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Paso el resto de la tarde leyendo las cartas. Gran parte de ellas tratan sobre la historia que Anna acaba de contarme: cómo conoció a mi padre, cómo se unió a LIBRE, la relación que mantuvieron, cuándo se quedó embarazada de mí. Sin embargo, las últimas son de justo antes y justo después del momento en que salí de la cárcel. Y me entero de todo lo relacionado con el juicio: de que, a principios de este año, tras presentar las pruebas que ya tenían, LIBRE por fin convenció a la Oficina Europea de Justicia Contra el Crimen de que los ayudasen a llevar a juicio a la ACID una vez finalizadas sus últimas misiones para recabar pruebas. Y me entero de que LIBRE metió a Alex Fisher en Mileway cuando me estaban juzgando por asesinato. Desde el principio, él intentó que yo estuviera lo más segura posible, mientras planeaba el día en que LIBRE lo ayudase a sacarme de allí. Niego con la cabeza. No es de extrañar que yo siempre tuviera la impresión de que estaba cuidándome, porque así era. Lo visualizo boca abajo en la azotea del pabellón de celdas, y tengo que tragar saliva porque se me forma un nudo en la garganta. Al menos ahora ya sé por qué lo hizo.

Leo la última carta: «Pero sí te prometo algo: en cuanto pueda, lograré rescatarte de lo que han planeado para ti», me echo hacia atrás y levanto la vista al techo. Se me nubla la vista y, cuando parpadeo, me sorprende descubrir que tengo los ojos anegados en lágrimas. «Me han arrebatado la vida —pienso—. La ACID me ha arrebatado la vida. El general Harvey me ha arrebatado la vida.»

Me seco las lágrimas con el dorso de la mano. No lloro porque esté triste; lloro porque estoy enfadada. No he estado tan enfadada en toda mi vida. Si estuviera ahora mismo en esa competición de la ACID en Manchester, pondría una bomba al general tranquilamente y me reiría cuando estallara.

Me vengaré de él aunque sea lo único que haga en la vida.

Me levanto muy erguida, recojo todas las cartas y vuelvo a ponerlas en la caja. Entonces me doy cuenta de que esa sensación de estar recordando algo a medias vuelve a incordiarme. Ha sido por algo que he leído en una de las cartas, pero… ¿en cuál?

Abro la última, es la carta más reciente, la releo con detenimiento. Nada.

Abro la del 26 de mayo de este año.

A un tercio del final, una frase me llama la atención.

«La clave está en averiguar lo que está pasando realmente en un lugar llamado Innis Ifrinn —Isla del Infierno—, lo que antes eran las islas Orkney. Se supone que ni siquiera existe…»

Innis Ifrinn. Esa sensación de recordar a medias es más fuerte que nunca en este momento, como una cumbre a la que no logro llegar y me atormenta. Cierro los ojos e intento concentrarme en mi interior. «Recuerda —pienso—. Tienes que recordar.»

¿Dónde he visto antes esas mismas palabras? ¿Dónde?

¡Pam! Se produce una conexión, una descarga eléctrica que me recorre el cerebro cuando los recuerdos más profundos que he estado impidiendo salir a la superficie estallan para emerger. Estoy de pie en un despacho; hay un ordenador holográfico delante de mí, y estoy leyendo un texto que va pasando lentamente por la pantalla.

Innis Ifrinn.

Ahí está Max.

Lo recuerdo.

Lo recuerdo todo.