—¡Deteneos inmediatamente! —grita mientras se acerca a nosotros, al tiempo que va sacándose la pistola del cinto. Lleva el casco atado al costado, y va rebotándole contra el muslo.
—¡Corre! —grito a Max, sin perder de vista ni un segundo al agente—. ¡Puedo retenerlo aquí!
—¡No, no pienso dejarte! —replica.
—¡Por el amor de Dios, Max!
Empieza a decir algo más, pero le entra la tos y no puede hablar.
El agente llega hasta donde estamos, resollando con fuerza. Me apunta con la pistola, su cañón se encuentra a tan solo quince centímetros de mi pecho.
—Vas a acompañarme —dice.
«Ya has hecho esto antes, Jenna, ¿recuerdas?», pienso, cuando recuerdo haber sido acorralada en mi celda de Mileway por Neil Rennick. Neil llevaba un punzón hecho con un trozo de plástico afilado, y lo tenía levantado y apuntándome al cuello. Dijo: «Cuando haya acabado contigo, voy a rajarte». Pero, gracias a los movimientos que me había enseñado el doctor Fisher, fue Rennick quien acabó rajado.
Solo que su arma era un punzón. Esto es una pistola.
—¿Por qué? —pregunto. Trato de entretenerlo, de ganar tiempo. Si existe la más mínima esperanza de que esto funcione, necesito pillar al guardia por sorpresa.
Y necesito hacerlo antes de que le diga a Max mi verdadero nombre.
—Creo que ya sabes por qué —repone el agente—. Manos arriba. Y tú. —Señala a Max—. Quítate esa capucha.
Max levanta las manos poco a poco y se retira la capucha. Tiene los ojos abiertos como platos y la cara pálida.
El agente sonríe y, con la mano que le queda libre, busca uno de los pares de esposas que lleva colgando del cinto.
«Ahora», pienso.
Empiezo a levantar las manos, luego me echo hacia un lado a toda prisa para que la pistola deje de apuntarme directamente. Utilizo la mano derecha para dar un manotazo en la muñeca al agente y la izquierda para agarrar el cañón de la pistola, y le retuerzo el arma hacia arriba para que la suelte. Le apunto con ella.
—Ni se te ocurra —le espeto cuando levanta una mano para intentar activar su kom y pedir refuerzos, mientras va quedándose lívido—. Mantén las manos pegadas al cuerpo y no hables.
Deja caer los brazos. Miro a ambos lados para ver si el resto de los pasajeros está mirándonos, pero no se nos ve desde la sala de espera y no parece que quede nadie en el tren. Por supuesto, puede haber observadores por todas partes, pero, en este momento, eso es lo que menos me preocupa.
El agente tiene la cara blanca como la cera. Por primera vez me doy cuenta de lo joven que es; es solo unos años mayor que Max y que yo. Supongo que cuando estaba afeitándose la pelusilla de la barba esta mañana en Londres, no esperaba que el día acabase así.
Max también parece bastante impresionado.
—Mia… —dice.
—Vete —le digo, y le señalo con un gesto de cabeza las cancelas—. Vete. Te alcanzo en un segundo.
Retrocede un paso, luego se detiene.
—Espera. —Le arranca el kom de la oreja al agente, lo tira al suelo y lo hace añicos con el talón. Luego me hace un gesto con la cabeza, se vuelve y echa a correr hacia la cancela, la salta y aterriza con un golpe seco del otro lado.
—Vas a quedarte ahí mismo —le digo al agente. La lluvia me cae por la cara y me pega el pelo a la cabeza. Por encima de nosotros, se ve el destello de un relámpago y, de inmediato, se produce la descarga de un trueno que hace temblar la tierra. Tenemos la tormenta justo encima—. Si te mueves, te disparo, ¿entendido?
El agente asiente en silencio y traga saliva.
Empiezo a caminar de espaldas hacia las cancelas, sin dejar de apuntarle con la pistola ni un solo momento. Él se queda ahí de pie con la mandíbula tensa, mirándome. Llego hasta las puertas y paso por encima de ellas, y sigo apuntando con la pistola al agente. Echo un vistazo a mis espaldas. Max está esperándome entre las sombras. Retrocedo un paso más, me meto la pistola por la cintura de los vaqueros sin tan siquiera pensar en ello, y le bufo a Max:
—¡Corre!
Cruzamos pitando el paso subterráneo y salimos a un callejón estrecho. Me siento aliviada al comprobar que está desierto; la tormenta hace que todo el mundo se quede bajo techo.
Las calles de Clearford no están distribuidas en cuadrícula como las del Exterior de Londres. Son como un laberinto que se extiende; aceras abarrotadas de caóticos edificios que podrían ser pisos o almacenes o cualquier cosa totalmente distinta. Mientras pasamos corriendo por su lado, veo una desvencijada pantalla de noticias que pende sobre nosotros, llena de advertencias de la ACID sobre el toque de queda de Clearford de veinticuatro horas y lo que le ocurrirá a cualquiera que pillen si sale sin llevar la tarjeta encima. No tardo en oír el agudo gañido de la sirena de la ACID dirigiéndose en la dirección de la que venimos nosotros.
—Mia —jadea Max—, tengo que parar. ¡No puedo respirar!
Se detiene, se dobla por la cintura, apoya las manos en las rodillas y empieza a convulsionarse por un fuerte ataque de tos. «Maldita sea.»
—Por aquí —digo, y tiro de él por un callejón estrecho y adoquinado que tenemos a la izquierda.
Tropieza con unos contenedores e hincha el pecho con fuerza para intentar recuperar el aliento. Tiene la cara blanca, con dos manchas rojizas de agitación en las mejillas, y, por un instante, me preocupa que vaya a desmayarse o que me vomite encima.
—¿Estás bien? —pregunto.
Asiente en silencio. Al final consigue dejar de toser. Mientras descansa, sigo con la mirada clavada a la entrada del callejón, para ver si se acerca alguien de la ACID. «Dios, ahora sí que estamos en un buen lío —pienso, parpadeando bajo la lluvia que me cae en los ojos—. ¿Por qué me sacaste de Mileway, Alex? ¿Por qué?»
Si los vuelvo a ver alguna vez, voy a obligar a Mel y a John a que me lo cuenten todo.
Entonces noto que algo se me está clavando en el costado y me acuerdo de la pistola. La saco. Pesa mucho y está fría, su revestimiento plateado proyecta un tenue resplandor. La luz del cargador situada sobre el cañón es de color verde, lo que indica que está lista para disparar. El simple hecho de fijar la vista en ella me produce un escalofrío. Cuando miro a Max, él también está observándome.
—¿Quién te enseñó esos movimientos? —me pregunta con voz ronca. Ha tosido tanto que prácticamente se ha quedado afónico—. Quiero decir, ¿eso de quitarle la pistola así?
Trago saliva. «Tu padre», pienso. Aunque por supuesto no puedo decírselo, de ninguna manera.
—Fueron esos amigos con los que quiero llevarte —le miento.
—Ajá —dice—. Ha sido bastante impresionante.
—Hummm…, gracias. —Le dedico una rápida sonrisa, que él me corresponde, y luego siento un calor fugaz que me recorre todo el cuerpo.
Entonces la expresión de Max se vuelve seria.
—¿Qué vas a hacer con eso?
Vuelvo a mirar el arma.
—Deshacerme de ella —le respondo mientras el calor que acabo de sentir se convierte en un escalofrío—. No la quiero.
—Pero ¿y si nos topamos con los de la ACID? —pregunta Max. Empieza a toser—. Podríamos necesitarla.
—No la quiero —repito. Es idéntica a la que tenía en las manos cuando disparé a mis padres. Idéntica en todo.
—Dámela a mí —dice Max—. Yo me encargaré de ella.
Se la entrego, y él se levanta, se la mete por la cinturilla del pantalón y la cubre con la sudadera, que le va grande, para ocultarla. Me pregunto si su padre le enseñó alguna vez a usarla. No me sorprendería que lo hubiera hecho.
Volvemos a salir a la calle. Sigue lloviendo, sigue sin haber nadie por aquí y, como Max tose, continuamos caminando en lugar de correr, y nos mantenemos alerta por si aparecen las patrullas de la ACID. Estamos en una especie de barrio comercial, hay señales holográficas sobre los edificios que anuncian servicios y productos. No podemos quedarnos en Clearford mucho tiempo —estará abarrotado de agentes de la ACID, que estarán buscándonos—, me pregunto si habrá algún almacén vacío o algún lugar donde podamos refugiarnos hasta que caiga la noche, porque así tendremos más oportunidades de salir de la ciudad sin ser vistos.
Entonces, al volver a mirar al cielo en busca de rotos o localizadores, veo algo que convierte mi sangre en nitrógeno líquido.
Mi cara —mi nueva cara— mirándome desde arriba, desde una gigantesca pantalla de noticias, junto a una foto de Max. LAS PRUEBAS DE ADN DEMUESTRAN QUE STRONG Y FISHER ESTABAN VIVIENDO EN UN PISO DEL EXTERIOR LONDINENSE, reza el titular con grandes letras y sobre la frase: «Los fugitivos están en plena huida; la información que tenemos es que Strong atacó a un agente de la ACID con el arma de este en una estación ferroviaria de cercanías».
Tengo que leerlo dos veces para entenderlo. «Lo único que no podemos cambiarte es el ADN», recuerdo que me dijo Steve en el laboratorio, justo después de haber escapado de Mileway. Oigo un sonido como de aceleración en la cabeza y me doy cuenta de que he dejado de caminar. Y Max también. Me mira con el entrecejo fruncido.
Dentro de unos segundos, levantará la vista y verá la pantalla de noticias, y mi tapadera quedará completamente al descubierto.
—¡Mierda! —exclamo y agacho la cabeza.
—¿Qué? —pregunta Max con la voz ronca.
—¡Un localizador! ¡Estaba justo encima de nosotros! ¡Vamos!
Vuelvo a correr. Max suelta un taco y sale corriendo detrás de mí.
—¿Dónde? —pregunta—. No lo he visto…
—¡Calla y muévete! —le grito.
Seguimos corriendo hasta llegar a una calle sin ninguna pantalla de noticias. A estas alturas, Max ya sufre otro ataque de tos. Incluso yo empiezo a estar cansada. Además, me muero de hambre y de sed. Me gustaría saber dónde estamos, ¿cerca del centro de Clearford o en las afueras? Los edificios que tenemos delante son idénticos: cemento gris con hileras de ventanas espeluznantes. No puedo tomar nada como punto de referencia para orientarme.
Max se inclina hacia delante con las manos en las rodillas. Estoy convencida de que su ataque de tos no va a acabar nunca, pero, al final, remite. Se incorpora. Luego mira hacia atrás y exclama:
—¡Uf, qué miedo!
Me vuelvo y veo una calle que parece abandonada desde hace años. Hay basura en descomposición tirada por la calzada, y todas las señales holográficas han sido destrozadas. En medio de la calle hay un edificio grande que destaca entre los bloques de pisos de fachada plana situados a ambos lados. Tiene forma hexagonal y cuatro plantas, con la mayoría de las ventanas tapiadas. Hay graffitis de los antiguos pintados con spray sobre los ladrillos y los tablones de madera, están superpuestos en tantas capas que es imposible saber qué dicen, aunque veo un par de firmas del tal NAR; esa pintura parece un poco más reciente que las demás. Un tramo de escalera con los escalones resquebrajados lleva hasta la entrada, que queda debajo de una marquesina de rejilla de fino metal en la que parece que antes había también un cristal. Encima, los restos de un cartel, impreso, no holográfico, cuelgan de la fachada de ladrillo: BIEN IDOS A LA BIBLIO ECA PÚ ICA DE CLEA ORD.
—¿Qué dice ahí? —pregunta Max.
—¿Bienvenidos a la algo de Clearford? —respondo—. No tengo ni idea.
Entonces lo oigo procedente de algún lugar a la derecha. El sonido grave de un roto. Max también lo oye y levanta la cabeza de golpe.
—Entra —le digo, y señalo la escalera de la entrada al edificio abandonado, fuera lo que fuese antes.
Subimos corriendo los escalones mientras el roto va acercándose. Empezamos a tirar como locos de los maderos que tapian la entrada para intentar encontrar un hueco o un tablón suelto. Pero no hay suerte. Me clavo una astilla en la palma de la mano, me la arranco con un grito ahogado y me aprieto la mano contra la boca para que deje de sangrar.
—¡Mia!
Me vuelvo. Max se encuentra junto a una de las ventanas.
—Este tablón está suelto —dice. Tira de él para mostrármelo; por detrás hay un recuadro oscuro—. Y al otro lado no hay cristal. —Tira más de él hasta que abre un hueco lo bastante grande para que yo pueda pasar por él. Con el ruido del roto retumbándome en los oídos, escalo y me dejo caer lo más silenciosamente posible al suelo. Max me sigue, el tablón vuelve a colocarse en su sitio con un ruido sordo, y nos quedamos acuclillados uno junto al otro, oyendo como nos sobrevuela el roto.
Cuando se ha ido, nos ponemos de pie y nos sacudimos el polvo de las manos y de las rodillas. Está oscuro, aunque no tanto como yo había imaginado; la luz se cuela por las grietas y por los agujeros de los tablones de las ventanas, y lo baña todo con un tono apagado y grisáceo. Estamos en un recibidor alargado y de techos bajos. Por delante de nosotros tenemos dos mostradores anchos, con hileras de estanterías vacías de fondo. En los mostradores hay objetos grandes, planos y puestos de pie, cuando los miro más de cerca, veo que son ordenadores de sobremesa, como los que tenía la gente antes de que aparecieran los ordenadores holográficos, con pequeños contenedores para los escáneres en la parte posterior. Desprenden un fuerte olor a humedad y están cubiertos por varios dedos de polvo, lo que hace que me cosquillee la nariz. Tengo que pellizcármela para que deje de picarme.
Max se sorbe los mocos y se frota la nariz. Le doy un codazo para que no haga ruido y presto atención. Pero no oigo nada. Fuera lo que fuese este lugar, lleva abandonado mucho tiempo.
Pasamos por los mostradores y caminamos hasta el fondo del vestíbulo. Doblamos una pronunciada esquina, luego llegamos a un espacio abierto, también iluminado por delgados haces de luz. La sala está llena de estanterías pegadas a la pared, y hay otras más cortas y aisladas en el centro, llenas de unos objetos que, en la penumbra, parecen cajas planas puestas de pie. Me acerco más para mirar. A lo mejor esto era una tienda.
Cojo una de las cajas de la estantería que tengo más cerca, le quito el polvo y las telas de araña y me doy cuenta de que no es una caja. Es un libro, un libro de verdad, hecho de cartón, papel y pegamento, como los que tenía mi padre guardados bajo llave en una vitrina de cristal en su estudio, que eran demasiado antiguos y valiosos para que nadie los pudiera tocar, ni mucho menos leer. Este libro no es para nada tan antiguo como los que había en el estudio de mi padre, pero está claro que ha conocido tiempos mejores. Lo llevo hasta una de las ventanas por las que entra algo de luz. La cubierta está tan dañada por la humedad que no puedo leer el título, ni el autor, y las páginas están rotas y amarillentas, manchadas de moho. Voy pasando las hojas y arrugo la nariz por el olor a humedad, luego voy a la primera página. Hay una tarjeta con distintas fechas de hace cientos de años estampados uno bajo el otro, formando columnas torcidas. En la parte inferior aparece impreso: GRACIAS POR UTILIZAR LA BIBLIOTECA PÚBLICA DE CLEARFORD. EN LOS LIBROS QUE SE DEVUELVAN DESPUÉS DE LA FECHA REQUERIDA SE APLICARÁ UN RECARGO DE ACUERDO A LA TARIFA VIGENTE.
—¿Qué es una biblioteca pública? —pregunta Max, que está leyendo por encima de mi hombro. Se cubre la cara con la parte interior del codo para acallar la tos.
Me encojo de hombros, vuelvo a colocar el libro en la estantería y me limpio las manos en la chaqueta.
Nos adentramos más en la biblioteca. Las estanterías de libros siguen hasta el infinito y se pierden por los rincones oscuros. Llegamos a un tramo de escalera de peldaños anchos y planos, que asciende describiendo una curva. Miro a Max. Él se encoge de hombros, y los subimos.
Los tablones de las ventanas de la primera planta son más gruesos, así que está más oscura que la planta baja, y estamos rodeados por más estanterías; tengo que avanzar con las manos a ambos lados para no chocar con nada. Aquí arriba parece que no hay tanto polvo, aunque el olor a papel húmedo es tan fuerte como el de abajo.
Max se aferra a mi brazo. Primero creo que ha tropezado y que se ha agarrado a mí para no caerse. Y voy a preguntarle si está bien.
—¡Chist! —me susurra.
Me vuelvo hacia él. Tiene los ojos abiertos como platos, y el blanco le brilla en la penumbra.
«¿Qué?», le pregunto moviendo los labios.
Señala con el dedo. Miro y, al principio, no veo nada.
Pero luego lo veo.
Un tenue destello, entre las estanterías de la derecha, que parpadea, salta y avanza.