Decir que las dependencias del personal son rudimentarias es quedarse muy corta. Las habitaciones son diminutas y, salvo por el duro catre, un armario metálico para colgar la ropa y una pantalla de noticias en la pared, resultan tan desoladoras como la celda que tenía en Mileway. Todo parece viejo y desvencijado, aunque este lugar tenga menos de dos años. Meto la mochila debajo de mi cama y miro por la ventana, esperando que Felix entre y empiece a sermonearme de nuevo, pero no lo hace. Tal vez esté demasiado enfadado. Pues vale.
Mi habitación da al mar. El agua, que se extiende hasta el horizonte formando un gran manto gris, parece revuelta, fiel reflejo de cómo me siento por dentro.
Transcurrida media hora, cuando la agente que nos ha traído hasta aquí arriba regresa, todos volvemos a salir al salón. Yo me quedo en un segundo plano dentro del grupo, llevo una gorra, que he encontrado en la mochila, calada hasta las orejas para taparme la cara.
—Sus turnos están en el ordenador holográfico —señala la agente al tiempo que lo enciende—. Tendrán doce horas de guardia y doce horas de descanso. Ahí también están los detalles de contacto del resto del personal que se encuentra en la planta baja: los cocineros, los médicos y el equipo de mantenimiento, y los códigos en clave para abrir las puertas, que cambian cada semana.
—¿Tenemos que hacerlo nosotros? —pregunta Felix.
—No, se actualizan de forma automática. Y sea cual sea el código que tengan para acceder a su pabellón será el mismo para tener acceso a las celdas. Aunque, si todo va bien, eso no será necesario.
—Entonces, ¿no cree que vaya a presentarse ningún problema? —pregunta Felix.
—Oh, no, comandante —contesta la agente—. Son un grupito bastante dócil. Y si alguno de ellos intenta dar el golpe, bueno… tenemos nuestros medios, ya me entiende.
Me estremezco. Si este lugar es tan terrible como ha dicho Anna, yo sí que lo entiendo. Amenazas. Patadas. Palizas. Descargas eléctricas. Te despojan de todo cuanto te hace humano hasta que te conviertes en una carcasa y ya no te importa nada; igual que en Mileway, pero peor.
—Bueno, pues ya está, creo —dice la agente—. ¡Buena suerte!
Una vez que se ha marchado, Felix lee en voz alta los turnos de vigilancia del ordenador holográfico.
—Al parecer, no tenemos guardia hasta las dieciocho cero cero —anuncia—. Enviaré a todos los koms los turnos y las listas de prisioneros. Luego creo que intentaré dormir un poco.
Cuando regreso a mi cuarto, enciendo mi kom pensando que podré averiguar dónde está Max. Pero lo único que tengo es la información del turno de vigilancias. «Maldita sea.» Espero un rato, luego vuelvo a salir al salón. Tal como esperaba, está vacío, pero, cuando enciendo el ordenador holográfico, lo único que aparece es una pantalla donde dice: POR FAVOR, INTRODUZCA LA CONTRASEÑA. Lo apago y suelto un gruñido. Es evidente que Felix está decidido a no permitir que intente contactar con Max.
Es un día largo. Paso la mayor parte del tiempo en mi habitación. Estoy agotada, aunque demasiado nerviosa para dormirme, así que me siento junto a la ventana y vuelvo a mirar por ella. El cristal es tan grueso que no puedo oír el ruido del mar; los únicos sonidos que me llegan son el zumbido del aire acondicionado y el golpetazo ocasional de alguna puerta al fondo del pasillo en el momento en que los demás entran y salen de sus habitaciones. De la prisión que tenemos debajo, no llega sonido alguno. Cuando me aburro, enciendo la pantalla de noticias; me pregunto si dirán algo sobre Jess Stone, desaparecida del Londres Alto, pero no dicen nada.
La comida son unos bocadillos: sucedáneo de jamón y sucedáneo de queso con sucedáneo de pan, acompañados de una dosis de píldoras de vitaminas. La cena la envían en platos tapados desde el piso de abajo, en una especie de ascensor en miniatura al que se accede por una trampilla en la pared del salón: estofado cocinado con sucedáneo de carne. Este lugar me recuerda cada vez más a Mileway.
Luego, desde algún lugar en las profundidades de la prisión, llega el sonido de una sirena. Es la hora de nuestro turno.
—Steve y Rav, estáis en el pabellón número uno, justo debajo de las dependencias del personal —anuncia Felix—. Drew y Nik, al número dos. Rebekah y yo vamos al tres, y Holly y Fiona, al cuatro.
Me cuesta un par de segundos darme cuenta de que está hablando de mí. «Holly, Jess, Mia… ¿Cuándo volveré a ser Jenna?», pienso mientras nos da los códigos en clave para acceder a nuestros pabellones. Después de revisar los cinturones del equipo y cargar las mochilas con víveres suficientes para mantenernos en forma durante nuestro largo turno —botellas de agua, paquetes de carne deshidratada, fruta deshidratada, frutos secos y chocolate—, nos ponemos los cascos. Luego nos dirigimos hacia el ascensor y bajamos en silencio.
—Dentro de un minuto tendrás que encender la cámara de vídeo de tu kom —me indica Fiona.
Aunque no le veo la cara por debajo de la visera, estoy bastante segura de que tiene expresión de disgusto.
—¿Sabes?, no estoy aquí para dar problemas —repongo en voz baja. «Al menos no a ti.»
Veo que se encoge de hombros y suspira por debajo del casco.
—Supongo… —empieza a decir, pero no llego a saber qué es lo que supone, porque el ascensor se detiene, las puertas se abren y aparecen dos agentes de la ACID esperando tras ellas. Ya hemos llegado.
Una vez pasadas las puertas hay un pasillo corto con una serie de puertas blindadas al fondo. Los agentes pasan por nuestro lado a toda prisa hacia el ascensor sin decir una palabra. Nos dirigimos hacia la puerta, y Fiona teclea el código en clave. Se oye un resoplido de aire comprimido y las puertas se descorren. Del otro lado, veo dos sillas acolchadas y una mesita con un ordenador holográfico encima, una puerta junto a esta con un cartel que dice LAVABOS y, a nuestra derecha, otra puerta blindada.
Dejamos las mochilas junto a la mesa, y Fiona teclea el código de cierre en el teclado que hay junto a la puerta blindada. Esta se descorre y revela un espacio parecido a una cámara de aire, con una segunda puerta al fondo. Entramos, esperamos que la que tenemos detrás se cierre, y luego Fiona la abre. Al hacerlo veo un pasillo pobremente iluminado.
Por debajo del casco, inspiro con fuerza.
Entonces penetramos en las entrañas de la prisión de Innis Ifrinn.