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Hago retroceder el cargador y levanto la pistola.

—Haz un solo ruido, y estás muerto —le espeto.

Tiene los ojos muy abiertos, mueve los labios sin decir nada y me mira fijamente.

—Tú… —dice con voz ronca.

Le hundo la pistola un poco más en la frente.

—¿Qué acabo de decir?

Cierra la boca de golpe.

—Levanta —le ordeno.

Se queda mirando la puerta.

—Tu guardaespaldas tenía que ir a darse una ducha —añado—. Levanta.

El general Harvey se incorpora, retira la colcha y mueve las piernas para bajar al suelo. Veo que está vestido de pies a cabeza, lleva jersey, pantalones y calcetines negros. Arrugo el entrecejo. Qué raro. ¿Es que tenía frío?

—Siéntate. —Le hago un gesto brusco con la cabeza señalándole la silla.

Obedece y, sin dejar de apuntarle con la pistola, cojo las bridas para las muñecas y los tobillos que llevo en el cinturón, y lo ato a la silla.

—Bueno —dice cuando he terminado. Al parecer ha recuperado la compostura; tiene tono aburrido, incluso sarcástico—. Todo esto es un poco exagerado, ¿no crees, Jenna?

—Cállate. —Finjo apretar el gatillo y entonces cierra la boca. Levanto una mano y enciendo la videocámara del casco—. Bueno —digo—, ¿qué sentiste al enviar a alguien para que matara a mis padres?

Se queda mirándome. Parpadea.

—Ya puedes hablar —añado.

—Eso… eso lo hiciste tú —dice.

—No, no fui yo —respondo—. Fue un agente de la ACID que trabajaba para ti.

Veo que se mueve un pequeño músculo por debajo de su ojo derecho. Espero a que me pregunte cómo lo sé, pero no lo hace.

—¿Qué quieres de mí? —pregunta.

—Quiero que digas que enviaste a alguien para que los matara y que hiciste que la ACID me lavara el cerebro para que creyera que había sido yo.

Se queda mirándome fijamente.

—Dilo —espeto, y vuelvo a rozar el gatillo.

—¿Estás grabándolo? —dice.

—Sí.

—¿Y qué planeas hacer con ello, si puedo preguntar?

—Colgarlo en la redkom —respondo.

—Aquí no tienes los medios para hacerlo, ¿verdad?

—Da igual. Puedo hacerlo cuando vuelva.

Enarca una ceja.

—¿Cuando vuelvas adónde?

—Buen intento —digo. Le apunto al centro de la frente—. Suéltalo.

Resopla por la nariz.

—Bueno, si insistes… —Se aclara la voz y me mira directamente—. Fui yo quien dio la orden de matar a tus padres. Tú eres inocente. —Vuelve a enarcar la ceja—. ¿Eso servirá?

Siento un ataque de irritación. ¿Por qué está siendo tan condescendiente? ¿Por qué no está asustado?

—Sí. Supongo.

—Entonces, ¿vas a soltarme ya?

—No. —Vuelvo a guardar la pistola en el cinturón y me dirijo hacia la puerta.

—Jenna… —me dice cuando estoy a punto de cruzarla.

Me detengo y vuelvo la cabeza para mirarlo.

—Si vas a reunirte con la subcomandante Healey, quiero que le des un mensajito de mi parte —agrega.

Cuando arrugo el entrecejo, él sonríe.

—Dile que sé por qué ella y ese grupo de agentes —dice, poniendo un claro énfasis sarcástico en la última palabra— están aquí en realidad.

—¿Cómo? —pregunto.

—Sé lo de LIBRE, Jenna. Sé lo que intentan hacer.

Me recorre una ola de calor, seguida por una oleada de frío gélido.

—No —replico—. De ninguna manera.

La sonrisa del general se amplía.

—Ya hace tiempo que conozco su existencia, por cierto. Aunque verte aquí me resulta bastante sorprendente.

—¿Cómo los conoces? —le pregunto.

El general sacude la cabeza.

—Preguntas, preguntas… ¡Qué lástima no sentir la necesidad de responderlas! Lo único que importa es que están todos juntos en el mismo lugar. Y el hecho de que tú también estés aquí es, sinceramente, un plus.

Un escalofrío me recorre el cuerpo.

—¿A qué te refieres? —pregunto.

El general levanta la barbilla ligeramente.

—Hay una flota de rotos de camino, llevan cañones y explosivos láser —dice—. Llegarán en poco más de una hora.

Me quedo mirándolo, mientras siento cada vez más miedo.

—Van a destruir la prisión —continúa—. Y a vosotros, al equipo de LIBRE y a tu madre.