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Me muero por contactar con Cade y ordenarle que regrese, pero no puedo hacerlo. Me han advertido de que no diga nada por el kom que pueda estar relacionado con nuestra pantomima, por si los de la ACID están escuchando. No es que necesite que me lo digan, precisamente. Recuerdo cuando tenía trece años y entré al estudio de mi padre para preguntarle algo; él no estaba, pero el ordenador holográfico de su mesa estaba encendido, y en la pantalla había una lista de conversaciones transcritas de distintas personas que habían accedido a la redkom. No pude evitar empezar a leer; me sentía fascinada y horrorizada al mismo tiempo.

«¡¿Qué crees que estás haciendo?!», me gritó mi padre cuando entró y me vio; cruzó a toda prisa la habitación y me apartó del ordenador de un empujón.

«¿Qué es todo esto? —me atreví a preguntarle—. ¿Por qué está la ACID escuchando a todo el mundo?»

«No es asunto tuyo —me soltó mi padre. Empecé a protestar, pero él seguía teniéndome agarrada por el brazo, apretándome con los dedos, me hacía daño y gritó—: ¡Te estás pasando mucho de rebelde, Jenna Strong, y empiezas a descontrolarte!»

Luego me encerró en mi cuarto para que pensara en mi comportamiento.

«Maldita ACID —pienso ahora—. Siempre lo complica todo.»

Espero toda la tarde a que Mel y Jon contacten conmigo, con el estómago revuelto por la impaciencia. Pero no recibo noticias suyas. Cuando a la mañana siguiente siguen sin comunicarse conmigo, dejo de preocuparme y empiezo a sentirme confusa. ¿Es que Cade no les ha contado todavía que me ha dejado? A menos que no quisiera perder el dinero que le están pagando por fingir ser mi compañero vital. Me pregunto si lo de irse a casa de su primo es cierto, si se habrá largado a otro lugar o si se habrá metido bajo tierra.

Durante un par de segundos, me siento molesta con él. Luego me doy cuenta que puedo utilizar todo esto en mi beneficio. Hice medio turno de más la semana pasada; tengo un par de horas libres. Si salgo temprano, puedo ir a la planta donde trabaja Cade y esperarlo fuera hasta que salga. Luego lo seguiré hasta donde sea que esté viviendo e intentaré que hable conmigo para convencerle de que vuelva. Si lo consigo, Mel y Jon no se enterarán de que se ha marchado.

Y si la conversación termina con mi rodilla en su garganta y sus brazos a la espalda, bueno, pues verá que, al ir por ahí sin una compañera vital, corre el mismo peligro que yo, y habré conseguido que lo entienda.

Al final el misterio se aclara cuando reviso los mensajes que tengo en la redkom de camino al trabajo y encuentro uno de Mel, en el que dice que su madre ha caído enferma de pronto y que Jon y ella han tenido que irse a Birmingham. «Siento que no hayamos contactado contigo —dice el mensaje—, pero hemos tenido que irnos a primera hora de la mañana y no queríamos molestarte. Mi madre no está grave, pero hay un par de cosas que tenemos que hacer por ella. Volveremos en uno o dos días.»

Cuando llego a la fábrica, todos están reunidos alrededor de la pantalla de noticias que preside una de las paredes del vestíbulo, y hablan con preocupación, entre murmullos. Levanto la vista para mirarla y veo un primer plano de un adolescente. Me doy cuenta, por su ropa de diario pero elegante y por su piel tersa y tostada, que es del Medio, no del Exterior. Su melena de pelo negro le cae en cortinilla sobre los ojos, que son de un color entre el verde y el azul, y su sonrisa, que es de medio lado y encantadora, revela dos hileras de perfectos dientes blancos. En mi vida anterior, sería el tipo de chico al que mis amigas —sobre todo Nadia— habrían mirado con gesto altivo por ser del Medio, pero con el que yo habría soñado despierta a solas. No es precisamente guapo, pero parece amable, normal y agradable; el tipo de chico, si tuviera la suerte de emparejarme con él, con el que podría imaginarme abrazada y hablando hasta el amanecer sin enterarme del paso del tiempo.

Además tiene algo que me resulta muy familiar, tanto que me pone nerviosa. Entonces leo el titular: EL HIJO DEL ASESINADO DOCTOR DE MILEWAY SIGUE DESAPARECIDO. Debajo hay una frase que dice: «Max Fisher, de dieciséis años, desapareció poco después de la fuga de la homicida Jenna Strong».

La pantalla cambia; ahora sale una foto mía, que la ACID debe de haber sacado de los archivos de la cárcel: llevo la cabeza afeitada y tengo la boca torcida con mal gesto. Mi fantasía sobre Max se esfuma y se convierte en una ola helada que me deja las manos temblorosas, y deseo salir corriendo del vestíbulo como si ya tuviera a los de la ACID pisándome los talones.

Los comentarios y murmullos van subiendo de tono hasta convertirse prácticamente en chillidos histéricos.

—Imagina, podría estar en cualquier sitio. Podría estar aquí…

—Mira, ¡dice que su tarjeta de ciudadanía fue localizada en una parada de tranvía del Exterior!

—¿Y si el chico está ayudándola?

—¿Y si los dos empiezan a matar a la gente?

La chica que acaba de decir eso, Louisa, trabaja en mi departamento. No diría que es amiga mía exactamente. Me he mantenido bastante al margen de todo el mundo desde que llegué: me preocupaba demasiado meter la pata y revelar mi verdadera identidad como para poder acercarme a nadie. Aunque supongo que nos llevamos bien. Se vuelve para mirarme, con los ojos abiertos como platos de miedo, y, durante un instante, olvido cómo respirar.

«Es imposible que sepa que eres tú —me digo—. Es imposible.»

—¡Oh, Mia! —exclama Louisa—. ¿Has visto eso? Quizá deberíamos montar un sistema de rotación para que nadie tenga que volver solo a casa; habría que averiguar quién es vecino de quién para que hagan el camino juntos.

—Sí, claro —contesto, y me abro paso entre la multitud para ir a mi puesto de trabajo justo cuando aparece el gerente de planta, y exige saber por qué nadie ha empezado a trabajar todavía.

Me alivia que acepte mi solicitud de salir antes sin hacerme preguntas comprometidas y, después de comer, cojo un tranvía a la zona Q. La planta de embasado de comida donde trabaja Cade está a casi media hora a pie desde la terminal: es un edificio en ruinas situado enfrente de una gigantesca estatua del general Harvey. Con cierta satisfacción veo que el monumento tiene una enorme cagada de pájaro en la frente. Encuentro un portal vacío al otro lado de la calle para esperar dentro apoyada contra la entrada cubierta con tablones que tengo detrás mientras vigilo, no solo a que salga Cade, sino por si veo patrullas de la ACID y sus localizadores; artilugios como helicópteros diminutos con forma de media luna y videocámaras que envían la información directamente a la ACID. En el Exterior, si uno no se anda con cuidado, el simple hecho de salir a la calle es suficiente para que te detengan y te registren. Mierda, algunos días, basta con existir.

Las diecisiete cero cero horas llegan en un santiamén y se pasan volando. La gente empieza a salir de la planta, pero no hay ni rastro de Cade. Espero un poco más y miro la enorme pantalla de noticias de las fachadas laterales de los edificios, que emiten advertencias públicas de la ACID entre las noticias, mayormente, sobre Max Fisher y yo. La cara de la Agente Robot me observa desde arriba cuando aparece en las pantallas, a intervalos distintos, para leer las noticias. Cuando me aburro de mirarla, me fijo en los desperdicios que la gente ha tirado a las papeleras aspiradoras y no ha logrado meter dentro; la bandada de palomas sarnosas posada sobre la estatua del general Harvey; el banco de anticuados PCR —puntos públicos de conexión a la redkom—, bajo una cubierta de cristal que hay cerca, todos hechos añicos, menos uno; en las chicas no mucho mayores que yo que van pasando como pueden con bebés llorones o niños pequeños hiperactivos, con el rostro arrugado prematuramente por el agotamiento y la desesperación.

Se me ocurre que, si hubiera sido emparejada de verdad, ya podría tener un niño a estas alturas.

El flujo de gente que abandona la planta pasa a ser un goteo, y sigo sin ver a Cade. Pregunto a una chica que sale si sabe dónde está.

—Creo que no lo conozco, lo siento —dice.

Me planteo entrar para intentar dar con el supervisor, pero ¿y si se ha ausentado sin permiso? La ACID ya podría estar investigando. Si me presento diciendo que no sé dónde está, querrán hablar conmigo sobre el tema. Y, si se supone que está en otro lugar, ¿no debería yo, como su compañera vital, saber dónde se encuentra?

«Acéptalo —me digo—. No está aquí. Tendrás que volver a intentarlo mañana.» Enderezo los hombros con mala cara y emprendo el largo camino de vuelta hasta la terminal del tranvía.

Cuando llevo recorridos unos cien metros, me doy cuenta de que me he perdido. Paso junto a una mujer mayor que lleva una bolsa de la compra vacía colgando del brazo.

—Disculpe —digo.

Se detiene y me echa un vistazo. Está tan encorvada que su coronilla me queda a la altura de los hombros.

—¿Sabe cómo puedo volver a la terminal para coger el tranvía de la zona Q? —le pregunto.

—Sigue recto en dirección al antiguo ayuntamiento —dice, y señala un alto edificio de ladrillo que está a unas calles de distancia. Incluso desde donde nos encontramos, resulta evidente que está abandonado y en ruinas, en el tejado tiene una torre con un reloj comido por el óxido, con las manecillas congeladas en las 15.00 horas.

—Gracias —contesté.

Estoy a punto de empezar a caminar cuando de pronto me tira de la manga.

—¿Has visto si había colas para entrar en las tiendas de la zona de donde vienes? —me pregunta.

Sacudo la cabeza.

—Lo siento, no. No venía de allí.

Suspira.

—Supongo que sí habrá, aunque lo mejor será que vaya a mirarlo yo misma. —Entonces, de pronto, me hace una señal para que me acerque más a ella—. ¿Sabes?, antes no era así —susurra—. Eres demasiado joven para notar la diferencia, cariño, pero antes de la crisis la gente tenía voz y voto a la hora de escoger a quién dirigía este país. No había que hacer cola para entrar en las tiendas, y no había agentes de la ACID apuntando con sus armas para asegurarse de que no te quejas por ello.

«La crisis.» Habla de hace ya cincuenta y tres años, cuando, después de décadas de una larga recesión global, la RIGB quedó en bancarrota y fue expulsada de Europa; el gobierno se desmoronó. La ACID, que en aquella época no era más que un cuerpo policial, se hizo con el poder y ha gobernado el país desde entonces. Me acuerdo de que me lo enseñaron en el colegio. Allí nos contaron lo corrupto y ocioso que había sido el antiguo gobierno; que, para empezar, fue su incompetencia la que favoreció que estallara la crisis, y que, de no haber sido por la ACID, la RIGB se habría sumido en el más completo desastre. No fue hasta tener mis conversaciones con Dylan cuando empecé a pensar en lo que no estaban contándonos los de la ACID sobre nuestra vida anterior al momento en que ellos subieron al poder. Entonces empecé a verlo todo desde un prisma diferente: el mismo prisma desde el que, al parecer, lo ve esta mujer.

Los ojos de la señora hierven de rabia cuando me alejo de forma involuntaria de ella, buscando, mecánicamente, agentes de la ACID que puedan estar cerca de nosotras.

—Oh, soy demasiado vieja para meterme en líos —masculla la mujer—. Pero supongo que para vosotros los jóvenes es diferente.

Se aleja arrastrando los pies, deshaciendo el camino por el que venía. «Si al menos hubiera sabido en el lío que me estaba metiendo», pienso mientras la miro alejarse. Sin duda alguna, tiene toda la razón al decir que no me interesa meterme en más problemas.

Sin dejar de perder de vista el reloj de la torre, encuentro el camino de regreso a la terminal del tranvía. No tarda en llegar uno que se dirige a la zona M, con su morro en forma de proyectil y un incongruente aspecto acicalado y pulcro en medio de la mugre y la miseria que lo rodean. Me subo y paso la tarjeta por el lector de kredz, a la espera de que las puertas de cristal que llevan del vestíbulo al compartimento se abran con un susurro. Cuando el tranvía empieza a tomar velocidad, me agarro a una correa que cuelga del techo, cerca de las puertas, y me pregunto, con creciente desesperación, qué voy a hacer si (no, asúmelo, Jenna, «cuando») la señora Holloway se dé cuenta de que Cade ya no está. Supongo que podría decir que ha tenido una urgencia familiar o algo parecido, pero con los contactos que tiene ella en la ACID, puede comprobar esa clase de información.

Me bajo del tranvía y paso la tarjeta para contabilizar el número correcto de kredz que ha costado mi viaje. Decido caminar por la orilla del río hasta Anderson Court. Cuando estoy a punto de doblar la esquina para entrar en la pista, veo algo con el rabillo del ojo. Un destello de color verde chillón. Me detengo y me vuelvo. No tengo nada detrás, solo un callejón desierto.

Sin embargo, en cuanto vuelvo a caminar, me parece oír unas pisadas. Echo un vistazo a mi alrededor a toda prisa. Nada. Camino un poco más. Me giro de nuevo y, esta vez, logro ver una sombra que desaparece por otro callejón.

«Podría ser cualquier cosa», pienso. Un niño, un gato, un perro callejero… Pero empiezo a sentirme muy intranquila, se me pone la piel de gallina; en la cárcel, mi sexto sentido me salvó la vida cientos de veces. Solo por no estar en prisión no quiere decir que sea buena idea ignorarlo.

Hay un muro que sobresale de la fachada de un edificio que tengo a la izquierda, está tapando una hilera de trampillas de reciclaje. Me oculto tras él y espero, mirando a hurtadillas por la esquina de la entrada al callejón. Pasan varios minutos. Entonces aparece alguien. Un chico con una sucia sudadera verde, con la capucha puesta, y unos vaqueros rotos.

Se queda mirando a su alrededor, quieto, en el extremo de la calle. Aunque la parte superior de la cara queda oculta bajo la capucha, le veo la boca, que tiene el gesto torcido. No cabe duda de que está preguntándose dónde me he metido.

Echa a andar hacia el lugar donde estoy escondida. Mi primer impulso es saltar y enfrentarme a él, pero, en cuanto se acerca, me oculto entre las sombras para que no me vea. Si monto un numerito podría provocar que alguien contactase con la ACID y, en cuanto me detuvieran, lo único que tendrían que hacer sería practicarme un análisis de sangre, y volvería a la cárcel.

Espero hasta que el Chico de la Capucha está a unos diez metros de distancia, luego salgo a escondidas y lo sigo con sigilo. Se detiene, y me oculto de nuevo entre las sombras.

Cuando vuelvo a salir, ha desaparecido.

Camino poco a poco, intentando imaginar adónde ha ido. Pero no está por ningún lado. Al final llego a la pista y empiezo a recorrerla; en el puente del tranvía, NAR ha dejado un nuevo graffiti luminoso con letras de color naranja fluorescente, casi demasiado brillantes como para poder mirarlas. Lo miro con el entrecejo fruncido, ¿qué es eso?, pero no tardo en volver a pensar en Cade. El sonido de mis incómodos pasos hace eco en el muro de enfrente, y me meto las manos en los bolsillos. A lo mejor puedo ir a la zona Q el domingo y averiguar si alguien lo ha visto. Pero ¿por dónde podría empezar? Cuanto más cerca estás de la periferia de Londres, más grande es la zona del Exterior.

Entonces los oigo.

Los pasos.

Me detengo. También se detienen los pasos. Miro detrás de mí, pero profundas sombras se proyectan sobre el camino y la turbulenta superficie del agua, y está todo tan oscuro que no puedo ver nada.

—Quienquiera que seas, no te tengo miedo —digo, y me vuelvo de golpe—. Sal y da la cara si tienes agallas.

Me cruzo de brazos y me quedo esperando.

—Lo digo en serio —espeto. Una sensación conocida empieza a recorrerme el cuerpo: la adrenalina va convirtiéndose en rabia, rabia pura, aguda y fría.

Nada.

Me cubro el cuerpo con los brazos cruzados y me vuelvo. Estoy a media hora de casa. Sea quien sea puede tirarse al río.

Apenas he dado dos pasos cuando alguien sale corriendo tras de mí. Se me echa encima con todas sus fuerzas, me agarra por la cintura e intenta retenerme pegándome los brazos a los costados.

—¡Dame tu tarjeta de ciudadanía! ¡Y tu kom! —me grita un hombre, y me echa su aliento caliente y apestoso en la cara—. ¡Tengo un cuchillo!