«No», me digo. No puede ser. ¿Cómo puede ser el chico al que he visto esta mañana en la pantalla de noticias, el que tenía el corte de pelo tan moderno y los dientes tan blancos que casi dolía mirarlos, haberse convertido en… en esto?
Aunque haya visto esa imagen durante solo unos segundos, y el chico que tengo tirado a mis pies haya perdido tanto peso que tiene la cara tan chupada hasta hundírsele las mejillas, su parecido con el hombre que sacrificó su vida para sacarme de Mileway es innegable.
El Chico de la Capucha es Max Fisher.
¡Oh, Dios!
—Max —digo en voz baja—. Max.
Me mira a la cara: sus ojos, de color verde azulado, están nublados y tienen la mirada perdida.
—¿Cómo sabes mi nombre? —balbucea.
Estoy a punto de responderle, cuando, detrás de nosotros, oigo que alguien me llama.
—¡Mia! ¿Eres tú? ¡Cucúúú!
No. Por favor, no.
Dejo a Max tendido en el suelo y recorro a toda prisa el camino hacia la señora Holloway antes de que ella se acerque demasiado.
—¡Oh, Mia! —exclama. Tiene el rostro abotargado y cubierto de lágrimas, y las gafas torcidas—. Es mi pequeño Sammie. Uno de los chicos lo ha sacado hace un rato, ¡y se le ha soltado la correa!
Sammie es su perro, un bicho flaco y tembloroso que siempre está ladrando a chillidos como si quisiera ser mucho más grande para arrancarte la cara a bocados.
—Lo siento, no lo he visto —contesto, resistiendo con desesperación las ganas de volverme para mirar a Max.
—¿Estás segura? —Vuelven a brotarle las lágrimas—. ¡Tengo tanto miedo de que alguien haya podido llevárselo…!
«Ojalá», pienso. Intento pensar en algo que suene mínimamente comprensivo.
—Entiendo —digo—. ¿Por qué no va por allí… —Señalo el camino de la orilla del río en dirección contraria a la que se encuentra Max—. Y yo iré por ese otro lado. —Señalo de golpe con el pulgar hacia mi espalda—. Si buscamos las dos, hay más probabilidades de encontrarlo.
—Oh, no, he venido hasta aquí a esperar a Dean. No pienso seguir buscando por ningún otro lugar hasta que haya llegado a casa —responde ella. Dean es su compañero vital, la única persona del edificio que la hace parecer inteligente comparativamente hablando—. ¡Y tú tampoco deberías hacerlo! ¡Nunca se sabe quién puede andar merodeando por ahí ahora que ha empezado a oscurecer!
Detrás de nosotras, Max se queja.
—¿Es Cade? —pregunta la señora Holloway, y mira con los ojos entrecerrados hacia la sombra mientras yo intento no poner expresión de estar aterrorizada—. Hoy no lo he visto. ¿Qué está haciendo en el suelo?
—Estaba enseñándome unas llaves de defensa personal —respondo a toda prisa—. Bueno, ya sabe, como esta es una zona tan complicada y eso… Lo que pasa es que nos ha salido un poco mal y se ha hecho daño en la espalda.
Max vuelve a quejarse.
—¡Oh, vaya por Dios! —exclama la señora Holloway—. Yo sí que lo entiendo, tengo muchos problemas de espalda. Deja que te ayude a entrarlo.
—¡No! —respondo—. Quiero decir, no pasa nada. Solo es un espasmo, ya le ha ocurrido antes. Si se queda ahí tumbado un rato, se le pasará. Sinceramente, si lo movemos justo ahora será peor.
La señora Holloway arruga el entrecejo, y le tiembla la papada.
—Bueno, si estás segura…
Me vuelvo para mirar a Max, aliviada de que esté tan oscuro que no pueda vérsele la cara, ni el estado en el que se encuentra su ropa.
—Sí, estoy segura —contesto, intentando sonreír.
—Entonces será mejor que vuelva —dice la señora Holloway—. Tengo que subir una página a la redkom para buscar a Sammie, y organizar la partida de búsqueda; ¡Cade y tú seréis bienvenidos en el grupo!
—¡Iremos si se le cura lo de la espalda! —prometo con el entusiasmo más falso que puedo expresar.
La miro mientras desanda al trote el camino y regreso hasta donde se encuentra Max. Está rodeándose el cuerpo con los brazos, como si estuviera intentando evitar partirse en pedazos.
—Gracias —le digo—. Ahora sí que estoy con la mierda hasta el cuello. Si te dejo aquí y alguien te encuentra, la señora Holloway recordará haberme visto y me delatará a los de la ACID. Descubrirán que Cade se ha marchado y seguramente yo no volveré a ver más la luz del día.
Max gime. Tiene la cara tan blanca que, en la oscuridad creciente, se ve prácticamente luminosa, y le castañetean los dientes con más fuerza que nunca. Sintiendo una oleada de lástima mezclada con asco, me doy cuenta de qué es lo que ocurre. Max es un nublado; adicto a la Nublodina. Unos cuantos presos de Mileway estaban enganchados a esa mierda: unos gránulos azules que se disuelven bajo la lengua. La primera vez que lo pruebas, por lo visto, es horrible; te da un breve subidón seguido por un mareo y un aturdimiento tan fuertes que crees que vas a morir. Pero luego los efectos son del todo distintos; te pega un subidón y hace que sientas una energía sobrehumana. Sin embargo, el bajón es brutal, y, por lo que veo, eso es lo que está ocurriéndole a Max ahora mismo.
—¿Tie… tienes… algo… algo de…? —empieza a decir, y el resto de la frase se pierde entre los temblores que le sobrevienen.
—¿Mierda? —le pregunto—. No. ¿Te parece que tengo pinta de nublada?
Me paso las manos por el pelo. ¿Qué hago? Podría llevarlo un poco más allá por el camino, encontrar algún lugar donde esconderlo, pero ¿y si alguien me ve o aparece un localizador? Y, aunque lo consiguiera y la ACID nunca lo encontrara, ¿qué le pasaría a él después de eso? Puede que yo no matara a Alex Fisher, pero perdió la vida por mi culpa. Siempre que cierro los ojos, lo veo tendido boca abajo en la azotea, envuelto por la ráfaga de rayos láser disparada por los agentes de la ACID que le quitaron la vida. No puedo permitir que también muera su hijo.
De todos modos, si vuelvo sola a Anderson Court, la señora Holloway querrá saber dónde está «Cade».
—Arriba —le digo a Max. Como no se mueve, me agacho, vuelvo a ponerle la capucha y lo levanto para apoyarlo contra mi cuerpo—. Camina —le susurro, y arrugo la nariz por el olor a sudor rancio que desprende.
—No puedo —contesta.
—Sí que puedes. O caminas o te dejo aquí para que te encuentren los de la ACID.
Empieza a moverse, arrastra los pies y va tambaleándose; se derrumba contra mí cada pocos pasos.
—Camina bien —le digo—. O vas a conseguir que nos detengan a los dos.
Intenta enderezarse. La mejora es insignificante.
Muy despacio, conseguimos llegar a Anderson Court. El vestíbulo está vacío, así que arrastro a Max hasta uno de los ascensores y aprieto el botón de mi piso. En cuanto se cierra la puerta, Max empieza a temblar.
—Aquí no —le susurro con brusquedad—. ¡Hay cámaras! —Lo enderezo, agarrándolo con fuerza por la cintura con un brazo. Oigo una vocecilla en mi cabeza que no para de preguntar qué voy a hacer cuando llegue a mi piso. No tengo ni idea, así que no le hago caso.
Cuando se abren las puertas del ascensor, me asomo para echar un vistazo, con el corazón desbocado, pero el pasillo que lleva a mi piso también está vacío. Rebusco la tarjeta de ciudadanía en el bolsillo, y sujeto a Max como puedo. Está prácticamente inconsciente, es un peso muerto apoyado contra mi cuerpo. No quiero ni pensar en qué ocurrirá si alguien sale de algún piso y nos ve.
Tengo que pasar la tarjeta dos veces por el escáner del cerrojo para que las luces cambien de rojo a verde y se oiga el horrible chirrido con el que se desbloquea la entrada. En cuanto cierro la puerta de una patada al entrar, Max se me cae al suelo y se tumba de lado rodeándose el estómago con los brazos.
—Me duele —se queja.
—Sí, es lo que ocurre cuando tomas Nublodina —le suelto. Me he quedado más asustada por haber estado a punto de cagarla con la señora Holloway de lo que creía.
—¡Necesito una dosis! —exclama. Me mira por debajo de la capucha, haciendo un mohín.
—Ya te lo he dicho, no tengo nada de eso —le digo, y pienso, aterrorizada, en los vecinos del otro lado de las paredes de papel.
—Pues ve a buscar —me espeta. Tiene el gesto torcido de rabia y se estira y se retuerce para ponerse de pie.
Me preparo para la lucha, pero, en cuanto se abalanza hacia mí, se le ponen los ojos en blanco y se le doblan las piernas como a una marioneta a la que acaban de cortarle los hilos. Cae boca abajo. Espero unos segundos y luego me acerco a él con cuidado.
No se mueve. Le doy la vuelta, le quito la capucha y, cuando veo sus labios grises y la cara verdosa, se me hace un nudo en el estómago de miedo. Luego se le abren los ojos de golpe y se incorpora, tose y le sale disparado hacia delante un chorro de bilis que cae al suelo; no me da en los pies de milagro.
—Genial —digo—. Gracias.
Cuando por fin logro subirle la sudadera, sacársela por la cabeza y tirarla a un rincón, estoy a punto de vomitar. Entro en la cocina e inspiro hondo varias veces. El sistema de reciclado automático de nuestro edificio se rompió la semana pasada, así que la ACID ha entregado a todos los residentes unas cajas especiales para que reciclemos hasta que el sistema esté arreglado. Por algún motivo, he acabado con dos de esos recipientes. Cojo el de sobra de la nevera y se lo encajo a Max entre las rodillas, luego recojo la porquería, meto la sudadera en la lavadora y tiro media caja de cápsulas de detergente antes de ponerla a la temperatura más alta que hay en el programa de lavado.
En el comedor, oigo el ruido inconfundible de Max vomitando otra vez. Cuando regreso para abrir la ventana y conseguir que entre algo de aire fresco, está doblado sobre la caja, con la cabeza colgando. Murmura algo así como «lo siento» o «ayúdame», pero lo dice con una voz tan temblorosa que no estoy segura.
Al final, aparta la caja y le ayudo a subir al sofá, donde se queda hecho un ovillo, temblando. Tiro la caja al conducto de incineración y busco una manta para tapar a Max. Solo cuando se la estoy remetiendo bajo los hombros, se me ocurre comprobar si lleva un kom. Me alivia mucho descubrir que no es así.
Cuando por fin se ha sumido en un sueño inquieto, ya es noche cerrada. Me paseo por la habitación pensando en qué narices voy a hacer. Max necesita medicación, pero no hay forma de conseguir los medicamentos para quitarle el mono de la Nublodina sin correr peligro. Ni siquiera puedo buscar información en la redkom, porque sería identificada como búsqueda sospechosa y enviarían una alerta a la ACID. Y no puedo preguntar ni a Jon ni a Mel, porque están fuera y contactar con ellos por mi kom sería demasiado peligroso.
No recuerdo haberme quedado dormida, pero he debido de hacerlo, porque ya no estoy en mi piso, sino en el recibidor de una casa que llevaba dos años sin ver. Todo está tal como lo recuerdo: los techos altos, las paredes empapeladas de dorado y blanco, lo cuadros caros (auténticos, jamás copias holográficas) y la antiguas baldosas blancas y negras sobre las que avanzo con sigilo.
No sé por qué estoy siendo tan silenciosa, pero una vocecilla en mi cabeza me dice que algo va mal, que no debo dejar que nadie se entere de que estoy aquí. Me late el corazón con fuerza y me sudan las manos, tengo un nudo en el estómago causado por la aprensión.
La puerta del comedor está abierta, y oigo las voces de mis padres. Están suplicándole algo a alguien. «Haremos lo que haga falta, pagar una multa, ir a prisión, incluso. Pero, por favor, eso no… ¡Tenemos una hija!»
Me vuelvo para asomarme por el marco de la puerta. De espaldas a mí, hay un agente de la ACID; lleva casco, así que no puedo saber si es un hombre o una mujer. Mis padres, que, cuando he subido hace una hora a hacer los deberes, estaban sentados en sus sillones, mirando la pantalla de noticias y relajándose tras un largo día de trabajo, se encuentran acorralados contra la chimenea, con expresión de pánico.
Entonces me doy cuenta de que el agente tiene un arma, y que está apuntando directamente a mis padres.
El agente hace retroceder el cargador de la pistola. El arma se dispara y produce un leve gemido. Abro la boca para gritar, pero no me sale ningún sonido. No puedo moverme. No puedo hacer nada.
«Debo cumplir órdenes», dice el agente con tono serio y mecánico; su voz se oye distorsionada por algún mecanismo.
Aprieta el gatillo.
¡BANG!
Me despierto de golpe, jadeante; por un segundo, soy incapaz de entender por qué estoy sentada en una silla en lugar de tumbada en la cama, o qué es ese bulto informe del sofá. Entonces me acuerdo de lo que ocurre. Me levanto y voy corriendo hacia Max. Al principio me parece que está teniendo un ataque, pero no es más que una pesadilla, como la mía; el disparo que he oído es la mesa que Max ha volcado cuando se le han caído las piernas del sofá. De inmediato se tranquiliza, vuelve la cara hacia el respaldo del sofá y suspira en el momento en que se sume en un sueño aún más profundo.
Levanto la mesa, con el corazón desbocado, y luego me recuesto en el asiento. El sueño queda suspendido en el aire, a mi alrededor, como una nube de humo. ¿Por qué he soñado eso? No fue un agente de la ACID quien disparó a mis padres. Fui yo. Y no fue algo deliberado. Fue un accidente. Lo único que pretendía con la pistola era asustar a mi padre. Si mi madre no se hubiera tirado sobre mí para intentar quitarme el arma, esta no se habría disparado.
Y si mi padre no la hubiera agarrado en ese preciso instante, y el arma no hubiera quedado apuntando en su dirección…
Me froto los ojos con los nudillos. «Deja de pensar en todo esto. Déjalo-ya-déjalo-ya.» Tengo que decidir qué voy a hacer con Max, y deprisa.
«Se lo podrías llevar a Mel y Jon cuando vuelvan —pienso—. Ellos podrían ayudarlo, ¿no? Al fin y al cabo, es el hijo de Alex.»
Me lo pienso. Podría funcionar… En la zona O hay un centro médico de atención gratuita para los residentes más pobres del Exterior, donde Mel y Jon trabajaban como voluntarios; Jon, de médico; Mel, de recepcionista. Por lo general nos encontramos allí cada quince días para ver cómo va todo, y para justificar mis frecuentes visitas a ese lugar tengo documentos en mi kom donde se afirma que necesito tratamiento continuado por una afección en la sangre. Sin embargo, está claro que todavía no puedo hacerlo, no mientras Mel y Jon sigan fuera. Y mientras tanto, como sea, tengo que conseguir mantener a Max alejado de la señora Holloway.
La desesperación me asalta.
«Asúmelo, Jenna —pienso—. Estás jodida.»