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Esperaba que fuera como Mileway, pero no lo es. No se parece a nada que haya visto antes.

El ruido es lo primero que me impacta: gemidos, chirridos, gritos, risotadas broncas que sin duda alguna no tienen nada que ver con el humor. Luego, el olor, que se me cuela por el casco a pesar de que el aire se filtra a través de él: es un hedor a mierda, orina, moho, cuerpos sucios y desesperación, todo mal disimulado por una capa de desinfectante industrial. Se extiende frente a nosotras otro pasillo mucho más largo que el del exterior, y tan mal iluminado que el otro extremo se encuentra prácticamente a oscuras. A ambos lados hay hileras de celdas, con rejas de barrotes en lugar de puertas.

Fiona se toca el costado del casco para encender la videocámara y me hace un gesto para que yo haga lo mismo. Cuando empezamos a caminar, se activa de golpe una pantalla de visión nocturna en el visor de mi casco y hace que todo brille con un color verdoso. Volvemos la cabeza de un lado para otro y miramos directamente a las celdas para grabar el horror de su interior. En cada celda hay dos presos. Algunos parecen dormidos o inconscientes, otros nos observan pasar en silencio. Otros gritan y nos llaman, abalanzándose contra los barrotes, pero no pueden llegar hasta ellos porque están encadenados a la pared por la muñeca. Son prisioneros de distintas edades, hombres y mujeres, y, todos sin excepción, están delgados, sucios y agotados.

Las celdas miden apenas un par de metros de ancho. Dentro no hay nada: ni cama, ni lavabo, solo un agujero en un rincón que hace las veces de retrete. Cuando hemos terminado la ronda por el pabellón, que está dispuesto en un cuadrado con tres lados en torno al hueco del ascensor, he contado treinta celdas. Me quedo mirando las caras de los prisioneros que hay dentro de cada una de ellas, con la angustiosa esperanza de que alguno de ellos pueda ser Max, pero no está aquí. «Apuesto a que Felix se asegurará de que yo no ponga el pie en su pabellón», pienso, y siento cómo crece la frustración en mi interior.

Pero mi frustración pronto se ve reemplazada por mi tozudez. Si ese es su jueguecito, lo único que tengo que hacer es esperar a haber concluido la ronda por todos los pabellones. Entonces sabré con certeza en cuál está Max, porque será el único al que no me hayan enviado. También podría limitarme a registrar la prisión, pero tendría que hacerlo fuera de mi turno, cuando los demás agentes estén de guardia, lo cual podría provocar que se fijaran en mí, y también en los demás. «Tendrás que esperar —me digo—. Luego, en cuanto sepas en qué planta se encuentra Max, tienes que encontrar una forma de que te dejen hacer la guardia allí.»

La última celda está vacía salvo por un montón de viejas mantas apiladas contra la pared. Regresamos a la cámara de descompresión.

—Ahora que ya lo hemos visto, podríamos hacer la guardia repartiéndonos en patrullas —sugiere Fiona en cuanto estamos del otro lado, mientras me quito el casco e inspiro con ganas un aire relativamente limpio.

Asiento en silencio. No puedo dejar de pensar en esas celdas abarrotadas y asquerosas. No puedo dejar de imaginar a Max en una de ellas. Me pone enferma.

Fiona se encarga de la primera ronda, y yo de la segunda. Me paseo por el bloque de celdas, en esta ocasión, con más parsimonia, echando un vistazo a todas las caras, por si Max está efectivamente aquí y, de algún modo, no lo he visto la primera vez. Pero no lo localizo por ningún lado.

Llego a la última celda, que está vacía, y doy media vuelta. Luego, con el rabillo del ojo, veo que el montón de mantas apoyado contra la pared se mueve.

Asoma una mano que luego retira las mantas. Se me acelera el pulso. ¿Max? No, el bulto es demasiado pequeño. Me quedo donde estoy, observando una figura diminuta que se incorpora y se apoya contra la pared. Me quedo mirando, impactada. Es una chica y no puede tener más de doce o trece años. Tiene el pelo cortado al cero de una forma brutal y la cara pálida y huesuda, y sus ojos, brillantes de desesperación y bordeados por sombras negras, parecen muy grandes. Empieza a toser, es un ruido cavernoso que parece proceder del fondo de los pulmones. Se le convulsiona absolutamente todo el cuerpo cuando lo hace.

No puedo quedarme aquí parada viendo esto. Sencillamente, no puedo. Me vuelvo y echo a correr de vuelta por el bloque, pero entonces recuerdo las cámaras y freno un poco hasta avanzar caminando con paso enérgico. Cuando entro en la cámara de descompresión, recojo la mochila, la pongo de golpe sobre la mesa y le bajo la cremallera para sacar la botella de agua.

—¿Qué haces? —pregunta Fiona con brusquedad.

—Una de las prisioneras, una niña… está enferma. Necesita agua —respondo.

Fiona me pone una mano enguantada en la muñeca para detenerme.

—No estamos aquí para jugar a las enfermeras con los presos. Si está enferma, contactaremos con el médico.

—Pero… —digo.

—No.

Pienso en llevarle la botella de agua de todas formas, pero tendría que derribar a Fiona para escapar de ella y, si nos peleamos, podría quedar registrado en las cámaras. Y si eso ocurre, y algún miembro del otro equipo de agentes lo ve…

Me siento y lanzo un suspiro, me levanto la visera lo suficiente como para liberar el aire viciado que hay dentro. Y en cuanto Fiona se mete en la cámara de descompresión, agarro dos botellas de agua de mi mochila y me las meto en los bolsillos de la chaqueta. Es tan acolchada que, en cuanto me subo la cremallera, no se nota que las llevo. Entonces espero a que regrese Fiona, con la esperanza de que nadie esté mirándome por las cámaras.

Cuando vuelve a ser mi turno de hacer la ronda por el bloque voy directamente a la celda de la chica. Oigo que sigue tosiendo antes incluso de llegar hasta donde se encuentra. Tecleo el código del pabellón en el teclado que está junto a la puerta de la celda y me cuelo dentro, con la esperanza de que las cámaras no estén grabándome.

La chica se queda mirándome e intenta alejarse de mí a rastras, pero no puede llegar muy lejos por la cadena que la retiene por la muñeca. Inspiro con fuerza y me levanto la visera. Sin el filtro para visión nocturna, todo queda sumido en la penumbra. El hedor del bloque de celdas me impacta como una bofetada, y necesito hasta la última gota de fuerza de voluntad para no vomitar.

—Tranquila —digo—. No voy a hacerte daño. —Me bajo la cremallera de la chaqueta, saco las botellas de agua, desenrosco el tapón de una y se la paso—. Toma.

Ella me mira con el rostro nublado por el miedo y la desconfianza. Le sobreviene otro ataque de tos, y le acerco la botella.

—Bebe —insisto.

Ella alarga una mano, pero luego la retira. Espero, ofreciéndosela. Al final la coge y bebe con mucha sed.

—Despacio —digo, la cojo por la muñeca y le alejo suavemente la botella de la boca—. Te sentará mal.

Ella retira el brazo, se zafa y bebe otro largo sorbo de agua. La observo mientras echa la cabeza hacia atrás para aprovechar hasta la última gota, veo como se le mueve la garganta y me pregunto cuánto tiempo hará que no ha bebido. Cuando la botella está vacía, la deja en el suelo y apoya la cabeza contra la pared, respirando con dificultad. Aunque ha dejado de toser.

Está delgada; mucho más delgada que cualquier otro de los prisioneros que están aquí. Tiene la piel de la cara muy pegada a los huesos, como si fuera de papel, y los dedos como cerillas; tiene los nudillos heridos y en carne viva.

Abro la boca para preguntarle el nombre. Pero luego recuerdo que ella cree que soy una agente de la ACID. Cuando recuerdo la etiqueta identificativa que llevaba yo en Mileway, enciendo el escáner de muñeca del puño del guante derecho y me inclino para pasárselo por la cadera izquierda. Oigo una especie de pitido en el oído, y los datos aparecen en mi visualizador.

Nombre: Aysha Kennett.

Número de identificación de prisionero: TQ3871.

Edad: 14.

Delito: Ciudadanía ilegal (sus padres no son compañeros vitales).

Sentencia: Cadena perpetua.

Otros comentarios: La prisionera ha mostrado una actitud desafiante. Las raciones de comida se reducen de forma significativa hasta que mejore su comportamiento.

Última actualización del archivo: 03.04.13.

Experimento una nueva oleada de horror. Catorce años. Y, como si no fuera lo bastante horrible estar encerrado como un animal, encima han estado matándola de hambre durante estos cuatro meses, Dios sabe por qué motivo. Y ni siquiera ha cometido un delito; lo único que ha hecho ha sido nacer fuera del seno de un emparejamiento vital.

Igual que yo.

Siento un escalofrío que me recorre todo el cuerpo. ¿Y si están haciéndole lo mismo a Max? Me doy cuenta de que he pasado demasiado tiempo aquí; Fiona estará preguntándose dónde estoy.

—La próxima vez te traeré algo de comida —le prometo mientras corto la conexión y regreso hacia la puerta, al tiempo que vuelvo a bajarme la visera.

Se queda mirándome, respirando con rapidez, se le hincha y deshincha el pecho, como si respirar fuera un esfuerzo.

—¿Por qué? —pregunta con una voz que es poco más que un susurro ronco.

—Porque… —empiezo a decir, pero me callo, porque me doy cuenta de que he estado a punto de contarle que, en realidad, no soy una agente de la ACID. Me siento medio tentada de contárselo de todas formas, pero sé que no debo. No llevo aquí el tiempo suficiente y no puedo permitir que nada, nada en absoluto, ponga en peligro mi plan de rescatar a Max y enfrentarme al general.

—La… esto… La orden de reducirte las raciones ha sido revocada —digo.

Luego abandono la celda, cierro la puerta al salir y regreso por el pabellón.

El resto del turno se me hace eterno. Fiona y yo no hablamos, nos limitamos simplemente a relevarnos para las rondas. Antes de regresar de nuevo a la celda, me cargo la chaqueta con comida de la mochila.

—No dejes que los demás agentes te vean con estas cosas —susurro a Aysha cuando se la doy.

Arruga el entrecejo.

—¿Por qué? Pero ¿si has dicho…?

—Ya sé lo que he dicho. Tú no dejes que te vean y ya está, ¿vale?

Asiente en silencio, con gesto de confusión.

Cuando vuelvo a visitarla está dormida. No hay ni rastro de los paquetes de comida, debe de haberlos escondido bajo las mantas. Espero que haya comido algo.

Regreso a la cámara de aire. Cuando suena la sirena, me da la sensación de que han pasado doce años, no solo doce horas.

—Dios, me alegro de que esto haya terminado —dice Fiona con el rostro pálido mientras nos dirigimos hacia el ascensor.

Las puertas se abren y salen dos agentes; todavía llevan los cascos bajo el brazo.

—Es duro, ¿verdad? —comenta sonriendo uno de ellos cuando ve a Fiona—. No te preocupes, cariño. Deja que pasen unos días y te acostumbrarás.

Suelta una carcajada y da a Fiona un manotazo en el brazo con demasiada fuerza como para resultar simpático, y su colega y él se dirigen hacia las puertas.

De regreso al piso de arriba, voy directamente a las duchas, me quito el uniforme y me froto la piel hasta que me arde. Incluso en este momento, tengo el hedor del pabellón de celdas incrustado en la nariz. Cuando vuelvo a vestirme, con mis vaqueros y mi camiseta, cuelgo el uniforme en la sala para airearlo un poco. Los demás están todos allí, con la cara blanca como el papel, igual que Fiona.

—Bueno —dice Felix—, ¿te alegras de haber venido?

—He visto cosas peores —respondo, aunque no las he visto, ni de cerca. Levanto la barbilla y lo miro directamente a los ojos.

Me encanta ver que es Felix quien aparta la mirada primero.