No podemos correr por si alguien nos ve y se pregunta qué estamos haciendo, pero caminamos tan deprisa como podemos. Aunque las calles están completamente vacías, tengo la sensación constante de que nos están vigilando, y noto un cosquilleo en la piel de la nuca y de las manos. Si pudiera, lo comprobaría, para asegurarme, pero no tenemos tiempo. Así que me digo que es posible que esté paranoica. De todas formas, ¿quién, además de la ACID, podría estar siguiéndonos? Y, de seguirnos, no se quedarían mirándonos, nos apuntarían con sus armas y nos dispararían para detenernos.
Las calles empiezan a ser más anchas, los bloques de edificios dejan paso a las tiendas y las oficinas. Todo está cerrado a cal y canto, con letreros holográficos en las vitrinas que dicen: CERRADO POR LA COMPETICIÓN, y no hay nadie alrededor. Resulta inquietante, la verdad; es como si todo el mundo se hubiera esfumado y Max y yo fuéramos los únicos que quedásemos en el planeta.
—Busca un PCR —le digo a Max cuando llegamos a un cruce con una red de tranvías, aunque no veo ningún vehículo.
Permanecer en un espacio abierto como este está poniéndome nerviosa. Echo un vistazo a la zona, pero tampoco veo ningún PCR. A lo mejor en Manchester ya han desinstalado la red de PCR. Al fin y al cabo, ¿quién iba a usarlos hoy en día si todo el mundo tiene un kom?
Con la lluvia empapándome la cabeza, sopeso las opciones que tenemos. Si no encontramos un PCR, tendré que encontrar a alguien y convencerle para que nos deje su kom. O dejarle inconsciente y robárselo.
Si es que encuentro a alguien.
—¡Allí! —grita Max.
Miro hacia donde está señalando y veo, cerca de una zapatería desmantelada, un único PCR dentro de una cabina de resistente metacrilato, con unas pintadas de graffiti (que nada tienen que ver con la NAR, gracias a Dios) grabadas a fuego en el plástico. «Que funcione, por favor. Que funcione, por favor», ruego en silencio mientras nos dirigimos hacia ella.
No hay pantalla holográfica, solo un antiguo cartel impreso a un lado, prácticamente ilegible: TODAS LAS COMUNICACIONES, EXCEPTO LAS REALIZADAS PARA CONTACTAR CON LA ACID, SE COBRARÁN CON LA TARIFA HABITUAL. POR FAVOR, INSERTE UNA TARJETA DE CIUDADANÍA VÁLIDA CON KREDZ SUFICIENTES PARA ESTABLECER LA CONEXIÓN.
—Pero podrás comunicarte con la ACID sin tarjeta si contactar con ellos es gratis, ¿no? —dice Max.
—No lo sé —respondo. Intento recordar cómo funcionaban estos aparatos. Hay dos botones arriba, uno verde y otro rojo, y un teclado debajo con números. Aprieto el botón verde.
No pasa nada.
Vuelvo a apretarlo, le doy con el pulgar sin parar. De pronto se enciende una pantalla holográfica al fondo de la cabina, las palabras: «Por favor, inserte su tarjeta de ciudadanía» aparecen de golpe. Recuerdo que quienquiera que conteste la comunicación podrá verme, así que me oculto más la cara con la capucha y me subo el cuello de la sudadera para taparme la barbilla y la boca. Luego presiono el número 9 del teclado.
Durante un instante, pienso que no va a funcionar, que incluso para contactar con la ACID necesitas tarjeta, para que ellos vean quién lo hace. Luego las palabras desaparecen y el color de la pantalla pasa de plateado a verde cuando la comunicación se establece.
Busco una pantalla de noticias para poder ver la hora. Las cero ocho veintinueve. Miro otra vez la pantalla verde y me remuevo inquieta en el sitio.
«Venga… Venga…»
Aparece la cara de una mujer; no es una mujer de verdad, sino una imagen estática, una rubia platino de sonrisa edulcorada. Me pregunto si la han hecho así para transmitir seguridad.
—Ha contactado con la Línea de Denuncias Criminales de la ACID —anuncia una voz robótica—. Todo cuanto nos comunique será grabado. Por favor, diga su nombre y el número de identificación de su tarjeta de ciudadanía.
—Escuche —digo desde detrás del cuello de la sudadera con la esperanza de que haya una persona real al otro lado—. Estoy en Manchester, donde se celebra la competición. Tienen que evacuar la plaza. Hay explosivos colocados en los edificios que la rodean, y van a explotar dentro de treinta minutos. —Como no recibo respuesta, lo repito—: Evacuen la plaza. Hay bombas. Tienen treinta minutos.
El rostro de la mujer desaparece. Lo sustituye un agente de la ACID, tiene cara de sorpresa y enfado.
—¿Qué? —me pregunta—. ¿Quién eres? Quítate la capucha e identifícate de inmediato.
—Tienen treinta minutos —repito, y pulso el botón rojo para cortar la comunicación.
Max y yo nos alejamos a toda prisa hacia una pequeña calle que se encuentra por detrás de las tiendas. No logro librarme de la sensación de que alguien nos vigila, pero, cada vez que me vuelvo, no veo nada. No oigo pasos, no veo ninguna silueta que se cuele sigilosamente por alguna puerta. Debo de estar imaginándomelo.
Entonces oigo las sirenas y el golpeteo sordo de un roto; de dos rotos, que se acercan a toda prisa. Max me coge de la mano y tira de mí hacia la entrada de una zapatería. Al cabo de un rato, tres furgonetas eléctricas con los cristales tintados y el logo de la ACID en el lateral pasan a toda prisa, con las sirenas a todo volumen. Los dos rotos nos sobrevuelan. Max y yo nos pegamos a las puertas cerradas con llave de la tienda e intentamos confundirnos entre las sombras para que no nos vean.
—Lo hemos conseguido —susurra Max cuando ya se han ido, mientras, en la distancia, el viento se lleva el ruido de las sirenas y amplifica las voces que llegan hasta nosotros.
—Eso espero —contesto.
No estoy muy segura, pero, cuando le miro, está sonriendo, y esa sonrisa tiene algo de contagioso. Noto que yo también empiezo a esbozar una sonrisa, y empiezo a sentirme casi eufórica de alivio.
Sacudo la cabeza.
—Tendríamos que irnos de aquí.
A Max se le esfuma la sonrisa.
—¿Y si llegan más furgonetas? Estaremos al descubierto, podrían reconocerte por la pantalla del PCR.
«Mierda.» No se me había ocurrido. Y, solo unos segundos después, oigo otra sirena que se aproxima y, al cabo de unos minutos, pasan volando cuatro furgonetas.
—Espera un momento —digo—. La gente empezará a regresar por aquí muy pronto, si nos confundimos con la multitud, será más difícil localizarnos.
Ambos nos quitamos las capuchas y nos agachamos sobre el asfalto húmedo de la entrada de la zapatería, está demasiado mojado como para sentarse. Y nos colocamos cerca el uno del otro, muy juntos, a esperar.
—Mia… —dice Max pasados unos instantes.
Me vuelvo hacia él otra vez.
—¿Crees que conseguiremos volver algún día a Londres?
—No lo sé —contesto—. ¿Quieres volver?
—Me gustaría saber qué ha pasado con mi madre —dice, arrugando la frente de preocupación, y siento que la culpabilidad me revuelve las tripas.
»¿Qué hay que tus padres? —pregunta de repente—. Deben de estar preocupados por ti.
Inspiro con fuerza.
—Yo… no tengo padres —digo—. Murieron cuando era pequeña. En un accidente.
Max muda la expresión, ahora está preocupado.
—Lo siento mucho.
—No pasa nada —le aseguro, y me odio a mí misma por haberle mentido; por todas las mentiras que le he contado, una tras otra—. En realidad, no los recuerdo.
—Aun así, es un asco —supone en voz baja.
No digo nada. No puedo mirarle. Pero sé que está mirándome, y, al final, no puedo evitarlo; tengo que levantar la vista para corresponderle. Y cuando veo que la preocupación todavía se refleja en sus ojos, mezclada con compasión y pena, me odio más que nunca. Debería levantarme. Debería alejarme de él. Sería mejor que siguiera sin mí, aunque él no lo sepa.
Pero no puedo. No puedo.
Y no logro apartar la mirada de él. El aire que nos separa parece de pronto cargado de electricidad. Pienso en lo que pasó anoche, cuando me cogió la mano y estábamos tan cerca que podía sentir su aliento en la cara.
No tengo que preguntarme si está pensando lo mismo que yo. Lo veo en sus ojos, tan claro como si estuviera diciéndomelo.
Se hace un silencio, que dura varios latidos. Entonces, sin dejar de sostenerme la mirada, acerca la cabeza hacia mí.
Recupero el sentido de golpe.
—Max, no —digo casi sin aliento y lo aparto de un empujón—. No puedo, no debemos, es demasiado peligroso, tenemos que salir de aquí y…
—Pensaba que estábamos esperando a que llegara más gente —replica y parece confundido y dolido.
—No. La verdad es que creo que deberíamos marcharnos —respondo—. La ACID estará buscando a la persona que les ha alertado del atentando. Habrán averiguado desde qué PCR lo ha hecho; tenemos que largarnos ahora mismo.
Me levanto como puedo, me sacudo el polvo de la espalda, que tenía apoyada en las persianas. Haga lo que haga, tengo la sensación de que voy a hacer daño a Max. Pero no puedo permitir que ocurra nada entre nosotros. Aparte de todo lo demás, es demasiado arriesgado; podría descubrir quién soy.
Max también se levanta.
—Bueno, ¿por dónde? —pregunta. Su tono es frío, carente de emociones, y cuando lo miro de reojo, veo que tiene los dientes apretados. Abro la boca para hablar, pero me doy cuenta de que no tengo ni idea de lo que quiero decirle, así que vuelvo a cerrarla.
—Mia, ¿hacia dónde?
Parpadeo, intento volver a centrarme.
—Hummm… por allí —digo, y señalo el lado de la calle por donde íbamos antes de que pasaran las furgonetas—. Creo que deberíamos evitar las calles principales.
—Vale. —Se pone la capucha y baja a la calzada rodeándose la cintura con los brazos. Me apresuro para seguirlo.
—¿Vais a alguna parte? —pregunta alguien por detrás de nosotros.
Ambos nos volvemos y vemos a Jacob salir de una tienda, a unos pocos metros de donde estamos escondiéndonos. Sonríe, lleva la bolsa al hombro y una pistola en la mano.