43

Voy a casa de Meredith después de comer, porque no quiero interferir en los preparativos de la fiesta. Hailey y yo la ayudamos a escoger un vestido y luego, cuando regresamos a mi piso esa misma noche, vamos a buscar a Hailey para que pueda ir a recoger el suyo.

Cuando por fin llegamos a mi casa, el lugar está totalmente cambiado. Pequeñas lucecitas cuelgan del techo y alrededor de la ventana del salón, y hay jarrones de rosas blancas por todas partes, que impregnan el ambiente con su perfume. Encima de la mesa hay platos cubiertos con servilletas y cuencos con ponche de un intenso color. Oigo el trajín de las personas que trabajan en la cocina y, cuando me asomo por la puerta, veo a dos chicos y a una mujer, vestidos con sus pulcros uniformes blancos, preparando más comida sobre las encimeras de la cocina. No se vuelven para mirarme, se limitan a seguir trabajando como si yo no estuviera.

—Esto tiene una pinta increíble —dice Hailey—. ¿A qué hora llegan todos?

—Les dije que vinieran cuando quisieran, a partir de las diecinueve cero cero —contesto.

—¡Ya son las dieciocho quince! —exclama Meredith—. ¡Será mejor que empecemos a arreglarnos!

Hailey insiste en maquillarme y dice que no me dejará mirarme al espejo hasta que no haya terminado.

—Estate quieta —me ordena mientras me pone el rímel en las pestañas—. Si no, acabaré clavándote el pincel en el ojo.

—Lo siento —repongo. No estoy acostumbrada a llevar tanto potingue en la cara; lo único que me puse para mi ceremonia fue un poco de brillo en los labios, con un toque de color, y algo de sombra de ojos violeta claro.

—Ya está —anuncia después de espolvorearme los hombros, los omóplatos y el escote con brillo. Me vuelve para que pueda mirarme en el espejo que tengo detrás.

Suelto un suspiro ahogado. Porque la chica del espejo no soy yo. Su piel normalmente pálida tiene un rubor rosado, acentuado por el brillo del busto y el colorete aplicado con sutileza en las mejillas. Sus ojos, perfilados de negro y con una sombra gris plateada, tienen casi el mismo color verde oscuro de su vestido. Tiene el pelo elegantemente peinado hacia atrás, le caen un par de tirabuzones que enmarcan su rostro.

Hailey —que lleva un vestido fucsia y el pelo peinado hacia un lado con una horquilla dorada con incrustaciones de diamante— me pasa un chal plateado.

—Vas a dejarlo de piedra. A Evan. Vas a dejarlo patidifuso —dice.

—Pues claro —añade Meredith, que lleva un sencillo vestido azul media noche con falda de tubo y volantes en la parte delantera. Luego se toca la oreja; está sonándole el kom.

—¡Hola, Olly! Sí, ya estamos en casa de Jess. ¿Ya venís, chicos? ¡Genial! ¡Nos vemos en diez minutos!

Se vuelve hacia Hailey y hacia mí.

—Olly y Tim llegan dentro de nada. Venga, vamos a escoger la música. ¡Apuesto a que todos los demás también están a punto de llegar!

Tiene razón; en cuanto volvemos al salón, suena el timbre de la puerta. Durante una hora más o menos el piso empieza a abarrotarse. Gente a la que solo conozco de haberla visto en el restaurante del trabajo me felicita por mi vestido hasta que empiezo a sentirme abrumada por tanto halago, y los regalos comienzan a acumularse encima de la mesa del comedor: sobre todo sobres, envueltos en elegante papel y con lazos.

Lo único que no me deja sentirme del todo feliz es el hecho de que Evan todavía no haya llegado.

Cuando dan las veinte quince y luego las veinte treinta, empiezo a sentirme cada vez más nerviosa. Meredith se da cuenta de que estoy ansiosa e intenta tranquilizarme.

—Estoy segura de que está de camino —afirma—. Los chicos siempre llegan tarde a este tipo de celebraciones. —Aunque sus palabras no me consuelan. Tengo ganas de contactar con él, pero me da miedo. ¿Y si le ha ocurrido algo?

A las veinte cuarenta y cinco, cuando he decidido contactar con él, la puerta del piso se abre y Evan entra. Lleva camisa y vaqueros oscuros, el pelo engominado y de punta. También hay mucha gente de su oficina. Cuando entra, lo saludan diciendo: «¡Evan!» y «Eh, ¿dónde te habías metido?».

Me quedo junto a la mesa y espero a que él se percate de mi presencia. Pero él coge un vaso de ponche a una de las camareras vestida de blanco y luego se pone a hablar con un chico pelirrojo de pelo corto.

—¿A qué esperas? —me pregunta Hailey, dándome un codazo en las costillas. Hace un gesto de llamada de atención con la mano y, hablando con voz muy aguda para que se le oiga a pesar de la música y las conversaciones, grita—: ¡Evan! ¡Aquí!

Evan se vuelve, y me doy cuenta de que mira sorprendido.

Se acerca.

—Jess —dice—. ¡Estás… estás increíble!

Me mira de arriba abajo, y su expresión por costumbre indiferente queda sustituida por una cara más amable, prácticamente de voracidad, cuando se fija claramente en mi vestido, en mi peinado, en mi maquillaje, en el brillo espolvoreado en mi pecho.

—¡Vaya! —añade.

Siento un calor que se me extiende por el cuello y las mejillas. De pronto tengo calor, aunque la temperatura no es especialmente cálida.

Se inclina para acercarse a mí y me besa, me da un beso de verdad, intenso y apasionado. Cierro los ojos e inhalo el perfume de su loción para después del afeitado, mientras me dejo llevar por una sensación etérea y aturdidora de alegría. Este es el momento que estaba esperando, deseando. No importa que los pelillos de la cara que tiene me rasquen los labios. No importa que me esté besando con tanta fuerza que esté clavándome la boca en los dientes. No importa que seguramente esté estropeándome el maquillaje o que este beso sea un tanto… húmedo. Lo que importa es que está besándome.

Cuando nos separamos, la gente rompe en un aplauso. Sorprendida, me vuelvo y descubro que todo el mundo está a nuestro alrededor. Hailey sonríe de oreja a oreja con cara de loca.

El resto de la noche pasa volando. Evan no se aparta de mi lado y me rodea todo el tiempo con un brazo, y gente a la que no he visto en mi vida me felicita por nuestro emparejamiento; y me siento como si, por fin, mi perfecta vida de ensueño se hubiera hecho realidad.

Tengo que ir al baño.

—Volveré dentro de un minuto —digo a Evan, y me aparto a regañadientes de su abrazo.

Entro como puedo en nuestra habitación, donde los abrigos y bolsos de todo el mundo están apilados sobre la cama, pero ya hay alguien en nuestro baño, así que vuelvo a salir y me dirijo al baño de la habitación vacía. Hasta después de haber usado el inodoro y haberme lavado las manos, no me fijo en que hay un pequeño paquete que asoma por la balda que hay justo encima del lavamanos.

Es algo envuelto en papel blanco normal y corriente, de unos diez centímetros de alto por cinco de ancho. Tiene mi nombre escrito en la parte de delante con tinta negra.

Arrugo el entrecejo. ¿Será un regalo de emparejamiento que alguien se ha dejado aquí sin querer? Si es así, ¿por qué solo lleva mi nombre escrito? Levanto el paquete, lo abro y tiro el papel en el lavamanos.

Es una especie de artilugio, como de un centímetro de grosor, hecho de plástico negro y metal. Tiene una pantallita y, por delante, una rueda circular con un botón en el centro. Tiene enrollados unos auriculares conectados a la parte superior por un cable. Cuando le doy la vuelta, veo un pequeño símbolo grabado por detrás: una manzana con un mordisco y una palabra que para mí no tiene ningún sentido: «iPod». El artilugio está viejo y arañado; parece muy antiguo.

Va acompañado de una nota:

Ponte los auriculares en las orejas. Sigue las instrucciones para escuchar el mensaje. Memorízalo y tira esto y el iPod a la incineradora. ¡Es muy importante que lo escuches! Un amigo.

Hay unos dibujos debajo, en los que puedo ver cómo se usa el aparato. Me quedo mirándolo, y empiezan a temblarme las manos. Lo sé, es que lo sé, esto tiene que estar relacionado con la pantalla de noticias pirateada. Pero ¿quién lo ha dejado aquí? ¿Cómo ha entrado en mi piso?

Alguien llama a la puerta, y Meredith asoma la cabeza.

—Jess, ¿estás bien? —pregunta—. Te has ido hace un montón de rato.

Intento poner expresión de tranquilidad, me escondo el aparato en la espalda, y espero que no lo haya visto.

—Estoy bien —contesto—. ¿Podrías pedirle a Evan que venga? Tengo… tengo que preguntarle algo.

Meredith frunce el ceño.

—Hummm… está bien. —Vuelve al salón, y en pocos minutos aparece Evan.

—¡Cierra la puerta con llave! —le susurro.

Con cara de confusión, hace lo que le he pedido.

—Mira —le digo, y levanto el artilugio—. Acabo de encontrar esto aquí mismo, con esta nota.

Evan toma el aparato y la nota, que lee, lo que acentúa su expresión de confusión.

—¿De quién es esto? —pregunta.

—No lo sé. Creo que tiene algo que ver con el hecho de que nos hayan pirateado la pantalla de noticias. —Hablo con voz temblorosa y temerosa.

—¿A qué te…? —empieza a decir Evan más confuso que nunca. Luego debe de haberse acordado, porque se le relaja el gesto—. ¡Ah, eso!

—Evan, alguien ha dejado esto aquí. ¡Alguien ha entrado en nuestro piso!

—Hay un montón de gente en nuestro piso ahora mismo —responde. Parece entre alucinado y enfadado—. Jess, seguramente es alguien que está gastándote una broma. ¿Has escuchado lo que hay dentro? Estoy seguro de que es alguien felicitándote por el emparejamiento o algo por el estilo.

Desenrolla los auriculares del aparato.

—¡No! —grito, tan alto que, a través de las puertas del baño y de la habitación, veo a gente asomarse por el comedor y mirar en nuestra dirección—. ¡No hagas eso! —Me late tan fuerte el corazón que va a salírseme del pecho. Lo único en lo que puedo pensar es en la horrible y grave voz que salía de la pantalla de noticias.

—Jess, no te pongas histérica —dice Evan. Empieza a parecer enfadado.

—Por favor, no lo escuches —insisto—. Deshazte de él. —Se me llenan los ojos de lágrimas.

—Dios —repone Evan—. Está bien. Lo tiraré a la incineradora de la cocina. ¿Eso hará que te sientas mejor?

—Voy contigo —le digo. No puedo soportar la idea de pensar que, mientras yo no miro, él puede escuchar el aparato para ver qué contiene.

Todos se quedan mirándonos mientras sigo corriendo a Evan hasta la cocina. Nos siguen unas cuantas personas, y Meredith y Hailey se encuentran entre ellas.

—¿Qué ocurre? —oigo que pregunta un chico.

—¿Qué llevaba en la mano? —pregunta Hailey—, Jess, ¿va todo bien?

La ignoro. Los ignoro a todos. Lo único que me importa es comprobar que el chisme ha desaparecido. Evan aparta de un empujón a una de las doncellas contratadas y abre la trampilla de la incineradora, que está junto a los fogones. Tira el artilugio dentro mientras yo observo cómo cae en espiral a la oscuridad. Entonces vuelve a cerrar de golpe la trampilla.

—¿Ya estás contenta? —pregunta, y se limpia las manos.

—Creo… creo que deberíamos contactar con la ACID —digo. Sigo muerta de miedo.

—¿Cómo?, ¿y que se vayan todos a casa y pasemos unas horas respondiendo preguntas? Estás de broma, ¿verdad?

—Pero si ha entrado alguien… —digo.

—Por el amor de Dios, Jess. ¡Deja de ser tan paranoica! —grita Evan—. ¿Te has tomado la medicación esta noche? Porque estás portándote de una forma superrara.

—¿La medicación? —repite Hailey, que está justo detrás de mí, y me doy cuenta de que no le he contado nada sobre lo que tomo. Les he dicho a Meredith y a ella que mi brazalete es un amuleto que me regaló mi abuela, y que esta es la razón por la que nunca me lo quito.

Todavía no es la hora de mi medicación, así que intento respirar hondo como me enseñaron en la unidad de rehabilitación, pero cada vez siento más pánico. Siento pinchazos en los brazos. Empieza a brotarme sudor de la frente y me siento algo mareada y débil. Me pongo la mano con fuerza sobre la boca, se me hincha el pecho, comienzo a encorvar los hombros.

—Jess. —La voz de Evan es un simple gruñido grave, pero está claro que está muy enfadado—. Tranquilízate. —Me agarra por los hombros, y me vuelve para que lo mire. Le brillan los ojos de rabia y me da una pequeña sacudida, está clavándome los dedos en los brazos y me hace daño. Nunca lo he visto tan furioso y, de pronto, recuerdo lo que sentí cuando estaba en la puerta del despacho de Kerri mi primer día de trabajo (esos sentimientos amorosos que no eran por él) y me pregunto si él lo sabe, de algún modo—. Estás avergonzándome —añade en voz baja—. Deja de actuar como si estuvieras chalada.

No puedo explicar lo que hago a continuación. Es como si mi cerebro se hubiera sentado a mirar desde una distancia segura mientras mi cuerpo se ocupa de todo. Levanto la rodilla y se la clavo en la entrepierna y, con una fuerza que no tenía ni idea de poseer, lo aparto de mí de un golpetazo. Evan choca contra la isla de la cocina, la pila de platos se hace añicos contra el suelo, y él cae sobre las baldosas junto a los platos con las manos metidas entre las piernas, gimoteando.

Todo queda en silencio. Incluso la música se detiene.

—¿Qué demonios…? —dice Hailey al final, y su voz no es más que un susurro asustado.

Un chico me empuja para llegar hasta Evan y se acuclilla junto a él.

—Oye, ¿estás bien? —pregunta—. ¿Evan?

Evan gruñe. Tiene los ojos cerrados y la cara tan blanca como el papel.

—Voy a contactar con un médico —dice el chico y vuelve a levantarse. Se lleva un dedo a la oreja, luego empieza a hablar a toda prisa por el kom y cuenta a quienquiera que esté del otro lado lo que ha ocurrido.

Por fin logro hablar.

—¡Lo siento! —grito—. ¡No quería hacer eso! ¡No quería!

Me vuelvo de golpe. Todo el mundo se aleja de mí como si les preocupase que pudiera atacarlos a ellos a continuación. Siento más miedo que nunca, el pánico me corre por las venas y me quema como el fuego. Empiezo a ver puntitos negros.

—¡Miradla! —oigo que exclama alguien a mi izquierda—. ¡Está totalmente colgada!

—Vámonos de aquí —añade otra persona.

Los invitados empiezan a marcharse, todos ellos siguen mirándome como si me hubieran salido cuernos, un rabo y alas.

«Huye», pienso. Salgo disparada, pero el chico que ha contactado con el médico agarra un rodillo enorme que hay sobre el mostrador y se interpone en mi camino, blandiéndolo.

—Oh, no, no vas a irte —me suelta, y yo me quedo parada.

—Oh, Geoff, ¡ten cuidado! —dice una chica que tengo justo detrás.

Cuando llegan los médicos cinco minutos después, casi todo el mundo, salvo Geoff y el personal contratado, se ha marchado. Geoff les explica lo ocurrido mientras un médico inspecciona a Evan.

Me quedo mirando la figura tendida de mi compañero vital, tirado en medio de una amalgama de cubiertos y porcelana hecha añicos.

—¿Ha ocurrido antes? —pregunta el enfermero mientras se saca un parche medicinal de una cartuchera que lleva en el cinturón y se lo pega a Evan en el cuello.

—¡No tengo ni idea! —exclama Geoff—. A ella ni siquiera la conozco, solo lo conozco a él.

El enfermero me mira, aunque no puedo responderle. Tengo las palabras atascadas en la garganta. Necesito respirar, pero soy incapaz. Los puntitos negros que veo empiezan a crecer y comienzo a oír un pitido en los oídos.

—Será mejor que a ella también le pongamos un parche, si es seguro —dice el enfermero que está atendiendo a Evan a su colega.

Antes de que pueda reaccionar, el enfermero ya me ha pegado un parche en el cuello. Siento un leve cosquilleo, y el frescor se me propaga por el cuerpo. El efecto es casi inmediato, como si alguien me hubiera sumergido las terminaciones nerviosas en agua helada. Me tambaleo en su dirección, y él me tiende en el suelo.

—Vamos a sacarlos a los dos de aquí —dice el primer enfermero—. Podemos contactar con la ACID por el camino.