28

Al día siguiente, Jacob convoca una nueva reunión para «darnos la bienvenida» a Max y a mí en el grupo, esta vez, en la biblioteca infantil. Lleva en la mano una bomba desactivada y se la va pasando de una palma a la otra como si fuera una piedrecita de la playa. Me quedo mirándola. Bajo la luz parpadeante de las lámparas fluorescentes de las mesas que nos rodean, la carcasa plateada brilla de forma apagada. Elyn ya me ha explicado cómo funciona el artilugio: lleva una almohadilla detrás que les permite adherirlo a cualquier superficie, de metal o de plástico, incluso de piedra, y su radio de alcance es de casi doce metros; además, propaga una nube mortal de metralla que genera elevadísimas temperaturas cuando explota.

La simple idea me pone enferma.

Jacob me mira directamente a los ojos.

—Bueno… —dice—, Jen…

Al oír las primeras tres letras de mi nombre se me para el corazón. Se me contrae el pecho, y olvido cómo se respira.

Se aclara la garganta.

—Perdón. Gen-eralizando, creo que estamos listos. Pero seguiremos repasando los detalles hasta que llegue el día. Es importante que no dejemos nada a la suerte, sobre todo ahora que se ha unido más gente al grupo.

El corazón vuelve a latirme poco a poco y puedo inspirar algo de aire para llenar los pulmones. Pero, mientras los demás asienten entre murmullos, él vuelve a mirarme a los ojos y me dedica un guiño; sé que lo ha hecho a propósito, y lo odio por ello.

—Estoy seguro que todos estáis igual de emocionados que yo por el hecho de que Declan y Sarah hayan decidido unirse a nosotros —prosigue—. Es muy gen-eroso por su parte haber aceptado nuestra oferta de seguir refugiados aquí y recibir comida a cambio de su ayuda. Estoy seguro de que son una inversión de lo más gen-uino para el grupo. Esto es la gén-esis de algo realmente gen-ial, pues, actuando juntos, nuestras acciones gen-erarán un renovado interés en el derrocamiento del poder de la ACID.

Mi corazón se me para y vuelve a latir, una y otra vez. Tengo ganas de levantarme y darle un puñetazo en la cara.

—Así que creo que por ellos deberíamos repasar el plan de principio a fin, por si hay algo que no les hayamos contado. ¿Os parece bien?

Los demás asienten.

—Elyn —dice Jacob—, ¿harías los honores?

Ella asiente con entusiasmo.

—La competición empieza a las cero ocho cero cero en punto —comienza—. Jacob lo ha preparado todo para que nos escondamos en una furgoneta de reparto que va a Manchester esa misma mañana. Nos meteremos en unos cajones vacíos que habrá en la parte trasera. Si todo sale según lo planeado, nos llevarán directamente al centro de la ciudad sin paradas ni controles. En cuanto lleguemos, esperaremos hasta las cero ocho treinta para que la competición ya haya empezado. Luego pondremos las bombas y las activaremos. Tienen un retardo de treinta minutos, lo que nos permitirá volver a la furgoneta. Después de eso, en medio de todo el caos, debería ser fácil escapar.

Todos asienten en silencio.

—¿Y si nos pillan? —pregunta Max.

Me quedo mirándolo. Tiene los labios muy apretados.

—Tienes que detonar el explosivo —responde Elyn de inmediato.

—¿Qué? —pregunta Max—. Pero entonces…

—¿Prefieres que te detengan y acabar en la cárcel? —pregunta Elyn. Parece sorprendida—. ¿Cómo cambiarías las cosas así? Si la ACID te atrapa, han ganado.

Veo que Max abre la boca con intención de seguir protestando y le doy un codazo para que no diga nada. Sin embargo, por dentro, me siento peor que nunca. Por lo visto, Jacob espera que matemos a cientos de personas o que, si nos cogen, nos inmolemos.

Menudo pirado.

Cuando acaba la reunión, me doy cuenta de que he estado apretando los puños con tanta fuerza que tengo los dedos entumecidos.

—¿Alguien quiere algo de beber? —pregunta Amy cuando Jacob se ha ido.

—Ya lo preparo yo —contesto, y me levanto.

Necesito alejarme unos minutos de ellos para hacerme a la idea, si no, tendré que soltar un grito y, ahora que se supone que Max y yo formamos parte del grupo, y por voluntad propia, ya no puedo pasarme el día escondida en el refugio.

—¿Te echo una mano? —pregunta Max.

—Ya me las apaño sola. Pero gracias. —Intento sonreírle, y busco en su cara alguna señal de que haya captado las indirectas que me ha lanzado Jacob como granadas de mano en su discurso al principio de la reunión. Me alivia ver que no se ha dado cuenta.

»¿Qué queréis? —pregunto con una despreocupación que no podría estar más lejos de sentir. Una vez que me lo han dicho, voy a la despensa, donde, cuando ni Max ni los demás me ven, apoyo la cabeza contra la pared y cierro los ojos. Me siento al borde de la cuerda floja, con un abismo de cuarenta metros debajo, y sin red de seguridad. Sea como sea, tengo que conseguir que Max y yo la crucemos.

Y no tengo ni idea de si voy a ser capaz de hacerlo.

Durante las semanas siguientes, mientras el grupo se prepara para el ataque durante la competición, se respira una sensación de determinación que no se notaba antes. Tenemos reuniones a diario, y en ellas Jacob no para de usar palabras que empiezan con «gen» de guiñarme el ojo siempre que los demás no miran. Entre reunión y reunión, los demás ya no pasan el resto del día leyendo ni metidos en los refugios, con breves pausas para hacer los turnos de vigilancia o para limpiar. En lugar de eso, practican cómo tirar de la anilla con la bomba desactivada o repasan el plano que les enseñó Jacob de la plaza donde va a celebrarse la competición, asegurándose de que saben dónde se supone que deben colocarse. Max y yo también lo repasamos, pero por un motivo diferente: intentamos memorizar la distribución de las calles que rodean el lugar y buscamos la mejor ruta de escape. La vía más conveniente parece una de las calles laterales del extremo oriental de la plaza. Hay un barrio comercial cerca, lo que supondrá, si se parece a Londres, que habrá varios PCR. Si encontramos alguno que funcione, lo utilizaremos para enviar un aviso anónimo y así detener el ataque.

Luego tendremos que buscar alguna forma de ponernos en contacto con Mel.

La noche antes de la competición, todo el mundo se acuesta temprano, pero en toda mi vida me había sentido más desvelada que ahora.

—¿Y si no conseguimos avisar a nadie a tiempo? —susurra Max mientras nos tumbamos uno junto al otro—. ¿Y si las bombas explotan y muere gente?

Me quedo mirando a la oscuridad. Estoy pensando en lo mismo. Llevo pensándolo todo el día. Además de: «¿Y si no conseguimos escapar y nosotros también acabamos muriendo?».

Oigo el roce de las mantas cuando se mueve y, de pronto, noto que entrelaza sus dedos con los míos. Le aprieto la mano con fuerza, como si, en cierto modo, ese gesto hiciera que todo vaya a salir bien.

—Tengo miedo —susurra Max.

—Yo también —contesto, también en un susurro, porque lo tengo. Es la primera vez en mucho tiempo que tengo tanto miedo. Y odio sentirme así—. Pero podemos hacerlo. Tenemos que hacerlo.

Vuelvo la cabeza y entonces me doy cuenta de que Max se ha acercado más. Su aliento me hace cosquillas en la cara. Está tan cerca que podríamos…

Cierro los ojos y, por unos segundos mareantes, me permito imaginar cómo sería besarlo. Nunca he besado a nadie, ni siquiera a Dylan. Después de que me dijera qué sentía por mí, tuve ganas de besarlo, pero él dijo que esperásemos hasta el momento apropiado, y no supe qué significaba eso. Ahora me cuesta incluso imaginar que lo abandonara todo para conseguir estar con él. Él nunca me hizo sentir como me siento ahora.

¿Y qué sentiría al tocar el pelo terso de Max mientras me besara, subiéndole la mano por la nuca y acariciándole la barba de tres días de la mandíbula?

«Contrólate, Jenna —me digo con rabia—, la vida de mucha gente depende de ti mañana, y tú solo piensas en liarte con Max.»

Le suelto la mano.

—Deberíamos dormir un poco —digo.

Max se queda callado un rato, el suficiente para que me pregunte si está pensando lo mismo que yo en este preciso instante. Entonces susurra: «Sí», y vuelvo a oír el roce de las mantas cuando se da la vuelta.

Sigo mirando a la oscuridad, deseando que mañana ya haya pasado y que ya estemos muy lejos de aquí.