Centro de interrogatorios de la ACID,
Londres Superior, 13 de junio de 2113
«Te odio. ¡Te odio!»
Cada vez que cierro los ojos, oigo las palabras de Max, veo su rostro cuando se lo llevaron de mi lado, demudado por la rabia y el desprecio. Intento evocar otros recuerdos, más felices, como cuando fingimos ser pareja en la biblioteca de Clearford, y como, durante un tiempo, no daba la sensación de que estuviéramos fingiendo; o el momento en que se le escapó lo que sentía realmente por mí y la alegría que afloró en mi interior, a pesar de ser consciente casi al instante de que debía seguir fingiendo que solo quería que fuéramos amigos.
«Ojalá no lo hubiera hecho —pienso con amargura—. Ojalá le hubiera dicho lo que de verdad sentía.»
Aunque, al final, ¿habría supuesto alguna diferencia?
El traqueteo de un cerrojo que alguien está retirando me hace dar un respingo y me aparta de mis pensamientos sobre Max para devolverme a la realidad: la diminuta celda sin ventanas del centro de interrogatorios de la ACID en el Alto, con un colchón tirado en el suelo para dormir, una almohada llena de bultos, una fina y áspera manta en un rincón, y un retrete apestoso sin taza ni tapa en el otro.
Llevo encerrada aquí tres días, desde que llegué. Estoy demasiado angustiada para poder dormir más de dos horas seguidas, y me he pasado gran parte del tiempo caminando de un lado para otro, haciendo flexiones y fondos. Todavía no me han permitido ducharme; ni siquiera me han dado ropa limpia. Tengo el pelo enredado y grasiento, me pica la piel, y la boca me sabe a rancio. Fue exactamente igual cuando me detuvieron hace dos años por la muerte de mis padres. Tuve que llevar el uniforme del colegio empapado en sangre al menos durante dos semanas, hasta que me llegó la hora de escuchar la sentencia. En ese momento gritaba y les rogaba a diario que me facilitaran ropa limpia. Esta vez no he dicho ni he hecho nada. Si creen que podrán conmigo, lo tienen claro.
Dos agentes de la ACID entran en la celda. La primera me apunta con la pistola mientras la segunda se desabrocha unas esposas de pies y manos del cinturón. Permanezco callada mientras me las pone, sonriendo por dentro al ver su expresión de asco. Sé que mi olor debe de ser tan malo como mi aspecto.
—Camina —dice, y me da un empujón entre los hombros con los dedos enguantados.
Me sacan de la celda y me llevan por el pasillo de fuera. Pasamos por delante de unos cuantos agentes de la ACID más, que me echan una mirada. Entonces llegamos a las salas de interrogatorios: una hilera de puertas con pequeños letreros holográficos. La agente con la pistola presiona el botón de una en la que se indica que está vacía y, cuando se abre con un gruñido, me hace un gesto para que entre. Tiene exactamente el aspecto que recordaba: una gruesa pantalla de plexiglás divide la habitación en dos y, en mi lado, no hay más que una silla con arandelas metálicas para poder enganchar las esposas, y un micrófono para que hable por él. Del otro lado hay una puerta, una mesa de escritorio, macetas con plantas y una jarra de agua helada, congelada por la condensación, por la que vendería mi alma ahora mismo.
Me paso la lengua por los labios secos y me siento en la silla. La segunda agente asegura las ataduras a las arandelas. Luego se marchan las dos.
Echo un vistazo a través del plexiglás, con el pulso acelerado, el silencio atronador de la habitación me retumba en los oídos. Van a interrogarme. «Por fin.» Pero ¿de verdad creen que voy a contarles algo?
«Dios, espero que Mel y Jon estén bien —pienso, y siento un nudo en la boca del estómago—. Espero que los de la ACID no los hayan cogido.»
¿Y qué pasa con Max? ¿Estará él también en algún lugar del edificio? Desde que la ACID dio con nosotros, es prácticamente en la única persona en la que he pensado. La idea de que pueda estar a solo unas puertas de mí —incluso en la celda de al lado— me ha torturado de una forma que supera con creces el malestar por la ropa sucia, la celda diminuta y la asquerosa comida.
Al otro lado de la pantalla de separación, la puerta se desliza y se abre, y otros dos agentes entran en la habitación. Uno de ellos es un chico: jorobado como un sapo, con la cabeza rapada, y una cara que parece un pegote de pasta mal amasada. La otra…
Me quedo mirando.
Es la subcomandante Healey. La Agente Robot. Parece más de plástico en la vida real que en pantalla. Cuando ella y Sapo se sientan a la mesa, ella se queda mirándome con frialdad. Me sacudo el pelo enredado para apartármelo de la cara y le devuelvo la mirada.
Se lleva la mano al kom —para grabar el interrogatorio, supongo—, luego golpea la base del ordenador holográfico que hay sobre la mesa para encenderlo.
—Por favor, di tu nombre —me ordena, su voz me llega desde un altavoz situado en algún lugar por encima de mi cabeza.
Me echo hacia delante tanto como me permiten las ataduras y hablo al micrófono:
—Ya saben cómo me llamo.
—Por favor, di tu nombre —repite.
No digo nada.
—¿Qué hacías en Manchester? —me pregunta.
—Intenté contárselo a los agentes que nos encontraron —digo—. Entonces no les importó una mierda. ¿Por qué están tan interesados ahora?
Golpea la base del ordenador holográfico y el lado de la pantalla que queda hacia mí parpadea, y me muestran las imágenes grabadas por la videocámara del casco de un agente. Somos Max y yo, atados a las sillas. Yo tengo los ojos entrecerrados por el destello de la linterna de la agente de la ACID. Estoy gritando mientras me desatan y me esposan. «¡Tienen que encontrar a un tío que se llama Jacob! ¡Él es el que nos ha hecho esto! ¡Hay más bombas ahí fuera! ¡Hay más bombas ahí fuera!»
Uno de los agentes de la ACID me cruza la cara de un bofetón para que me calle; el moratón que tengo ahora en el pómulo es espectacular. «Ya sabemos lo de las bombas —dice—. El tipo que se ha puesto en contacto con nosotros para decirnos que os había cogido nos ha hablado sobre ellas. En este preciso instante estamos intentando desactivarlas.»
«Pero ¡si ese tío era Jacob! —grito—. ¡Es a él a quien están buscando! Él fue quien nos obligó a hacer esto, y son más…»
«Cállate», me interrumpe el agente.
Me obliga a levantarme. Me veo mirando a Max, cuya cara, a la luz de la linterna, se ve blanca y con la expresión paralizada por la rabia.
«Max», me oigo decir.
«Cállate —replica él—. Te odio. ¡Te odio!»
Luego los agentes lo agarran cada uno por un lado y lo sacan de la iglesia a punta de pistola.
Esa fue la última vez que lo vi.
—Tú sabías lo de las otras bombas —afirma la subcomandante Healey—. ¿Cómo?
—No tengo nada que decir —respondo—. ¿Dónde está Max? ¿Qué habéis hecho con él?
—Las preguntas las hacemos nosotros, no tú —espeta Sapo—. ¿Cómo sabías lo de las bombas?
—No tengo nada que decir —repito.
El interrogatorio continúa durante un tiempo que a mí me parecen varias horas, con Sapo y la subcomandante Healey acribillándome a preguntas sobre Manchester, Mileway y el doctor Fisher; sobre cómo conocí a Max y dónde estuve viviendo después de fugarme.
Respondo «No tengo nada que decir» a todas y cada una de las cuestiones.
—Así que ¿dices que no sabías nada sobre el plan de sacarte de Mileway? ¿Que fue una sorpresa total para ti? —inquiere Sapo más de una tercera parte de las veces. Parece aburrido como una ostra.
Bostezo.
—No tengo nada que decir.
Mientras espero la siguiente pregunta, la subcomandante Healey se levanta y asiente dirigiéndose al intercomunicador de seguridad instalado en la pared de un rincón. Está claro que la sesión ha terminado. Al cabo de unos segundos, la puerta que tengo detrás se descorre y dos agentes de la ACID vuelven a entrar. Me sueltan las esposas con las que estoy atada a la silla y me llevan hasta la celda.
En su interior, sin las ataduras, me dejo caer en el colchón y apoyo la espalda en la pared. Me suenan las tripas e intento con desesperación no pensar en comida. No tengo forma de saber cuándo volveré a comer; ni siquiera sé cuándo volverán a arrastrarme hasta la sala de interrogatorios. Podrían pasar solo veinte minutos hasta que ocurra o veinte horas.
Vuelvo a pensar en Max, se me revuelve el estómago al recordar que no logré que creyera lo que le conté acerca de mis padres ni lo que le dije sobre el suyo. Ahora jamás llegará a saber cuánto me preocupo por él. Deseo volver a nuestro pequeño refugio de la biblioteca con él. Quiero que regrese el momento en que intentó besarme. Esta vez le dejaría hacerlo y le correspondería con otro beso.
La certeza de que no volveré a experimentarlo me hace sentir ganas de tirarme al suelo hecha un ovillo y empezar a aullar.
Pasan cuatro días. Entre interrogatorio e interrogatorio, he comido todo cuanto me han traído, he hecho ejercicio y dormido cuanto he podido, pues estoy decidida a no perder mi fortaleza. A estas alturas, tengo el pelo y la ropa hechos un asco, aunque intento no pensar en ello y me alegro de que la mayoría de los agentes que entran en mi celda hayan empezado a ponerse mascarilla.
Acabo de regresar de un interrogatorio. Empiezo a hacer fondos en medio de la celda cuando de pronto se abre la puerta con un estruendo metálico. Es un agente de la ACID. Suspiro sin que se me note, me enderezo y espero a que me ponga las esposas. ¿Han pasado cinco minutos desde la última sesión? Seguro que hemos batido un récord. Pero, en lugar de regresar a la sala de interrogatorios, bajamos un par de plantas en el ascensor. Otros dos agentes están esperándonos, una mujer con el pelo cortado de forma cuadriculada y un tipo flacucho con cara de rata. Pelo Casco me agarra por el brazo y tira de mí por el pasillo hasta una pequeña habitación con una ventanilla en la puerta, que abre antes de quitarme las esposas y empujarme para que entre.
—Tienes cinco minutos —me dice mientras cierra la puerta detrás de mí—. Deja la ropa junto a la puerta.
Confundida, miro a mi alrededor. Las paredes, el suelo y el techo están cubiertos de baldosas de color verde oscuro y se respira olor a humedad en el ambiente. En un rincón del techo veo unas tuberías. Y un grifo asoma de la pared junto a estas. Al lado hay una toalla fina y desgastada colgada de un gancho.
¡Oh, Dios mío! Es una ducha. Van a permitir que me duche. A pesar de haber decidido no dejar que nada me conmueva, siento una oleada repentina de alivio, y tengo que tragar saliva con dificultad para evitar que se me haga un nudo en la garganta.
Me quito la ropa mugrienta, y corro hacia la ducha con los brazos cruzados sobre el pecho, pasando por alto la mirada vigilante de Pelo Casco, quien me espía por la ventanilla de la puerta. El agua está fría, pero eso tampoco me importa. Agarro la pastilla de jabón de olor acre del suelo, que está junto al desagüe de la ducha, me froto todo el cuerpo con ella, me la paso por el pelo y uso los dedos para desenredar los nudos más difíciles. Antes de cerrar el grifo me echo algo de agua en la boca con las manos y suspiro de alivio cuando la siento caer por mi garganta, seca como un trapo. Luego me envuelvo con la toalla e intento no ponerme a temblar.
Pelo Casco abre la puerta.
—Toma. —Me pasa un hatillo y, al desenvolverlo, veo que contiene un par de pantalones de cinturilla elástica, una camisa amorfa, ropa interior y un par de zapatillas de andar por casa. Nada es de mi talla: la ropa es demasiado grande, y los zapatos, demasiado pequeños; pero están limpios. El otro agente, Cara Rata, se pone unos guantes de goma y apila mi ropa vieja para meterla en una bolsa que dice: RESIDUOS TÓXICOS PARA INCINERAR.
Solo cuando volvemos a entrar en el ascensor empiezo a preguntarme qué narices está pasando aquí. ¿Van a trasladarme? Pese a mi decisión de no dejar que nada me influya, cuando Pelo Casco pulsa el botón para que subamos, empieza a revolvérseme el estómago de los nervios.
Sin embargo, cuando se abren las puertas, veo que estamos en la planta de la sala de interrogatorios y vuelvo a relajarme. No es más que otra sesión con la subcomandante Healey y su mascota monstruosa. Seguramente se habían hartado de que les apestase la habitación cada vez que entraba.
Pelo Casco me lleva a la sala de interrogatorios: no la de antes, sino una sala más amplia sin pantalla de plexiglás. Está vacía, salvo por la mesa que hay en el centro, con dos sillas normales y corrientes en un extremo y otro asiento con las arandelas para las esposas del otro lado. Me siento en la silla de las arandelas, y Pelo Casco me esposa a ella, luego se marcha.
Alargo el cuello para echar un vistazo a la habitación. Por algún motivo, estoy nerviosa, siento un cosquilleo por todo el cuerpo provocado por la aprensión. Detrás de mí, la puerta se descorre para abrirse. Dos agentes de la ACID me rodean y se sientan a la mesa. Una es la subcomandante Healey, tiene el rostro relajado y carente de expresión, como si estuviera esculpido en piedra.
Y el otro…
Me sonríe, y me da un vuelco el corazón.
—Hola, Jenna —dice el general Harvey—. Ha pasado mucho tiempo.