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Salas para la ceremonia de emparejamiento vital, Londres Alto

24 de junio de 2113

Aunque la dosis de medicación que he tomado justo antes de comer está haciéndome sentir voluble e irreal, no puedo contener un cosquilleo de emoción cuando el funcionario de emparejamiento vital de la ACID entra en la sala.

Evan se encuentra a mi lado y tiene la vista al frente. Está más guapo que de costumbre, con el pelo castaño claro peinado hacia atrás, y la seda morada de su corbata —a conjunto con el vestido de seda que yo llevo— resalta el azul de sus ojos. Cuando el funcionario de emparejamiento vital da la bienvenida a sus padres y a su hermana de catorce años, Suki, todos sentados en unos elegantes butacones detrás de nosotros, voy mirándolo de reojo. El ambiente está impregnado del perfume de las flores de los jarrones colocados sobre pedestales que tenemos a nuestro alrededor, y una delicada música clásica suena por los altavoces. Todo es perfecto.

Se me hace un nudo en la garganta. Ojalá mis padres pudieran estar aquí para ver esto. Pero cuando el roto en el que viajábamos mis padres, mi hermano y yo estaba llegando a Escocia, donde íbamos a pasar las vacaciones el verano pasado, sufrió un accidente, yo fui la única superviviente. Estuve tres meses en el hospital, y otros dos en una unidad de rehabilitación, recibiendo tratamiento psicológico y apoyo emocional. Luego, como ninguno de mis padres tenía hermanos y todos mis abuelos habían muerto cuando yo era muy pequeña, me trasladé a una vivienda tutelada. Está bien, pero parece y huele igual que la unidad de rehabilitación, y me alegro de que esta mañana la haya visto por última vez en mi vida.

La medicación que tomo, suministrada tres veces al día a través de una aguja microscópica oculta en el interior de una bonita pulsera de plata que llevo siempre en la muñeca derecha, incluso mientras duermo, evita que tenga las pesadillas y los recuerdos que estaban impidiéndome seguir adelante, incluso después de que hubieran sanado todas mis lesiones físicas. La tomo desde marzo, y aunque mis médicos han tenido que ajustar la dosis varias veces para dar con la adecuada, por fin empieza a funcionar. Lo que significa que soy apta para el emparejamiento vital y que, dentro de muy poco, empezaré un nuevo trabajo. Todo ha vuelto a la normalidad, o casi todo.

Consigo tragar saliva y deshacer el nudo de la garganta, parpadeo para contener las lágrimas que me asoman e intento sonreír al funcionario de emparejamiento vital cuando ocupa su lugar delante de Evan y de mí. Me devuelve la sonrisa con gesto distante. Evan no cambia de expresión. Me pregunto si estará nervioso. Hasta ahora me ha dado la impresión de que nunca se pone nervioso. Sin embargo, durante este último mes, durante nuestros encuentros en compañía de una carabina, dos veces a la semana, en su casa, mostraba una actitud totalmente distinta: impaciente por celebrar la ceremonia para que pudiéramos mudarnos a nuestro piso y alejarnos de sus padres, que, según me dijo una vez al oído, lo volvían loco con todos sus rollos. Personalmente, creo que tiene mucha suerte; yo daría cualquier cosa por que mis padres volvieran a estar por aquí para taladrarme con sus rollos. Pero eso no se lo he dicho a Evan, claro.

El funcionario carraspea y empieza a leer los votos del emparejamiento vital para que yo los repita en voz alta.

—Yo, Jessica Stone…

—Yo, Jessica Stone… —repito.

—Tomo a Evan Denbrough…

—Tomo a Evan Denbrough…

—Como compañero vital, y acepto ser unida a él para el resto de mi vida.

Repito la frase, aliviada por haberlo dicho todo sin tartamudear ni olvidar ninguna palabra. Entonces le llega el turno a Evan.

—Yo, Evan Denbrough…

—Yo, Evan Denbrough… —masculla Evan.

—Tomo a Jessica Stone…

Cuando todo ha terminado, Evan se vuelve para besarme, y sus labios rozan los míos de forma tan breve que me pregunto si, en realidad, no me lo habré imaginado. El funcionario de emparejamiento vital nos ha dedicado otra de sus sonrisas, esta vez, con un poco de más calidez.

—Felicidades —dice—. Ahora, si queréis, despedíos de todos, un coche está esperándoos fuera para llevaros a vuestro piso.

Evan me toma de la mano, me agarra con tanta fuerza que empieza a hacerme daño en los dedos, y me lleva hasta su madre, su padre y Suki, que están levantándose de sus asientos. Aunque su madre y su hermana son menudas y con el pelo rizado y de color castaño claro, Evan es igual que su padre, con la salvedad de que su padre tiene algunas canas y patas de gallo apenas visibles.

—Buena suerte, cariño —dice su madre, sorbiéndose los mocos—. De verdad espero que el piso sea bonito. No dudes en contactar con nosotros si necesitas algo, y no te olvides de traer a Jess a comer a casa mañana. Tengo que repasar los planes para la fiesta de emparejamiento contigo, y…

—No faltaremos, mamá —repone Evan, con un tono de irritación muy mal disimulado en la voz.

Le estrecha la mano a su padre, mientras su madre me abraza y vuelve a enjugarse las lágrimas de los ojos. Siento una nueva punzada de pena al recordar a mi madre abrazándome, y de pronto me alegro mucho de sentir como la medicación empieza a burbujear por mi torrente sanguíneo. Si no la tomara, ahora mismo estaría llorando como una loca.

El funcionario de emparejamiento vital nos aguanta la puerta, la música que ha estado sonando durante la ceremonia va bajando de volumen. Ha llegado la hora de marcharnos. Cuando sigo a Evan hasta el recibidor, no puedo resistir echar un vistazo a la siguiente pareja que espera a ser convocada en la sala. La chica es pelirroja y delgada, el chico tiene el pelo negro y aspecto de deportista. Su vestimenta, como la de Evan y la mía, es lógicamente cara, aunque, para mis adentros, me digo que mi vestido me queda mucho mejor a mí. Ella me sorprende mirándola y también me echa un vistazo apreciativo; durante un instante, creo que ella lo sabe todo: lo de mi accidente, lo de la medicación… pero me recuerdo que eso es imposible. Los cirujanos me realizaron una compleja operación estética y borraron hasta la última señal de las heridas que sufrí al atravesar el parabrisas del roto. Al mirarme, nadie pensaría que me ha pasado algo. Las únicas cicatrices que me quedan están en mi interior.

Gracias a la medicación, esas heridas también empiezan a sanar.

Mantengo la cabeza muy erguida y dejo que Evan me lleve por el vestíbulo y por la escalera a la calle, hasta un coche plateado esperándonos junto al bordillo. Desde este momento, podremos contactar para pedir un coche siempre que queramos y para ir a cualquier parte, aunque sea al final de la calle. El conductor que está de pie junto al coche abre la puerta de atrás cuando nos acercamos. El sol brilla desde un cielo azul despejado.

—Gracias a Dios que todo ha terminado —se queja Evan cuando sube detrás de mí y se deja caer en el asiento. Tira de la corbata para desatársela y la arroja en mi dirección—. Recógemela, ¿quieres, cariño?

La medicación ralentiza un poco mis reacciones, intento coger la corbata con torpeza y se me cae. Cuando me agacho para recogerla, el coche se pone en marcha, su motor eléctrico ronronea con suavidad. Me pongo el cinturón de seguridad y miro por la ventana, contemplo como van pasando las calles. Estamos en el barrio financiero y comercial de Londres Alto, pero nadie lo diría. Las tiendas parecen casas y despachos que tienen vitrinas decoradas con objetos colocados con mucho gusto. Recuerdo haber visitado algunos de ellos con Lucy y Eri, mis mejores amigas, antes del accidente, cuando veníamos por este barrio los fines de semana. Íbamos directas a las tiendas de ropa más caras, nos probábamos lo que nos daba la gana, lo cargábamos a la cuenta corriente de nuestros padres y salíamos dando tumbos con los brazos cargados de bolsas y cajas, riendo y charlando mientras nos dirigíamos hacia algún otro lugar a tomar un café.

Vinieron a visitarme un par de veces al hospital, pero sus visitas fueron espaciándose cada vez más y, desde que salí de la unidad de rehabilitación, no las he visto. He pensado en contactar con ellas un par de veces, pero la última vez que las vi las dos estaban a punto de ser emparejadas de por vida y no paraban de hablar de lo ocupadas que estaban. No dejo de repetirme que mantendré el contacto con ellas de todas formas, pero, cada vez que decido contactar, hay algo que me lo impide, y ahora he llegado al punto en que me resulta más fácil no molestarme en intentarlo.

De todas formas, da igual. Yo sigo adelante. Es más sano para mí cortar los vínculos que me atan a mi vida pasada.

Sigo mirando por la ventana, a los edificios más altos que se elevan hacia el cielo por detrás de las tiendas, gráciles construcciones de cristal y plateado acero que refulgen bajo el sol. Por detrás de estos, porque este barrio está a las afueras del Alto, veo la alta pantalla de álamos que delimita la frontera entre esta zona y el Medio. Los transeúntes caminan por los limpios pavimentos con el ánimo tranquilo de las personas que no tienen que preocuparse por nada, se toman su tiempo, deteniéndose para hablar con los amigos. De pronto me siento muy afortunada por formar parte de todo esto, e incluso más afortunada porque cuando tengamos hijos Evan y yo los educaremos para que ellos también disfruten de esto. Mi infancia en el Londres Alto fue idílica y quiero que la suya sea igual.

Sin embargo, sufro un cambio de humor. Al principio creo que voy a recordar algo del accidente, y siento que empiezan a sudarme las manos y se me acelera el pulso. Pero es algo más; un recuerdo más distante. Imágenes desconectadas entre sí, a las que no logro encontrarles sentido, no paran de venirme a la cabeza: calles abarrotadas bordeadas por edificios de cemento que están a punto de derrumbarse; basura, graffitis, pobreza. ¿Dónde está ese lugar? Nunca he estado en un sitio así, ¿verdad?

Es demasiado pronto para tomar otra dosis de medicación. Inspiro y espiro, y me repito: «Soy Jessica Stone. Voy en un coche con mi nuevo compañero vital hacia mi nuevo piso». Repetirme quién soy y dónde estoy es la técnica que me enseñaron en el centro de rehabilitación. Poco a poco, los pensamientos se desvanecen.

—¿Estás bien? —pregunta Evan.

Me vuelvo y descubro que está mirándome.

—Estoy bien —respondo—. Es que estoy cansada. Ha sido un día… un gran día para mí.

Evan asiente en silencio. No hemos hablado mucho sobre mis problemas, pero él parece aceptarlos bastante bien, y es algo que le agradezco.

Vuelvo a recostarme en mi asiento, relajada. No tardamos en dejar atrás el barrio comercial y nos dirigimos hacia la zona residencial. Mire a donde mire, las flores de verano asoman en las macetas de las ventanas, plantadas por los equipos de mantenimiento del Londres Alto, que trabajan sin descanso y con discreción desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche, manteniendo nuestra ciudad con un aspecto impecable. Al final el conductor entra en una calle sin salida y paramos delante de la entrada de un elegante edificio de cinco plantas.

El conductor se baja y me abre la puerta. Cuando me apeo como puedo del coche, me quedo mirando el edificio que es ahora mi nuevo hogar. Vuelvo a sentir el cosquilleo de la emoción en mi interior. Incluso desde fuera parece bonito, está construido con piedra rosa ribeteada de color crema y ventanas arqueadas. Una amplia escalinata lleva a la puerta principal, que está flanqueada por columnas de color crema y un árbol en una maceta a cada lado. Un letrero grabado junto al puerta dice: CASA LABURNUM, ITALY CRESCENT, N.º 5-10, y en una pequeña pantalla holográfica hay una lista de nombres; los nuestros y los de nuestros vecinos. Estamos en el apartamento número 10, en el ático.

—Vuestras tarjetas de ciudadanía abren la puerta del edificio y os dan acceso exclusivo a vuestro apartamento —explica el conductor cuando Evan también sale del coche—. Recibiréis toda la información sobre vuestros nuevos trabajos por la redkom esta noche.

Luego, con una ligera inclinación de cabeza, se retira, vuelve a entrar en el coche y se marcha.

—¿Quieres entrar tú primero? —pregunta Evan.

—Hummm… sí, gracias —contesto. Subo los escalones hasta la puerta principal y él me sigue de cerca.

—Toma. —Se sitúa por delante de mí para pasar su tarjeta de ciudadanía por la cerradura con escáner, luego empuja la puerta para abrirla y cederme el paso.

Entro en el recibidor con suelo de parqué y paredes color crema. Está todo inmaculado y el aire huele a limón. Avanzamos hasta el ascensor, que también está forrado con paneles de madera y tiene una reluciente botonería ribeteada de dorado.

—Bueno, pues ya estamos aquí —dice Evan cuando llegamos a nuestro piso. Pasa su tarjeta por delante de la cerradura de escáner y vuelve a aguantarme la puerta, y entro al gigantesco comedor diáfano de mi nuevo piso. Me siento como si me adentrase en una vida totalmente nueva.

Evan cuelga la chaqueta en un gancho que hay junto a la puerta, se quita el kom y se lo mete en el bolsillo, luego se deja caer en uno de los sofás (hay dos de terso cuero marrón oscuro, que huele a nuevo aunque tiene aspecto de lujosa pieza de anticuario recién restaurada). Evan enciende la pantalla de noticias que ocupa casi la totalidad de la pared que tiene delante. Lo dejo mirándola y voy a investigar.

Sobre una alargada mesa de comedor, una ventana ofrece una panorámica del Londres Alto. Veo la ciudad brillando al sol, y los árboles de la frontera del Alto, con la maraña de edificios que componen el Medio, visibles por detrás. El Exterior no es más que una mancha en el horizonte, y me alegro. Nunca he estado allí, pero he oído montones de historias terroríficas sobre ese lugar, contadas por mis padres cuando era pequeña y escuchadas en el colegio: pisos diminutos, atestados, drogadictos y criminales por todas partes, a pesar de los intentos de la ACID de mantenerlos a raya. Parece un lugar espantoso.

Justo a la salida del comedor se encuentra la cocina, igual de grande, toda de acero y cristal, tan bien equipada que dejaría a la altura del betún una cocina de restaurante. Frascos llenos de pasta y de arroz, lentejas y toda clase de productos, alineados en una serie de baldas situadas junto a la nevera. Un montón de fruta fresca cuelga de una enorme cesta de malla sobre el mostrador situado junto a los fogones, y hay tiras de cabezas de ajos y cebollas, manojos de hierbas secas, ajíes y relucientes cazos de cobre colgando de una barra por encima de una isla situada en el centro de la estancia, sobre la que está instalado un elegante horno y los fogones. Un panel holográfico con pantalla sobre la pared junto a la puerta anuncia que un servicio de limpieza pasará un día sí y otro no mientras Evan y yo estemos en el trabajo.

Luego están las habitaciones: dos, cada una de ellas con una cama de matrimonio de dos por dos y, en la habitación principal, un armario lleno de ropa y zapatos nuevos para Evan y para mí. Ambas habitaciones tienen su propio baño con ducha y jacuzzi, cestas con jabones y botellas de aceites esenciales, y champú en baldas sobre las bañeras. Cuando vuelvo al comedor, me fijo en los paneles sensoriales que miden la temperatura ambiente y nuestra temperatura corporal, y esas lecturas van registrándose en pequeñas pantallas holográficas situadas en las paredes para que la calefacción y el aire acondicionado se ajusten de forma automática y así mantener el apartamento a la temperatura ideal.

—Es una maravilla, ¿verdad? —comento, y me echo sobre el segundo sofá, situado en el ángulo justo para combinar a la perfección con el otro.

Evan se vuelve para mirarme antes de mirar de nuevo la pantalla de noticias, en la que están informando de que la ACID ha localizado un almacén ilegal de tabaco y whisky en el Exterior.

—Sí, está bien —dice.

Se me humedecen los ojos momentáneamente cuando pienso en que mis padres y mi hermano nunca vendrán a visitarnos; nunca verán lo bien que vivo por mi cuenta.

Para distraerme vuelvo a levantarme. La pantalla situada sobre la pantalla de noticias indica que son casi las dieciocho cero cero horas.

—¿Tienes hambre? —pregunto a Evan—. ¿Quieres que prepare algo? —Estoy decidida a ser una buena compañera vital para él, cuidarlo y asegurarme de que no le falta nada.

—Hummm… Ah, no, estoy bien. Voy a ir un rato al gimnasio, y luego tengo que llamar a un amigo. Seguramente comeré allí.

—Ah —digo.

Enarca las cejas.

—¿Te parece bien?

—Esto… sí, claro —respondo.

«Salvo que había pensado que podríamos pasar la tarde juntos, comer, charlar…», añado mentalmente. Es la primera vez que estamos realmente a solas, y no puedo evitar sentir desilusión por que Evan no quiera aprovecharlo al máximo.

Recuerdo lo que mis profesores nos decían en los cursos de preparación para el emparejamiento vital del colegio. «La relación con vuestro compañero tardará tiempo en evolucionar. Tendréis que ser pacientes uno con el otro y daros espacio para llegar a conoceros. No os sintáis como si tuvierais que hacerlo todo juntos, ni descubrirlo todo sobre el otro desde el primer momento. Dejad que vuestra relación se desarrolle con naturalidad.»

Por supuesto. Al fin y al cabo, hace solo un mes que nos conocemos y nunca habíamos estado juntos. Seguramente esto es tan raro para Evan como para mí.

Inspiro hondo.

—Claro —repito, intentando que mis sentimientos armonicen con la vivacidad de mi tono de voz—. ¿Volverás tarde?

—No estoy seguro, pero no me esperes despierta —me dice, al tiempo que se levanta y se despereza. Cuando pasa por mi lado me da un rápido beso en los labios—. Hasta luego.

Miro la puerta cuando se cierra e intento reprimir la repentina sensación de soledad.

«No seas idiota, Jess —me digo cuando vuelvo a la cocina con los brazos cruzados sobre la cintura—. Él no es de tu propiedad.»

Además, tengo suerte de estar viva, qué importa si tengo un compañero vital o no.

Me digo con severidad que no debo olvidarlo y abro la nevera para echar un vistazo en su interior.