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Max también le ha visto. Vuelve la cabeza de golpe y, bajo la capucha, veo que tiene los ojos abiertos como platos.

—¿Está…?

—Calla —murmuro con los dientes apretados—. Actúa con normalidad.

Durante un par de segundos horribles pienso en que el agente va a llegar al tranvía antes de que este se ponga en marcha. Está justo a la salida, y mira por la ventana mientras alarga la mano enguantada hacia el botón con el que se abren las puertas. Aunque no puedo verle la cara detrás de la visera, sé que está mirándonos.

Justo antes de que pueda llegar a apretar el botón, el tranvía empieza a moverse y acelera a toda velocidad.

—¿Estaba siguiéndonos? —pregunta Max. Habla con calma, con tono sereno, pero no para de mover la rodilla hacia arriba y hacia abajo.

—No lo sé —le contesto.

—Ha sido por mi tarjeta —murmura, mirando de reojo a la pareja de ancianos, que están absortos en la conversación y no se fijan para nada en nosotros—. Se ha dado cuenta de que era falsa, ¿verdad?

Le entra un ataque de tos y se dobla sobre sí mismo.

—No lo sé —respondo cuando se recupera; el miedo me irrita.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta—. No podemos ir a casa de tus amigos ahora. Lo único que conseguiríamos es que la ACID se les echase encima.

«Mierda.» No había pensado en eso, pero Max tiene razón. Echo un vistazo a todo el receptáculo, como si esperase encontrar la respuesta en uno de los pósters holográficos de la ACID pegados sobre las ventanas o desgarrados en las paredes.

—Tendremos que marcharnos de Londres —digo, y tomo la precaución de hablar en voz baja.

Max se acerca a mí para poder oírme.

—Cuando lleguemos a la estación de intercambio, bajaremos del tren.

—¿Para ir adónde? —pregunta Max.

—A cualquier parte —respondo.

Echa la cabeza hacia atrás para apoyarla en la ventana que tiene a la espalda, y veo como se le mueve la garganta cuando traga saliva.

Transcurridos veinte minutos, llegamos a la intermodal.

—Espera —digo en voz baja a Max cuando bajamos del tranvía, que se marcha deslizándose a nuestras espaldas—. Tengo que ponerme en contacto con mi amiga y decirle que no vamos a estar en la clínica.

Intento pensar en cómo voy a poner al tanto a Mel del lío en el que estamos metidos sin destaparlo todo. El vestíbulo de la intermodal está casi tan abarrotado como las calles que rodean Anderson Court, así que busco un lugar tranquilo junto a la terminal central del tranvía para pronunciar en voz alta el número de identidad de la redkom de Mel, y me quedo esperando a que se produzca la conexión. Me siento mal. Se me está haciendo un nudo en el estómago.

Aparecen de pronto dos palabras en mi visualizador: ACCESO DENEGADO.

El nudo en el estómago se aprieta cada vez más. Vuelvo a intentarlo.

ACCESO DENEGADO.

¿Qué demonios? Me saco el kom de la oreja y le doy una pequeña sacudida, intentando convencerme de que la red está sobrecargada porque todo el mundo ha salido a ver las ceremonias. Pero, incluso después de haberlo apagado y vuelto a encender, sigo sin poder establecer la comunicación. Vuelvo a quitármelo de la oreja y miro a mi alrededor en busca de un PCR. Hay un banco con varios de ellos a unos seis metros de distancia.

—Mia —murmura Max, tocándome el codo.

—¿Qué?

—Creo que nos vigilan —dice en voz baja—. No te vuelvas. —Mira hacia la izquierda—. Allí. Dos agentes de la ACID.

Con disimulo sigo su mirada, y un escalofrío gélido me recorre la espalda. Tiene razón. Ahí hay dos agentes de la ACID.

Están vigilándonos.

Y frente a ellos, a nuestra derecha, veo a otros dos, y a otra pareja de pie junto a una terminal de tranvía que está algo más allá. Nos pillan mirando e intercambian una mirada con los demás agentes. Entonces, los seis empiezan a caminar hacia nosotros, arrinconándonos, como quien no quiere la cosa, como una manada de leones acorralando a su presa.

«La señora Holloway», pienso. Habrá sospechado algo y se habrá puesto en contacto con la ACID, y ellos habrán averiguado quiénes somos Max y yo, y habrán bloqueado mi acceso a la redkom para que no pueda contactar con nadie y pedir ayuda. Quizá incluso hayan averiguado lo de Mel y Jon. Durante unos segundos, no puedo moverme ni respirar. Un sordo rugido me retumba en los oídos mientras los imagino arrestándonos y esposándonos con las manos a la espalda y diciendo: «Jenna Strong, queda detenida por el asesinato de Alex Fisher», justo delante de Max.

—Mia, tenemos que salir de aquí —dice Max, y me devuelve al presente de golpe.

Me vuelvo para echar un vistazo y, detrás de nosotros, veo una terminal de Salidas Nacionales: es un edificio gigantesco con techo acristalado y abombado, con forma de rodaja de sandía puesta boca abajo.

—Ahí dentro —digo.

Nos volvemos y echamos a andar muy rápido hacia el edificio, intentando confundirnos con la multitud que va entrando en él. Miro hacia atrás y los agentes de la ACID todavía nos siguen, pero el tremendo número de personas que se acerca los obliga a retroceder. Cuando Max y yo atravesamos las gigantescas puertas de cristal para entrar en la terminal, vamos casi corriendo.

—¿Has llamado a tus amigos? —me pregunta, entre resuellos, mientras pasamos a toda velocidad junto a las cabinas de información, las gigantescas vallas holográficas con los cambiantes horarios de los trenes y los destinos y, por supuesto, las pantallas de noticias.

—No puedo —respondo—. La ACID me ha bloqueado el kom. —Me doy cuenta de que todavía lo llevo en la mano y lo tiro al suelo, donde lo pisotean las personas que nos rodean, que corren hacia los trenes de transbordo.

—¡Mira por dónde vas! —grita un hombre cuando le golpeo en el hombro sin querer. Balbuceo una disculpa, pero ya lo hemos dejado atrás.

—¿Adónde vamos? —pregunta Max—. Mia, están ahí mismo…

Estiro el brazo y le cojo de la mano, luego me meto por un pasillo con la indicación: TODOS LOS TRENES CON DIRECCIÓN AL NORTE. Nos resbalan los pies en el suelo embaldosado, nos falta el aliento. Atravesamos como el rayo el pasillo hasta llegar a un andén abarrotado, justo a tiempo de ver como llega el tren; las señales holográficas anuncian: NEWCASTLE, TREN DIRECTO. Parece antiguo, un vehículo salido del siglo XX: vagones rectangulares con varias capas de pintura desconchada y llena de marcas y rozaduras, y unos cristales gruesos y sucios en las ventanas.

—Vamos —digo cuando las puertas se abren, le suelto la mano a Max e ignoro las miradas del resto de los pasajeros, que, después de nuestra entrada teatral, se quedan mirándonos como si acabáramos de llegar de otro planeta.

Nos abrimos paso en el vagón y sacamos nuestras tarjetas para pasarlas por el lector de kredz. La mía la acepta, pero cuando Max pasa la suya por el escáner, este suelta un pitido y la palabra RECHAZADA empieza a parpadear en la pantalla.

—¡Qué mierda! —exclama tosiendo, respirando todavía con dificultad por la carrera que nos hemos pegado para llegar a la terminal—. No tengo bastantes kredz.

Hago un rápido cálculo mental. Mi billete de tren solo me ha costado doscientos kredz. Tengo otros doscientos cincuenta en la cuenta, pero, si le compro el billete a Max, ¿con qué compraré comida? ¿Dónde dormiremos?

Y, un momento, si la ACID nos sigue la pista, ¿por qué todavía me funciona la tarjeta? ¿No deberían habérmela bloqueado? ¿O la han dejado activada para poder localizarme? «Mierda.»

Pero tenemos que salir de Londres. Eso es más importante que cualquier otra cosa.

—Venga, vamos —nos espeta un hombre de cabello color ceniza que lleva una chaqueta de cuero demasiado grande y demasiada loción para después del afeitado, con su cara gordiflona haciendo un mohín de fastidio—. El tren está a punto de partir.

Cuando me vuelvo, me atraviesa con la mirada. Resisto las ganas de decirle que mire a su madre, paso la tarjeta por el lector de kredz una vez más para comprar el billete de Max y subimos a toda prisa al vagón.

—Necesito sentarme —dice Max con la voz quebrada, tosiendo.

—Todavía no —respondo.

Lo llevo al vestíbulo en el otro extremo del vagón para poder tener una panorámica despejada del andén. Si aparecen los de la ACID justo ahora, tendremos que saltar del vagón y salir corriendo. Y eso supondrá haber tirado todo el dinero que acabo de gastarme en los billetes, pero lo prefiero a tener que volver a Mileway.

Preferiría cualquier cosa a tener que volver a Mileway. Cualquier cosa.

«Muévete —suplico al tren—. Muévete ya.»

Entonces veo al agente de la ACID salir del túnel por el que vamos. Retrocedo hasta el vestíbulo e inspiro con dificultad.

Max se queda mirándome. «¿Cuántos?», me pregunta moviendo los labios.

Levanto un dedo.

«¿Está subiendo?», vuelve a preguntarme en silencio.

Me vuelvo con disimulo para mirar hacia la puerta de soslayo. El agente todavía se encuentra de pie en el andén, cerca del tren. Se ha quitado el casco y habla con una mujer que está a punto de subir. Entonces se vuelve hacia el túnel.

Retrocedo, sacudo la cabeza. Max se encorva hacia delante.

Transcurre otro minuto, y me parece un año. Entonces se cierran las puertas y el tren se pone en marcha de golpe.

Max y yo nos hundimos en los asientos junto a las puertas y me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que aparezca la información en la redkom sobre nosotros, lo que se transmitirá directamente por los koms de todas las personas que viajan en el tren. «No estamos seguros —pienso—. No estamos seguros en ninguna parte. Sobre todo si seguimos juntos.»

«Pues entonces déjalo. Vete tú sola», me dice una vocecilla interior. Es tan convincente que prácticamente siento alivio al imaginar cómo lo haría: llegamos a Newcastle, le digo a Max que voy al baño y, en lugar de hacerlo, salgo de la terminal del tren y lo abandono.

Me vuelvo para mirarlo. ¿En qué estoy pensando? Se encuentra mal otra vez. Y su padre murió por mí.

«Murió.»

Max es responsabilidad mía, y le debo a Alex Fisher mantener a su hijo a salvo.