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A los pocos metros tengo que reducir la marcha. Vuelvo a estar mareada de verdad, me tiemblan las piernas y las noto débiles, y el dolor de la cadera se ha intensificado, lo que me hace apretar los dientes. Me presiono un costado. No tengo ni idea de dónde estoy; todos los pasillos de este edificio son iguales, sus paredes blancas grisáceas están llenas de puertas. Me siento como si estuviera en un laberinto gigantesco en blanco y negro.

Doblo una esquina y veo una ventana con una persiana de varillas metálicas echada. Me acerco renqueante y separo dos de las varillas para poder ver lo que hay fuera. O está amaneciendo o anocheciendo, no estoy segura. Estoy en lo alto, y toda la ciudad se extiende hasta el horizonte; las luces titilan. Las pantallas de noticias parpadean en las fachadas laterales de los edificios, y en ellas se ve el rostro de mandíbula angulosa y frente prominente del general Harvey, el jefe de la ACID, presidente de la RIGB y mi padrino en el pasado, mientras pronuncia algún discurso.

¿Qué ciudad?

Luego, a unos dos o tres kilómetros de distancia, veo la negra aguja de la torre de control de la ACID con su bulbosa sala de comunicaciones en la parte superior, rodeada por unas tenues luces azules que parecen atraer la oscuridad más que mitigarla. Más allá, un enorme muro se extiende desde la línea del horizonte con más luces azules parpadeantes, que se encienden y se apagan a lo largo de toda la muralla. La Valla.

Eso quiere decir que todavía estoy en Londres. En Londres Medio, por lo que parece. La Valla fue levantada por la ACID hace siete años para separar el Medio del Exterior; se trata de un muro de acero de doce metros de alto que está ardiendo en verano y congelado en invierno. La única forma de atravesarlo, a menos que te subas a un roto, es viajar en el tranvía de levitación magnética. Recuerdo el día en que volábamos para la ceremonia de inauguración con mis padres; le pregunté a mi padre: «¿Para qué hacen esto, papá? ¿Por qué quieren complicar más a la gente el poder pasar por aquí?», y mi madre me hizo callar, aunque, aparte del piloto, no había nadie más allí que hubiera ido a recogernos por encargo de la ACID.

«Pero, mamá —insistí, mirando a mi madre, que se había vuelto para echar un vistazo por la ventana, con expresión pensativa—, ¿por qué?»

Mi padre se volvió hacia mí con cara de enfado y me susurró: «Jenna, ¡cállate ya!». Luego se recostó en su asiento, con la expresión tensa, y me tuvo agarrada con tanta fuerza por el brazo durante la ceremonia que, al día siguiente, tenía moratones.

Al cabo de unos meses, nos invitaron a otra inauguración, esta vez fue la de una barrera invisible de rayos láser entre el Londres Medio y el Alto.

La culpa y la tristeza me corroen cuando recuerdo la mirada de mi madre. ¿Por qué todo me recuerda todavía a mis padres?

Observo como un roto levanta el vuelo desde lo alto de una torre y va avanzando lentamente hacia las afueras de la ciudad. Sin duda alguna está amaneciendo. Tal vez debería quedarme en el edificio, buscar algún lugar en el que esconderme y esperar a que anochezca antes de escapar. Habrá más gente por aquí durante el día.

Y más agentes de la ACID.

—¡Jenna!

Suelto las varillas de la persiana. Estas vuelven a juntarse produciendo un sonido metálico. Jon viene corriendo por el pasillo en mi dirección, con mala cara. Me alejo de la ventana y me doy la vuelta para echar a correr, pero otra oleada de mareo me asalta, lo que me hace ver las paredes y el suelo moverse en zigzag y me entran náuseas.

Jon corre hacia mí y me agarra justo antes de que me desplome.

—¿En qué diantre estabas pensando? —pregunta, me endereza y me rodea por la cintura con un brazo para sostenerme—. Ahora mismo vas a volver a tu habitación.

«Volver a tu habitación.» Como si fuera una niña traviesa. Pero me siento demasiado mareada y tengo demasiadas náuseas para protestar. Bullendo de rabia por dentro, dejo que me lleve de regreso al cuarto.

Mel está sentada en la silla que hay junto a la cama. No dice nada mientras me tumbo y me recuesto sobre la almohada. Cierro los ojos y empiezo a inspirar y espirar por la nariz con dificultad. Poco a poco, la sensación de mareo se pasa, aunque todavía me duele muchísimo la cadera.

—Jenna, de ninguna manera puedes hacer cosas como esta, ¿entendido? —me bufa Mel cuando vuelvo a abrir los ojos—. Estás aquí por tu propia seguridad. Para protegerte de la ACID. ¿Te das cuenta de que el general Harvey en persona dirige la operación para encontrarte? —Parece casi tan enfadada como Jon.

¿Él está dirigiendo la investigación? Me siento impactada, pero recupero rápidamente la compostura.

—¿Por qué iba a quedarme quieta si no me contáis nada? Me habéis drogado, me habéis sacado de la cárcel, y ahora tengo pelo, por el amor de Dios, ¡y no queréis explicarme nada!

—No podemos —exclama Mel—. ¿No lo entiendes? Los de la ACID están ahí fuera ahora mismo peinando todo el país en tu busca. Y te han culpado del asesinato de Alex: dicen que lo habías capturado como rehén y que lo empujaste desde la azotea.

Me quedo mirándola.

—¿Qué?

—Estamos haciendo todo cuanto está en nuestra mano para mantenerte a salvo —continúa Mel—, pero si te atrapan, y eso sería terrible, lo primero que harán es intentar descubrir quién te ha ayudado. Así que si no sabes…

—No podré contárselo —termino la frase con seriedad.

—Exacto.

—Genial. —Levanto la vista al techo, y suelto un suspiro—. ¿Al menos podéis darme un espejo?

Veo que Jon y Mel intercambian una mirada. Entonces Jon se encoge de hombros.

—Te traeré uno —dice—. Mientras tanto, ¿podrías comer y beber algo, Jenna?

Un momento antes de irse, Mel me pasa la bandeja. El plato tapado contiene sopa de verduras, está tan rica que, después de las primeras cucharadas, se me despierta el apetito y sigo comiendo hasta que empiezo a raspar el fondo del cuenco. Soy incapaz de recordar cuándo fue la última vez que comí algo que tuviera sabor a comida de verdad. Me como todas las galletas saladas y luego me bebo el líquido del vaso, que resulta ser zumo de naranja. Está dulce, sabroso y fresco.

—¿Mejor? —me pregunta Mel, y sonríe mientras retira la bandeja.

—Hummm… —Mucho mejor en realidad, pero preferiría pegarme un tiro en la cadera que tengo herida con una pistola de rayos láser antes que reconocerlo.

Unos minutos después, Jon regresa con un espejo de mano grande. Casi se lo arrebato de golpe, pero cierro bien los ojos antes de ponérmelo delante de la cara.

Abro un ojo. Luego abro el otro.

Olvido por completo el dolor de la cadera.

El rostro que me devuelve la mirada tiene los ojos castaños en lugar de grises. La nariz es más pequeña, la barbilla más redonda. Las cejas situadas justo debajo del poblado flequillo de pelo castaño son más oscuras y gruesas, y los pómulos son más salientes. Y todas mis cicatrices, la heridas de guerra que acumulé en prisión, han desaparecido. Tengo la piel tersa como cuando era pequeña.

Soy prácticamente guapa, ¡por el amor de Dios!

Me pellizco la barbilla y los pómulos, vuelvo la cabeza a derecha e izquierda, buscando la prueba de alguna operación quirúrgica. No encuentro nada. Me siento aturdida, vacía, por la impresión.

—Hemos hecho que los mejores cirujanos del país te transformen —dice Jon, y su voz denota que está orgulloso—. Los iris que te han implantado no solo son de otro color, sino que también se ha alterado su forma, para que los de la ACID no te puedan localizar con sus escáneres oculares.

—Y llevas unos nanochips en las palmas y en los dedos de las manos, y en los dedos y plantas de los pies —añade Mel—. Darán resultados falsos incluso en los lectores de huellas dactilares más avanzados.

Me llevo una mano a la nuca.

—¿Y mi…?

—Eso también ha desaparecido —contesta Jon—. Lo siento. Pero no te habría ayudado mucho para pasar desapercibida.

—¿Pasar desapercibida? ¿Dónde? —pregunto.

Se miran entre sí. Entonces Jon dice:

—Volveremos contigo dentro de un rato, Jenna, ¿vale? No —me interrumpe con firmeza cuando voy a protestar—. Ahora tienes que descansar. Te necesitamos con todas tus fuerzas lo antes posible. Vas a tener que aguantar mucho durante los próximos días.

«¿Aguantar el qué?», quiero gritarle mientras se dirige hacia la puerta dándome la espalda. Mel recoge la bandeja y lo sigue.

Lo único que puedo hacer es quedarme mirando la puerta cuando se cierra tras ellos y vuelven a dejarme encerrada.