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Me despierto un par de horas más tarde porque alguien está aporreando la puerta de al lado, luego oigo el tono grave de una voz masculina. De inmediato me pongo alerta, me incorporo y me quedo mirando la pared que hay junto a la cama. «Ha llegado.» Estamos separados por un par de centímetros de delgado yeso. Si quisiera, podría filmarlo a través de la pared ahora mismo.

Pero tengo más ganas de conseguir su confesión. Me la debe.

Cuando miro la pantalla del reloj holográfico situado encima de la puerta, me doy cuenta de que son las once cero cero horas. He estado dormida más tiempo de lo que creía. Salgo de la cama y me desperezo, bostezando.

Entonces se abre la puerta detrás de mí. Me vuelvo de golpe y veo a Anna, vestida con el uniforme de la ACID y expresión de furia en el rostro.

Cierra la puerta al entrar y camina directamente hacia mí.

—¿Cómo te atreves? —pregunta en voz muy baja. En la habitación de al lado todavía se oye moverse al general—. ¿Te das cuenta del peligro al que nos has expuesto presentándote aquí?

—Si has venido a decirme que debo quedarme en mi cuarto y fingir que estoy enferma hasta que él se vaya —respondo haciendo un gesto brusco de cabeza con el que señalo a la pared, e intentando también hablar en voz baja—, Felix y yo ya hemos tenido esa conversación.

—Espero que lo hayas escuchado —replica Anna—. Porque si el general descubre que estás aquí, nos matará a todos. Lo sabes, ¿verdad?

Pienso en la pistola guardada en la cartuchera del cinturón de mi equipo. «No si antes llego yo a él.»

—Ya sé que eres dura, Jenna —prosigue Anna—, pero esto te queda muy, pero que muy grande. En cuanto se haya marchado el general, encontraré una forma de llevarte de nuevo a tierra, ¿vale? Te enviaría ahora mismo si pudiera, pero el roto todavía está allí, a la espera de que regresemos mañana.

Aprieto los dientes ante su tono condescendiente. ¿Cuántos años se ha creído que tengo? ¿Cinco? Parece que está a punto de decir algo más, pero entonces ambas oímos que la puerta de al lado se abre y se cierra, y unos pasos por delante de mi dormitorio. Nos quedamos paralizadas hasta que oímos que la puerta del salón también se abre.

—Tengo que irme —dice Anna—. No se te ocurra poner un pie fuera de este cuarto.

Es un largo, largo día. Fiona me trae comida y sale a mirar para ver si puedo ir al baño, pero tiene demasiada prisa para quedarse a charlar; de todas formas, no estoy de humor para hablar. Duermo, paseo por el cuarto, hago abdominales y miro por la ventana al mar, que es del mismo color gris plomizo que el cielo.

No oigo regresar al general a su habitación hasta casi las veintitrés cero cero. A estas alturas, los demás agentes del turno de día ya han regresado, y el pasillo se encuentra en silencio. Al general le cuesta una eternidad prepararse para irse a la cama. Es casi medianoche cuando ya no se oye nada. Me obligo a esperar otra media hora, entonces me pongo el uniforme de la ACID: el casco, los guantes y las botas. Apago la luz y, orientándome gracias al filtro de visión nocturna, me dirijo hacia la puerta.

Lo primero que veo al abrir es al agente de la ACID, uniformado pero sin el casco, sentado en una silla frente a la puerta del general con una pistola apoyada en el regazo. Se vuelve hacia mí y me hace un gesto de asentimiento, luego aparta la vista.

Le planto un directo en la mandíbula y lo agarro por el cuello con la otra mano para evitar que la cabeza le impacte contra la pared. Se le ponen los ojos en blanco y se desliza por la silla, como un peso muerto. Lo levanto por las axilas y lo arrastro por el pasillo hasta el baño. Una vez allí utilizo las bridas para muñecas y tobillos que llevo en el cinturón para atarlo a una de las duchas, y cierro la puerta. Con suerte, cuando se despierte y alguien lo encuentre, ya habré hecho lo que necesito.

Vuelvo por el pasillo hasta la habitación del general, enciendo la luz y reduzco su intensidad al mínimo para no despertarlo. Quiero que me vea la cara cuando se despierte, pero, en cuanto me levante la visera, no tendré el filtro de visión nocturna para ver con claridad.

El general está tumbado boca arriba sobre la cama, con los ojos cerrados y roncando ligeramente. Su uniforme y el cinturón de su equipo, con la pistola todavía metida en la cartuchera, están colgados en el otro extremo de la habitación, totalmente fuera de su alcance.

Mientras camino hacia él, pisando bien el suelo sin hacer ruido, saco mi pistola del cinturón y coloco el pulgar en el gatillo. Estoy esperando a que se despierte, aunque sigue roncando.

Cuando llego a la cama, me quedo mirándolo un momento. El odio me reconcome. ¿Cómo puede dormir tan tranquilo siendo culpable de tantas desgracias, de tantas muertes? Merece no volver a dormir jamás.

O dormir para siempre.

Le apoyo el cañón de la pistola en la frente y, cuando abre los ojos de par en par, me levanto la visera del casco para que pueda verme la cara.

—Hola, Sean —le digo, sonriéndole—. Cuánto tiempo ha pasado.