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Intento agarrarla, pero no llego. La observo caer: va dando vueltas y más vueltas antes de hundirse en el agua golpeando la base de la plataforma. Resollando, dolorida y furiosa, me doblo sobre la barandilla. Entonces, detrás de mí, oigo al general gritando por su kom.

—¿¡Qué has dicho!? ¿Que los pilotos del roto están haciendo qué? Maldita sea, ¡no os oigo! ¡Contactaré dentro de un minuto!

Pasa cojeando por la puerta detrás de mí. Todavía lleva la visera levantada y, cuando me ve, una sonrisa maléfica le aflora en el rostro.

—Creías que podrías escapar, ¿eh? —me grita fuerte para que le oiga a pesar del ruido del roto, que todavía nos sobrevuela.

Empiezo a alejarme de él. Cuando ve que estoy desarmada, su sonrisa se agranda aún más. Hace retroceder el cargador de su pistola.

—¡Aquí, capullo! —grita Max, que aparece corriendo por la pasarela, por detrás del general.

El general se vuelve de golpe, apunta con su arma directamente al corazón de Max y aprieta el gatillo.

—¡No! —grito, y me abalanzo sobre el general, choco contra él e intento tirarlo al suelo.

La pistola sale volando y dispara al cielo. El rayo debe de impactar contra las hélices de la parte baja del roto, porque este se ladea de pronto y el gemido de las aspas pasa a ser un chillido. Logro agarrar al general por la muñeca y rompérsela golpeándosela contra la barandilla; tira la pistola y esta cae como una pluma hasta ir a reunirse con la mía bajo el agua.

—¡Max! ¡Dile a Anna que envíe a los demás de vuelta aquí arriba! ¡Necesito su ayuda! —grito mientras el general y yo luchamos y nos resbalan los pies sobre el cemento mojado de la pasarela. Max me responde gritando, pero no lo oigo; el roto averiado, incapaz de seguir volando, intenta aterrizar en la azotea de la prisión—. ¡Vete! —le ordeno.

Max Vuelve a agacharse para pasar por la puerta.

El general y yo nos acercamos cada vez más a la barandilla. Me ha agarrado por los brazos, me sujeta con el doble de fuerza que antes. Me agacho y me revuelvo, me retuerzo y pataleo. Pero no puedo soltarme. Y estoy cansándome muchísimo. La herida del brazo me arde, y me duelen las costillas del golpe que me he dado en la barandilla. Quiero que esto termine.

Le meto el pie derecho por detrás de la rodilla. El general ya no puede más y se tambalea por la herida del tobillo, pierde el equilibrio y se tropieza con la barandilla. Pero sigue agarrándome por los brazos y cae hacia atrás con tanta fuerza que se precipita por encima de la barandilla y me lleva consigo.

Al segundo, descendemos en medio del vacío en dirección al oleaje.