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Zona M, Londres Exterior

17 de mayo de 2113

En cuanto entro en el piso, veo que la ropa sucia sigue en un montón delante de la lavadora, y los platos apilados en la pila, situada en la hornacina que pasa por la cocina. Cade está tirado en el sofá, rodeado de más desorden, que al parecer le resulta indiferente, mientras come un bocadillo y mira la pantalla de noticias.

—¡Por el amor de Dios! —espeto, mientras cuelgo el bolso y la chaqueta en el gancho de la puerta, antes de entrar pisando con fuerza en la cocina para meter la ropa en la lavadora.

—¿Qué? —pregunta Cade.

—Llegas del trabajo una hora antes que yo. ¿Es que no podrías… ya sabes? —Hago un gesto con la mano para señalar el desorden.

—Estoy cansado —dice Cade, sin apartar la mirada de la pantalla de noticias.

Se ve a una agente de la ACID, la subcomandante Healey, leyendo un informe sobre criminalidad y compañeros vitales con tono entrecortado. Nunca la he visto en la vida real, pero sale en la pantalla prácticamente a diario, incluso más que el general Harvey. Tiene la piel blanca y tersa, y su brillante pelo negro, peinado con una perfecta melena lisa, parece estático. Me pregunto si es un robot.

—Las estadísticas demuestran que el programa de compañeros vitales de la ACID ha reducido problemas como el vertido de basuras, el vandalismo y las pintadas prácticamente hasta su desaparición. Ha sido nuestro mayor logro —dice en ese momento. Pongo los ojos en blanco. Está claro que lleva un tiempo sin visitar Londres Exterior.

—¿Y bien? —le pregunto a Cade, aunque él sigue mirando la pantalla. No quiero volver a discutir con él, otra vez no, pero yo también estoy cansada, y me he pasado el día aguantando a mi supervisor, que ha estado metiéndose conmigo por haberla fastidiado con una pieza muy pequeña de un pedido. Estallo de rabia—. ¡Eres un cerdo! —le suelto.

—¡Y tú eres una vaca estirada! —me suelta él.

Una ira renovada me reconcome por dentro. Si las paredes de este piso no fueran tan delgadas, empezaría a insultarlo a gritos, pero como sí lo son, estamos obligados a discutir en susurros. La señora Holloway ya ha denunciado a una pareja esta semana a la ACID por pelearse, y vinieron a llevárselos en plena noche. No quiero que nosotros seamos los siguientes.

—Lo único que te he pedido —le digo con los dientes apretados— es que metieras la ropa en la lavadora si llegabas primero de trabajar y que luego recogieras toda la mierda que hay en el salón. Estoy harta de tropezarme con ella, y no entiendo por qué tengo que limpiarlo todo yo. ¿Es que acaso es mucho pedir?

—Solo sabes ponerte como una fiera y meterte conmigo —replica él—. Yo también he estado trabajando todo el día, ¿sabes?

Me mira con el entrecejo arrugado. Yo le devuelvo la mirada. Ya llevamos un mes fingiendo ser compañeros vitales y, cada vez que pienso que vamos a estar juntos durante sabe Dios cuántos años (dependerá de lo que tenga pensado esa persona para la que trabajan Mel y Jon), me entran ganas de gritar de desesperación. Estoy segura de que él siente exactamente lo mismo por mí.

Abro la boca para volver a echarle la bronca. Pero me contengo e inspiro con fuerza.

—¡A la mierda! —exclamo—. Me voy a correr.

Entro en la habitación, busco mis zapatillas de deporte y mis pantalones de chándal, que le rogué a Mel que me consiguiera unos días después de que Cade y yo nos trasladásemos a este lugar. No hay gimnasios en el Exterior, y la cuota de los centros del Medio es muy cara para lo que gano, además, yendo hasta allí, correría el riesgo de que la ACID me detuviera para interrogarme. Tanto las zapatillas como la ropa son de segunda mano —algo nuevo llamaría mucho la atención en este sitio—, pero son cómodas, y eso es lo único que me importa. El ejercicio es una costumbre que adquirí en la cárcel que no pienso abandonar.

Tras atarme las zapatillas, compruebo que todavía llevo la tarjeta de ciudadanía en el bolsillo del pantalón, me pongo la chaqueta, me subo la cremallera, y salgo disparada del piso con el mayor sigilo posible.

Fuera está empezando a llover. El cielo gris socava mi energía casi al instante, así que decido ir al trote, y me dirijo cuesta abajo hacia la pista que hay en la parte trasera de Anderson, que recorre la orilla del río. No se ve a nadie por aquí, la mayoría de la gente evita pasar por este camino incluso de día, pues ya ha habido tres atracos en lo que llevamos de mes, dos de ellos contra personas de mi edificio. De todas formas, ocurrieron antes del toque de queda. No es que uno se entere precisamente mirando las pantallas de noticias, en las que la Agente Robot y sus clones están constantemente cantando alabanzas sobre las cifras de delitos en descenso, sin precedentes, y hablando de cómo Londres es la ciudad más segura de toda la RIGB. Sin embargo, la ACID afirma que he matado a Alex Fisher, así que, ¡a saber cuántas otras «noticias» se habrán inventado! De todas formas, estoy de un humor que no me importaría nada toparme con un asaltador. Podría descargar toda mi frustración partiéndole las piernas y tirándolo al río.

Empiezo a caminar lentamente, sintiéndome cada vez más furiosa por la actitud de Cade, cuando un tranvía pasa a toda velocidad por el puente del otro lado. Es un borrón de ventanas iluminadas, prácticamente silencioso a pesar de su velocidad. Hay basura por todas partes, la mayoría procedente de una papelera aspiradora que hay a unos metros; en lugar de aspirar la basura que la gente echa dentro para conducirla hasta el sistema de reciclaje subterráneo, no para de escupirla como un viejo tirando flemas. Toda la zona está dominada por bloques de pisos, con las fachadas de cemento manchadas y agrietadas y las mugrientas ventanas como ojos semiciegos, que reflejan el apagado color plomizo del cielo. Incluso el agua del río parece contaminada y putrefacta, con una fina capa de aceite flotando en la superficie. No podría ser más distinto de mi antiguo barrio del Alto, con sus elegantes edificios de piedra y sus calles amplias y limpias.

Cuando el camino empieza a serpentear por debajo de otro puente, veo un pequeño graffiti luminoso en los ladrillos que tengo encima, son unas letras puntiagudas, negras y rosa, que dicen: NAR. «¿Quién será?», me pregunto. Busco el proyector que la emite, pero debe de estar oculto tras uno de los descuidados arbustos que crecen en la orilla junto al camino. Pierdo el interés, me levanto el cuello de la sudadera y encorvo los hombros. Andar por aquí abajo no está animándome mucho, y empieza a llover con más fuerza.

A regañadientes, regreso al piso y llamo a la puerta mientras paso la tarjeta de ciudadanía por el cerrojo con escáner para advertir a Cade de que he vuelto. No responde y, en cuanto cruzo la puerta, lo oigo dando golpetazos en la habitación. Está sacando ropa del maltrecho armario —los dos tenemos cosas dentro, aunque él duerme en el sofá— y está metiéndola con brusquedad en una bolsa.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunto.

—Hago la maleta —contesta sin volverse para mirarme.

—¿Por qué?

—Me voy.

—¿Que te vas? ¿Dónde?

—A casa de mi primo. Conoce mi situación.

—¿Tu situación? ¿Te refieres a lo que hay entre tú y yo?

—Sí. Conseguirá que los de la ACID no me echen el guante.

—¿Él también vive en el Exterior?

Cade asiente en silencio y va tirando más ropa a la bolsa.

—Nos criamos juntos —responde con tono cortante.

Entonces, ¿Cade siempre ha sido del Exterior? Me pregunto qué narices le habrá contado a ese primo suyo. Debe de confiar en él, claro está.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —pregunto pensando en la señora Holloway.

—Ni idea —responde—. A lo mejor dejo Londres para siempre.

—¿Que dejas Londres?

—Sí. Ahí fuera hay todo un país, por si no te habías dado cuenta.

«Eso ya lo sé —quiero soltarle—. Y apuesto a que he visto más de él de lo que tú verás jamás.» Pero me callo justo a tiempo. Puede que Jenna Strong y su familia hayan ido de vacaciones a mansiones rurales de lujo cedidas por la ACID, en lugares como las Highlands escocesas o el norte de Gales, pero Mia Richardson no ha salido de Londres en su vida. Ningún habitante del Exterior podría permitirse jamás un lujo de ese tipo.

—Pero ¿dónde vas a…? —empiezo a preguntar.

Cade me corta con una risilla nada graciosa.

—Mia, ¿quieres dejar de hacerme todas esas preguntas? Me marcho. Para siempre.

—Pero ¡no puedes! —exclamo—. Se supone que eres mi compañero vital.

—Me tomas el pelo, ¿no? —dice, y se vuelve de golpe para mirarme—. Somos los compañeros menos convincentes de la historia; ni siquiera me dejas cogerte de la mano en público. Ya sé que el jefe de Mel y Jon me paga por esto, pero nadie va a creerse que somos reales si sigues comportándote de manera tan cortante conmigo todo el tiempo.

—¿Y por qué no pides a Mel y a Jon que te busquen a otra persona? —pregunto, y pienso: «¿Que te están pagando?», no tenía ni idea. ¿Cuánto? ¿Y por qué no me pagan a mí por aguantarlo?

—Eso es exactamente lo que voy a hacer, en cuanto me largue de aquí. —Se vuelve hacia la bolsa que tiene sobre la cama y tira de la cremallera para cerrarla.

Pienso en como, antes de empezar a cuestionármelo todo, mis amigas y yo solíamos devorar eFics en mi kom. Entonces miraba a los pocos chicos que había en mi academia e imaginaba ser la compañera vital del más guapo, o del que tenía la sonrisa más amable.

Supongo que la realidad es bastante distinta, sobre todo cuando tu compañero vital es falso.

Se cuelga la bolsa del hombro.

—Nos vemos por ahí —dice, y pasa por mi lado en dirección a la puerta.

—¿Qué pasa con la señora Holloway? —pregunto.

Una vocecilla me grita mentalmente que lo detenga; conozco movimientos que lo podrían dejar tumbado en el suelo boca arriba antes de que pudiera dar un paso más, pero ¿qué se supone que debo hacer? ¿Encadenarlo a la pared?

—Ya se te ocurrirá algo —contesta abriendo la puerta de golpe.

Me quedo mirando como se cierra tras él. Esto no puede estar ocurriendo. Si la señora Holloway lo ve marcharse…

La pantalla de noticias, que parpadea como loca en un rincón —hay que dar unos golpes al maldito trasto para que funcione la mayoría de los días—, todavía está reluciendo. Me acerco para apagarla y veo que la Agente Robot está en pantalla.

—Subcomandante Healey, ¿tiene alguna actualización sobre el paradero de la asesina fugitiva Jenna Strong? —le pregunta un hombre ataviado con un barato traje gris que empuña un micrófono, y me doy cuenta de que no se trata del parte de antes, sino de una entrevista en directo.

La subcomandante Healey asiente con la cabeza.

—Creemos que está en Edimburgo —declara—. Nuestro sistema de seguimiento la ha localizado en…

Resoplo y quito el sonido. Al menos, si la ACID cree que estoy en Escocia, no me buscarán por aquí. Me dejo caer en el sofá y me pongo a pensar en qué hacer con lo de Cade. Entonces alguien llama a la puerta y dice en voz baja:

—¡Cucú!

«Buf.» Pero no puedo ignorarla; se quedará esperando a que me vaya.

—Señora Holloway —saludo forzando una sonrisa cuando abro la puerta.

—Ya te he dicho más de cien veces, querida, que me llames Lynda —repone con tono agudo.

Se ha cortado el pelo desde la última vez que la vi; se ha puesto un cuenco en la cabeza y se ha recortado los bordes, por lo que parece. Y, o bien tiene un armario lleno de chaquetas de punto tejidas con lana de color brezo y llenas de pelotillas, o no se quita nunca la que lleva puesta. Al ver los restos de comida que todavía tiene en el busto, puedo imaginar cuál es la respuesta.

—¿Era a Cade a quien acabo de ver entrando al ascensor? —pregunta mirando con su mirada miope a través de los sucios cristales de sus gafas.

—Lo han llamado para cubrir un turno de emergencia en la planta de alimentación —respondo a toda prisa.

—Ah. Creía que lo había visto llevando una bolsa…

—Era ropa. No ha tenido tiempo de cambiarse después del último turno.

—Entiendo. —La señora Holloway, me niego a llamarla Lynda, asiente con gesto tan enérgico que le tiembla la papada—. De todas formas, Mia, querida, he venido para preguntarte si Cade y tú estaríais interesados en asistir a uno de mis talleres a final de mes. He colgado la información en la redkom; ya conoces la clave de invitado…

—¡Ah, sí, vale, genial! —le digo con forzado entusiasmo.

La señora Holloway, que vive dos pisos más abajo, accedió noblemente a quedarse en Anderson Court como embajadora de los compañeros vitales, aunque estaba destinada a trasladarse a una casa cuando tuvo su primer hijo —un mocoso que cree que lo más divertido del mundo es esconderse en el vestíbulo y salir gritando cuando uno pasa por allí—, y es presidenta del Comité de Jóvenes Compañeros Vitales de Anderson Court. Entre otras cosas, se encarga de los talleres sobre cómo ser un buen compañero vital. Cade y yo fuimos a uno poco después de mudarnos aquí, y lo único en lo que hemos coincidido en todo este tiempo es en que fue horrible.

—Haremos todo lo posible para ir —añado, y finjo una nueva sonrisa. Me toco la oreja como si hubiera oído ponerse en marcha mi kom—. Lo siento mucho, señora Holloway, pero alguien intenta contactar conmigo. Creo que es Cade. No le importa, ¿verdad?

Cierro la puerta y me retiro a mi piso.

«Cade, ¡no puedes hacerme esto!», pienso mientras miro por la ventana del comedor hacia la calle. Sin un compañero vital, aunque sea falso, voy a cantar más que un habitante del Exterior en una fiesta del Alto. Y solo hace falta que la señora Holloway se dé cuenta de que Cade no está para que me delate a los de la ACID antes de poder decir: «Estás jodida».

Me alejo de la ventana y vuelvo a tirarme al sofá soltando un gruñido. Hay algo seguro: Mel y Jon van a matarnos a los dos.