Durante los días siguientes, Felix programa los turnos para que yo acabe haciendo el mío en el pabellón número uno; luego en el tres; luego otra vez en el uno; y después de eso, de nuevo en el cuatro.
—Dios, aquí la comida es asquerosa —se queja Fiona mientras estamos bajando. He acabado haciendo todos los turnos con ella, y durante las largas horas que hemos pasado vigilando celdas, nos hemos dado consuelo la una a la otra—. No creo que esa carne que acabamos de comer sea un sucedáneo siquiera.
—Seguramente es de gaviota —contesto.
Todas las ventanas del segundo piso están cubiertas de mierda que reaparece en cuanto el equipo de limpieza la retira. Y siempre que estoy en mi cuarto, oigo a las gaviotas caminando por el tejado. No me sorprendería en absoluto que los cocineros, a los que no he visto todavía, salgan a cazar unas cuantas cuando se acaban los víveres.
—¡Ah, no digas eso! —dice ella, y hace una mueca.
Sonrío, pero en realidad no estoy prestando atención a la conversación. Tengo otras cosas en la cabeza, como intentar imaginar cómo voy a conseguir avanzar un turno para que me toque en el pabellón dos y así poder ver a Max. Y luego está Aysha. ¿Estará bien? Ya me he llenado los bolsillos de la chaqueta de comida y agua para ella, pero no puedo evitar sentirme ansiosa. Me ofrezco para ocuparme de la primera ronda y así poder ir a visitarla.
Cuando llego a su celda, está tendida sobre las mantas y no se mueve. Entro, me acuclillo a su lado y me levanto la visera.
—¿Aysha? —susurro.
Pero ella no responde. Le doy la vuelta poco a poco, y recibo un terrible impacto. Respira, pero con débiles inspiraciones silbantes. Tiene los ojos cerrados y, en la tenue luz, sus labios parecen morados. Me quito el guante y le pongo el dorso de la mano en la mejilla. Está ardiendo; está incluso más caliente que Max cuando lo encontré, y él estaba muy enfermo.
—Aysha —insisto, un poco más alto. Ni siquiera abre los ojos. Está inconsciente.
Regreso a toda prisa a la zona de descanso.
—Tenemos que contactar con el médico —digo a Fiona, y me levanto la visera—. La prisionera de la última celda está muy mal.
Ve la expresión de mi cara y arruga el entrecejo.
—Está bien —contesta. Vuelve a ponerse el casco y habla por el kom—. La doctora va para allá —me dice.
La doctora, una mujer huesuda y de rostro duro, con uniforme de color gris, llega cinco minutos después.
—¿Cuál es? —ladra con un tono con el que demuestra que, en realidad, no le importa una mierda. Lleva guantes, una mochila al hombro y una máscara antigás colgando del cuello.
—La última celda —respondo—. Aysha Kennett.
Poniendo una cara como si le acabara de pedir que limpie las celdas con su cepillo de dientes, la doctora entra decidida en la cámara de aire y se pone la máscara antigás sobre la boca y la nariz.
Fiona y yo observamos cómo desaparece al entrar. La ansiedad me provoca un nudo en el estómago.
«¿Has conseguido grabar algo?», pregunta Fiona moviendo los labios.
«¿De Aysha?», respondo.
«Sí.»
Niego con la cabeza. Levanta la vista, mira a las esquinas del techo —aunque, cuando le sigo la mirada, no veo nada allí—, y me hace un leve gesto de asentimiento hacia un lado.
—Será mejor que termine mi turno —digo en voz alta.
Me bajo la visera de golpe y me dirijo hacia la cámara de descompresión.
La doctora está saliendo de la celda de Aysha cuando llego.
—¿Cómo está? —pregunto.
—Le he puesto un gotero. Aunque no sé si servirá de mucho —contesta la mujer, y su voz suena amortiguada, porque la oigo a través de mi kom, y ella habla con la máscara puesta—. Una vez que se ponen así, bueno…
Durante unas décimas de segundo veo que sus ojos reflejan cierta emoción. Me pregunto cuánto tiempo llevará aquí, a cuántos prisioneros habrá visto en condiciones similares a las de Aysha. Y el pánico me recorre cuando de pronto pienso: «Max podría encontrarse en el mismo estado».
Entonces la mirada de la mujer se vuelve nuevamente dura y fría.
—Si se produce algún cambio, contactad conmigo. De no ser así, vendré a ver qué tal está mañana —dice, se cuelga de nuevo la mochila al hombro y cierra la puerta de la celda.
—¿Mañana? —pregunto—. Pero ¿y si…? —Justo a tiempo, recuerdo que se supone que soy una agente de la ACID. Recuerdo que se supone que no me importa.
Asiento en silencio.
—Está bien. Gracias por haber venido.
Me dirige una mirada extraña cuando se marcha, y me doy cuenta de que incluso el hecho de haberle dado las gracias ha sido excesivo.
No importa.
Cuando se ha ido, entro en la celda de Aysha. Está tumbada en la misma posición en la que la he encontrado antes. Lo único que ha cambiado es la línea serpenteante que le recorre el brazo; la aguja queda oculta por un fragmento de gasa blanca, de una blancura impactante en comparación con la suciedad que le cubre la piel.
Saco la botella de agua que llevo escondida en la chaqueta e intento que abra la boca para poder echarle unas gotas, pero sigue sin responder. Entonces recuerdo que debo grabarla. Con un gran nudo en el estómago, retiro el agua y enciendo la videocámara del casco. Me aseguro de grabar hasta el último rincón de la diminuta e inmunda celda de Aysha; la aguja que tiene en el brazo y su rostro de labios cianóticos y encendido por la fiebre. Después salgo de la celda y regreso caminando hacia la cámara de descompresión.
En mi siguiente visita, Aysha respira con más dificultad y emite un extraño sonido ronco cada vez que intenta inspirar aire. Me quito un guante para buscarle el pulso. Casi no se aprecia; es como el aleteo de una polilla. La bolsa de suero está todavía medio llena, aunque no hace falta ser médico para darse cuenta de que su contenido no está surtiendo efecto.
Vuelvo a ponerme el guante. Estoy a punto de contactar con la doctora cuando Aysha lanza un suspiro y abre los ojos.
—¿Aysha? —pregunto, y me levanto la visera.
Pero no me mira. No mira a ningún lugar.
—¡Aysha! —repito—. ¡Aysha!
Parpadea y vuelve a inspirar de forma entrecortada. Mueve la boca como si estuviera hablando, pero no oigo nada. Intento adivinar lo que está diciendo. «Espera… no voy a… más aquí…»
—Aguanta —le susurro—. Tú aguanta.
Pero vuelven a cerrársele los ojos. Ha dejado de mover la boca. Justo cuando estoy a punto de contactar con la doctora, vuelve a inspirar con dificultad y con un estremecimiento.
Y entonces también deja de movérsele el pecho.