El graffiti luminoso pasa a tal velocidad que cuando mis ojos han asimilado lo que acaban de ver, la imagen ya ha desaparecido. Bueno, por lo visto NAR ha llegado hasta aquí, nada más y nada menos. Sean quienes sean, deben de ser buenos escapando de la ACID para poder dejar su huella por un lugar como este. Me acomodo en el asiento y experimento una repentina e inesperada punzada de nostalgia. Anderson Court era un vertedero, pero, ahora que lo dejo atrás, me doy cuenta de hasta qué punto mi piso se había convertido para mí en un hogar.
¿Dónde viviremos ahora? ¿Y cómo demonios seguiremos escondiéndonos de la ACID?
Miro a Max. Ya llevamos un par de horas en este tren. Tras haber dejado las afueras de Londres, hemos conseguido encontrar asiento en uno de los vagones, y Max se ha dormido con la capucha todavía cubriéndole la cara, con la cabeza apoyada en la ventana que tiene detrás, respirando y emitiendo un ligero silbido. Siento una oleada repentina de empatía y sentimiento de protección hacia él, es tan intensa que amenaza con sobrecogerme. Ha perdido todo por mi culpa, y ahora, aquí estoy, conduciéndolo a una situación incluso más peligrosa e incierta. «Lo siento —le digo mentalmente—. Si puedo compensártelo algún día, lo haré, lo prometo.»
Por detrás de él, pese a que los cristales están moteados por la lluvia, el paisaje pasa a toda velocidad: campos delimitados por setos y arboledas, las colinas de fondo casi ocultas por una nube baja. Todo se ve plateado y verde. La vista me recuerda a las vacaciones de las que disfrutábamos cuando era niña en las mansiones rurales de lujo a las que nos invitaba la ACID. Me encantaba. Podía pasar todo el día sola, perdiéndome por los campos y los bosques de los alrededores, y, durante unas horas de ensueño, desaparecía esa sensación constante de que cada pequeña cosa que hacía o decía estaba siendo observada o analizada por mi padre. De hecho, se suponía que teníamos que irnos de vacaciones el día después de que yo…
Bloqueo ese pensamiento. En lugar de seguir dándole vueltas, considero la posibilidad de vivir en el campo sin comodidad: con una tienda de campaña, haciendo hogueras o cazando conejos y pájaros para comer. A los de la ACID jamás se les ocurriría ir a buscarnos a un lugar de ese tipo.
Pero no sé prender una hoguera ni poner trampas para cazar animales, y dudo mucho de que Max sepa hacerlo. Sin importar cuántas veces haya ido de vacaciones al campo, soy una chica de ciudad y siempre lo seré.
Suspiro. Al menos ese agente de la ACID no ha subido al tren. El hecho de que me haya librado del kom debería habernos dado algo más de tiempo; si no volvemos a usar las tarjetas, podríamos desaparecer del radar de la ACID…
En ese momento, empezamos a reducir la marcha. Se me pone el corazón en la boca. ¿La ACID ha detenido el tren? Me tenso, estoy lista para despertar a Max dándole una sacudida, y pienso en cómo puedo abrir las puertas a la fuerza, y si será muy peligroso saltar de un tren en marcha.
El sistema kom del tren emite un tenue pitido.
—Debido a la avería de un tren que se encuentra por delante de nosotros, este servicio realizará una parada no programada en la próxima estación para dejar la vía despejada —anuncia una robótica voz femenina—. La red ferroviaria de la RIGB pide disculpas a los usuarios por cualquier molestia que esto pueda causarles y querría asegurarles que este incidente se resolverá en la mayor brevedad posible. Repito: debido a la avería de un tren…
Vuelvo a apoyarme contra el respaldo. Durante un instante me siento aliviada; luego pienso: «Pero ¿y si son los de la ACID? ¿Y si han emitido el anuncio solo para intentar localizarnos?», y se me acelera el corazón nuevamente.
Despertado por el anuncio, Max se endereza.
—¿Qué ocurre? —pregunta, con la voz pastosa por el sueño. Levanta la mano para retirarse la capucha. Le bajo las manos con un golpe.
—¡Ni se te ocurra! —le susurro con fiereza.
A nuestro alrededor, el resto de los pasajeros está quejándose, pero entre murmullos, como si tuvieran miedo de que la persona menos indicada pudiera oírlos.
—Ya es hora de que la ACID se rasque los bolsillos e invierta un poco en estos cacharros —oigo que dice una mujer detrás de nosotros, quejándose a su compañero—. Pero ¿lo harán? ¡Ah, no, por supuesto que no! Se gastan todos sus fondos en convertir Londres en una especie de ciudad espectáculo mientras el resto del país se va al garete.
Su compañero le susurra:
—Cállate, Ally. Por favor. Ni siquiera sabes si eso es verdad.
—¿Eso crees? —replica Ally—. Entonces, ¿por qué no echas un vistazo por la ventana?
El paisaje que nos rodea ha pasado de las vistas rurales al panorama de las afueras de una gran ciudad: hileras de casas de cemento con patios cuadrados y encajonados; más allá, se ven los pisos. Son como los edificios del Exterior, salvo que toda la ciudad tiene el mismo aspecto.
«¿Sabes?, ella tiene razón», tengo ganas de acercarme y decirle al compañero de Ally.
Recuerdo haber visitado otra ciudad como esta cuando tenía once años; acompañaba a mis padres en un viaje de negocios porque no consiguieron una canguro. Volamos hasta allí en roto y nos llevaron en coche eléctrico a las oficinas donde mi padre tenía la reunión.
Mientras recorríamos las calles me impactó comprobar lo arruinado que estaba todo y las colas que había en las puertas de las tiendas. En aquella época no sabía que ocurría lo mismo en el Exterior londinense; por aquel entonces, el Exterior era un lugar que solo conocía por los rumores que me llegaban y las pesadillas que tenía. Cuando volvimos a casa esa noche, tras echar un vistazo a nuestro lujoso hogar, pregunté a mi padre por qué en el Alto la gente tenía tanto y en esa otra zona la gente tenía tan poco. ¿Por qué las riquezas no estaban repartidas de forma más equitativa? «Porque nos lo merecemos —me dijo mi padre—. Las personas que se han ganado el derecho a vivir en el Alto trabajan duro para hacer que este país funcione. Ve a quitarte los zapatos, Jenna, y deja de calentarme la cabeza.»
¿Sería ese el momento en que empecé a cuestionarme todavía más cosas? ¿Fue entonces cuando las primeras llamas de mi rebelión contra la ACID y contra mis padres empezaron a encenderme el alma?
Cinco minutos más tarde el tren llega a una pequeña estación repleta de macetas de flores secas y marchitas e indicaciones holográficas parpadeantes en las que se lee a lo largo de los andenes BIENVENIDOS A LA ESTACIÓN DE CLEARFORD. Nos detenemos al oír un chirrido agudo, y el sistema kom vuelve a emitir una serie de pitidos.
—Cualquier pasajero que desee usar los aseos o comprar algún refrigerio puede apearse en esta estación —dice la voz robótica—. Encontrarán máquinas expendedoras en el andén. Les rogamos que se mantengan atentos al anuncio de la salida del tren. Repito…
Varios pasajeros se levantan y empiezan a dirigirse a las puertas del vagón.
—Nosotros también tenemos que bajar —le murmuro a Max cuando se vacían los asientos que nos rodean.
—¿Cómo? —pregunta.
—Hemos usados nuestras tarjetas para subir. Si la ACID descubre que vamos en este tren, estarán esperándonos en Newcastle.
—Mierda, no lo había pensado —dice, tosiendo.
Asiento en silencio.
—Era la única forma de poder comprar los billetes, y teníamos tanta prisa por subir al tren… —Miro el vagón de punta a punta. Ya está casi vacío—. Vamos.
En el exterior está lloviendo con intensidad, las gotas de agua me caen con tanta fuerza sobre la cabeza que me hacen daño y, mientras estamos en el andén, miro a todas partes en busca de la salida y oigo el grave estallido de un trueno.
—Allí —digo, y señalo un grupo de cancelas de madera pintadas de blanco delante de un paso subterráneo situado en un lateral de una pequeña sala de espera. Están cerradas con candados, pero sin vigilancia; si esperamos a que nadie mire, podemos saltar por encima.
Echo un vistazo a mi alrededor y veo a un empleado de la estación. Está dirigiéndose hacia la sala de espera, sin prestarnos atención alguna, pues tiene mucha prisa por escapar de la lluvia. Le hago un gesto brusco con la cabeza a Max y cruzamos el andén, en dirección a las cancelas.
—¡Eh!
Me vuelvo de golpe.
El agente de la ACID al que he visto en el andén de la estación intermodal viene corriendo hacia nosotros.