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«Estás mintiendo —pienso—. Tiene que ser mentira.»

Eso me dice mi cabeza. Pero mi corazón siente otra cosa. La expresión de sus ojos —entre esperanzada y temerosa— me indica que cada palabra que acaba de pronunciar es cierta.

—¿Tú? —pregunto.

—Conocí a tu padre cuando ambos teníamos dieciocho años, en un campo de entrenamiento de la ACID —me explica—. No sé si lo sabes, pero los agentes de la ACID pueden retrasar el emparejamiento o incluso decidir no someterse a él y quedarse solteros, así que, aunque tu padre tenía una compañera, yo estaba sola. Conectamos enseguida y, pese a que sabíamos que no podíamos mantener una relación abierta (las consecuencias de que nos hubieran pillado habrían sido terribles), buscábamos excusas para pasar tiempo juntos siempre que podíamos.

»Y entonces acabó el período de entrenamiento, y tomamos conciencia de la realidad. Intentar seguir con nuestra relación, aunque, en principio, ambos fuéramos a trabajar para el mismo departamento, habría sido demasiado difícil y peligroso. Así que decidimos tomar caminos distintos. No pasó mucho tiempo hasta que a ambos nos salió la oportunidad de un ascenso y nos trasladaron a departamentos diferentes.

Se pasa una mano lentamente por los ojos. Yo no digo nada. No puedo.

—Pero yo no era feliz —prosigue Anna—. Me habían asignado un trabajo a partir de los resultados de mis exámenes escolares, aunque, en realidad, nunca me había sentido bien formando parte de la ACID. Y, una vez que me encontré trabajando para ellos, empecé a darme cuenta de lo corruptos que eran, y de hasta qué extremo eran capaces de llegar para mantenerse en el poder… a cualquier precio. El pueblo sufría, sobre todo en las afueras de Londres, donde eran rechazados mientras el general Harvey y sus secuaces intentaban convertir la capital en una ciudad modélica, para demostrar al resto del mundo que la RIGB no los necesitaba. Y, con todo, el general no parecía consciente del peligro.

»Unos seis años después de haber empezado a trabajar para la ACID, participé en una redada en un piso del Exterior. Se sospechaba que los ocupantes eran piratas de la redkom. Mientras estaba registrando una de las habitaciones, encontré un archivo en un ordenador holográfico que no habían encriptado bien acerca de una organización llamada LIBRE. Había oído hablar de ellos, o, mejor dicho, había oído hablar de sus obras de beneficencia. Sin embargo, en ese archivo se hablaba de una acción contra la ACID, de las investigaciones contra la corrupción y el chantaje, y daban detalles sobre una reunión: la hora, la fecha y el lugar, y una contraseña para que quienquiera que fuera pudiera acceder. En lugar de informar a mis colegas, copié el archivo, luego lo borré todo del ordenador holográfico para que nadie más lo viera.

No puedo evitar sentir admiración por Anna. Debió de sentir verdadero terror a que la descubrieran.

—¿Fuiste? —le pregunto.

—Sí, fui —responde—. Y la primera persona a la que vi al entrar fue a tu padre. Se mostró suspicaz al principio, intentó que me echaran, porque creía que había ido a espiar, pero al final conseguí convencerle de que estaba allí porque realmente quería. Y cuando los dirigentes del grupo descubrieron a qué me dedicaba, se mostraron muy interesados. Como agente de la ACID, podría resultarles útil. Después de eso, empecé a acudir a las reuniones con regularidad, y no pasó mucho tiempo hasta que tu padre y yo nos dimos cuenta de que todavía sentíamos algo el uno por el otro. Empezamos a vernos otra vez en secreto, claro, y seguimos así al menos durante dos años. Luego, cuando yo tenía veintiséis años, mi implante anticonceptivo falló.

Inspira con fuerza. Espero callada a que vuelva a hablar.

—Todavía no sé cómo ocurrió —prosigue—. Se suponía que tenían una probabilidad de error inferior a una entre cuatro millones. Ni siquiera me di cuenta de que estaba embarazada hasta casi los cuatro meses.

—¿Y por qué no… y por qué no, bueno, ya sabes…? —No puedo decir «Te deshiciste de mí». Sería demasiado raro.

—Las finalizaciones habían sido declaradas ilegales hacía décadas por aquel entonces —aclara—. Además, todavía no había sido emparejada. Ni siquiera LIBRE podría haber encontrado a alguien que lo hiciera; y si algo hubiera salido mal, la ACID lo habría averiguado.

—Así que decidiste tenerme —dije, y me siento extrañamente decepcionada por el hecho de que tomara esa decisión porque la alternativa era demasiado arriesgada, no porque me quisiera y no pudiera soportar la idea de perderme.

—Sí —responde Anna—. Fue tu padre el que acudió al rescate. A esas alturas, era teniente y podía conseguir una notificación falsa para su compañera; la mujer que te crio como madre, y LIBRE lo organizó todo para que yo pudiera dar a luz.

Arrugo el entrecejo.

—Pero ¿qué le dijo él a mi…? —Quiero decir «madre», pero no lo es—. ¿A su compañera? No pudo presentarse con un bebé y decir: «¡Sorpresa!».

Anna niega con la cabeza.

—Le contó que eras la hija de una pareja que había sido encarcelada por la ACID, y que LIBRE te había rescatado.

Me quedo sentada en silencio durante un rato e intento asimilarlo todo. Anna empuja la caja de cartas por encima de la mesa hacia mí.

—Lo siento —añade—. Ya sé que tienes que asimilar muchas cosas. Si lees estas cartas, todo tendrá más sentido.

Asiento en silencio y tomo la caja.

—Creo… creo que me las llevaré arriba —digo, y me levanto. Me siento frágil, como si el más mínimo paso en falso pudiera hacerme añicos.

—Tómate tu tiempo —contesta Anna con amabilidad.

Aprieto con fuerza la caja contra el vientre y salgo de la habitación.