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—Caminad —dice, y señala la calle con la pistola—. Y no intentes hacerme ninguna llave de esa mierda de kung-fu —me advierte—. Si te veo hacer el más mínimo movimiento en la dirección equivocada, le meteré una bala en la cabeza a tu novio.

Max abre los ojos como platos.

Caminamos.

—¿Adónde nos llevas? —pregunto.

—A la iglesia —contesta, vuelve a señalar la calle, y veo la aguja del chapitel por encima de los tejados que nos quedan a la izquierda.

—¿Nos has seguido? —le pregunto, y recuerdo la inquietante sensación que tenía en la nuca y en las palmas de las manos cuando nos dirigíamos hacia aquí; deseo desesperadamente haberle hecho más caso.

—Desde luego que sí. —Suena tan arrogante que siento ganas de darle un golpe, sin importarme que lleve pistola—. Tenía el presentimiento de que ibas a intentar fastidiarlo todo.

—En cualquier caso, llegas demasiado tarde —le digo—. He contactado con los de la ACID. Ya lo saben.

Jacob se ríe.

—¿Tienes idea de cuánto tiempo van a tardar en sacar a toda esa gente de la plaza? Está cundiendo el pánico. Es un caos. Además, puede que no os haya contado toda la verdad acerca de los temporizadores de las bombas.

Me vuelvo de golpe.

—¿Qué?

—Seguid caminando —ordena, y desliza el pulgar por el botón de carga de la pistola.

Echo a andar de nuevo, temblando. Miente. Tiene que estar mintiendo. Si las bombas explotan mientras todo el mundo intenta salir de la plaza…

Llegamos a la iglesia, que tiene las ventanas tapiadas con tablones de madera y un enorme letrero holográfico de SE VENDE en la entrada. Las puertas están cerradas con una cadena enrollada entre los pomos, pero no tiene candado. Jacob desata las cadenas y abre las puertas de un puntapié.

—Adentro —ordena.

Max vacila.

—Venga. —Jacob le da un empujón en la espalda con el cañón de la pistola. Max entra dando tumbos a la iglesia, y yo le sigo.

Dentro está tan oscuro que no veo nada. Hay un fuerte olor a humedad, a pis y a ratones. Oigo que Jacob saca algo de la bolsa y lo sacude. Al cabo de unos segundos, se enciende la tenue luz de una lámpara fluorescente.

Gracias a su débil iluminación, veo que estamos cerca del altar. Hay un proyector holográfico, que alguien ha destrozado, en la pared situada justo detrás. Delante de nosotros, hay hileras de bancos que se pierden entre las sombras hasta el fondo de la iglesia. Y, a nuestra izquierda, se encuentra el púlpito, decorado con una gigantesca águila dorada, desconchada, con las alas extendidas. Cerca del altar hay unas cuantas sillas plegables de madera, apiladas una sobre otra y, casi todas, hechas añicos. Jacob agarra un par que todavía están en condiciones, sin dejar de apuntarnos en ningún momento, y coloca una a los pies del púlpito, y la otra, junto a la primera fila de bancos.

—Sentaos —nos ordena, y saca un rollo de cuerda de la bolsa.

Max se sienta, y, apuntándome a la cabeza con la pistola, Jacob me obliga a inmovilizarle las muñecas y las piernas con la cuerda y atarla a la silla y a la barandilla del púlpito. Luego me siento y, tras meterse la pistola en el cinturón, Jacob me ata los brazos y las piernas tan rápido que ni siquiera tengo tiempo de pensar en resistirme.

—¡Suéltanos! —le chillo—. ¡No puedes hacernos esto!

—Me parece que acabo de hacerlo —dice Jacob, retrocede y se cruza de brazos, sujetando la pistola relajadamente con la mano derecha.

Me tenso bajo las cuerdas, están tan apretadas que lo único que ocurre es que empiezo a sentir que me cuesta respirar. Me relajo y vuelvo a jadear.

—Bueno, ¿y qué piensas hacer? —pregunto cuando recupero el aliento—. ¿Dejarnos aquí?

—Oh, no te preocupes, he planeado algo especial para vosotros dos —contesta Jacob, y siento que el miedo se apodera de mí.

—Pero todas esas personas… van a morir —dice Max. Habla con desesperación y la voz quebrada.

—¿Y? —pregunta Jacob.

—¡No han hecho nada!

—Es un sacrificio necesario —replica, sin que se trasluzca emoción alguna en su mirada inexpresiva e inquebrantable—. Sus muertes serán una tragedia, pero hay que mirarlo desde una perspectiva más amplia. La ACID debe pagar.

—Estás loco —le espeta Max.

Una de las comisuras de Jacob empieza a curvarse para dibujar una sonrisa.

—Qué amable por tu parte que lo digas.

—Estás enfermo —digo yo.

—¿Enfermo? —La sonrisa de Jacob se ensancha—. ¿De veras? Si es así, estoy en buena compañía.

Y en ese preciso instante sé perfectamente cuáles serán las próximas palabras que pronunciarán sus labios.

—No lo hagas —digo, y oigo el tono de súplica de mi voz, pero estoy demasiado preocupada para reprimirlo—. Hazme lo que quieras, pero eso no.

A Jacob se le borra la sonrisa y su rostro recupera la gélida inexpresividad.

—Te lo había advertido, ¿verdad? —dice.

—Mia —pregunta Max—, ¿de qué está hablando?

—No se llama Mia —contesta Jacob—. Se llama Jenna Strong.

Entonces se vuelve y sale de la iglesia sin decir una palabra más.