22

—¿Crees que te encontrarás bien como para marcharnos mañana? —pregunto a Max en voz baja.

Llevamos tres días aquí. Aunque es temprano y todos los demás siguen durmiendo, los dos llevamos un rato despiertos. He preparado algo de café con el agua de la botella y el hornillo que hay en la habitación de al lado, y sostenemos las tazas medio llenas.

Max asiente con la cabeza.

—Si quieres, podemos irnos hoy —contesta, también en voz baja—. Ya estoy bien, de verdad. No hace falta que te preocupes por mí.

Niego con la cabeza.

—Mañana está bien —insisto—. Hasta ayer por la tarde no empezaste a sentirte algo mejor. Y yo tengo que recuperar nuestras tarjetas de identificación.

—¿Adónde vamos a ir?

—No lo sé. A otra gran ciudad, supongo. A Newcastle no; puede que la ACID siga esperando que nos presentemos allí.

—¿Necesitamos recuperar las tarjetas de identificación? Si no podemos usarlas…

Me muerdo el labio inferior mientras lo pienso.

—No me gusta la idea de que las tenga Jacob. ¿Y si intenta utilizarlas para algo?

Max frunce el entrecejo.

—¿Como qué?

—No lo sé. Pero no me fío de él.

—Yo tampoco —contesta Max.

—¿No?

Niega con la cabeza.

—Es que no sé… Los demás parecen buena gente: Elyn es agradable, ¿verdad? Pero Jacob tiene algo que… algo que no me cuadra.

—Ya sé a lo que te refieres —le digo.

Los últimos tres días, mientras Max se recuperaba de su enfermedad, he estado observando a Jacob, intentando imaginar qué es lo que oculta. Salvo por la lectura y el ejercicio, aquí no hay mucho más que hacer. Los demás tienen organizados distintos turnos de vigilancia, limpieza, preparación de comida y otras cosas, pero no me han pedido que participe, y no me he presentado voluntaria.

—Es por la forma en que te mira cuando te habla —añade Max—. Como si estuviera intentando hipnotizarte o algo así. Y es que es tan intenso… Siento como si tuviera que medir lo que digo cuando él está presente, y que, si no lo hago, acabaré hablando de más.

—Sí, es exactamente eso —respondo.

Jacob solo aparece a la hora de las comidas, pero, por lo visto, sabe qué preguntas hacer siempre, preguntas que surgen en la conversación, como si nada, para que todos los demás centren la atención en él. Recuerdo a algunas personas así —presos y guardias— en Mileway; eran esos a los que siempre había que vigilar, porque siempre ocultaban algo detrás de sus sonrisas facilonas y su risa jovial, como un volcán a punto de estallar en cualquier momento.

Me quedo mirando a Max de la misma forma en que lo miré cuando llegamos aquí, y siento un pequeño estallido de gratitud por el hecho de que esté conmigo.

—Entonces, ¿cómo saldremos de Clearford si no podemos usar nuestras tarjetas? —pregunta.

—Supongo que habrá que caminar —digo—. Si nos vamos mañana por la noche, tendremos que abandonar la ciudad antes de que pueda llegar alguien.

—Además tenemos que recuperar la pistola. Solo por si acaso.

Asiento con la cabeza.

—¿Crees que Jacob nos dejará recuperarla?

—No lo sé. —No estoy segura siquiera de si la quiero, pero Max tiene razón: necesitamos la pistola. Nos proporcionará cierta protección frente a la ACID—. Subiré dentro de un rato. Puedes acompañarme, si quieres. —Recojo las tazas—. Voy a devolver esto.

Me agacho para salir del refugio y avanzo por el suelo en silencio. Sigue sin verse ni rastro de vida en ninguno de los otros refugios. Mi reloj biológico me dice que son más o menos las cero seis treinta, lo que significa que nadie empezará a buscarnos hasta dentro de una hora más o menos. Devuelvo las tazas al almacén, donde guardan todos los víveres en una alacena enorme detrás de una pila de porquería, para que los de la ACID no los vean cuando registran el lugar. Lavo las tazas en un cubo con el resto del agua que he hervido en el hornillo. Pero pensar en cómo recuperar las tarjetas de ciudadanía y la pistola me ha puesto tan nerviosa que no he podido dormir. En lugar de regresar al refugio, hago un par de estiramientos para calentar la musculatura, luego me tiro en la alfombra y empiezo a hacer fondos. El movimiento repetitivo me relaja, me ayuda a concentrarme.

—Impresionante —murmura alguien que está de pie delante de mí, justo cuando he llegado a la flexión número doscientos.

Doy un salto y, al levantar la vista, veo a Jacob ahí plantado. Me incorporo a toda prisa, sacudiéndome el polvo de las manos y soplándome el flequillo para apartármelo de los ojos.

—Mírate —dice—. Si respiras casi con total normalidad.

—Sí, bueno —respondo y me encojo de hombros—. Me gusta mantenerme en forma.

—Eso ya lo veo. —Jacob me mira los bíceps tan de cerca que aprieto los dientes.

Cruzo los brazos sobre el pecho, deseando llevar una camiseta de mangas más largas.

Por detrás de nosotros, la puerta se abre con un gañido y Elyn, que ha estado de guardia, entra frotándose los ojos.

—Buenos días —la saluda Jacob sonriéndole de oreja a oreja—. ¿Algún problema?

—Nada. Todo está tranquilo —responde Elyn—. ¡Sarah! ¿Cómo está Declan?

—Ya está bien —contesto.

—Ah, perfecto. Estaba muy preocupada por él, ya sabes.

—Bueno, has ayudado mucho a que se mejore, ¿verdad? —dice Jacob con amabilidad.

No puedo más que estar de acuerdo, porque ha sido superatenta, se ha preocupado de que tuviéramos parches medicinales y de proporcionarnos agua y conseguir que nuestro refugio fuera cómodo y estuviera caldeado. Siempre que me giro, ahí está ella.

—¿A quién le toca el siguiente turno? —le pregunta Jacob.

—A Lukas —repone Elyn—. Iré a despertarlo. —Cruza la sala hasta el refugio del chico y susurra su nombre asomándose por la sábana que cuelga de la entrada.

Jacob se vuelve hacia mí.

—Sarah, cuando hayan desayunado todos, ¿serías tan amable de relevar a Lukas?

—Esto… sí, supongo —respondo, entrecerrando los ojos.

—Vamos a celebrar una reunión, es algo que solemos hacer, para comprobar que no hay ningún tema pendiente ni ningún problema. Si pudieras relevar a Lukas, aunque sea durante media hora, él podría asistir.

—No hay problema —respondo.

Me agacho para meterme en el refugio, ansiosa por escapar de Jacob. Solo de estar de pie a su lado se me ponen los pelos de punta.

—¿Quieres que suba contigo? —pregunta Max. Todavía está despierto.

—Sí —le digo—. Eso estaría bien.

Al cabo de unos cuarenta minutos, todo el mundo empieza a levantarse. Yo espero hasta oír la llamada de Elyn.

—¡Venga, todos arriba, chicos!

Max y yo nos reunimos con los demás. Nos sentamos muy juntos, con las piernas cruzadas y tocándonos las rodillas, intentado parecer lo máximo posible una pareja, como Rory y Elyn, o como Neela y Shaan. Noto que se me pone la piel de la gallina en el lugar en que su rodilla toca la mía, como si se produjera una descarga eléctrica entre nosotros. Es lo mismo que me ha ocurrido cuando estábamos en el refugio por la noche; todavía no me acostumbro a estar en un espacio tan reducido con él. Siempre que lo rozo sin querer, o que se vuelve mientras está dormido y se le escapa una mano con la que me toca, siento frío y calor por todo el cuerpo.

Entonces, sin previo aviso, Max me rodea con el brazo. Es la primera vez que uno de los dos lleva esta farsa tan lejos; hasta ahora nos habíamos limitado a cogernos de la mano o sentarnos muy cerca. Además, no lo esperaba para nada. Me sobresalto, siento una oleada de calor y me pongo rígida unos segundos. «Por el amor de Dios —me reprendo—. ¿Por qué no puedes limitarte a actuar con naturalidad?»

Cierro los ojos unos segundos. «No vas a enamorarte de él, Jenna —me digo—. Nuestra situación ya es complicada tal como está. Y acuérdate de cómo salieron las cosas con Dylan. Decidiste no volver a enamorarte de nadie nunca más, ¿recuerdas?»

Sin embargo, Max no es Dylan. Lo que siento por él no es nada obsesivo. Tengo la sensación de que es algo bueno, de que es algo que encaja en mi vida sin tener que renunciar a nada para dejarle espacio.

Cuando terminamos de desayunar y es hora de que todo el mundo suba a la segunda planta, y él aparta el brazo para ponerse de pie, tengo la sensación de pérdida.

—Aquí es donde se hace la guardia —me dice Elyn en cuanto subimos, y nos lleva por un pasillo hasta un par de sillas polvorientas que están bajo una de las ventanas. Señala los agujeros de los tablones que tiene clavados—. No dejéis de mirar por ellos y, si veis algo, venid a llamar —añade, antes de seguir a los demás hasta un lugar que tiene pinta de antigua sala de reuniones aquí al lado—. ¡Gracias! —grita sin volverse y, con una sonrisa, empuja la puerta tras de sí; en realidad no se cierra porque el marco está abombado por la humedad.

Cuando se ha ido, Max se vuelve hacia mí y me pregunta:

—¿Ha estado bien lo que he hecho antes, lo de rodearte con el brazo?

—Oh, sí, no pasa nada —respondo de forma demasiado apresurada quizá—. ¿Por qué?

—No sabía si me había pasado.

Niego con la cabeza.

—Es que anoche oí hablar a Jack y Amy justo a la entrada de nuestro refugio y decían que no parecíamos muy cariñosos —explica—. Por eso se me ha ocurrido que…

—No pasa nada —replico—. Ha sido una idea genial. —Me siento a un tiempo aliviada y disgustada; aliviada porque eso significa que todos los sentimientos que Max me hace sentir, con tanta culpabilidad por lo de su padre y por el hecho de haberle mentido, no tienen por qué complicarse más. Y disgustada porque… bueno… Decido no pensar en eso.

Se arrodilla sobre una silla y echa un vistazo por un agujero.

—Por aquí no se ve nada —dice.

Yo también miro y contemplo el panorama de la calle desierta de abajo. ¿De verdad hace solo tres días que íbamos corriendo por ahí, perseguidos por la ACID? Parece que haya pasado mucho más tiempo.

En un edificio de aspecto ruinoso que hay enfrente, veo una pantalla de noticias. Se me revuelve el estómago, luego me tranquilizo cuando me doy cuenta de que está rota, de que parpadea inservible. Entonces veo otro graffiti luminoso más de NAR, brillando sobre la pared de al lado. ¿Quién narices será? Empiezo a tener la sensación de que está siguiéndome.

Me vuelvo y me dejo caer en la silla. Nos quedamos ahí sentados en un amigable silencio. Es algo que empieza de verdad a gustarme de Max: no tener que estar hablando siempre para no sentirnos incómodos.

—¿Tú qué crees que están haciendo? —dice Max al final, mirando de soslayo a la habitación donde se han metido todos.

—Ni idea —respondo—. ¿Quieres averiguarlo?

—¿Y si te pillan? —pregunta, parece preocupado, mientras yo me levanto y avanzo a rastras por el pasillo hasta la puerta de la sala de reuniones.

Le hago un gesto con la mano, como diciendo «No me pillarán», y pego un ojo al hueco que queda abierto entre la puerta y el marco.

Arrugo el entrecejo.

¿Qué demonios están haciendo?