29

A la mañana siguiente, después de un desayuno acelerado y en silencio, todos nos dirigimos hacia el aparcamiento cubierto que está pegado al sótano de la biblioteca: una cueva de cemento con goteras. Ha salido el sol, veo tenues rayos que descienden por la rampa del fondo del aparcamiento, pero aquí dentro está todo húmedo y en penumbra. Jacob, con una bolsa al hombro, mira la rampa con expresión pensativa mientras los demás tosen y arrastran los pies sin moverse del sitio. Todos nosotros, incluida Elyn, llevamos ropa que nos ha dado Jacob: vaqueros, camiseta y chaquetas con capucha, todas de colores apagados y poco llamativos; ropa que nos permitirá confundirnos entre la multitud y que nos facilitará la huida. Se respira nerviosismo cargado de tensión. Me froto los ojos. Al final he conseguido dormir más o menos una hora, y tengo la sensación de que todo se desmorona, de que es surrealista.

Al cabo de unos cuantos minutos, oigo el chirrido de unas ruedas, y una enorme furgoneta cuadrada y blanca llega dando tumbos por la rampa, con el motor eléctrico zumbando. Aparca cerca de nosotros, y el conductor, un tipo de mediana edad con algo de perilla y una gran barriga, baja del vehículo. Jacob y él mantienen una conversación en voz baja, durante la cual el conductor va echándonos miraditas.

El tipo de la gran barriga se dirige a la parte trasera de la furgoneta y abre la puerta. Dentro hay pilas de cajones de plástico con unos números impresos. Jacob los señala con la cabeza.

—Meteos en los cajones que estén más cerca de la puerta. Yo pondré las tapas.

Max y yo entramos primero. El cajón vacío que Jacob nos indica es lo bastante grande para que quepamos ambos sentados con la espalda encorvada y abrazándonos las rodillas. Me alivia ver que los cajones tienen unos pequeños agujeritos. Al menos podremos respirar.

No sé cuánto se tarda en llegar a Manchester, no tengo forma de calcular cuánto tiempo ha pasado, pero me da la sensación de que son horas. La furgoneta acelera y reduce la marcha. Un par de veces se detiene y pienso: «Estamos en un puesto de control. La ACID va a registrar la furgoneta y nos va a encontrar».

Pero eso no ocurre. Al final la furgoneta vuelve a pararse y oigo el traqueteo de la puerta al abrirse. Transcurridos unos minutos, alguien levanta la tapa de nuestro cajón.

—Salid —nos dice Jacob desde arriba.

Salgo del cajón, me duelen los músculos de haberlos tenido doblados durante tanto tiempo, y me vuelvo para ayudar a Max. Me doy cuenta de que estamos en una especie de almacén gigantesco. La furgoneta se halla aparcada delante de unas pilas de palés que llegan casi hasta el techo. Un par de franjas de luz parpadeante se proyectan formando una mancha luminosa y transparente en la zona que está justo delante de la furgoneta. El resto del almacén se encuentra sumido en la oscuridad; en el aire se respira olor a polvo y productos químicos.

Los demás ya han bajado del vehículo. Cuando desciendo de un salto al suelo de cemento manchado del almacén, veo a Jacob y al conductor de pie delante de la furgoneta, discutiendo algo en voz baja y con mucha urgencia. Cuando han terminado de hablar, Jacob se vuelve hacia nosotros y se retira la bolsa que lleva en el hombro para bajarle la cremallera.

—Ataos esto en la entrepierna, por debajo de la ropa —ordena, al tiempo que mete la mano en la bolsa y saca un par de carteras pequeñas de tela adheridas a unos cinturones con cierre de mosquetón—. Y, recordad, tened cuidado. Deberían ser del todo seguros hasta que se tira de la anilla, pero tienen vida propia.

Cuando me pasa la mía, me sostiene la mirada durante unos segundos.

—No olvides tratarla con gen-tileza —indica.

Yo mantengo la expresión neutra, porque no quiero darle el gusto de que piense que me tiene tomada la medida, y me levanto la sudadera. Por debajo del fino tejido de la cartera, noto la forma del explosivo. Se me seca la boca cuando me pongo el cinturón. Con la sudadera bajada de nuevo, no se nota que la llevo.

—¿Qué pasa con los detectores de metal? —pregunta Paul.

—Las carteras están forradas con un material que bloquea la presencia del contenido al pasar por los detectores de metal —explica Jacob—. Los de la ACID pueden pasaros el escáner de la cabeza a los pies cuando llevéis eso encima y no se oirá ni un solo bip.

Él también se pone uno. Luego añade:

—Está bien. Son las cero siete cuarenta. Estamos bastante cerca de la plaza de ceremonias, y ya hay bastante gente por aquí; será mejor que vayáis ya. Hay una puerta al fondo del almacén que da a un callejón situado entre esto y el edificio de al lado. Confundíos entre la multitud de uno en uno y de dos en dos sin llamar la atención, y ocupad vuestros puestos. Y, vosotros dos, esperad —añade cuando Max y yo empezamos a seguir a los demás hasta la salida—. ¡Elyn!

Elyn se detiene y mira atrás.

—Ligero cambio de planes. Quiero que te quedes con Sarah y con Declan.

—Está bien —contesta ella, y le dedica una de sus dulces sonrisas. «Mierda», pienso.

—¡Os quiero a todos de vuelta aquí a las cero nueve cero cero en punto! —nos grita Jacob.

El callejón al que da el almacén es estrecho y está lleno de basura, además, está lloviendo. Mientras nos abrimos paso hasta la entrada del callejón, todos, incluidos Max y yo, nos ponemos las capuchas. Rory sale el primero, luego Neela y Shaan, luego Jack, y Paul y Amy, y luego Lukas.

—Seguidme —dice Elyn, pasados unos minutos.

La calle que está frente al almacén está tan llena como cualquiera de Londres Exterior en un día de ceremonia. La diferencia es que no hay pancartas, ni chicas con vestidos elegantes ni chicos con traje, y no se respira la misma emoción en el ambiente. Los asistentes parecen tensos y se mueven prácticamente en silencio. Cuando los tres nos mezclamos entre ellos, veo que hay agentes de la ACID apostados a ambos lados de la calzada, con las pistolas levantadas mientras vigilan a todo el mundo por detrás de sus viseras de espejo. Me bajo más la capucha para taparme mejor la cara, más aliviada que nunca de que esté lloviendo.

Caminando por detrás de Elyn, Max me mira. No hace falta que me diga nada para que sepa qué está pensando: «¿Cómo vamos a deshacernos de ella?».

Encojo un hombro disimuladamente.

«No lo sé. Ya se me ocurrirá algo», contesto de forma telegráfica.

Los edificios de Manchester parecen en su mayoría bloques altos de cemento, dispuestos en cuadrícula: otra cosa que me recuerda al Exterior. Las calles que los separan son tan parecidas que confunden, y me pregunto si resultará tan fácil encontrar el camino hasta el barrio comercial como parecía en el mapa.

Llegamos hasta una de las entradas a la plaza, y veo un enorme arco de detectores de metal y agentes de la ACID que van pidiendo aleatoriamente las tarjetas de ciudadanía. Cuando atravesamos el detector, contengo la respiración, pero este no se dispara, y Elyn esquiva hábilmente a los agentes entre la multitud.

—Quedaos al fondo del todo —murmura cuando nos dirigimos hasta el lugar donde Jacob ha escrito nuestros nombres sobre el mapa, que está cerca de otro bloque de pisos.

En realidad no alcanzo a ver la plaza —tenemos a demasiada gente delante—, pero las pantallas de noticias muestran su vasto y vacío centro y a la multitud que lo rodea, contenida por una barrera de cuerdas. En las esquinas de las pantallas veo los relojes. 07.57. Se me revuelve el estómago.

Elyn está de pie casi delante de Max, con las manos metidas en los bolsillos. Miro a la gente que nos rodea. Están todos mirando las pantallas de noticias; nadie se fija en nosotros. Tal vez podría agarrarla, pegarle los brazos a los lados y… No. Ella se resistiría. Haría ruido. Y entonces la gente sí que se fijaría en nosotros, y alguien podría ponerse en contacto con la ACID.

El reloj de las pantalla marca «08.00.» De pronto se eleva un rugido de la multitud, las personas que nos rodean alzan los brazos y empiezan a chillar de emoción. En las pantallas, veo una columna de agentes de la ACID que marchan hacia la plaza bajo una lluvia incesante, como una enorme oruga negra que parece avanzar imparable. Se mueven como robots, levantando brazos y piernas en perfecta sincronía. Entonces entra otra columna y luego otra. La música, una aguda sonata de cornetas, empieza a sonar por altavoces ocultos en algún lugar y, a medida que la plaza sigue llenándose de agentes de la ACID, los que ya están allí comienzan a colocarse a su alrededor, lentamente y en formación. No creo haber visto tantos agentes juntos en un mismo lugar en toda mi vida.

Entonces uno de ellos se separa de la primera fila y se pone delante de todos los demás para gritarles algo que no logro oír, porque su voz suena demasiado distorsionada por el megáfono que utiliza. Cuando las cámaras le enfocan la cara en primer plano, que se ve porque se ha levantado la visera del casco, los gritos del público suben de volumen y yo lanzo un suspiro. Es el general Harvey. Con el primer plano de su cara en la pantalla, es como si estuviera mirándome directamente a los ojos. Le devuelvo la mirada, absorta, hasta que el reloj de la pantalla marca las cero ocho diez, lo que me devuelve a la realidad de golpe. Delante de Max, Elyn está gritando como todo el mundo y alza un puño al aire al ritmo de la música. Le doy un codazo a Max y le digo moviendo los labios: «Aparta». Le queda el espacio justo para poder moverse un par de pasos a la izquierda. Con eso me basta.

Me sitúo detrás de Elyn y compruebo que nadie esté mirándonos. Inspiro con fuerza. Nunca he probado esta llave, me habló de ella el doctor Fisher y, si no me sale bien, o no servirá de nada o acabará matándola.

Pero tengo que intentarlo. Es nuestra única oportunidad de detener el atentado.

Me coloco ligeramente a su izquierda y estiro un brazo, lista para agarrarla cuando caiga hacia atrás, si es que cae. Le clavo el canto de la mano derecha en el cuello con un golpe seco y utilizo la pierna derecha para doblarle su pierna derecha.

De inmediato se desploma sobre mí. La dejo lentamente en el suelo y digo:

—¿Elyn? ¡Elyn! ¿Estás bien? —Al mismo tiempo, le meto dos dedos por debajo de la capucha y le toco el cuello para ver si todavía tiene pulso. Cuando noto las pulsaciones, se me aflojan las piernas del alivio. Solo está inconsciente. Ha funcionado.

—¿Está bien? —pregunta una mujer que se encuentra junto a Max, al ver que estoy levantando a Elyn.

—Sí, creo que se ha desmayado, no le van las multitudes —digo, y miro a mi alrededor. Veo un callejón—. Será mejor que la llevemos a algún lugar más despejado.

Con ayuda de la mujer, Max y yo avanzamos entre todo el gentío y arrastramos a Elyn hasta el callejón, que no tiene salida, pues hay una pared de ladrillo al fondo.

—¿Os las apañaréis solos? —pregunta la mujer y mira hacia atrás.

Asiento con la cabeza y le sonrío, y ella vuelve hacia la multitud para recuperar su sitio.

—Tenemos que deshacernos de nuestros cinturones —susurro a Max mientras dejo a Elyn en el suelo.

Él asiente, se mueve y me oculta de las personas que tenemos detrás, mientras yo meto las manos por debajo de la sudadera para desabrocharme la cartera, y la coloco al lado de Elyn. Luego él hace lo mismo.

—Vamos —susurro a Max.

Volvemos a colarnos entre la multitud a empujones a pocos centímetros de la primera fila. Busco un punto de huida en la plaza que no se halle vigilado por la ACID, e intento no perder el norte y recordar dónde están colocados los demás. Si alguno de ellos nos ve, sobre todo Jacob, estamos muertos.

Entonces lo veo: otro pequeño hueco entre dos edificios, pero esta vez no está tapiado. Tras otro rápido vistazo a la multitud para asegurarme de que no nos vigilan, Max y yo salimos disparados hacia allí. La calle del otro lado ahora está vacía; todos deben de estar en la competición, incluso los agentes de la ACID que estaban antes por aquí. Miro a mi alrededor en busca de una pantalla de noticias para comprobar la hora. Las cero ocho quince. Quince minutos para la activación de las bombas. «Mierda.»

—¿Por dónde? —pregunta Max, con el rostro pálido y tenso bajo la capucha—. No lo recuerdo.

Intento visualizar el mapa.

—Por allí —digo, señalando a la izquierda.

—¿Estás segura?

Asiento en silencio, aunque no estoy segura. Solo espero que no nos hayamos retrasado demasiado.