48

Está detrás de mí. Justo detrás de mí. Me vuelvo hacia él y veo que me sonríe, mostrando sus dientes amarillentos y puntiagudos como clavos.

«Una señorita joven como tú debe de sentirse muy sola en un lugar como este», me dice.

«Sí, ¿y sabes qué? —contesto—, me gusta.»

«Eso no lo dices en serio. Piensa en lo bien que lo podemos pasar tú y yo juntos.»

«Créeme, estaría todo menos bien. Para ti, claro.»

Se tira sobre mí, yo me vuelvo de golpe y le lanzo una patada, pero, justo cuando estoy a punto de golpearle en el estómago con el pie, me despierto y abro los ojos con un suspiro ahogado.

Estoy tendida en la cama de una habitación diminuta de paredes blancas, con una gruesa colcha de patchwork que me cubre entera y almohadas apiladas bajo la cabeza. Aunque el sol se cuela reluciente por un hueco entre las cortinas que tengo justo encima, me da la sensación de que es temprano; la luz tiene cierta fragilidad, el aire sopla frío y entra por la ventana abierta, y una algarabía de trinos de pájaros llega desde el exterior.

Intento incorporarme y me impresiona el tremendo esfuerzo que me supone. El simple hecho de darme impulso apoyándome en las almohadas me deja agotada, y tengo que cerrar los ojos durante un instante para poder recuperarme. Al volver a abrirlos, echo un vistazo a la habitación. Los únicos muebles que hay aparte de la cama son unas cajoneras de madera junto a esta y una silla en un rincón con algo de ropa encima —¿es mía?—, doblada ordenadamente sobre el asiento.

Me invade el pánico. ¿Dónde estoy? ¿Y cómo he llegado hasta aquí?

«Tranquilízate, Jess», pienso.

No. No soy Jess. ¿De dónde ha venido eso? Soy Mia. Mia Richardson.

¡No! Soy…

Soy otra persona, aunque no importa cuánto me esfuerce en recordar quién es esa otra persona, el recuerdo queda al borde de mi memoria, se pasea por allí y me esquiva cada vez que intento hacerme con él.

Me recuesto, la cabeza me da vueltas con más recuerdos que no tienen ningún sentido y que dejan grandes lagunas vacías entre ellos. Estoy en una habitación diminuta, que parece la celda de una cárcel —no, no lo parece, lo es—, con las paredes desconchadas, un único catre metálico y un espejo de acero pulido pegado a la pared. Siento la lluvia pinchándome en la cara y oigo el runrún de las aspas de un roto y a alguien gritando. Disparos. Gritos. Y entonces, de repente, se abre una de esas lagunas, antes de que emerja una nueva evocación, de una vaguedad frustrante: el recuerdo de una discusión con alguien. Creo que es un chico, pero, cuando intento imaginar su cara, no lo consigo. Otra laguna. Un viaje en tren. Un edificio lleno de libros y polvo. Estoy con alguien más. ¿Podría tratarse del chico con el que estaba discutiendo? No lo sé.

No lo sé.

Oigo algo por encima del coro del amanecer procedente del exterior: un golpecito seco que me resulta familiar, aunque, al mismo tiempo, está totalmente fuera de lugar. Me tiemblan las rodillas cuando descorro las cortinas para poder mirar por la ventana. La habitación en la que me encuentro está en la parte trasera de la casa y da a un jardín plagado de flores. Al fondo hay un huerto y algunos árboles frutales, detrás hay una cerca baja de madera y, detrás de esta, el paisaje más llano y vasto que he visto en toda mi vida. Son todo campos, setos y pequeñas arboledas, que se extienden hasta un horizonte perfectamente nivelado. El cielo se asienta sobre él como un gigantesco cuenco azul vuelto del revés.

El ruido sordo, que se ha acallado en parte, vuelve a cobrar intensidad. A lo lejos, veo una forma de color negro que se hunde en la tierra. Parece una babosa patas arriba con dos rotores encima y dos debajo: es un roto.

Cuando aterriza el primer roto, otro despega. Me fijo en los edificios bajos que hay en los alrededores, y en las banderas restallando al viento. ¿Será un rotopuerto o algo parecido? Parece un sitio bastante raro para uno, en medio de la nada.

Me asalta una nueva oleada de agotamiento. Me dejo caer sobre la cama. A lo mejor no puedo recordar quién soy porque estoy cansada. Quizá me ayude dormir algo. Vuelvo a taparme con la colcha, cierro los ojos y me quedo como aturdida casi de inmediato, acunada por el ritmo sordo de los rotos.

No sé qué hora es cuando vuelvo a despertar, pero oigo a alguien moviéndose en el piso de abajo y una voz en el jardín. Retiro la colcha y vuelvo a mirar por la ventana. Hay una mujer de pie en el césped, con un par de tijeras en una mano, un ramo de flores en la otra. Se me hace un nudo en el estómago cuando la reconozco casi de inmediato. La conozco. Pero ¿de dónde? Intento averiguarlo, pero pensarlo me da dolor de cabeza. «Se llama Mel —pienso—. Y me cuidaba cuando yo vivía en…» ¡Oh, Dios!, ¿dónde vivía? En Londres, eso es. Vivía en Londres. Tenía un piso. Y ahora recuerdo algo más: intentaba contactar con ella por algún motivo; me da la sensación de que era algo importante, aunque no tengo ni idea de qué podría haber sido. ¿Cuándo fue eso? ¿Ayer? ¿La semana pasada? ¿El mes pasado? ¿El año pasado?

¿Y por qué no estamos en Londres ahora?

Con cierta inestabilidad, salgo de la cama y apoyo una mano en la pared. Cuando estoy segura de que me van a aguantar las piernas, me quito el camisón de algodón que llevo y me pongo la ropa que han dejado en la silla: ropa interior, pantalones y camiseta, una sudadera, un par de sandalias. Nada de esto es mío, pero es de mi talla. Luego rebusco en los cajones y me pregunto si hay algo en ellos que pueda darme alguna pista acerca de mi identidad. Pero lo único que hay dentro es más ropa y utensilios de aseo.

Decepcionada, abro la puerta. Al salir de mi habitación me encuentro con un descansillo angosto y un baño en un extremo; me echo agua a la cara y utilizo un dedo como cepillo de dientes para asearme con un poco de dentífrico, luego me miro en el espejo. El rostro que me devuelve la mirada me resulta conocido, aunque diferente. ¿Me he teñido el pelo? Estoy segura de que tendría que ser más oscuro. Ahora lo tengo ondulado y castaño claro, enredado del lado sobre el que estaba acostada.

«Me llamo…»

Nada.

Me agarro del borde del lavamanos y vuelvo a intentarlo.

«Me llamo…»

Lo tengo tan cerca que casi puedo tocarlo, pero me ocurre lo mismo que antes, cuando intento atraparlo, el recuerdo se me escapa entre los dedos.

Vuelvo la espalda al espejo, y me siento enfadada y decepcionada conmigo misma. Debería bajar. Necesito respuestas, y está claro que no voy a encontrarlas mirándome en el espejo. Tal vez Mel pueda ayudarme.

Todavía tengo las piernas como tontas, así que me agarro a la barandilla con ambas manos para bajar la escalera. Al final del vestíbulo hay una cocina enorme con mobiliario antiguo de madera y un montón de aparatos altamente especializados, con una despensa a mano izquierda.

Mel se encuentra delante del fregadero, colocando las flores del jardín en un jarrón de cristal. Otra mujer, menuda y delgada, de delicados rasgos, piel muy blanca y pelo negro, está sentada en la mesa. También me resulta familiar. Ambas se vuelven y Mel dice:

—¡Jenna! —Entonces niega con la cabeza—. Ay, no, tonta de mí, quería decir Jess, claro. ¿Cómo te encuentras?

Me quedo mirándola. Eso es. Me llamo Jenna. Jenna Strong. Estaba encarcelada por el asesinato de mis padres y alguien me sacó de la cárcel. Un médico. Pero no recuerdo su nombre, es como si se me hubiera encendido una bombilla en el cerebro. Varias bombillas.

—No —contesto con un hilillo de voz rota, como si no la hubiera utilizado en mucho tiempo—. Lo has dicho bien la primera vez.

—¿Te acuerdas? —Sonríe de oreja a oreja.

Arrugo el entrecejo.

—¿Dónde estoy?

—Ven a sentarte —dice Mel, y deja las flores para ir a la mesa y sacar una silla—. Pareces cansada.

No me ha respondido. Siento una especie de irritación y también la sensación de déjà vu. Esto ya lo hemos hecho antes, yo le hacía preguntas, y ella evitaba contestarlas. ¿Cuándo?

—¿Dónde estoy? —repito, me cruzo de brazos y no me muevo. Mel y la mujer de pelo negro se miran entre sí.

—Estás en Lincolnshire —responde la mujer de pelo negro.

—¿Lincolnshire?

—Por favor, siéntate —insiste Mel, y esta vez habla con más firmeza—. Sé que tendrás un montón de preguntas, pero es que estás bastante pálida.

Aunque no quiero reconocerlo, todavía me tiemblan las piernas, así que, arrugando el entrecejo de nuevo, me siento.

—Soy Anna Healey —dice la mujer de pelo negro, y me tiende una mano para estrechármela—. Nos conocimos hace poco, aunque es probable que no lo recuerdes.

Niego con la cabeza. No me acuerdo en absoluto.

Se oye el ruido sordo del giro de las aspas de un roto que surca el cielo. Tanto Anna como Mel levantan la vista y siguen su recorrido cuando pasa por encima de la casa.

—Me pregunto adónde irá ese —dice Mel con expresión pensativa.

—¿Por qué hay un rotopuerto aquí? —pregunto.

—Es propiedad de la ACID —responde Anna.

—¿De la ACID?

—Sí.

—Pero ¿no os preocupa que os encuentren aquí? ¿Que me encuentren a mí?

Anna acaba de abrir la boca para responderme cuando entra otra persona a la cocina: un hombre negro y alto con el pelo canoso.

—Recuerda su nombre —explica Mel antes de que él pueda hablar—, y sabe quién soy, pero no estoy segura de nada más.

—Era previsible —comenta el hombre. Me sonríe—. ¿Sabes quién soy?

Sí lo sé, pero no recuerdo su nombre. Tom. No, Bob. No, pero es un nombre corto. Empieza por…

—Soy Jon —dice el hombre, y entonces se me enciende otra de esas bombillas en el cerebro.

—¿Cómo estás? —me pregunta.

Me rugen las tripas de forma escandalosa.

—Hambrienta.

Jon prepara tostadas y café. En cuanto me lo pone delante, agarro una tostada y me la meto en la boca, luego cojo otra y otra más. Tengo la sensación de no haber comido en mi vida.

—Bueno —dice Jon cuando he terminado—. Ahora tengo que hacerte un chequeo. Luego te explicaremos qué estás haciendo aquí.

Cuando me toma la temperatura y me mide las pulsaciones con un pequeño escáner de mano, me viene otro de esos flashes tan desquiciantes con la sensación de déjà vu. Ya hemos hecho esto antes.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —le pregunto cuando ha terminado.

—Algo más de tres semanas —responde—. Has estado inconsciente gran parte de ese tiempo.

—¿Por qué? —pregunto.

Empiezo a tener ciertas sospechas. ¿Me ha drogado? Entonces me sobreviene otro recuerdo repentino. Estoy en una habitación enorme y en penumbra, y estoy atada a una silla. Hay alguien en otra silla cerca de mí, también está atado, y hay alguien más delante de nosotros. «Se llama Jenna Strong», está diciendo, pero ¿a quién se lo dice y por qué?

Me agarro al borde de la mesa.

—Jenna, ¿estás bien? —pregunta Mel, y parece preocupada.

—No —digo—. Tengo la memoria hecha un asco. ¿Qué me ocurre?

—¿Qué recuerdas? —pregunta Anna.

Apoyo los codos sobre la mesa, me clavo los dedos en las sienes.

—Recuerdo que vivía en Londres —digo, y señalo a Mel—. Intentaba ponerme en contacto contigo. Luego iba en un tren y… —Niego con la cabeza—. No sé. Se me mezcla todo.

—¿Recuerdas a Max? —pregunta Mel.

Max. El nombre activa una nueva sensación de déjà vu. Pero no lo relaciono con ninguna cara.

Mel empieza a hablar. Escucho con asombro creciente mientras me cuenta que estaba relacionada, de algún modo, con el hijo del médico que me sacó de la cárcel; que acabamos escapando juntos y nos mezclamos con una cédula de la Nueva Anarquía Rebelde, que lanzó un ataque terrorista durante una competición de la ACID en Manchester y puso una bomba que mató a diez personas.

—A Max y a ti os encontraron atados en una iglesia —añade Anna—. Un miembro anónimo del público se puso en contacto con la ACID para decir que os había retenido.

Me quedo mirándola impactada. ¿Un ataque terrorista? ¿Bombas? No recuerdo nada de nada. ¿Sería ese el extraño recuerdo que acabo de tener, el de estar atada a una silla? ¿Era Max la otra persona atada conmigo?

—No tengas miedo, no creo, ni por un segundo, que tengas nada que ver con la explosión de la bomba —dice Anna—. Poco tiempo antes, otra persona contactó con la ACID para advertirles sobre las bombas. Creemos que fuiste tú.

Me siento tremendamente aliviada. La idea de haber podido ser la causante de esas diez muertes es demasiado horrible para soportarla.

—¿Qué ocurrió después de eso? —pregunto, y me quedo mirando las migas del plato que tengo delante.

—Te detuvieron y te interrogaron, aunque no fue más que una formalidad —me explica Anna—. Luego te llevaron en presencia del general Harvey…

Levanto la cabeza de golpe tras la mención de su nombre.

—¿Lo he visto? ¿Hace poco?

Anna asiente en silencio.

—Te ofreció un trato: proporcionarte una nueva identidad y un emparejamiento vital o la pena de muerte.

—¿Me emparejaron? —pregunto.

—Sí. El chico con el que te emparejaron y su familia no tenían ni idea de tu verdadera situación. Les hicieron creer que eras una chica cuyos padres habían muerto en un accidente, y que por eso habías perdido la oportunidad de ser emparejada antes. Les ofrecieron dinero por aceptar que su hijo se emparejase contigo.

—Fuiste sometida a un proceso llamado realineación cognitiva para que creyeras que eras otra persona —añade Jon—. Pero como ya te habían sometido a eso antes, en esta ocasión, tuvieron que usar medicación, y a ti te dijeron que eran antidepresivos. Puede que hayas estado luchando contra ello de forma inconsciente, por eso ahora vuelves a tener algunos recuerdos. Probamos varios métodos para activar tu memoria: piratear tu pantalla de noticias, enviarte un aparato con un mensaje grabado, pero no funcionó. Al final tuvimos que conseguir que dos especialistas fingieran ser de la ACID para sacarte de allí.

Sus palabras provocan que tenga flecos de recuerdos, pero nada más. Nada que tenga sentido.

Luego me repito mentalmente lo que acaba de decirme.

—Espera, ¿qué quieres decir con eso de que ya me lo habían hecho antes? —pregunto.

Me doy cuenta de que Mel, Jon y Anna intercambian miradas.

—¿Cuándo? —pregunto.

—Cuando asesinaron a tus padres —responde Anna.

—Pero no fueron asesinados —replico—. ¡Fue un accidente! Yo solo quería asustar a mi padre, pero mi madre intentó coger la pistola y se disparó. Ella…

—Jenna —me interrumpe Anna—. Tú no tuviste nada que ver con la muerte de tus padres.

—¿Qué? —pregunto.

—Tú no los mataste. Ni siquiera por accidente. Fue la ACID.