A la mañana siguiente, me levanto a primera hora y preparo el desayuno para llevárselo a Evan a la cama: tostada con huevos revueltos, una taza de café y un vaso de zumo de naranja, que le sirvo en una bandeja. Se incorpora y parpadea mientras dejo la bandeja sobre su mesita de noche.
—¡Vaya! ¿Has preparado todo esto para mí? —me pregunta.
Yo asiento en silencio.
—¡Hala! —Se pasa las manos por el pelo—. Tiene una pinta estupenda, Jess, pero nos vamos a casa de mis padres dentro de solo un par de horas. Si me como todo esto, no podré con la comida.
«Maldita sea.» La comida del domingo. Se me había olvidado por completo.
—Lo… lo siento —tartamudeo—. Yo…
—No pasa nada. Me comeré la mitad. —Evan me dedica una amplia sonrisa.
Después, vuelvo a llevar la bandeja a la cocina y tiro la comida sobrante a la unidad de vertido de residuos, decepcionada y enfadada conmigo misma. Está claro que una buena compañera vital se acordaría de cosas tan importantes como el hecho de tener que ir a casa de los suegros a comer. Al fin y al cabo, nos lo dijeron ayer mismo.
—Voy a correr un poco —dice Evan, y asoma la cabeza por la puerta. Se ha puesto unos pantalones de chándal y una camiseta—. Llegaré a tiempo para ducharme y cambiarme antes de que nos vayamos, ¿vale?
Asiento en silencio.
«No hay para tanto, ¿lo ves? —pienso—. Es evidente que a él no le ha molestado.»
Aunque a mí sí que me parece algo grave.
Cuando se ha marchado, me visto, luego recojo las últimas cosas del desayuno y pongo en marcha el lavavajillas. Después de eso, regreso con parsimonia al comedor. No tengo nada que hacer, y el piso me parece demasiado grande para estar sola en él. Intento leer una eFic en el kom, pero no logro concentrarme, así que enciendo la pantalla de noticias.
Como siempre, se ve una combinación de reportajes y estadísticas de la ACID.
«El índice de criminalidad en el Exterior ha llegado a los niveles más bajos de todos los tiempos, gracias a la creciente aplicación del método de comprobar la documentación de los transeúntes llevado a cabo por la ACID —declara una agente mirando a cámara. Tiene una melena tipo casco de pelo negro y brillante, y la piel tersa y pálida. El rótulo que parece debajo reza SUBCOMANDANTE HEALEY. Cuando leo su nombre, tengo una sensación repentina, ¿un déjà vu?, que se me pasa con la misma rapidez con que la he experimentado—. Solo durante este último mes, se han producido una decena más de detenciones, y los acusados llegan a los tribunales más rápido que nunca gracias a la nueva legislación aprobada por la ACID para cortar el problema de raíz y sacar definitivamente a los criminales de las calles lo antes posible. Se requisan un gran número de tarjetas de ciudadanía falsificadas todas las semanas y…»
Me dejo imbuir por sus palabras y voy mirando las imágenes que van pasando por detrás de ella, en las que se ven hileras de agentes de la ACID marchando por las calles; los agentes esposan a personas harapientas y desnutridas a la entrada de destartalados edificios de cemento; los agentes llevan a esas mismas personas a las furgonetas de la ACID. Me da sensación de seguridad saber que detienen de forma tan eficaz a esas personas, aunque sigo alarmada por la idea de que existen. ¿Por qué violan las leyes y luchan contra el sistema de esa forma? ¿Es que no se dan cuenta de que esas leyes están para que nuestra vida sea mejor? Es una locura.
«Ahora les ofrecemos una entrevista con el jefe de la ACID y presidente de la RIGB, el general Harvey, sobre la asesina Jenna Strong, quien ha vuelto a ser capturada recientemente», dice la subcomandante Healey, mientras la imagen que tiene detrás cambia y se ve a un hombre fornido, cincuentón, con un bigote pulcramente recortado.
Tengo de nuevo la sensación de familiaridad que he sentido hace unos minutos. Como si ya los conociera ambos. Sacudo la cabeza. Esto es ridículo. ¿Cómo iba a conocer a una subcomandante de la ACID, y mucho menos al presidente? Debe de ser porque los he visto muchas veces en las noticias.
Jenna Strong. ¿Por qué me suena tanto ese nombre? Entonces lo recuerdo. Es esa chica que mató a sus padres hace unos años y hace nada escapó de la cárcel. Un pequeño escalofrío me recorre la espalda.
«General, ¿dónde se encuentra Strong en estos momentos?», pregunta la subcomandante Healey.
«Se encuentra en una prisión de alta seguridad especializada —responde el general Harvey—. La opinión pública no tiene nada que temer de ella. Estará encerrada durante el resto de su…»
Entonces se corta el sonido y la imagen empieza a distorsionarse, las cabezas de la subcomandante Healey y del general Harvey se mueven de un lado para otro y quedan entrecortadas por líneas de color blanco que empiezan a cruzar la pantalla de lado a lado por la parte superior. Arrugo el entrecejo, y me pregunto si hay algún problema con la conexión. Pero, con la misma rapidez con la que la imagen ha empezado a parpadear y saltar, vuelve a estabilizarse.
Sin embargo, ya no se ve a la subcomandante Healey ni al general Harvey. Veo el plano, de cintura para arriba, de una persona con una especie de máscara; es imposible saber si se trata de un hombre o una mujer, ni averiguar la edad que tiene. Mira hacia un lado y luego mira fijamente a cámara. Parece que esté mirándome a los ojos, pero eso es imposible, ¿verdad?
«Jess», dice. Su voz está distorsionada, suena grave y electrónica.
Me quedo mirando la pantalla.
«No te creas nada. Nada es verdad —añade la persona enmascarada—. Tienes que recordar quién eres.»
Empieza a latirme con fuerza el corazón. ¿Quién es esa persona? ¿Por qué se dirige a mí?
«Jess —dice—, intenta recordar. Tienes que recordar.»
Me levanto con las piernas temblorosas y siento ganas de gritar. ¿Es que puede verme?
«Jess, en realidad no eres…», empieza a decir la persona enmascarada.
Doy dos pasos, me acerco hasta la pantalla y le doy un golpecito a la base para apagarla. La imagen desaparece, se lleva esa voz siniestra y distorsionada consigo, y yo caigo desplomada sobre el sofá, temblando.
Todavía sigo ahí cuando Evan regresa cuarenta minutos después, con la vista clavada en el espacio vacío, donde antes estaba la imagen de la pantalla de noticias.
—¿Estás bien? —pregunta cuando ve mi expresión.
Niego con la cabeza. Me muero por tomar otra dosis de mi medicación para tranquilizarme, pero la banda medicinal que llevo no me lo permitirá; ha pasado muy poco tiempo desde la última toma.
—¿Qué ocurre? —Evan se sienta a mi lado, con el entrecejo fruncido. Huele a sudor.
—Había… había alguien en la pantalla de noticias —le digo—. Repetía mi nombre y me decía que tenía que recordar quién era en realidad.
El entrecejo arrugado de Evan se convierte en una expresión de impacto.
—¿Qué?
—Llevaba una máscara y tenía la voz distorsionada, ni siquiera se sabía si era hombre o mujer…
Evan se levanta.
—¿Has contactado con la ACID?
—Todavía no —respondo—. Estaba… estaba esperando a que volvieras.
Evan enciende la pantalla de noticias. Proyecta un destello y, pasados uno o dos segundos, veo…
A la subcomandante Healey, leyendo tranquilamente las noticias, tal como hacía antes.
Evan y yo nos quedamos mirando la pantalla durante unos minutos en silencio. Luego, Evan la apaga de nuevo.
—A mí me parece que está bien —dice, y regresa hasta donde me encuentro sentada—. Jess, es por tu…
Y se calla. Veo que traga saliva.
—¿Qué? —pregunto.
—Es por tu… bueno, ya sabes, ¿funciona? —Señala la banda medicinal con un gesto de cabeza.
—¡Sí! —contesto—. ¡Por supuesto que funciona!
Evan se pasa una mano por el pelo y se rasca la cabeza.
—Bueno… a lo mejor no es más que… un pequeño problemilla, o algo así. —Vuelve a levantarse—. Será mejor que me cambie.
Entra al dormitorio, y oigo la ducha del baño.
—¿Estás lista? —pregunta cuando vuelve a salir, vestido con camisa y vaqueros.
Asiento en silencio, me aliso el vestido e intento no pensar en que todavía me tiemblan las manos. No puedo haberme imaginado a esa persona de la pantalla de noticias, de verdad que no puedo. No estoy loca.
¿Lo estoy?