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Me aparto de ella. ¿Quién es? ¿Por qué me llama Jenna?

—Oh, no lo hagas —dice la mujer. Está sonriéndome, pero su tono de voz es firme.

Antes de que pueda dar otro paso, los dos agentes de la ACID me han agarrado por los brazos y me han llevado hasta la casa. Lucho por zafarme, pero son demasiado fuertes.

Me conducen a una sala grande con troncos ardiendo en una chimenea de hierro forjado y gruesas cortinas echadas sobre la ventana para que esté todo a oscuras. Un agente me deposita en un sillón, y el otro me trae una manta gruesa, con la que la mujer me envuelve. Luego, el primer agente de la ACID me trae una palangana de agua caliente para mis pies congelados y el otro coloca una taza de chocolate caliente en una mesita que tengo al lado.

—¿Qué ocurre? —pregunto con la voz rota—. ¿Dónde estoy?

—No te preocupes, estás a salvo —contesta la mujer—. Soy Mel. ¿No me recuerdas?

Me quedo mirándola. No la he visto en mi vida.

En ese preciso instante, un hombre negro, alto y delgado, y con el pelo canoso entra en la habitación.

—Jenna —dice sonriendo.

Mel sacude la cabeza.

—No recuerda nada —explica.

La sonrisa del hombre se desvanece. Cruza la habitación y se agacha delante de mí.

—¿Cómo te llamas? —pregunta con amabilidad, mirándome fijamente a los ojos.

—Je… Jess Stone —respondo. Por algún motivo, él sí que me suena, pero no logro recordar de qué.

Si al menos no estuviera tan mareada. Si pudiera pensar un poco…

—Me llamo Jon —dice el hombre. Me hace un par de preguntas más, sobre mi edad, sobre mi familia, sobre mi infancia, y se levanta con mirada de preocupación—. Han hecho un trabajo a conciencia —asegura—. Otra vez. Y, en cuanto a las modificaciones que le han hecho en la cara…

—¿Qué podemos hacer? —pregunta Mel. Parece preocupada.

Me quedo mirando a Jon y me pregunto qué demonios ha querido decir sobre mi cara. Levanto la mano y me toco la mejilla. ¿Se refiere a la cirugía a la que me sometí después del accidente?

—Nada, por el momento. Sabemos que esta vez han hecho gran parte de la realineación cognitiva con medicación, a lo mejor, una vez que tenga el organismo limpio de medicamentos, volverá a recordar. Pero hasta ese momento… —Se encoge de hombros.

—¿Quiénes son ustedes? —les pregunto—. ¿Qué quieren de mí? —Intento hablar con firmeza, pero se me quiebra la voz al pronunciar la última palabra. ¿Me han secuestrado? De ser así, ¿qué hacen aquí los de la ACID? Me vuelvo para mirar a los dos agentes, pero se han marchado.

—No queremos nada, Jen… Jess —contesta Mel—. No estabas segura en Londres. Necesitábamos sacarte de allí.

—¿Por qué? —pregunto.

Y entonces la pantalla de noticias pirateada y el extraño artilugio que encontré durante la fiesta. Empiezo a temblar de nuevo.

—Te explicaremos todo cuando hayas descansado y te hayas recuperado un poco —responde Mel—. Bébete el chocolate caliente. Tienes aspecto de necesitarlo.

Con actitud obediente, alcanzo la taza, pero me tiembla tanto la mano que la tiro al suelo. El chocolate deja una mancha oscura que se extiende de forma imparable por la alfombra. Me quedo mirándola, hipnotizada por una especie de pitido que empiezo a oír en la cabeza cada vez con más intensidad.

—¿Jess? ¡Jess! —Mel está repitiendo mi nombre, pero oigo su voz lejana y con eco.

Empiezo a perder visión, hasta que me da la sensación de estar mirando un túnel. Lo único que puedo ver es la mancha en la alfombra. Ya no parece chocolate; ahora parece sangre.

«Sangre en la alfombra. Sangre en las paredes. Dos cuerpos tirados sobre la alfombra. Un hombre con uniforme negro y la cara oculta por la visera de espejo de su casco vuelto hacia mí mientras yo estoy en la puerta, demasiado impresionada incluso para gritar. Sostiene una pistola, y el arma también está cubierta de sangre.»

De forma muy vaga, soy consciente de que me tiembla todo el cuerpo, no de frío, sino porque mis músculos se contraen y se retuercen como si acabara de recibir una descarga eléctrica. Para intentar detener esa sensación, me hago un ovillo, me rodeo el cuerpo con los brazos y levanto las piernas. Cierro los ojos. Me oigo blasfemar.

—Está eliminando la medicación que le daban, tenemos que hacer algo rápido —dice, su voz se oye lejana y con eco, igual que la de Mel.

Alguien llama. Me envuelven con otra manta, con tanta fuerza que apenas puedo respirar. Y, con todo, estoy temblando. Es como si jamás fuera a parar.

—Necesitamos un sedante. Y algo para bajarle la fiebre —añade el hombre—. Coge mi bolsa, está en la habitación, en el piso de arriba.

¿Bajarme la fiebre? ¿De qué están hablando? Estoy congelada. Intento abrir los ojos, pero tengo la sensación de que los párpados me pesan como el plomo. Trato de hablar, pero me castañetean los dientes y no puedo ni abrir la boca. Las voces que hablan a mi alrededor se convierten en un caos ruidoso.

Algo me pincha por dentro del cuello, y voy cayendo y cayendo hasta sumirme en la más profunda oscuridad que he visto en mi vida.