—Es una puñetera mentira —replico—. ¿Para qué ibas a venir si pensabas destruir este lugar? ¿Por qué ibas a arriesgar tu propia vida de esa forma?
El general no me responde, pero, mientras le miro, intentando imaginar la respuesta, intentando adivinarla, algo hace clic en mi mente.
—No podías resistir la tentación de verlo con tus propios ojos, ¿verdad? —digo—. Querías asegurarte de que Anna y todos los demás morían, además de todas las personas a las que tienes encerradas aquí dentro. —Le dedico una sonrisa fría y carente de humor—. Solo que tenías planeado observarlo desde un lugar lejano y seguro, a bordo de un roto.
Echo a andar hacia la puerta.
—¡Jenna, espera! ¿Por qué no hacemos un trato? —pregunta, y, por primera vez, percibo un matiz de pánico en su voz.
Me detengo.
—¿Qué?
—Borra la grabación que acabas de hacer y desátame, y les diré que se vayan.
—Y luego, ¿tú qué harás? —espeto—. ¿Encerrarnos a todos en las celdas de por vida? Me parece que no.
Cruzo la puerta.
—¡Jenna! —me grita.
«Mierda —pienso—. Va despertarlos a todos.» Me vuelvo sobre los talones y regreso corriendo hacia su habitación.
—Entonces, ¿estás de acuerdo? —pregunta, y parece entretenido e incluso aliviado.
Lo ignoro, agarro una camisa de una percha de la puerta y la enrosco hasta convertirla en una cuerda que le pongo alrededor de la cabeza, para asfixiarlo. Se pone rojo y se le salen los ojos de las órbitas mientras emite sonidos de agonía por debajo del trapo. Ahora nadie podrá oírlo.
«Por eso estaba vestido», pienso mientras me dirijo corriendo hacia la sala, desierta, y voy hacia el ascensor. «Iba a salir de aquí, y seguramente iban a acompañarlo los agentes que no estaban de guardia, mientras los de LIBRE realizaban la ronda. Anna ha dicho que todavía había un roto sobrevolando la isla…»
Le doy a la pantalla holográfica que hay junto al ascensor para llamarlo y luego contacto con Anna por el kom.
—¿En qué pabellón estás? —le pregunto, antes de que pueda decir nada—. Tenemos problemas.
—¿Qué quieres decir? —pregunta, con un tono agudo—. ¿Es que el general ha descubierto que estás aquí?
—Es mucho peor que eso —respondo—. ¿Dónde estás?
—En el tres. Pero…
—¿Está alguno de los barcos grandes amarrado todavía con los aparejos?
—Sí. Ahora, por favor, ¿puedes decirme qué…?
Llega el ascensor.
—Voy para allá —le digo, y corto la comunicación.
«Tenemos que subir cuantos más podamos al barco —pienso mientras llega el ascensor que me bajará hasta el tres—. Tengo que trasladarlos a la isla, y conseguir las barcas hinchables mientras Felix pone en marcha el roto. Aunque solo consigamos llevar a la gente a las demás islas, al menos estarán seguros.»
Mentalmente sumo cuántas personas necesitamos evacuar de la prisión. Doscientos cuarenta presos. Ocho de nosotros además de otros ocho agentes. El general y el personal de mantenimiento; no tengo ni idea de cuántos son.
En otras palabras, un montón.
Tenemos una hora para conseguirlo. Quizá menos.
Cuando el ascensor llega al pabellón tres salgo y corro hacia las puertas blindadas. No conozco el código para abrirlas, así que las empujo con las palmas de las manos. Al cabo de unos segundos abro y encuentro a Anna y a Rav plantados al otro lado.
—¿Qué demonios ocurre? —suelta Anna, y se quita el casco.
Lo explico tan rápido como puedo.
—Tenemos que avisar a los demás y empezar a sacar a la gente de las celdas —le digo, y veo que se ha quedado lívida.
—Yo lo haré —contesta Rav, y se vuelve, hablando a toda prisa por el kom.
—¿Dónde está el general ahora? —pregunta Anna mientras esperamos unos minutos agónicos y eternos, escuchando como Rav cuenta a los demás lo que ocurre y les da instrucciones.
—En su habitación, atado a la silla y amordazado —digo—. No os preocupéis. No escapará. Pero a él también tenemos que sacarlo.
Anna asiente en silencio.
—No te preocupes, no nos olvidaremos de él. —Se pasa una mano por el pelo, y se lo aparta de la cara—. ¡Dios!, ¿cómo lo ha descubierto? Hemos tenido muchísimo cuidado…
—Ya está —dice Rav y se vuelve. Está blanco como la cera.
—Vale, empecemos a sacar a la gente —añade Anna—. Creo que lo mejor será que sigamos fingiendo que somos de la ACID; si explicamos la verdad, los presos se confundirán y eso ralentizará las cosas. Decidles que estamos evacuando la prisión. Asustadlos con las armas si hace falta; cualquier cosa para conseguir que se muevan. Jenna, tú quédate aquí conmigo. Rav, tú avisa al personal de la planta que está debajo de la nuestra. Dejaremos al general y a los demás agentes para el final.
Rav se dirige hacia el ascensor, y Anna, después de volver a ponerse el casco, entra conmigo corriendo por la cámara de aire y hacia el pabellón. Empezamos por las celdas del fondo, abrimos las puertas y ordenamos a los prisioneros de expresión espantada que se levanten antes de desatarles las muñecas e indicarles que salgan al pasillo.
—¡Esperad formando una fila! —les espeto a través del casco—. ¡Que nadie se mueva hasta que nosotros lo digamos!
Al ver mi pistola, nadie intenta protestar, ni siquiera los que siempre gritan y nos lanzan insultos cuando estamos de guardia. Salen arrastrando los pies al pasillo; resulta patético verlos con sus ropas harapientas y sucias. Unos cuantos están tan débiles que los demás tienen que ayudarlos a caminar. Vuelvo a sentir la misma rabia por dentro cuando miro el rostro somnoliento del general, la misma que sentí cuando murió Aysha y cuando encontré a Max, y me siento casi tentada de sugerir a Anna que dejemos al general y al otro equipo de agentes en la prisión.
Sin embargo, el general tiene que pagar por todo lo que ha hecho; por todos los años de opresión y corrupción y terror que la ACID y él nos han hecho padecer para someternos. Se lo debemos a estas personas, y a mis padres y a Alex Fisher, y a Max…
«¿Lo habrán sacado ya? —me pregunto mientras nos dirigimos a toda prisa hacia la escalera; son demasiados para ir en ascensor—. Por favor, que esté bien.»
No ha pasado mucho tiempo cuando coincidimos con las personas que están siendo evacuadas de la planta de abajo. Detrás de nosotros van bajando más presos de los pabellones superiores, y la escalera no tarda en quedar abarrotada.
—¡Esto no va a salir bien! —me grita Anna al oído—. No va a haber sitio para todos en la grúa móvil. Tendremos que hacer que la gente espere en la escalera. ¿Puedes contactar con los demás y decírselo?
Levanto la pistola para evitar que las personas que me rodean intenten adelantarme a codazos, y hago lo que me ha pedido Anna.
—¡Quédate donde estás! —le grito a uno—. Que todo el mundo se quede donde está. ¿Queréis mataros?
Vuelvo a levantar la pistola y hago retroceder el cargador. Se me revuelve el estómago cuando veo que las personas que me rodean se apartan. Odio tener que amenazar a los presos cuando no han hecho nada para merecerlo, pero, si la evacuación se convierte en un caos, todos quedaremos atrapados.
Me da la sensación de que he estado esperando allí una eternidad. Doy la orden de voz para encender mi visualizador, y veo que han pasado veinte minutos desde que he contactado con Anna para informarle de la situación. El pánico amenaza con invadirme de nuevo, y tengo que hacer un esfuerzo para reprimirlo.
¿Qué ha sido ese ruido? ¿Aspas de roto? Escucho con más atención, pero lo único que oigo son los murmullos y toses de los prisioneros a mi alrededor esperando en la escalera. Entonces me suena el kom.
—Vale, empezad a sacar a la gente para que se monte en la grúa móvil —ordena Anna.
Mientras bajo abriéndome paso a empujones hasta allí, alguien me agarra y está a punto de tirarme. Consigo agarrarme a la barandilla justo a tiempo y me vuelvo con la pistola levantada.
—¡Dejad de joder! —grito—. ¡Estamos intentando salvaros la puta vida! —Fuera está lloviendo, y las gotas de agua golpean las puertas que llevan a la grúa móvil. Los presos se apelotonan, se niegan a salir—. ¡Seguid moviéndoos! —grito.
Me abro paso a manotazos y se me empaña la visera con la lluvia. Me la limpio enfadada. La grúa móvil está iluminada por enormes focos; miro a mi alrededor y consigo ver a Anna de pie junto a la barandilla, empujando a la gente hasta el ascensor. Los dos barcos grandes están amarrados en el mar, que se ve a nuestros pie.
—¿Felix está en la isla? —le pregunto por el kom.
—Sí, él, Rebekah y Nik están con el roto. Están pidiendo ayuda —dice—. Tú vete con este grupo.
—¡No! —grito, y me limpio de nuevo la visera. Esta choca contra el casco, y me impide oír bien—. Tengo que esperar a Max.
—¡No seas estúpida! —me espeta—. ¡Es demasiado peligroso!
—¡No pienso ir a ninguna parte!
—¡Por el amor de Dios, Jenna…! —Niega con la cabeza, luego aprieta el botón y envía el ascensor hacia abajo, hacia el barco.
Unos minutos después regresa, vacío, y empujamos al siguiente grupo de internos para que entren en él. Detrás de mí, más y más gente se dirige hacia la grúa móvil, y llena los huecos que han dejado las personas que ya han embarcado en las naves. ¿Dónde está Max? A estas alturas ya debería haber llegado.
Entonces lo veo, de pie junto a las puertas.
Retrocedo empujando a las personas con los hombros.
—Max —digo, y lo agarro por el brazo.
Se sacude para zafarse, y entonces recuerdo que todavía tengo la visera puesta Me la levanto y enseguida quedo empapada por la lluvia.
—Max, soy yo —digo.
Su cara de susto se convierte en expresión de reconocimiento.
—¿Qué ocurre? —pregunta.
Se lo cuento. Luego, detrás de mí, Rav aparece con un pequeño grupo de personas ataviadas con uniforme gris: el personal médico de la prisión y el personal de cocina y de mantenimiento, incluida la doctora, su ayudante y el chico al que vi limpiando la habitación del general. Fiona también está. Llega Anna.
—¿Cuántos más? —pregunta.
—Pabellón cuatro —dice Fiona—. Steve y Drew están bajándolos. Después regresarán a por el general y los demás agentes. ¿Quieres que me encargue del segundo barco?
Anna asiente en silencio y vuelve al ascensor con el grupo. Todos parecen impacientes. Me pregunto qué les habrá dicho Rav para sacarlos hasta aquí.
Anna levanta una mano para detener a las personas que se dirigen hacia ella. El barco debe de estar listo para partir. Levanto la vista para mirar si hay rotos en el cielo, pero no veo nada. Me vuelvo hacia Max.
—Deberíamos bajar al barco —propongo.
Él asiente.
—¡Anna! —grita alguien a nuestra espalda. Me vuelvo a toda prisa y veo a Steve y a Drew corriendo para subir a la grúa móvil.
—Se ha marchado —dice Drew sin aliento cuando nos alcanza—. No hay ni rastro de él. Los demás agentes también han desaparecido.
Anna se queda mirándolo. Yo también.
—Pero eso es imposible —contesto—. Yo lo he esposado.
—Las bridas siguen allí. Alguien lo ha encontrado y lo ha desatado.
«El agente que estaba en la ducha», pienso. Debe de haberse levantado. O el general ha conseguido hacer el ruido suficiente para despertar a los demás. «Mierda.»
—Tiene que estar en alguna parte —digo.
—Hemos registrado las dependencias del personal hasta el último rincón —repone Steve—. No hay ni rastro de él.
—Pero si no hay forma de salir más que por estas puertas —dice Anna—. Tiene que estar…
De pronto se calla y vuelve la cabeza de golpe.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta.
—¿Qué ha sido qué? —pregunta Drew.
—Chist. —Ella levanta la mano.
Todos nos quedamos escuchando y, pasados unos segundos, lo oímos.
El traqueteo sordo de las aspas de un roto.