Me invade el horror cuando me doy cuenta de lo que acaba de ocurrir.
—¡Aysha! —exclamo, aunque es evidente que no puede oírme—. ¡Aysha!
Contacto con la doctora, y regreso corriendo a la cámara de aire y luego a la zona de descanso para contárselo a Fiona. Cuando se presenta la doctora, viene acompañada de un chico vestido con uniforme gris y máscara antigás, que empuja una camilla cubierta por una sábana a la que le chirría una rueda.
Desaparecen en el interior del pabellón. Cuando regresan, hay un pequeño bulto bajo la sábana, sobre la camilla. Al verlo se me revuelve el estómago y siento el corazón en la boca. Fiona y yo nos quedamos mirando mientras introducen la camilla en el ascensor. «¿Qué van a hacer con ella?», pienso, y me siento un poco mareada. No estoy segura de querer saberlo.
En lugar de seguir pensándolo, pienso en el general, en cómo envía a la muerte a todas estas personas sin pensarlo un segundo; el frío y el aturdimiento se apoderan de mí. Cuando el general llegue, de una forma u otra, todo esto va a terminar.
La noche siguiente, tras pasarla en la cama sin pegar ojo, desesperada por no haber podido hacer nada más por Aysha, hago otra ronda en el pabellón número cuatro, pero con Rav. A Fiona la envían al dos, con Drew.
Esta es mi oportunidad.
Me encuentro con Fiona cuando sale y le pongo mi mejor cara de súplica.
—Cámbiame el turno —le pido cuando se cierra la puerta detrás de Rav y de Drew. Todos los demás, incluido Felix, ya se han ido, así que estamos solas.
—No puedo —contesta—. Lo siento, pero…
—Por favor… —le suplico—. No… no puedo volver a bajar a la primera planta. No después de lo de ayer.
Parece tan incómoda durante unos segundos que casi me siento mal por haberle mentido. Luego recuerdo por qué estoy haciéndolo.
—Entonces, ve —dice Fiona, y empuja la puerta para abrirla. Nos damos prisa para alcanzar a Rav y a Drew, que ponen cara de no entender nada; se preguntan qué hemos hecho—. Nos hemos cambiado los turnos —explica Fiona—. ¿Pasa algo? Una presa murió ayer en el cuatro, no creo que Felix lo sepa, y Hol se ha quedado un poco tocada.
—No podemos cambiarnos —repone Rav—. Felix…
—Nunca se enterará si no decís nada —les digo, y vuelvo a poner mi cara de súplica—. De verdad. Si tengo que ir ahí abajo me entrará un ataque de pánico.
—Chicos, tenemos que irnos ya —interviene Drew—. Los agentes del otro equipo van a empezar a preguntarse dónde estamos. Cambia el turno con ella si quieres, Fiona, me importa una mierda. Si Felix se entera, os va a caer una buena.
Se dirige al ascensor tan deprisa que los demás tenemos que correr para alcanzarlo.
«A lo mejor Felix no le ha contado a nadie que Max está aquí», pienso mientras el ascensor va bajando.
Llegamos al pabellón dos, y me pongo el casco. Drew también lo hace. Luego entramos a la cámara de aire. Mientras vamos caminando por el pasillo, siento como si de verdad fuera a sufrir un ataque de pánico; siento tanta tensión en el pecho que apenas puedo respirar. «Estará en la siguiente —me digo mientras echo un vistazo a cada una de las celdas, pero Max no está dentro—. No, en la siguiente. En la siguiente…»
Llegamos al último tramo del pasillo, y sigo sin verle.
Luego llegamos a la penúltima celda, y siento que va a salírseme el corazón.
«Max», digo moviendo los labios dentro del casco justo a tiempo de acordarme de que no puedo pronunciar su nombre en voz alta.
Está sentado con la espalda apoyada en la pared de la celda, tiene la cabeza inclinada hacia delante, con la barbilla hundida en el pecho. Ha perdido peso, aunque no está tan delgado como Aysha; todavía no, en cualquier caso. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? Mientras lo miro a través de los barrotes, siento una ira renovada hacia LIBRE por negarse a ayudarlo. Alex Fisher murió por ellos, y así se lo agradecen: dejando a su hijo encadenado en la apestosa celda de una prisión y abandonado a su suerte hasta que se pudra.
—¿Ocurre algo? —pregunta Drew.
Miro a mi alrededor y veo que ya ha empezado a retroceder por el pabellón.
Con una última mirada a Max, corro a toda prisa tras él y murmuro:
—Nada.
Regresamos a la zona de descanso. Quiero levantarme de inmediato, regresar con Max, pero sé que, si no me siento un rato aquí antes, Drew empezará a sospechar. Y si le cuenta algo a Felix, este se enterará y me enviará de vuelta a tierra firme, sin importar que eso suscite las sospechas de la ACID.
Cada minuto que pasa es una tortura para mí. Drew no me habla, se limita a mirarse los guantes, jugueteando con uno de los puños.
No puedo soportarlo más. Me levanto y finjo desperezarme.
—Daré otra vuelta, voy a comprobar que está todo bien —anuncio. Drew también va a levantarse, pero le digo—: No pasa nada. Ya lo harás tú la próxima vez. Por lo general, Fiona y yo nos turnamos en esto.
Vuelve a sentarse y, aliviada, recorro el pasillo con toda la tranquilidad que puedo. Voy directamente a la celda de Max, donde él sigue sentado en la misma posición, con los hombros caídos y las piernas estiradas hacia delante.
—Max —le llamo—. Max.
Levanta la vista. Tiene la mirada apagada y los ojos hundidos. No dice nada. Apago la videocámara y cojo aire filtrado por dentro del casco, desengancho la visera y me la levanto. Trago saliva y me esfuerzo por no vomitar. Sé que, a estas alturas, ya debería estar acostumbrada al hedor.
—Max, soy yo —digo.
Me mira con cara de no entender nada, y recuerdo que todavía tengo el rostro de Jess Stone; no me reconoce.
Abro la puerta de la celda y me meto dentro. Al igual que Aysha, Max intenta alejarse de mí arrastrándose, e igual que Aysha, no puede porque está encadenado por la muñeca. Me acuclillo a su lado y le susurro rápidamente al oído.
—Max, soy Jenna. Sé que no parezco yo. La ACID me cambió la cara después de detenernos. Pero soy yo. Voy a sacarte de aquí.
Entonces veo que lo entiende por su mirada.
—¿Jenna? —pregunta; su expresión es una mezcla de incredulidad y confusión.
—¡Chist! —le susurro.
—Pero ¿cómo has…?
—¡Chist! Ahora no puedo hablar. Pero todo saldrá bien. Tú solo tienes que aguantar en este lugar un par de días más, ¿vale?
Una sonrisa empieza a dibujarse en su rostro, no puedo resistir la tentación de corresponder a su gesto. Me siento tan aliviada de que esté bien, de que esté vivo, que podría besarlo. Pero eso sería un suicido para ambos. En lugar de hacerlo, vuelvo a levantarme y me bajo la visera de golpe.
—Es la última advertencia —le digo con mi mejor tono de cabrona de la ACID, luego me doy la vuelta y salgo de la celda antes de que mis emociones se descontrolen.
Solo cuando regreso por el pabellón me doy cuenta de algo.
Me ha sonreído.
Se ha alegrado de verme.
Lo que significa que ya no me odia.
¿Cómo ha ocurrido?
¿Y cuándo?