescado excelente en cualquier forma que se le presente, tanto en forma de sopa como hervido o cocinado a la usanza marinera. A pesar de la sublime calidad de meros y lubinas, de dentos y dorados, la del escorpén rojo hay que subrayarla porque es de justicia. Y del perfume y sabor de la langosta a la brasa y de los mejillones del país, ¿qué no podría decirse? Ello requeriría una pluma ditirámbica y entusiasta y todo lo que se dijera sería poco. Por eso, cuando las vendedoras de pescado gritan —pueden gritar a cualquier hora del día— Ala noies, el peix viu, no puede uno dejar de soñar un poco en tantas cosas buenas.

JOSÉ P, Guía de la Costa Brava, p. 359.

Esto que veo es realidad o esto que me figuro ver lo es. Esto que me figuro ver —esta figura— es realidad. Esto que veo, España, es realidad. Lo que pienso que es, que debe de ser España, no es realidad. Este árbol que toco es árbol español, esta piedra que cojo es española y esta casa y este francés que pasea por Cadaqués es español, y este vino italiano, también. Esta agua mediterránea es española y la altamar que veo desde aquí, fuera de las territoriales, también, y el cielo y las nubes. Todo español, y yo. Esto dio el realismo. Este lenguado, esta langosta, estas patatas, esta ensalada, este aceite, este alcornoque. Estos francos, estas libras, estos manteles, estos toldos, este mercado de cincuenta o sesenta metros de largo, quizá de cien, españoles. Esta música norteamericana es española por el aire que la lleva. Y el francés que hablan esos que beben su cerveza, también es español. Unos kilómetros al norte serán gabacho, como la tramontana pasa a ser española tan pronto como cruza la frontera. ¿Dónde está la frontera del aire? ¿Dónde está la de esta gente?

Vamos a cenar a un restaurante fenomenal. La Galiota, valga lo que valiere la publicidad. La dueña resuelve los menús con sólo ver la cara de los clientes. Conoce a Carmen, conoce a todos y cuando me sabe en relación con Man Ray todo son exclamaciones, demostraciones de amor que se manifiesta en los platos que nos sirve. El pescado por base, no conozco restaurante que se le iguale. Juro volver mañana. Antes muerto que faltar a mi palabra, por lo menos en esta ocasión. El vino acompaña en sordina, que no la hay comparable a la calidad de los guisos ni a la materia prima.

25 de agosto

En el café, entre el mar y la plaza, Gabo García Márquez y su antisovietismo desatado: por Checoslovaquia, el reconocimiento por la URSS de varios gobiernos suramericanos.

Más gordo, más lucido, más simpático que nunca. En general, todos decididos (¿a qué?), alegres, sin problemas. Luis Romero conformándose con su pobreza a pesar de su éxito editorial.

—Vivimos de contrastes, el sol no existe sin sombras más que en el desierto inhabitable. España es hoy un país sin contraste —sólo los ricos y los pobres, que son cosas naturales—, pero el contraste del que piensa bien —y acertarás— y el que piensa mal —y te romperás la cabeza— no existe. Todos piensan igual, todos leen el mismo periódico aunque, a veces, con titulares distintos; todos oyen lo mismo, todos piensan igual y todos rezan al Santísimo al unísono. ¡Qué bonito para el que viene de un país dónde hay huelga de mozos de estación!, al que se mueva, palo; al que quiera ganar más, palo; al inconforme, palo; al hambriento, palo; ¡todo es uno y lo mismo! The Times, Le Fígaro, Il Corriere della Sera, el Frankfurter Zeitung. ¿Para qué los quieres si puedes leer lo mismo —y en español— en el ABC o en La Vanguardia? Un poco pasado por agua, desde luego. Pero ¿es que el Times es espejo de la Verdad o lo es el Fígaro? A lo sumo, dejan que el periodista diga algo de lo que cree o de lo que piensa. ¿Y eso es la verdad? ¿O es cierto lo que proclaman los Izvestia o L’Humanité? Sin contar aquí que, dejando aparte algunos periódicos, que ves ahí, en esa tienda, puedes encontrar muchos más que en Hungría o en la RAU.

—¿Así que esto es el Paraíso?

—¿Estuviste alguna vez en él? Según las últimas noticias por haber faltado a las leyes de la censura expulsaron a todos los habitantes del país.

—Menos a la serpiente. ¿Te dijeron lo que le sucedió?

—¿A quién?

—A la serpiente, después de la escena de la manzana.

—No. Pero a eso es a lo que se ha llamado siempre salirse por la tangente.

—No, hijo, no. Lo que te digo es que aquí las cosas han cambiado mucho estos últimos años. Hace veinte te fusilaban por nada; hace diez te metían en chirona por lo mismo y por veinte o treinta años; ahora, por lo mismo, no pasa de tres, cuatro a diez o doce, a lo sumo y, a veces, hasta se conforman con unos meses. Aquí la justicia adelanta que es una barbaridad.

¿Qué tiene esta tierra que parece más oscura que las demás? Las pizarras. Aquí aprendió Dios a escribir y la Virgen a recortar papeles, rocas y costas.

Los olivares; el verde aceitunado de Dalí joven, Federico, viene de los olivos del Ampurdán. Sin contar que no se pinta años y años bajo el amparo de un cementerio sin que los gusanos se infiltren en las telas. El infierno de Dalí es normal viviendo bajo el cementerio de Cadaqués y frente a uno de los paisajes más hermosos que sea posible soñar. Todo se explica bastante bien: si no hay gusto ni vergüenza alguna, adrede, desafiante, en contra de sí mismo y de cuanto le rodea. Toda la obra de Dalí es un desafío bajo el embrujo de Gala que siempre soñó escupir sobre la humanidad. Español, Dalí tenía que acabar defecándose en el cielo azul, habitado, de la Costa Brava.

Este Cadaqués de hoy debe ser muy joven. Recuerdo que cuando Dalí hablaba de él, hace cuarenta años, lo hacía como si fuese el fin del mundo. Hoy hay que hacer un esfuerzo para darse cuenta de lo que pudo ser. Se lo ha tragado la gran ballena de las vacaciones paganas.

—Sí. El Gabo y la Gaba. Felices. Como Mario en Londres y Carlos y Julio en París. Pueden hablar mal de su país. Está bien. Sobre todo no es nuevo. Recuerdo a Martín Luis, echando pestes contra Calles, y a Rubén Romero y a Rómulo Gallegos. Y a Vasconcelos, frenético, en la Montaña. Toda la literatura suramericana que ha valido políticamente su pena literaria se ha hecho en el exilio. Si no toda, casi y más aquí en España. Se escribe mejor del país, fuera. No le fue tan bien a Garcilaso en el Danubio ni al Dante fuera de su patria.

—Tampoco la cárcel es mal cordero.

—Tampoco. Hay tiempo para pensar y tiempo de escribir. Tiempo de preguntar y tiempo de no perderlo.

—Lo peor es dar clases. O traducir.

—Es lo último. El exilio —el voluntario sobre todo— es magnífico. Eres dueño de ti mismo y si te quieres meter con el gobierno o con los amigos que se quedaron allí, tienes menos perjuicio y más espacio. Y si es forzado —el exilio— la furia te incita y pincha —puyazos o banderillas— a menos que te estoquee.

—O te den un bajonazo.

—Todo es entrar a matar. No hay novela que se salve sin la historia. Para ti, tanto monta. Pero no es el caso de España, aquí la gente se desvela y la vida es barata. ¿Quién da más? En Inglaterra hay que trabajar; en Francia también, además de aguantar el mal humor de los indígenas si no son amigos, y contestar y cagarse en la madre que los parió. Aquí nadie te pregunta nada. Y tienes (¡oh maravilla para un escritor!) «doble personalidad».

—¿Y México?

—México es otra cosa. Lo sabes mejor que yo. Lo cierto: que estabas en México y te viniste a vivir aquí.

—Es más barato. Más cómodo también, y estás más cerca de tus traducciones…

26 de agosto

Salida de Cadaqués. Taxi, a Figueras. La misma hermosura, al revés. Primera ida. El tren, a su hora. A la izquierda, la estatua de Colón, el puerto; al fondo, Montjuich; subimos por la vía Layetana hasta la Diagonal; todo está igual menos los árboles que deben de ser otros. Normalidad absoluta. Entonces no lo sabía: en algo se parece esto a Roma, a la Roma nueva del ensanche. Nadie tiene por qué felicitarse. El hotel está bien; como cualquiera de los buenos de cualquier parte y más barato que el descalabrado, absurdo y simpático albergue de Cadaqués. Ancho patio interior. Silencio. Limpieza. Tranquilidad.

Paralelo: ¡quién te ve y quién te vio! Algún anuncio, como si fuera el mismo. ¿A quién quieren engañar? A mí, desde luego, no. A ti, tampoco. Sólo queda el nombre: el Paralelo o «Gran vía del Marqués del Duero».

—El Marqués del Duero y el Conde de Asalto.

—De eso sí me acuerdo y desde aquí no parece haber cambiado.

—La avenida del Generalísimo Franco y la de José Antonio.

—Dentro de nada, nadie se acordará de Cortes y de la Diagonal. Los nombres se suceden, las calles quedan y según las generaciones les van dando los nombres que les tocan.

—Lo único que no cambia son los números.

—¿Y qué? En todas partes hay un 12 y los cementerios se quedan pequeños.

—Como los coches.

—Europa no da para más. Y no hay manera de ensancharla.

Las calles parecían más estrechas, por los árboles más corpulentos, tras treinta años. En las calles del «ensanche» —ya sin tranvías— casi juntan sus copas, de acera a acera. Reducen las luces, las del día y las de la noche; esconden, gracias a Dios, las casas ya centenarias; sin contar que la raza ha ganado en altura: la mayoría de los jóvenes son jayanes.

Café moderno. Al fondo, a la izquierda, un sofá, como para un cuadro de Solana, la tertulia de Luys Santamarina, José Jurado Morales, unos viejos (¿quiénes?, ¿cuántos años tienen? Ahí, colorados, como para un pim-pam-pum de feria de pueblo, esperando que entre alguien y los tumbe a pelotazos: —¡A tanto la docena! Más que viejos, tallados ya en sombra entre el aluminio de los tubos y la luz de gas neón, toman café o manzanilla; vino no: infusión). Un magistrado de la Suprema Corte —allí por poeta—, un fundador de Solidaridad Obrera, anarquista roto, de 80 años dice, y otros cinco o seis, ya sin nombre; cuatro poetas jovenzuelos llegan de dos en dos y se van en seguida juntos. Tienen interés en publicar en la revista tesonera de Jurado, el único todavía vivo —y no del todo— del retablo. ¿Soy de ellos? Me presentan a los jóvenes. Ninguna reacción, jamás oyeron el santo de mi apellido. El propio Luys no ha tenido interés en leer lo mío publicado aquí, ni Jurado. Curiosa conversación: no discuten de la guerra civil ni de la europea, ni hablan de política (—Cualquier política me es extraña), sino de las guerras carlistas, de Weyler, de Polavieja… Hacen buenos a los republicanos históricos de las tertulias de México; de las tertulias que ya no existen. Han resistido más: hicieron régimen. Ya nadie sabe quiénes son, quiénes somos. Nos invitan —Jurado y Luys— a cenar, el viernes.

—Maxito… Maxito…

Luys me mira con sus ojos brillantes, que ven mal, pero sin dejarse vencer.

Al salir, librerías: extraña floración de libros en catalán. Hubo dos generaciones (o una si contamos una vida entera) que no supieron hablarlo. Los que pululan aquí ahora, en los cafés y sus terrazas, pertenecen a ellas. Todo el mundo —por lo menos en el centro de Barcelona— habla castellano. Un español extraño. (Cuando hubo pugnas por el nombramiento de un arzobispo, pintaron en las paredes: «Queremos un arzobispo catalán». Abajo añadieron: «Como somos mayoría: queremos uno de Almería»).

—Sí. Se dejó de hablar catalán durante años y años. Así, en general. Claro está que había mucha gente aquí que no eran catalanes pero acababan hablándolo. Ahora enraonan español. Pero, maco, ¡quin español! No tienes idea. No tienes más que escuchar. Sí, hablan castellà pero ¡óyelos!: Oye cómo piensan. Es decir, si antes despreciaban a los madrileños, ahora los odian, sin dejar de despreciarlos. Se sienten cada vez más superiores. Añade el turismo. Van muchos turistas a Madrid, por aquello de Toledo y el Escorial, pero son turistas de como siempre: turistas de autobús, no como los de aquí que son turistas de playa: de Fiat, de Renault, de Citröen y compañía y compradores de terrenos, en playas y rocas. ¿Qué tal el resto de España? ¿Qué son al lado de nosotros? Nada. Aquí se come mejor, se viste mejor, se edita mejor. Lo del catalán no era una manifestación de separatismo, sino de superioridad. Mira que el régimen ha hecho todo lo posible por favorecer a Madrid y a Andalucía. ¿Y qué? Nada. No pueden con nosotros, dicen. Con razón.

—¿Tú también…?

—Sabes perfectamente que no. Pero para aquí, para demostrarles que somos más, hasta un museo Picasso tenemos y Miró viene a pintar y Picasso acabará haciéndolo. Seguimos a la cabeza y dándole en la cabeza a Madrid. Somos más señoritos, más anarquistas —y el anarquismo vuelve a estar de moda en Europa— y si hay que reírse del casticismo y de la inferioridad española, puedes tener la seguridad que será un catalán el que lo haga. Somos muchos para que nos traguen. En eso no hallarás diferencia con el tiempo pasado. Aquí seguimos tan al tanto de lo europeo como antes, mucho más que en Madrid. No pueden con nosotros. Y, con el tiempo, habrá un renuevo del idioma. Ahora han abierto un poco la mano, pero ya verás cómo dentro de unos años aquí todo Cristo vuelve a hablar catalán. Ya escriben, ya publican casi todo como en español. No en número de ejemplares. Ya lo verás.

—No. No lo veré.

—Te faltará poco.

—La petite différence, en este caso, cuenta lo suyo. Lo curioso es cómo ese nacionalismo, ese regionalismo juega hasta con los que no son catalanes. Ahora hay muchos catalanes producto de la guerra civil: los nacidos del 36 al 39 o al 40 y, antes, los refugiados de Madrid o del sur de Aragón. Los que tenían hasta diez años y empezaron a ir al colegio aquí. Un montón. Bien, pues todos ésos: más catalanes que los ampurdaneses de raíz. Hablarán, escribirán pestes del régimen, de lo castizo, de la españolada, del vino de Jerez, de los toros, de Manolete, pero que no les toquen la Costa Brava ni la longaniza ni los bolets. No, con lo catalán que no se metan.

—Tienen bastante con los demás.

—¿Y los demás no se meten con los catalanes?

—Mucho menos. Nos toman el pelo por el acento.

—Tampoco es nuevo.

—Se contentan con eso. Es que ser catalán no es cualquier cosa. No todos lo son.

—Evidentemente.

—No lo tomes a chunga.

—¿A qué santo?

María Luz Morales, treinta años después, igual a María Luz Morales de treinta años antes. Tan simpática e inteligente. Ha publicado alguna novela, que me ha enviado y no he leído. Sigue haciendo crítica de teatro.

Carlos Barral, esta mañana, cuando le hablaba de ella:

—¿Quién es?

Sí: ¿quién es María Luz Morales para Carlos Barral? Nadie. Al igual que ¿quién soy yo para todos estos que llenan estos cafés del centro de Barcelona y sus enormes terrazas? Nadie.

—No, nadie sabe quién eres.

Hubo un tajo y todo volvió a crecer, se curaron las heridas, lo destrozado se volvió a levantar, ni ruinas quedaron. La gente se acostumbró a no tener ideas acerca del pasado. Ahora, tal vez, empieza a variar para los que todavía no están en edad, pero tardará todavía mucho para llegar a formar una minoría educadora (si la dejan nacer).

Quinielas, lotería, fútbol. Ni un soldado ni un guardia civil. Abundancia, despreocupación. Turistas, buenas tiendas, excelente comida, el país más barato de Europa. ¿Qué más quieren? No quieren más.

Cenamos, con I. y Fanfán, en la Barceloneta. Nueva palabra: «Marisquería». Los langostinos son los mismos: únicamente los asan ahora, como la carne, «al carbón». Restaurante popular, en su aspecto, para turistas al parecer; pero no: gente de por aquí. Caro, a pesar del cambio. Hablamos de la familia, del trabajo, de las saludes, del ocio, del perro, del tiempo (de la temperatura, no del pasado).

Una vuelta en el coche. Dormir.

—Estás bien.

—Sí.

Es cierto. Parece que los dejamos ayer.

Llaman: nos traen fruta y champán. ¿Será costumbre?

27 de agosto

Carmen no tiene la menor idea de si la botella de Moët es obsequio del director del hotel o costumbre de la casa.

¡Qué bien, Magda! ¡Qué bien todas esas afanosas jóvenes y otras no tanto!

X., a los mismos años que los demás, más viejo. Con Fernando, que viaja porque prefirió el comercio, y le fue bien:

—Cuando nos fuimos, cuando la Universidad quedó desierta, cuando la Ciudad Universitaria quedó en ruinas, cuando se hizo el vacío —el que no puede existir— surgió la invasión de la mediocridad. Y lo cubrió todo durante largos años. Y todo fue lodo. Y eso fue todo. Y perdona el consonante.

—La gran tristeza para los que todavía conocimos una España esperanzada fue precisamente la pérdida de la esperanza. Pero no queréis comprender que se ha perdido porque, en parte, se ha realizado lo que queríais: la gente vive mejor pero, sobre todo, ve el camino para llegar a ello sin pasar por el sueño de la revolución. España ha dejado de ser romántica: ya no es la de: ¡Victoria o muerte!, o, si quieres, la de: ¡No pasarán!, sino la de la mediocridad o mediocricidad mejor o peor; es la España del refrigerador y de la lavadora; la vieja de pan y toros, del fútbol y la cerveza. Ya no hay bandidos debido a la multiplicación de los bancos. Bandidos de los que se jugaban la vida, como es natural: ahora las carreteras son seguras y las carreras aseguradas. Ya no hay atentados. La muerte ha pasado a ser exclusiva del Estado. Todos los anarquistas de los años veinte han perecido. Ya no hay atentados, ya no se queman iglesias, ya meten a los curas en la cárcel. España se ha vuelto colonia. En parte colonia norteamericana y en otra una enorme colonia de vacaciones. Pero, de hecho, una colonia hispanoamericana. Se ha transformado en lo que llevó a cabo durante siglos en tierras de América, con la ventaja de haber conquistado un país con cierta cultura, de algún nombre. No que hayan llegado los sur o centroamericanos, estandarte desplegado y cruz alzada, pero nos hemos vuelto adictos a la mordida, como decís en México, a la desvergüenza, a la ignorancia, al enriquecimiento simoniaco. Antes éste era un país decente. Ahora los europeos han alquilado la costa del Mediterráneo, la han desfigurado a fuerza de rascacielos y la gente, ellos y nosotros, felices, rascándose el ombligo o la espalda con una miniatura. Santander y San Sebastián, las playas de Asturias, se han quedado para los multiplicados castellanos, mientras los catalanes se confunden felices con los franceses y los alemanes en la Costa Brava y en la otra que no lo es tanto. Galicia se mantiene todavía en la cuerda floja. Pero ya caerá. Las rías serán los ríos que irán a dar a la mar de las vacaciones pagadas.

—¿Y los anarquistas?

Se sorprende: —¿Qué anarquistas?

—No me vas a decir que hay comunistas y no hay organización de la CNT o de la FAI.

—Lo ignoro. Pero casi estoy por decírtelo.

—Bueno. No tendría nada de particular. Pero por una razón distinta de la que supones; sin contar que hablar de una organización anarquista es ya un contrasentido. Pero, a pesar de todo, en muchos españoles revolucionarios —si los hay— duerme un anarquista, aunque sea comunista o simpatizante.

—¿No crees que si se dieran las oportunidades necesarias volverían a aparecer los zipizapes de la CNT?

—No. Tú, porque todavía ves las cosas con ojos de hace treinta o cuarenta años.

—No tengo otros. Pero no se trata de eso. Ya viste que me puedo remontar adonde quieras: los surrealistas eran anarquistas sin saberlo. Lo descubrieron el 36. Hay alguna carta de Benjamin Péret a Bretón más clara que todas mis novelas. No me atrevería nunca a presentar las cosas así sin enfrentarlas a sus contrarias.

—Orwell.

—Sí. Al final resultará que habrá, de los extranjeros, tan buenas novelas anarquistas como… No quisiera decir comunistas ni marxistas —no sería verdad— para entendernos digamos: republicanas. Porque no quisiera que la gente se olvidara que Sanjurjo se levantó contra Azaña y no contra Durruti o la Pasionaria. La rebelión militar fue contra la República y eso lo han olvidado —aquí y fuera de aquí— todos menos un puñado de viejos, como tú y como yo. Se las pusieron como a Fernando VII.

—¿A quién?

—A Franco. Mira: sabes que hago un libro sobre Buñuel. He visto una carta de su hermano Alfonso, que debió nacer el 15, tenía pues 21 años el 36. Vivía en Madrid. No sé si en la Residencia, pero formaba parte, como allegado, de nuestro grupo. El 1954 o por ahí (había de morir de cáncer, creo, en 1962), escribió unas líneas a un joven admirador de su hermano acerca del tiempo pasado; no tienes idea del revoltijo que arma: todos unos. Como todos somos o fuimos comunistas para quien tú sabes. Esa ignorancia que trepa como hiedra…

—Pero no sólo aquí.

—De acuerdo. Pero en otros sitios (no todos) puedes defenderte, protestar.

—¿A los treinta años del suceso? ¿Tanto interés tienes en hacer el ridículo? ¿Quién se acuerda? ¿Quién se interesará?

—Yo. Tienes razón.

Carmen Balcells

—¿Dónde puse esto? ¿Dónde dejé mi bolso?

—No lo encuentro. ¡Magda!

—Mira: todo esto es de Gabo. (Un carpetón).

(Se acerca a la puerta, la entreabre):

—¿Habéis visto el contrato de Norman?

(Vuelve).

—Mira: una enciclopedia. Fenomenal. ¡Magda! Si no se espabila una… Ya puedes suponer que con la literatura no se come. (Al teléfono). No lo sé. ¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Tú lo sabrás! ¡Adeu, maco! (Cuelga). ¡Los hombres! ¿Me perdonaréis un minuto? ¡Magda!

—Oye ¿no sabes dónde está la contestación…? (Se cierra la puerta).

—¡Uf! No tengo ni un minuto. Pero lo que se dice ni un minuto. Y el pobre nano, solo en casa. Yo no sé cómo me las voy a arreglar. El día debiera tener 48 horas. ¿Comer mañana? No. No puede ser. Además, no me conviene. Mira, ¡mira cómo estoy! ¿El sábado? El sábado, no. Si le quito a Luis el ir el sábado a Cadaqués, se muere y me mata. No. No. ¿Hidalgo? No te conviene. De ninguna manera. ¿Por qué? ¡Ay, fill meu! Porque no te conviene. Tú, déjame a mí. Bueno, ¿vamos o no vamos? Esperad un momento… ¡Magda! ¿Ya está el contrato de la Wintercraft? ¿Aún no? Pero ¡en qué estáis pensando! ¡Tengo yo que estar en todo, en todo, en todo…! No, el ascensor no sirve para bajar. ¡Ah! Se me olvidaba: cenamos pasado mañana en casa de los Oliver… Un momento… (Abre su bolso, saca las llaves. Vuelve a abrir la puerta). Estoy en cá Blanch. Ya sabéis.

—¡Ay, mira éste! ¿Estos calcetines te has comprado? ¿No te mueres de la vergüenza? En seguida voy a comprarte unos decentes. No te muevas. Ni tú tampoco. Ahora vuelvo. He dicho que no os mováis. A las cinco tienes a Porcel, a las seis a Velázquez y a las siete nos vamos a casa de Montserrat. ¿Lo has apuntado? ¿Tienes la dirección? Yo vuelvo ahora, en seguida, pero me voy porque tengo que hacer. ¿En qué estás pensando?

Anda, va, viene, corre, sube, baja, pone el coche en marcha, insulta al chófer vecino, impugna, niega, reniega, ataca, discute, arguye, redarguye, se opone, propone, rechaza, piensa, organiza, siempre tiene qué decir, apenca, adelanta, clama al cielo, pone en el disparadero, reclama, pierde, encuentra, come, bebe, tercia, paga el pato y la cuenta. Se enfada, se alegra, o, al revés, según el día o la hora, logra su utilidad y sus ventajas y las de los demás, con impulso, vehemencia, lamentaciones, interrupciones, telefonazos a diestro y siniestro:

—¿Dónde puse mi cartera?

—¿Dónde puse mis llaves?

—Tenemos que estar a las seis…

—Tenemos que estar a las siete…

—Apunta: a los ocho, firma con Carlos. A las ocho y media, desayuno con los franceses: no te olvides del contrato ni de añadir la cláusula que quiere Jorge y que me parece necesaria; a las diez aquí: tú, me tienes preparada la firma y las cartas para Doubleday y Gallimard y ponle otra a Piper diciéndole que no. A las once y media viene por mí Oliver para ver a Fontanals, en Gracia, a ver si nos arreglamos con Esther. Como con los de la Guggenheim para ver si acabo de arrancarles lo necesario para la beca de Gonzalo. A las cuatro y media tengo que pasar por Tiempo para revisar el artículo de Pons, no se le vaya a ir la mano como hace quince días. A las cinco y media, no tengo más remedio que ver a quien tú sabes. Nos encontraremos a las siete, a ver qué hubo por aquí por la tarde y tenme listo lo que haya que firmar. Ceno con Ana María, en Sitges, tiene que contarme todos sus asuntos y tenemos que discutir el arreglo con Alianza… Así que…

—Tengo que comprar el pan. ¡Luis, la leche!

—Tengo que llevar a Luis Miguel al colegio.

Sin calma sin tregua sin espacio:

—Me voy mañana a Londres.

—Volveré de Roma el miércoles.

—No se te olvide…

No se te olvida, adorable agente 007, 08, 09, 010.

Y no te enfades: no vale la pena. Vales más.

Comemos espléndidamente. (¿Qué no sabe?), Y no hay manera de pagar.

—Ya pagarás en México.

Físicamente Barcelona no ha cambiado, en su meollo, gran cosa.

—Al fin y al cabo los europeos de hoy han hecho bueno al Campoamor de ayer:

No os podéis figurar cuánto me extraña

que, al ver sus resplandores,

el sol de vuestra España,

no tenga, como el de Asia, adoradores.

—Los tiene, y más de los que pudo suponer el autor de El tren expreso; amontonados en Volkswagen y en chárters. Cuéntalos y no acaban. ¿Vienen a embobarse con el Escorial, el Prado o la Alhambra? ¡Dios les libre! Como lo predijo la heroína epónima del don Ramón de las Doloras: por el sol. Aunque el vino, el chorizo, las gambas, el arroz, la baratura y la cercanía tengan algo que ver con el rito.

28 de agosto

Ya no hay limpiabotas en España: se fueron a Francia y a Alemania y aun a Inglaterra a servir de camareros y a mandar dinero a la familia como antes se iban a Cuba o a la Argentina. Ya los españoles no se ven con las botas tan relucientes. ¡Qué tristeza! Esos pies que parecían de charol, esos chasquidos de los trapos sobre las punteras ¿a dónde fueron?

—¿Hablas en serio? Si tanta falta te hacen, todavía puedes encontrarlos si vas a la Plaza del Rey…

La editorial Ariel. Gran imprenta normal. Simpáticos. Llegamos sin dificultad a un acuerdo. Me llevan a paseo —dulce turismo— por el Tibidabo y Montjuich. Me defiendo hasta donde puedo —no es mucho— de los recuerdos. Aquí sí viví lo que escribí, y más. La Exposición, los jardines, los estudios. ¿Cuántos años en Barcelona? Sólo quince, y a ratos. Exactamente la mitad de los treinta que falto. Cuarenta y cinco años hace que anduve por vez primera por estos cerros. Los jardines de Le Forestier, el agua corriendo… La ciudad allá abajo, como tantas veces la he retratado. La misma luz, idéntico mar. También yo, igual a mí mismo. ¿Dónde las canas? ¿Dónde los años? Todo es ver sin verse a sí mismo. Nunca se ve uno, los espejos engañan «que es una barbaridad». La historia también: el sol espeja igual y hasta Colón no ha cambiado de postura.

Aquí, Companys… ¿Y qué? También Ferrer y Goded. ¡Bah! El agua, corriendo, es la misma, y la vista. Sigo tan miope como lo era.

Por la tarde, otra editorial: Aymá y socios. Finos, amables. A ver qué hacemos. Las buenas intenciones, La calle de Valverde se venden poco.

—A la gente no le interesa demasiado la guerra.

Sender se vende mejor. Lo siento pero no puedo llorar. Quieren publicar Campo del moro, Tampoco les arriendo la ganancia, es cierto que los libros acerca de la vieja contienda no se venden. ¿No será que venden sus libros —bien editados desde luego— demasiado caros?

A la caída de la tarde, Zoé ¡quién diría que tiene treinta años más! Cena con María Luz, en un restorán tristón con buena vista, sobre las Ramblas.

Las Ramblas, desconocidas, a pesar de no haber cambiado. Pero, sí. No sé en qué. Sí: han cambiado. Me las han cambiado. Yo, no. Ahí: la raíz del mal: yo, anquilosado. ¿Cómo puedo ponerme a juzgar si estoy mirando —viendo— lo que fue y no puedo ver, más que como superpuesto, lo que es? Tengo que hacer un esfuerzo. Tendré que hacerlo, a cada momento, no olvidarme de la fecha, del tiempo pasado. Matar los recuerdos. No he venido a eso sino a trabajar en lo que fue (uno) y ver, por mi gusto, lo que es (dos). No a relacionarlo. Y es lo que hago en todo momento, sin remedio.

En el hall, ya esperándonos, aunque llegamos a la hora, un viejo amigo, representante que fue de mi padre; socialista que nunca tomó partido abierto; pequeño industrial, hoy retirado. Afines, siempre nos llevamos bien. Le llamé por teléfono. Quedó viudo hace diez años. Se me había olvidado. Sus hijos están casados, el uno en Francia, el otro en Madrid. Vive en un pueblo cercano. Lee. Oye la radio francesa. Hablamos del pasado. De los que ya no son. Del sesgo de la historia. Me sorprende —me alegra— oírle al tanto de los sucesos, reviviéndolos. Es la primera vez que, aquí, me sucede: todos interesándose en lo suyo; a lo sumo, por lo mío.

—El que no se entera es porque no quiere. Se consiguen todos los periódicos. En general no es que no les importe sino que se contentan con lo que tienen.

Miré la hora, por un momento había olvidado que estaba en España. Quedamos en volvernos a ver a mi regreso de Valencia. Nos abrazamos. Nos miramos. Tenía los ojos vidriosos. Quería decirme algo; no pudo. O, tal vez, no quería. Para el recuerdo le llamaré Vicente.

Cena con Luys Santamarina, José Jurado Morales y su mujer, con P., claro. Luys sigue tan o más agresivo para esconder su ternura.

—¡Buen besugo estás hecho!

—Cara de tonto ha de tener.

Seco. De palo. Cuando se enfada, su cara enjuta, de ojillos agudos y secos, le da expresión de busto romano.

Nos sirven en la parte alta del café donde suelen reunirse, en lo que fue y continúa siendo todavía, Cortes, a cien metros del Oro del Rhin, café que mañana cierran «para reformas» y que hasta hoy está todavía igual que en Campo cerrado. El mismo Oro del Rhin donde nos reuníamos hasta hace treinta y seis años. Pregunto por los comensales de que me acuerdo. Como es natural, la mayoría ha muerto. Viene la conversación, normalmente, hacia aquellos tiempos y lo sucedido después. Hablamos un poco aparte Pepe Jurado y yo de los muertos de nuestro lado. Surge el nombre de Ciges Aparicio, como gobernador de Palencia, y Luis que sólo oye «fusilado», dice:

—Bien fusilado estaría.

—¿Ciges Aparicio?

—No. Ése no.

—¿Y Carballo? (Carballo era gobernador civil de La Coruña, compañero de Ayala y de Medina. También fusilaron a su mujer).

—O también me vas a contestar, como Dalí, cuando se enteró de la muerte de Federico: «¡Olé!».

—No. Pero perdisteis.

—Sí. Y tú ya no eres nada ni eres nadie y has escrito unos versos que he reproducido en una historia de la poesía española contemporánea, de los que tal vez te acuerdes.

—Sí. ¿Y qué?

—Que habéis hecho de España un conglomerado de seres que no saben para qué viven ni lo que quieren, como no sea vivir bien. Franco ha hecho el milagro de convertir a España en una república suramericana…

Le brillan los ojos:

—¿Es que crees que si…?

Subido en su furia. Nos miramos. Callamos. Sonreímos. Nos echamos a reír.

—Maxito, Maxito…

Y yo: —Luys…

Nos damos cuenta de lo absurdo de la situación y de que no tiene remedio. Nos apretamos los antebrazos. Cambiamos el rumbo. Medina, Chabás, Salas: la tortilla de patatas, la calle de Escudillers, el Paralelo, las madrugadas…

Recuerdo que una de las normas que establecí antes de tomar el avión, en Roma, fue traer a cuento la comida o la bebida para salir de cualquier trance apurado. No ha sido el caso, la tortilla llegó rodada, atada a los recuerdos, de cómo descubrimos que el vino de Jerez era un resultado del sol sobre las cepas alemanas traídas por Carlos I de Alemania y V de España…

De todos modos, no se restablece la cordialidad perdida. Demasiada sangre, demasiados muertos, demasiada cárcel. Y, tal vez, sobre todo, demasiados años. Luys está hecho un palo, no ve bien, oye mal y yo, tal vez, tenga ya las fontanelas demasiado cerradas para poder aceptar, como un triunfo, el que viva de una mediocre bicoca oficial, él, que soñó ser general en jefe de las tropas de ocupación españolas sobre la tierra conquistada de Cataluña. Ahí, a cien metros, hace más de un tercio de siglo, cuando nos reuníamos, a tomar café, en el que hoy han cerrado un poco como las universidades, las iglesias, las fábricas y las fronteras para ver qué hacen con esta España nueva, híbrida, que les ha salido a los tecnócratas, banqueros y obispos conciliadores y con la que, a primera vista, parecen no saber qué hacer, desbordados por el afán de diversión, de buen vivir, el destinte del turismo, de los bikinis, del francés, del inglés, del alemán, de las minifaldas, de los bares, que los sumerge y fuerza a fabricar una España con la que nadie contaba. Una España descolorida y cada vez más coloreada «sicodélicamente» en sus contornos de buen ver y que sin embargo sigue, como siempre, en el puño del ejército.

No llevo una semana aquí, es verdad, pero no reconozco nada. Estoy como el hotel donde viví tantos años ahí, a dos pasos, en la plaza de Cataluña: derribado, vuelto solar. Todavía no han reconstruido nada de él. Vacío. Resguardado por unas bardas de ladrillo desconchado. Me siento carcomido. Barcelona, ciudad triple, tan clara en los mapas: la ciudad medieval, la ciudad decimonónica, el ensanche sin límite de nuestro tiempo. De nuestro tiempo, no del suyo. Y esta Barcelona fabril y trabajadora, culta a la francesa, pero ante todo catalana, por lo menos tal como la conocí, esa Barcelona donde, sin querer, en muy pocos años, aprendí a hablar el catalán que no hablé nunca en Valencia; esa Barcelona orgullosa de su lengua, de su Renacimiento, de su arquitectura tan personal —y horrenda—, esa Barcelona que encuentro hablando español, como si tal cosa y si, por ser agradable, empleo el catalán, a los tres minutos volvemos a caer —no por mí, por ellos— en el castellano. No lo digo ni en bien ni en mal. Tal vez pase aquí como allá enfrente, en Israel, y los niños vuelvan a aprender el idioma olvidado de sus padres.

Sufre el bueno de Pepe. Quedó aquí —¿por qué no?— como tantos, republicano tibio, triste; sobreviviente callado, intentando no manifestarse, escribiendo versos que no le hacen daño a nadie, publicándolos por su cuenta; siempre a la sombra de Luys, por si acaso la policía o una mala lengua le denunciaba por lo que era: una persona decente; y por la amistad verdadera que les une.

No se puede decir que la cena haya sido un éxito. Pepe vendrá a verme mañana, solo. Nos lleva al hotel, en su coche, uno de esos innumerables coches pequeños que sólo empiezan a funcionar bien a los seis meses de uso, según me dice, cuando ya los han ajustado y hecho desaparecer las fallas de montaje, del montaje nacional.

La gran discusión había llegado de pronto, casi a los postres, al hablar de las novelas de los más jóvenes y alabar yo, sin segundas, El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio. Luys se disparó, frenético:

—¡Es una porquería! Un asco. No sabe escribir. Leí cincuenta páginas y tiré asqueado el libro. Se lo dije a su padre. Estaba de acuerdo.

Recuerdo su amistad con Sánchez Mazas, su admiración por ese adlátere: falangista de primera hora como él, adorador del castellano más rancio; Rafael —tan delgado como Luys— en Bilbao, rodeado de separatistas (y banqueros) y Santamarina aquí, rodeado de catalanistas (y banqueros). Más puro —mucho más— Luys, con menos nombre. Ambos acabaron igual: honrados y varados, apestados. Pero lo pienso después, después de haberle cantado las cuarenta subido en la indignación de mi verdad:

—¡No tienes remedio! ¡Hasta el juicio crítico has perdido! ¿Conque mal escrito? Estás en Babia. No. Desgraciadamente, no. Ahí tienes: es el resultado normal de la obnubilación a que os ha llevado el régimen. ¿Conque El Jarama te parece malo? ¡Qué será entonces todo lo demás! ¿Qué te gusta?

—¡Su padre! Ése sí era un escritor…

Otra vez me doy cuenta. ¿Para qué discutir? Miro a Luys. Me mira fijo, serio. Me echo a reír. (Malditas las ganas que tengo. Mas ¿qué hacer?). También ríe. No tenemos remedio. No: no hay remedio. Se lo digo.

—No te gustó El Jarama, porque en el fondo está contra el régimen. Ése que te esforzaste, con tu vida, en traer.

—Y ¿te parece poco? Pero, además, está mal escrito…

No hay remedio.

30 de agosto

Nos vamos esta noche a Valencia. A las diez estaremos en Manises. Hasta ahora, todo a pedir de boca (aparte el calor y la sed, no he visto a nadie que no quisiera ni conocido a personas que nos conociera). Después de ocho días en Valencia, que Carmen haga conmigo lo que quiera.

Comemos con la familia después de pasear por el puerto y volver a subir a Montjuich. Duermo mi siesta. Damos unas vueltas. Tranquilidad y buenos alimentos.

Al aeropuerto. Cuarenta minutos de vuelo. (¡Qué recuerdos! Manises: la primera avioneta. El primer vuelo, ¿1921? El artículo de Pepe Gaos en El Pueblo contando sus impresiones, que eran las mías. Luego los Fokker… No: no hacíamos mucho más del doble del tiempo empleado hoy. Es poco adelanto para tantos años).

Valencia (Manises). Un aeropuertito. La familia lo llena, y no están todos. Veo, de pronto, más altos que yo, a los sobrinos que no conozco. Mi hermana. Sobrinos, sobrinas (que conozco ahora, con Carmen, ya viuda). Todos grandes, lucidos, rebosando gusto y salud.

En casa, mi suegra. Tan guapa, recia y fuerte como si la hubiese dejado hace unos días. (No hay sorpresas mayores: a todos, tal y como son, los reconozco por las fotografías que no han faltado a su obligación). Feli, nuestra criada de ayer. Hablan y hablan y hablan para todo y para nada.

En el viaje del aeropuerto a casa no he reconocido nada como no sea la Gran Vía.

—Plan Sur —me dicen.

—El Plan Sur.

Desvían el río. Anchas calles, bloques, avenidas. Como si Valencia fuese Guadalajara, Barcelona, Londres, París; un poco menos pero no tanto.

La casa es la misma. El ascensor, el mismo.

31 de agosto

Bajo solo, a la calle. ¿Cuánto tiempo hace que no estoy solo? P., desde el último achuchón, no me deja ni a sol ni a sombra, pendiente. Se queda con su madre. Bajo a la calle a ver, a cien metros de este portal, el que fue el nuestro: Almirante Cadarso, 13. Está, naturalmente, igual; la casa la estrenamos nosotros. Allí pintaron Genaro y Pedro un mural en el comedor grande. Tengo fotografías. Al lado, en el solar, han construido una casa. Entro en la que fue nuestra. Hablo con la portera. Es Clotilde. La miro.

—¿No me conoce?

Poco a poco le va cambiando la cara. Está a punto de llorar.

—¡Don Max!

Es, tal vez, la primera vez que el «don» pegado a mi nombre no me hiere. Y los recuerdos. Que tuvo mis escopetas de caza hasta que vinieron unos amigos por ellas. (Si, ya sé: Manolo, Fernando). No le pregunto: la dejo hablar. Ayer.

Ahí enfrente vivía Miñana. Ayer. Enterrado en Yugoslavia. Nadie me preguntará por él.

Sí, la luz es la misma. El cine de la esquina. La fuente es nueva: el maestro Serrano, sentado. Tomo una horchata a sus espaldas. Está buena, sin exceso. Tal vez no llega al punto del recuerdo. Las fruterías dan gloria. Compro cerezas, albaricoques. ¿Por qué? Habrá en casa. Un melón, señor, un melón que huele a gloria, como ayer…

—Tío: ¿sabes por qué está negro Serrano?

(No recuerdo ahora si está fundido en bronce en su silla o tallado en mármol oscuro. Sí, las musas en bajo relieve y medio círculo, atrás, desnudas…).

—No.

—Porque no se puede volver.

Chistes. Todo son chistes. Si en estos ocho días pasados no me han contado cien —acerca de los mandamases— no fue ninguno. No recuerdo uno. Por eso los dejan correr. Van a dar a la mar o a las aguas negras.