Lanzo hacia atrás el codo y el talón, e impacto contra su entrepierna. Cuando el tipo suelta un grito y retrocede tambaleante, me zafo de él, le lanzo un directo al cuello y le hago una llave agarrándolo y lanzándolo al suelo por encima de mi hombro, lo dejo boca arriba y le planto el pie en el cogote.
Me mira a la cara, resollando.
Es el Chico de la Capucha.
—¿Sabes?, te apesta el aliento —le espeto.
Mueve la boca, pero no emite sonido alguno.
—¿Por qué estás siguiéndome? —le pregunto.
Suelta una especie de silbido. Se da cuenta de que no puede hablar por la presión de mi pie sobre su garganta, y entonces le piso el pecho.
—Es que… necesitaba… algo —dice, asfixiándose.
—¿Y se te ha ocurrido atacar a una chica indefensa?
—Lo… siento…
—Ya lo sentirás… Bueno, ¿dónde está ese cuchillo? Si es que de verdad lo tienes.
Sacude el brazo y se saca algo de la manga.
—Dámelo —le ordeno.
Cuando me lo pasa, me río. Sí, es un cuchillo, pero un cuchillo para untar mantequilla, con el filo romo y el mango de plástico, amarillento y desconchado. Es prácticamente una antigualla.
—¡Vaya! ¡Qué miedo! —digo, y lo tiro al río.
—Lo… lo… siento —vuelve a decir Caperucito. Le castañetean los dientes.
—¿Quién eres? —le pregunto.
—Yo…
—No, vale, no me lo digas. Me da igual. Lo único que me molesta es que me has fastidiado todavía más un día que ya era de mierda. —Me siento cada vez más rabiosa—. ¿Quién coño te has creído que eres intentando robarme? Por aquí nadie tiene nada, ¿es que no te has dado cuenta? —Sé que seguramente le importa nada, pero necesito desfogarme—. Y, en cuanto a eso de intentar quitarme la tarjeta de ciudadanía, ¿cómo crees que iba a llegar al trabajo o comprar comida? De todos modos, las tarjetas son personales e intransferibles.
El Chico de la Capucha no responde. Se queda ahí tirado, temblando. Le quito el pie del pecho, me agacho y le bajo la capucha de golpe.
Retrocedo, abro los ojos como platos y me tapo la boca con fuerza con una mano, impresionada.