6

El dolor de la cadera ha disminuido hasta convertirse en una molestia constante, y la comida me ha dejado tan adormilada que la rabia pronto amaina. Me quito los zapatos con los pies y me tapo con las mantas. Ahí se está calentito, y la cama es cómoda; algo es algo, supongo. Las literas de Mileway eran duras como una piedra, y las celdas o estaban congeladas o resultaban achicharrantes, dependiendo de la época del año.

Pero, en cuanto cierro los ojos, empiezan a acecharme las preguntas. «¿Qué es este sitio? ¿Por qué estoy aquí? ¿Y por qué sigo en Londres? ¿No es el primer lugar en el que a los de la ACID se les ocurriría buscarme? ¿Y qué pasa con Alex? ¿Por qué dicen que lo he matado yo? Era la única persona que había sido amable conmigo en toda mi vida. Jamás le habría hecho daño. Jamás.»

Se me hace un nudo en el estómago. Ya es lo bastante malo haber matado a dos personas de verdad para que encima me acusen de haber acabado con la vida de alguien más. Intento respirar, mantener la calma. Pero ¿qué puede pensar una cuando está encerrada en una habitación diminuta, en un edificio desconocido, sin que nadie le dé ni una sola respuesta directa a nada de lo que se pregunta?

Le doy vueltas a todo hasta que empieza a dolerme la cabeza. Y sigo sin poder encontrar la forma de atar cabos.

Varias horas después, Mel y Jon regresan. El ruido de la puerta al abrirse me devuelve a la realidad de golpe, y me incorporo como puedo.

—¿Cómo te encuentras? —Es lo primero que me pregunta Mel.

—Bien —contesto, y cuando Jon saca el escáner de la bata para tomarme la temperatura y la tensión, le echo tal mirada que lo retira.

Mel se sienta a los pies de la cama, y Jon, en la silla.

—Hemos venido para contarte qué va a ocurrir ahora —dice Mel.

Se me para el corazón. Por fin, respuestas.

—Siempre que estés lo bastante bien, te marcharás la semana que viene —prosigue—. Vivirás en un piso del Exterior; sé que no es como vivías antes, pero hay tanta gente allí que te resultará más fácil mantenerte al margen del control de la ACID.

Me encojo de hombros. Hace dos años, la idea de vivir en un lugar como el Exterior me habría horrorizado. Sin embargo, en cierto modo, pasar veintitrés meses y medio en un lugar como Mileway altera.

—Me parece bien —respondo.

—Tendrás un trabajo —continúa—, y te hemos preparado una nueva identidad que alguien activará mañana. Jon y yo somos compañeros vitales, y vivimos en un lugar del Medio que está muy cerca de tu zona en el Exterior, así que seguiremos en contacto cuando te marches. Y te hemos conseguido esto, aunque me temo que tu acceso a la redkom será bastante limitado, porque estás en el Exterior.

Me tiende algo. Un kom. Es un objeto circular de plástico, de unos tres centímetros de ancho, que se coloca en la oreja derecha, negro y con lucecitas de color violeta parpadeantes en la botonera de la superficie externa. Se controla moviendo la cabeza y los ojos. Cuando lo cojo, recuerdo que a mi madre le gustaba bromear diciendo que el mío me lo habían insertado quirúrgicamente. Pero yo no era distinta del resto de mis amigos. Todos pasábamos horas conectados, sobre todo mi mejor amiga, Nadia, y yo, que contactábamos siempre para chatear o para jugar a algún juego. Por primera vez desde hace años, me pregunto dónde estarán mis viejos amigos y qué estarán haciendo. Ahora todos tendrán compañeros vitales, y pronto algunos de ellos recibirán la notificación de la ACID donde los autorizarán para tener un hijo. Intento imaginar a Dylan ayudando a cambiar pañales y a fregar vomitonas; Dylan, que lo convertía todo en broma, incluso el hecho de que la ACID pudiera arrestarnos a los dos por pasar tiempo juntos aunque no estuviéramos emparejados y fuéramos menores de edad.

¿O los de la ACID también lo habrán detenido y lo habrán metido en la cárcel? Él me dio la pistola; debía de tener sus huellas por todas partes.

Siento una punzada familiar de tristeza. Le estaría bien empleado si lo hubieran hecho, ¡maldita sea! Incluso ahora, me pregunto por qué narices le hice caso y accedí a llevar a cabo su plan de locos. ¿Por amor? Lo único que sé con certeza es que jamás había sentido nada igual, y tampoco he sentido nada igual desde entonces, y no tengo intención de volver a sentirlo.

—¿Jenna? —dice Mel.

Me doy cuenta de que no he estado prestando atención.

—¿Qué?

—He dicho que hay un par de cosas que debes saber. La primera y más importante es sobre las pantallas de noticias que encontrarás en tu piso.

Se refiere a las pantallas holográficas que la gente tiene en sus viviendas, que emiten de forma continuada noticias y declaraciones de la ACID. Nosotros teníamos una enorme en casa, aunque mi padre era el único que la miraba con cierta regularidad.

—Sé que en el Londres Alto no teníais que mirar la pantalla a menos que quisierais, pero se espera que los ciudadanos del Exterior tengan la suya encendida, como mínimo, cinco horas diarias; idealmente, más —me explica Mel—. Evidentemente, no tienes que estar sentada delante todo el rato, pero, siempre que estés en casa, lo mejor será que la tengas encendida. La ACID hace controles casa por casa para comprobar que la gente cumple la norma sobre las pantallas, y detiene a cualquier sospechoso de no haber visto la suya el tiempo suficiente.

Asiento en silencio, aturdida por la idea de tener que mirar las noticias de la ACID para evitar que me localicen.

—Lo segundo es que en el Exterior y en el Medio hace poco que se ha impuesto un toque de queda, aplicable por igual a todos los ciudadanos, que empieza a las veinte cero cero horas y dura hasta las cero siete cero cero de la mañana. Es absolutamente vital que no te pillen fuera del piso durante el toque de queda, o te detendrán de inmediato.

Vuelvo a asentir en silencio.

—Por último, te hemos buscado un compañero vital; no uno real, claro —añade a toda prisa cuando ve que pongo peor cara todavía—. Es otra persona a la que están ayudando los nuestros. No, me temo que no puedo decirte por qué, pero creemos que podéis llevaros bien. Tendréis que hacerlo si no queréis llamar la atención de la ACID. Lo conocerás dentro de un par de días. Y, no, él tampoco sabe quién eres en realidad. ¿Tienes alguna pregunta?

—Sí —respondo—. Me encantaría saber por qué me habéis montado una nueva vida sin razón aparente. Supongo que hay algún motivo, pero tampoco podéis contármelo, ¿no?

Me lanza una mirada de advertencia.

Suspiro y me coloco el kom en la oreja.

Me paso el resto del día navegando por la redkom, visitando sitios de noticias con el visualizador, que es la pantalla holográfica que se proyecta delante de los ojos y se ajusta de forma automática a la distancia adecuada para poder enfocar las imágenes con comodidad. Al parecer, son los únicos sitios a los que puedo acceder ahora que soy ciudadana del Exterior. Horrorizada, me doy cuenta de que lo que me ha dicho Mel sobre la acusación del asesinato de Alex no solo es cierto, sino que han puesto un elevado precio a mi cabeza. Todo el mundo va a estar buscándome, no solo los de la ACID. ¿De verdad que mi cara nueva va a ser suficiente para mantenerme a salvo?

Esa noche no logro dormir demasiado.

Dos días después, me siento mucho más fuerte. Mel me trae algo de ropa, un par de pantalones de tejido suave y una camiseta blanca ajustada, ribeteada de encaje y con un lazo en la cintura. Luego sale de la habitación para que pueda cambiarme. Me quito a toda prisa el pijama. La camiseta es del estilo de lo que solía ponerme antes de ingresar en prisión, pero ahora, después de dos años llevando el uniforme carcelario, me parece demasiado femenina. Tengo la parte superior de los brazos tan musculosa que las mangas me aprietan y, aunque llevo sujetador, ya no tengo canalillo.

—Estás preciosa —dice Mel, sonriendo, cuando la llamo para que vuelva a entrar.

Arrugo el entrecejo.

Mel sale de la habitación y regresa con una silla levitadora, que parece un asiento mullido normal y corriente, pero tiene almohadillas flotantes por debajo. Vuelvo a arrugar el entrecejo, pero ella insiste en que la use. Al sentarme, el artilugio emite un ruido sordo cuando se hinchan las almohadillas para adaptarse a mi peso y mantener la silla a unos centímetros del suelo. Mel me enseña qué botones apretar para girar a izquierda y derecha, o para que la silla avance en línea recta, y entonces me indica que la siga.

El edificio está mucho más lleno ahora: es un ir y venir constante de hombres y mujeres con batas blancas como la que lleva Jon. Por lo visto, todos conocen a Mel, y no les sorprende verme con ella. Por una puerta abierta, veo de reojo lo que parece un laboratorio, hileras de bancos de trabajo con complejos equipos dispuestos encima.

—Está bien, si este lugar no es un centro médico, ¿qué es? —pregunto a Mel.

—Un centro de investigación y prueba de alimentos —me responde.

Veo a un hombre alto con gafas de montura al aire y la cabeza afeitada. Avanza por el pasillo en nuestra dirección.

—Felix —dice Mel cuando el individuo llega hasta nosotras.

Felix, que debe de rondar la cincuentena, me mira con la barbilla levantada.

—Bueno, así que esta es la chica —le dice a Mel. Su voz es profunda y tiene un ligerísimo acento extranjero, y aunque solo lleva una camisa y unos vaqueros bajo la bata de laboratorio, desprende una autoridad innegable—. ¿Cómo lo lleva?

—Se está adaptando todo lo bien que podía esperarse —contesta Mel—. Se despertó hace solo un par de días. Ahora vamos a ver a Steve para que se encargue de su nueva identidad.

«Esto… perdón, estoy aquí delante», tengo ganas de decir. Felix asiente en silencio.

—Bien, bien. Bueno, no quiero entreteneros.

—¿Quién era ese? —pregunto cuando el hombre se marcha.

—El jefe —responde Mel.

—¿El jefe de este sitio o tu jefe?

—Ambas cosas.

—¿De verdad es un centro de investigación? —pregunto.

—Por supuesto —responde Mel. Aunque no me mira a los ojos.

«Ajá», pienso. Por fin tengo una respuesta a una de mis preguntas. Este lugar podría ser lo que Mel dice que es (el laboratorio que he visto está demasiado bien montado para ser una tapadera), pero, entre bambalinas, hay algo más. Un lugar donde personas como yo y ese falso compañero vital que voy a tener consiguen una nueva identidad de quienquiera que esté al mando; quienquiera que sea ese para el que trabajan Mel y Jon. Y esa persona, quienquiera que sea, usa este lugar como tapadera, para ocultar lo que realmente ocurre aquí.

Aunque no tengo ni idea de quién es en realidad, claro.

Mel me lleva a una pequeña sala situada junto a otro laboratorio; está llena de gente que mira a través de microscopios y transfiere datos por sus koms.

—¿Todos los que están aquí saben lo que ocurre? —le pregunto—. Me refiero a lo que estoy haciendo aquí y…

—Sí —responde ella sin mirarme.

Llama a la puerta, la abre y me indica que entre.

—Aquí la tienes, Steve —dice.

Un hombre bajito y barrigón con el pelo largo recogido en una cola, barba de chivo de color rubio ceniza y gafas, que está sentado tras una pequeña mesa de escritorio con un ordenador holográfico delante, levanta la vista mientras yo maniobro con la silla levitadora para entrar en la sala.

—Ah, Mia —contesta cuando se cierra la puerta tras de mí y apago la silla para bajar.

Me quedo mirándolo.

—¿Qué?

—Mia Richardson —dice—. Así te llamaremos a partir de ahora.

La pantalla está colocada en ángulo, y veo de reojo la palabra libre y el dibujo de una mariposa. Steve me ve mirándolo y golpea la pantalla para que la imagen desaparezca.

—Toma asiento, así podremos ponernos con lo nuestro —dice con tranquilidad, y se acomoda la montura de las gafas.

Obedezco, más perpleja que nunca.