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El primero nos sobrevuela antes de que podamos hacer nada y sale disparado de la oscuridad deslumbrándonos con sus focos.

—¡Bajad al barco! ¡Bajad al barco! —grita Anna.

Steve y Drew salen corriendo hacia el ascensor. Yo me dispongo a correr tras ellos, pero veo que el roto está sobrevolando las dependencias del personal, ubicadas en la parte más alta de la prisión.

—¡Esperad! —exclamo—. ¿Qué está haciendo?

Anna también mira hacia arriba. Un foco nos ilumina desde el vientre de la nave y baña la ya iluminada grúa con una luz blanca azulada, lo que transforma las gotas de lluvia en brillantes esquirlas. Me bajo la visera para taparme los ojos y veo que alguien baja una cuerda por una pequeña trampilla que hay en un lateral del roto.

—¡El general está en la azotea! —grito—. ¡Están rescatándolo!

Vuelvo a entrar corriendo en dirección al ascensor, y los botones para que me lleve a la última planta. Cuando llego a la sala, está inundada por el brillo de los focos del roto. «¿Cómo han conseguido subir hasta ahí arriba?», pienso. Miro al fondo de la habitación, busco una puerta, pero no veo ninguna. Y las ventanas no se abren, aunque no están rotas.

Entonces me fijo en que alguien ha arrastrado una mesa que estaba pegada a la pared hasta el centro de la habitación. Miro al techo, justo por encima de la mesa, y veo el borde tenue de una trampilla, disimulada para que parezca parte del embaldosado.

Subo como puedo a la mesa, vuelvo a meterme la pistola en el cinturón y abro la puerta del techo de un empujón. Cuando me agarro al borde de la trampilla y me doy impulso para pasar por ella, recibo el impacto de la ventolera provocada por las hélices del roto.

Quedan solo dos agentes de la ACID en la azotea. Uno está ascendiendo por la cuerda, lo están recogiendo lentamente para subirlo hasta la puerta del lateral del roto, y el viento y la corriente de las hélices lo empujan peligrosamente hacia las hélices de la parte baja de la nave. El otro agente se encuentra de espaldas a mí, esperando. Siento un estallido de desesperación. He llegado demasiado tarde. El general se ha marchado.

Entonces veo los tres triángulos en la manga del uniforme, y el nombre escrito debajo: 912 S. HARVEY.

Gracias al ruido del roto, el general no me ha oído entrar por la trampilla. Cojo la pistola láser, pero cambio de idea y agarro la pistola de descargas eléctricas. Quiero inmovilizarlo, no matarlo. Corro hasta situarme detrás de él e intento tirarle de la cabeza hacia atrás con un brazo para poder meterle la pistola de descargas entre el cuello y la parte inferior del casco. Grita y se vuelve, pero yo aguanto. No logro introducir la pistola por donde quería, así que se la meto por debajo de la axila. Cuando aprieto el botón, el arma suelta la descarga, pero no ocurre nada. El uniforme que lleva el general debe de ser a prueba de descargas.

Se vuelve de golpe y ya no puedo seguir aguantando. Lo suelto y salgo disparada hacia atrás; se me cae la pistola y casi resbalo sobre la superficie mojada por la lluvia de la azotea, aunque consigo mantener el equilibrio. El general se levanta la visera. Yo también me la levanto. Nos quedamos mirándonos, resollando con fuerza.

—Tú. —Frunce el labio superior—. Voy a acabar contigo.

Alza la vista hacia el roto.

—Decid al dos y al tres que no disparen todavía. Tengo que encargarme de un asunto pendiente —dice por el kom, y me doy cuenta de que debe de estar dirigiéndose a los rotos que esperan suspendidos por encima del agua el mar—. No, no necesito refuerzos. Vosotros esperadme. —Luego se saca la pistola del cinturón.

Yo no tengo tiempo de sacar la mía. No tengo tiempo de recuperar la pistola de descargas. Retrocedo un paso y salgo corriendo hacia la trampilla.

Llego hasta ella justo cuando el general me dispara por primera vez. El impacto eléctrico y mortal de su pistola de rayos láser, cien veces más potente que la descarga de la pistola eléctrica, pasa zumbando a mi lado y siento un dolor indecible en la parte superior del brazo derecho, justo por debajo del hombro. Me lanzo a la trampilla y caigo a la mesa de debajo, luego me levanto para cerrar la trampilla, salto hasta el suelo y miro, desesperada, a mi alrededor en busca de un lugar para ocultarme. ¡Pam! La trampilla queda hecha añicos y cae una lluvia de humo y astillas.

El general aterriza sobre la mesa con tanta fuerza que esta se tambalea, y yo salgo corriendo de la sala hacia el ascensor con él pisándome los talones. Me dirijo al ascensor, pero él dispara a los botones, y las puertas se cierran antes de que pueda llegar. Por eso voy hacia la escalera y subo los peldaños de dos en dos. El general vuelve a disparar; me agacho justo cuando el disparo impacta en la pared que tengo delante, y me llueve la metralla. Llego al primer rellano, las botas me chirrían sobre el suelo cuando doblo la esquina y empiezo a bajar el segundo tramo de escalera.

«Los demás. Estoy llevándolo directamente hacia ellos.» Anna tiene una pistola, pero ¿y si él le dispara a Max o se da cuenta de que los prisioneros han escapado y ordena a los demás rotos que sobrevuelan el mar que empiecen a bombardear la isla?

Al pie del segundo tramo hay una puerta entreabierta con un cartel que indica COCINA/MANTENIMIENTO. La cruzo corriendo y la cierro de una patada. Estoy en un pasillo angosto y en penumbra. Dudo un instante, me pregunto adónde ir. Entonces, a mis espaldas, la puerta vuelve a abrirse. Paso por la primera puerta que veo y accedo a una gran cocina, que es igual que las cocinas de Mileway, con encimeras metálicas, una isla y neveras y fogones gigantescos. Corro hasta el fondo y me agacho detrás de la isla. Empiezo a resollar. Me concentro para intentar tranquilizarme. El corazón me late tan deprisa que parece que pudiera explotarme y salírseme del pecho; también me palpita el brazo en el lugar del impacto. Cuando me lo miro, veo un enorme desgarro en el hombro donde me ha alcanzado el disparo del general, me ha agujereado el uniforme; tengo la piel ennegrecida y en carne viva. Unos centímetros a la izquierda y me hubiera arrancado el brazo de cuajo.

El general entra como una exhalación segundos después. Él también resuella.

—No me vengas con jueguecitos estúpidos, Jenna —suelta—. Ambos sabemos que esto va a acabar.

Me quedo donde estoy, con los puños apretados, intentando ignorar el dolor del brazo, y observo cómo camina hasta el fondo de la isla. Cuando empieza a rodearla, me arrastro para alejarme de él, todavía en cuclillas, y voy acercándome a la puerta. Ya casi he llegado cuando, en el pasillo de fuera, oigo unos pasos y a alguien que grita: «¿Jenna? ¡Jenna!».

«Anna.» El general vuelve la cabeza de golpe. Yo me quedo paralizada, oyendo cómo se acerca ella. «No entres aquí —pienso cuando veo que el general levanta la pistola—. Por favor, no entres aquí.»

Anna está en el pasillo; oigo sus botas chirriando sobre el suelo. Cuando llega a la puerta y el general levanta la pistola para dispararle, me levanto y grito:

—¡Eh!

Pero lo hago una décima de segundo tarde; ya ha apretado el gatillo. Anna grita. Con la cabeza gacha, salgo corriendo hacia la puerta y la veo apoyada contra la pared, a la salida, apretándose el costado izquierdo.

Cuando veo a Max de pie junto a ella, me da un vuelco el corazón.

—¿Estás bien? —le pregunto a Anna.

Ella niega con la cabeza. Aparta la mano y me lo enseña. Tiene los dedos empapados de sangre y un agujero en el uniforme, quemado y húmedo, como el que tengo yo en el brazo.

—¡Vamos! —grito a ambos.

Salimos corriendo por el pasillo, Anna vuelve a apretarse el costado y se oculta en un nicho de la pared cuando el general nos dispara de nuevo. Empujo a Max y a ella para ponerlos detrás de mí, hago retroceder el cargador de la pistola, asomo la cabeza por la esquina del hueco y, apretando los dientes para soportar el dolor del brazo, disparo, apuntando a los pies del general. Se oye un golpe, una explosión de astillas, y el general suelta un aullido y se tambalea cuando el disparo le alcanza en el tobillo derecho.

Pero sigue acercándose a nosotros.

En cualquier momento llegará a la altura de Anna y Max.

«Tengo que alejarlo de ellos», pienso. Ignoro los gritos de Anna, que me dice: «¡Jenna, no!», y a Max: «¡No!», y salgo al pasillo, levantando la pistola por delante de mí.

—Estoy aquí —digo—. ¿Por qué no vienes a buscarme?

—Será un placer —suelta el general. Va cojeando, y ahora se limita a caminar deprisa. Tiene la parte baja de la pernera izquierda reducida a un montón de harapos.

Mientras se acerca renqueante, yo voy retrocediendo de espaldas. Está tan concentrado en mí que ni siquiera se fija en el hueco. Al final, el pasillo dobla a la derecha. Miro al fondo y veo otra puerta. Corro hacia ella, pero está cerrada con llave. Me echo hacia atrás y pulverizo el cerrojo. Luego abro la puerta de un golpe, paso corriendo y salgo a la pasarela que vi cuando llegué. Me golpeo contra la barandilla metálica del borde con tanta fuerza que me doblo sobre mí misma, me quedo sin respiración y se me cae la pistola de la mano.