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13 de abril de 2113

En algún lugar de Londres

—¿Jenna? ¿Me oyes? Tienes que despertar.

Es una voz de mujer. Pero no hay ninguna guardiana en nuestra torre. ¿Todavía estoy en la enfermería? A lo mejor he empeorado, y han tenido que traer a otro médico.

—Jenna.

La voz es amable, aunque firme. A regañadientes, abro los ojos.

No estoy en mi celda. Tampoco estoy en la enfermería. Me encuentro tumbada en una cama, en una sala sin ventanas, que jamás he visto antes. Llevo un pijama de dos piezas de color celeste, tengo una manta remetida por debajo de las piernas y la cintura. Vuelvo a tener el brazo conectado a un gotero, e inhalo aire frío por una mascarilla que me tapa la boca y la nariz. La habitación está iluminada por haces de luz que blanquean las paredes y el techo con un destello cegador.

Miro el gotero del brazo y recuerdo todo de golpe, como si me hubieran dado un puñetazo: Baboso, mi desmayo, el doctor Fisher intentando sedarme y subiéndome a la azotea, el agente de la ACID apareciendo entre las sombras por detrás de nosotros…

Me incorporo con un grito ahogado, me arranco la mascarilla de la cara y hago una mueca de dolor cuando siento una punzada en la cadera. Estoy a punto de tirar del gotero del brazo cuando alguien me pone la mano en el brazo.

—Jenna, no tengas miedo. Estás bastante segura.

Es la misma voz que he oído antes. Vuelvo la cabeza y veo a una mujer sentada en una silla junto a la cama. Es bajita, regordeta, una masa de cabello castaño y ondulado cae en cascada sobre sus hombros y lo lleva peinado con dos horquillas de plata para que la cara le quede despejada. Se recoloca la montura dorada de sus gafas redondas y me sonríe.

—Soy Mel Morrow.

—¿Dónde estoy? —pregunto.

—Me temo que no puedo decírtelo. Pero, como ya te he dicho, estás bastante segura. Los de la ACID no te encontrarán aquí. —Me da un golpecito en el brazo. Entonces oigo unos pasos del otro lado de la puerta—. ¡Ah! —dice Mel—. Aquí está Jon.

Al cabo de un instante, un hombre de negro, alto y delgado, que lleva una especie de batín de médico, entra en la habitación. Él también me sonríe.

—¡Ah, bien! —exclama—, ya estás de nuevo con nosotros. ¿Sabes que llevas un día entero inconsciente?

Lo miro con los ojos entrecerrados. ¿Quién demonios es toda esta gente? ¿Y por qué son tan amables conmigo?

—¿Estamos en un centro médico? —pregunto.

—No —contesta Mel mientras Jon se acerca a la cama. Cuando él intenta echar un vistazo a la aguja que tengo clavada en la cara interior del codo, retiro el brazo de golpe.

—No pasa nada —me asegura—. Soy médico. —Sigo mirándolo fijamente—. Por favor, solo quiero echarle un vistazo.

Levanto el brazo de mala gana.

—¿Te parece bien que te tome la temperatura, la tensión y las pulsaciones? —me pregunta al tiempo que levanta un pequeño escáner—. Has tenido una reacción bastante fuerte a los medicamentos que te han suministrado.

—¿Se refiere a los sedantes? —pregunto.

—No, me refiero a los medicamentos que Alex Fisher consiguió chantajeando a un guardia para dártelos a ti —responde Jon mientras me pasa el escáner por la garganta para medirme el pulso, lo pone sobre la cara interior del brazo para tomarme la tensión y lo presiona sobre el lóbulo de la oreja hasta que pita, para comprobar mi temperatura.

Me quedo mirándolo.

—¿Que el doctor Fisher hizo qué?

—Teníamos que sacarte de allí —explica Jon, y vuelve a meterse el escáner en el bolsillo de la bata—. Debíamos fingir que te habías puesto enferma para poder subirte a la enfermería, y así tenerte lista para partir en cuanto empezara el motín.

—¿Eso… eso también estaba preparado? —pregunto, y mi propia voz me suena lejana y hueca.

Mel asiente en silencio.

—Sí. Alex lo arregló todo para que echaran algo en la comida.

Por eso el estofado olía tan mal.

—Pero el doctor Fisher… —digo—. Está…

Y, por primera vez, me doy cuenta de lo ocurrido. El doctor Fisher ha muerto. Por mí. Para salvarme la vida.

¿Por qué habrá hecho algo así? ¿Por qué iba a hacerlo nadie por mí?

—Sí —responde Mel con gesto serio—. Se suponía que los de la ACID no llegarían tan pronto.

Me miro las manos, encima de la manta que me tapa. Me tiemblan.

—No es culpa tuya —prosigue Mel—. Alex sabía el riesgo que corría. Todos los sabíamos.

—Pero ¿por qué? —pregunto, y vuelvo a mirarla a la cara—. Se supone que tengo que estar en la cárcel. Maté a mis…

—Lo siento —interviene Jon, y me interrumpe—. De momento no podemos contarte nada más.

—¡Tenéis que hacerlo! —exijo—. ¡No podéis contarme algo así y esperar que no pregunte por qué!

Esta vez es Mel la que me interrumpe.

—Lo único que importa ahora es que tienes que recuperarte —dice antes de que pueda hacerle más preguntas—. Tendrás que pasar por muchas cosas estos días; es importante que recuperes fuerzas. Intenta dormir un poco más, y uno de nosotros volverá dentro de un par de horas para traerte comida.

Se levanta, y Jon y ella se van y cierran la puerta con suavidad al salir. Oigo el clic del cerrojo.

Me arranco el gotero del brazo, apenas noto el pinchazo de la aguja cuando me sale de la piel, y con un fino hilillo de sangre cayéndome por el brazo salto de la cama y corro hacia la puerta; el dolor de la cadera empieza a palpitar antes de convertirse en una pulsación sorda. Intento abrir la puerta girando el pomo, lo sacudo, pero la puerta no se mueve.

Estoy encerrada.

La aporreo con los puños.

—¡Eh! —grito—. ¡Eeeh!

No hay respuesta. No viene nadie.

Tomo carrerilla para darle una buena patada voladora, pero el mareo me tumba. Me siento descentrada y temblorosa, vuelvo tambaleante a la cama y me dejo caer sobre las almohadas, cierro los ojos y respiro con dificultad hasta que la habitación deja de dar vueltas. Luego me limpio la sangre del brazo con una esquina de la manta y me quedo mirando las baldosas del techo, intentando pensar. Es como si estuviera intentando emerger desde el fondo de una piscina muy profunda y quedándome sin oxígeno. Me cuesta muchísimo pensar; como si las ideas se negasen a conectar entre ellas.

Nada de todo esto tiene sentido.

Recuerdo el dolor de la cadera. Sigue ahí, es un pinchazo agudo, como un dolor de muelas. Me bajo la cinturilla del pantalón de pijama y veo una cicatriz limpia y roja de un centímetro de ancho que me cruza el hueso de la cadera. El hueso de la cadera donde tenía injertada la etiqueta identificativa.

Por lo visto, ya no la llevo.

¿Y qué tengo en la cabeza? No me había dado cuenta hasta ahora, estaba demasiado ocupada intentando imaginar qué ocurría, pero es como si ahora tuviera pelo. Me siento, enredo los dedos en él y le doy un buen tirón; suelto un bufido por el dolor en el cuero cabelludo. Es auténtico. Pero ¿qué…?

Miro la habitación en busca de un espejo, pero no hay ninguno. Me pongo un mechón delante de la cara y veo que es moreno oscuro. Lo llevo cortado a la altura de la mandíbula, es un de casco que me acaricia la barbilla cuando sacudo la cabeza. Incluso tengo flequillo.

Pero ¡si solo llevo dos días inconsciente! ¿Cómo han conseguido que vuelva a crecerme el pelo tan deprisa?

Por algún motivo, el hecho de tener pelo es lo que más repelús me da de todo este asunto. No puedo quedarme aquí. No pienso quedarme aquí. Me miro el pijama. ¿Adónde voy a llegar vestida así y sin zapatos? ¿Y si los de la ACID están buscándome? Suponiendo que toda esta panda no sea de la ACID, claro.

No paso la siguiente hora durmiendo, sino planeando qué hacer. Y cuando Mel y Jon regresan —Mel con una bandeja donde hay un cuenco tapado, un plato de galletas saladas, una cuchara y un vaso de plástico con un líquido naranja—, estoy lista.

—¿Puedo ir al baño? —pregunto cuando Mel deja la bandeja sobre la silla que hay junto a la cama.

—Sí, por supuesto —responde Mel.

—¿Y me dejas algo para calzarme? Tengo los pies congelados.

—¿Qué quieres primero, las pantuflas o ir al baño? —pregunta Jon con tono animado. Al parecer, no se ha dado cuenta de que me he arrancado el gotero.

—Las zapatillas, por favor —digo, y doblo las piernas para meterlas bajo el cuerpo como si de verdad tuviera los pies congelados (lo cual no es cierto).

Jon asiente en silencio y sale de la habitación. Cuando regresa, unos pocos minutos más tarde, lleva un par de zapatillas con cordones.

—Me temo que no son pantuflas —dice—. ¿Te servirán?

¿Que si me servirán? Son perfectas. Me ato los cordones tan fuerte como puedo para reprimir una sonrisa de oreja a oreja.

Entonces Jon se da cuenta de lo del gotero.

—¡Oh, Jenna!, ¿qué has hecho? —exclama, y me mira con el ceño fruncido el brazo, donde ahora tengo un cardenal azul oscuro, en el punto de penetración de la aguja.

—Es que me picaba —me excuso.

—Solo era suero —añade Mel—. Y ya casi se había terminado. Se pondrá bien si come y bebe algo.

Jon sigue mirándome con desaprobación, pero se limita a decir:

—Bueno, supongo que sí.

—Venga, vamos, te llevaré al baño —dice Mel. Cuando vuelvo a bajar de la cama de un salto, me sujeta por el brazo—. Apóyate en mí si quieres. Y, si te mareas, dímelo enseguida. Me temo que el baño no está demasiado cerca.

Sí que estoy mareada, pero no tanto como antes. Me planteo comer algo antes de hacer esto. Pero cambiar de opinión sobre lo de ir al baño hará que sospechen de mí, seguro.

—Estoy bien —afirmo, me enderezo y levanto la cabeza.

Salimos de la habitación y la sigo por una serie de pasillos que doblan hacia la derecha; tampoco tienen ventanas, aunque están llenos de puertas. Me pregunto si habrá más personas como yo tras ellas: personas echadas en la cama y enganchadas a un gotero; personas que no tendrían que estar aquí. Al final llegamos a una puerta con un cartel holográfico que dice: SEÑORAS.

—Ya estamos —dice Mel, empuja la puerta y me la aguanta para que entre—. Te esperaré aquí. Tómate el tiempo que necesites.

—Gracias —contesto. Inspiro con fuerza, cierro los ojos y me apoyo contra la pared.

—Jenna —la voz de Mel suena alarmada—, ¿estás bien?

Cuando noto que se acerca a mí, me enderezo, me vuelvo y le lanzo una patada, apuntando hacia la parte trasera de su rodilla derecha con el canto del pie; no con tanta fuerza como para lesionarla, pero sí para que le ceda la pierna. Cae y agita los brazos para intentar no caer. No me quedo a ver si logra evitarlo.

Agacho la cabeza y echo a correr.