Oigo cánticos. Y gritos. Intento abrir los ojos, pero es como si los tuviera pegados con pegamento.
Los cánticos son cada vez más altos. Con un tremendo esfuerzo, consigo despegar los párpados.
Durante un instante, me parece que todo está como empañado y que da vueltas. Luego, poco a poco, empiezo a ver con claridad. Estoy tumbada en una de las camas de la enfermería. Estoy tapada con una manta que me llega hasta los sobacos y tengo una aguja, conectada a un gotero, clavada bajo la fina piel de la parte interior del codo.
Vuelvo la cabeza. Eso también me exige un esfuerzo; es como si alguien me hubiera vertido cemento en el cráneo. Cuando veo que las otras noventa y nueve camas de la enfermería están vacías, y que no hay ni rastro de Baboso, siento una pequeña punzada de decepción. Esperaba haberle hecho daño de verdad.
De pie, junto a una de las diminutas ventanas de barrotes que se extienden a lo largo de toda la enfermería, se encuentra el doctor Alex Fisher, el médico de la cárcel, de espaldas a mí. Cuando llegué a Mileway —hasta que aprendí a dar puñetazos, morder, patear y partir huesos, y los demás presos se dieron cuenta de que tendrían menos problemas si se metían con otro—, me pasaba la vida en la enfermería, con quemaduras, fracturas, contusiones y Dios sabe qué más, y siempre me curaba el doctor Fisher.
Me esfuerzo por incorporarme.
—¿Hola? —digo en voz alta. Me duele la garganta y tengo la voz ronca.
El doctor Fisher se vuelve y, cuando me ve despierta, se acerca a toda prisa.
—Recuéstate, Jenna —me indica—. Estás demasiado enferma para estar sentada.
A regañadientes, le obedezco.
—¿Qué me ocurre? —pregunto con voz ronca. El dolor de cabeza se ha mitigado hasta convertirse en un latido sordo, pero sigue ahí.
—No estoy seguro —responde el doctor Fisher—. Estamos esperando los resultados de unos análisis. —Sus ojos, que son verdes, con los iris llenos de puntitos dorados, reflejan algo similar a la amabilidad, algo que no suele verse con mucha frecuencia por aquí. Me dedica una tímida sonrisa, algo que tampoco se ve nunca por aquí—. Pero estás mejorando. Intenta descansar un poco.
Las luces parpadean y se apagan. Los gritos y los cánticos —que proceden del exterior— se elevan hasta convertirse en un estruendo.
—¿Qué ocurre? —pregunto cuando se activa la luz de emergencias e inunda la planta con su extraño y tenue resplandor submarino.
—Los presos se están amotinando —explica el doctor Fisher—. El personal de la cárcel los ha encerrado en el patio. —Su sonrisa ha desaparecido. Se pasa una mano por la densa mata de pelo rubio ceniza y frunce el ceño.
—¿Por qué?
—¿Esta vez? —El doctor Fisher se encoge de hombros—. Por lo visto, no les gusta la comida.
Recuerdo el asqueroso olor de la carne estofada. No me extraña.
El doctor Fisher se acerca a la ventana.
—Esto es demasiado —le oigo murmurar en medio de una tregua del ruido de fuera—. Los de la ACID no tardarán en llegar.
Me quedo mirándole la espalda. ¿Qué quiere decir eso? Siempre llaman a la ACID cuando hay un motín. Son los únicos capaces de contenerlo.
Cierro los ojos y rezo para que descubran qué me ocurre rápidamente, y así poder salir de aquí cuanto antes.
Oigo que el doctor Fisher regresa caminando hasta mi cama y vuelvo a abrir los ojos. Me pasa un escáner por la garganta, me toma el pulso. Si fuera cualquier otro, no lo dejaría estar ni a cinco metros de distancia. Pero fue el doctor Fisher quien, durante los primeros días, cuando llegué, me aconsejó que empezara a ir al gimnasio y consiguió que uno de los guardias más comprensivos me vigilase para que los demás internos no me molestasen. Fue él quien me enseñó defensa personal y artes marciales, y me aconsejó aprender unas cuantas llaves. En una ocasión, cuando estaba realmente hecha polvo después de que otro interno me hubiera golpeado en la lavandería, incluso me dio el termo con sopa que le había preparado su compañera vital para comer.
A veces todavía me pregunto por qué habrá hecho esas cosas, si le habrá contado a su compañera vital que me dio la sopa. ¿Lo hizo porque le daba lástima? Sin embargo, nunca le he hablado sobre cómo murieron mis padres. Cuando llegué a este lugar, ya me había cansado de intentar explicar a la gente que todo había sido un accidente. Nadie me había creído, así que ¿por qué iba a hacerlo él?
El doctor Fisher inclina la cabeza. Deben de estar llamándole por el kom.
—¿Sí? —pregunta. Se queda escuchando durante un instante a quien quiera que esté hablándole al otro lado—. ¿Dónde? Está bien. Gracias.
Se vuelve hacia la cama, se mete la mano en el bolsillo y saca un parche medicinal.
—Quiero ponerte otro sedante, Jenna —dice—. Las cosas podrían ponerse muy feas en cuanto lleguen los de la ACID, y no quiero que te alteres, estás demasiado débil todavía.
Arrugo el entrecejo, con la esperanza de que me explique qué cree que va a ocurrir, pero lo único que añade es:
—Por favor. De verdad que es por tu bien.
Vuelvo la cabeza hacia un lado para que pueda ponerme el parche, que tiene menos de medio centímetro de diámetro, en el cuello, justo en el hueco que queda entre el lóbulo de la oreja y la mandíbula. Mientras el frescor se propaga por mi piel y me pesan cada vez más los párpados, el doctor Fisher se vuelve de nuevo y se aleja de mí. En otro breve silencio en medio del tumulto que procede del patio, lo escucho decir en voz baja y con tono de urgencia:
—Está casi inconsciente. Nos vamos.
¿Cómo?
Me incorporo y, aunque gran parte del sedante ya corre por mis venas en una cantidad suficiente para hacerme sentir que el brazo me pesa varias toneladas, consigo arrancarme el parche del cuello y arrugarlo en la palma de la mano. Cuando el doctor regresa junto a mi cama, cierro los ojos para que no se dé cuenta de que sigo despierta. Siento que me pone algo suave sobre la cara, una tela o una gasa, que me lo enrolla en la cabeza y lo ata a la altura de la nuca, aunque me deja la boca y la nariz descubiertas para que pueda respirar. Siento ganas de incorporarme y arrancármelo, pero estoy tan atontada por el sedante que debo luchar por permanecer despierta.
El doctor Fisher me retira con delicadeza el gotero, me levanta y me envuelve con una manta. Luego me carga sobre sus hombros, con la cabeza colgando a un lado y las piernas al otro. Echa a andar muy deprisa, y yo voy dando botes encima de él; siento una corriente de aire que pasa por mi lado, oigo un «clanc» y un silbido cuando la puerta de la enfermería se descorre y salimos al pasillo.
Me esfuerzo por no ceder al pánico y lucho por permanecer alerta, aunque mantengo el cuerpo flácido para que el doctor Fisher crea que sigo inconsciente. Se descorren más puertas, y, aunque no veo nada, por el cambio de la temperatura ambiente, sé que estamos recorriendo la cárcel. Cuando se me mete el olor a pis y a moho de las celdas en la nariz, me doy cuenta de que nos encontramos en una de las torres de prisiones. Entonces oigo algo más: un golpeteo grave. Rotos.
Los de la ACID.
Estamos subiendo la escalera que une los distintos niveles; el doctor Fisher ha reducido la marcha y tiene toda la espalda de la camisa empapada de sudor. El ruido de los rotos queda amortiguado, y oigo las pisadas de las pesadas botas cruzando una de las pasarelas que tenemos encima. El doctor Fisher blasfema y me baja de sus hombros. Cuando me deja en el suelo, se me descoloca un poco la venda de la cara, y me queda un hueco lo bastante grande para ver por un ojo.
Me cuesta unos segundos entender lo que estoy viendo. Estamos escondidos detrás de una mesa volcada en medio de una de las zonas de descanso, las cadenas que tenía el mueble para fijarlo al suelo han sido arrancadas como raíces. El resto del mobiliario también ha sido arrancado, las unidades centrales de las pantallas holográficas de noticias están hechas añicos, y hay comida por todas partes, pegada en paredes y puertas; el rancio hedor del estofado es casi insoportable. A unos metros de donde estamos, hay un preso tumbado boca abajo, con una mano tendida hacia adelante, como pidiendo piedad, y los dedos empapados en sangre.
Noto que el doctor Fisher se acuclilla a mi lado, temblando. Con la mente nublada por la medicación, me doy cuenta de que está tan asustado como yo. Pero ¿por qué? Se acerca a mí, me coloca detrás de las mesas y me dobla las piernas; tengo que resistirme a la tentación de ponerme en tensión y soltar una patada. «¿Qué está haciendo? —tengo ganas de preguntarle—. ¿Qué demonios está pasando?»
El sonido de las pisadas se oye cada vez más alto, y la marea de agentes de la ACID con sus monos y sus cascos de color negro con viseras de espejo, que llevan siempre para ocultar el rostro, se propaga escalera abajo del otro lado de la zona de descanso. Empuñan con fuerza pistolas de rayos láser y de descarga eléctrica, y, mientras los miro, me siento como atrapada en una pesadilla, esa en la que estoy en la puerta del salón de la que era mi casa, mirando al agente de la ACID que me da la espalda. Intento gritar, despertarme, pero ni siquiera puedo forzar un gemido. El aturdimiento amenaza con cubrir con un manto gris lo que me queda de lucidez. «Permanece despierta», me repito con fiereza.
Luego, tan pronto como han aparecido, los agentes de la ACID desaparecen en dirección al patio. El doctor Fisher vuelve a cargarme sobre sus hombros, se levanta y sale corriendo hacia la escalera. Esta vez, sube los peldaños de dos en dos, como si yo no pesara nada. Los efectos del sedante van y vienen en oleadas; me resulta más difícil que nunca permanecer despierta. Llegamos a lo más alto de la torre y salimos a la azotea.
En el exterior, el aire es frío y cortante. Oigo gritos y chillidos y los disparos en el momento en que los de la ACID y la turba de prisioneros se enfrentan en el patio. La azotea está plagada de rotos de la ACID, relucientes máquinas negras y plateadas que tienen prácticamente el mismo tamaño que los vagones del tranvía de levitación magnética. El doctor Fisher se agacha entre ellos y va dirigiéndose hacia un roto más pequeño que se encuentra al borde de la azotea. Tanto el rotor de arriba como el de abajo giran a toda máquina, y en la cabina van sentados un piloto y un copiloto. Cuando el doctor Fisher se aproxima, el copiloto sonríe de oreja a oreja y levanta el pulgar. Lucho por permanecer despierta y me recuerdo que debo seguir inmóvil, flácida. «¿Adónde vamos? ¿Qué pretende?»
—¡Deténgase ahora mismo! —nos grita alguien desde atrás.
El doctor Fisher se detiene. Veo que el copiloto deja de sonreír.
—¡Dese la vuelta!
El doctor Fisher se gira lentamente. Tenemos a un agente de la ACID detrás, con el rostro oculto por la visera de espejo.
—¡Identificación! —espeta y nos apunta con su pistola láser.
El doctor Fisher me suelta las piernas para poder rebuscar en los bolsillos la tarjeta de ciudadanía. El agente se queda mirándola un buen rato, le da vueltas y más vueltas en su mano enguantada, antes de devolverla.
—¿Qué pasa con la del prisionero? —pregunta.
—No… no la tengo —responde el doctor Fisher—. Las tarjetas de los prisioneros están en el pabellón de administración, y no he podido acceder a él por el motín.
—¿Cómo se llama el prisionero?
—Adam Howell. Otro preso le ha tirado productos químicos en la cara cuando estaban en la lavandería de la cárcel, y necesita un tratamiento urgente que no le podemos proporcionar aquí.
¿Qué coño? ¿Quién es Adam? No he oído ese nombre en mi vida. ¿Y por qué finge que soy un tío?
—Es ilegal sacar a un prisionero de una instalación de máxima seguridad sin una escolta de la ACID —recita el agente con tono mecánico.
—Ya lo sé, pero, si no lo llevamos a un centro médico, ¡morirá! —exclama el doctor Fisher—. Por favor, déjenos salir. ¡En el estado en que se encuentra no podría escapar, ni mucho menos pilotar uno de estos rotos!
—Vuélvame a hablar así y tendré que detenerle —amenaza el guardia. Se aleja de nosotros y empieza a hablar por el kom para pedir refuerzos.
El doctor Fisher también se vuelve y echa a andar hacia el roto. Me quedo mirando mientras el copiloto empuja la puerta silenciosamente y saca los brazos. El agente de la ACID sigue hablando por el kom mientras el doctor Fisher me descarga de sus hombros y el copiloto se asoma por el roto para cogerme en brazos.
Pero mi peso desequilibra al doctor Fisher, que se tambalea, y el estruendo del roto no es lo bastante alto como para cubrir el ruido de sus pies al arrastrarse por el asfalto. El agente de la ACID se vuelve de golpe.
—¡Alto! —grita mientras el copiloto tira de mí para meterme en el roto y cierra la puerta de golpe.
Caigo en el asiento que está a su lado, como un fardo, quedo con la cara pegada a la ventana y, de algún modo, encuentro la fuerza para incorporarme y arrancarme el resto del vendaje de los ojos.
Por eso veo todo cuanto ocurre a continuación.
Cuando el roto empieza a elevarse, el agente de la ACID nos apunta con su arma. El doctor Fisher se abalanza sobre él y lo tumba tirándolo hacia un lado, lo que hace que se desvíe el tiro. Los veo en el suelo por detrás de nosotros, luchando. Entonces el agente vuelve a levantarse, pero también lo hace el doctor Fisher cuando el agente intenta disparar el arma. Una vez más, el doctor lo agarra por detrás y lo retiene, sujetándole los brazos a ambos costados del cuerpo. Lo arrastra hasta el borde de la azotea y lo deja colgando en el aire, luego retrocede tapándose la boca con las manos cuando el agente cae en picado hasta el patio, desde una altura de ocho pisos.
Me quedo mirando su cuerpo, que cae a toda velocidad, prácticamente sin respiración.
Luego, de la nada, surge una luz blanca por detrás del doctor que impacta contra su cuerpo. Él cae hacia delante, y la descarga eléctrica crepita a su alrededor con forma de halo letal antes de desvanecerse. Transcurridos unos segundos, otros agentes de la ACID salen corriendo de las sombras, entre los rotos: el primer refuerzo de agentes llega tarde. Apuntan al roto, pero ya hemos cogido demasiada altura.
El grito que está atrapado en mi interior, por fin escapa.
—¡Nooo!
—¡Mierda! ¡Está despierta! —grita el copiloto. Me da la vuelta con brusquedad—. ¡No! ¡No pasa nada! ¡No pasa nada!
—¡Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios! —oigo que balbucea el piloto. Su voz denota que está aterrorizado—. Han matado a Fisher, Roy. Lo han matado.
—¡Sigue volando, maldita sea! —grita el copiloto.
Cuando el roto da un tirón hacia delante, empiezo a gritar de nuevo. El pánico va apoderándose de mí, tengo la cabeza llena de imágenes del doctor Fisher cayendo muerto sobre el suelo de cemento. Muerto. El copiloto me retiene en el asiento, me dice que me tranquilice. Yo intento zafarme, pero todavía corre demasiado sedante por mis venas.
—Se suponía que debía de estar inconsciente —espeta al piloto. Saca algo de una bolsa que está en el suelo, a sus pies, y me lo presiona con fuerza en el cuello. Un parche medicinal. Noto como un cosquilleo. Abro la boca para gritar, pero no tengo fuerza en la mandíbula.
Se me cae la cabeza hacia un lado y la oscuridad vuelve a nublarme la visión como una ola.
La adolescente más peligrosa de la RIGB se fuga tras el motín de Mileway
Se ha aconsejado a la opinión pública británica que se mantenga alerta, ya que la hija y asesina del antiguo teniente de la ACID Marcus Strong y de su compañera vital, Reena, se fugó durante el motín de anoche en la prisión Mileway de máxima seguridad, tras haber asesinado a un miembro del personal de prisiones.
Jenna Strong, de diecisiete años, ingresó en prisión a los quince por haber asesinado a sus padres a tiros en el hogar familiar de los Strong, sito en Londres. El supuesto móvil fue un desacuerdo con sus progenitores relativo a su elección de compañero vital para ella. Después de que Strong admitiera los asesinatos, en una impactante confesión, la ACID dio el sorprendente paso de tratarla como una adulta, lo que supuso una condena para la acusada de ochenta años por los asesinatos. Esto la convirtió en la persona más joven jamás enviada a una prisión para criminales adultos desde que la ACID subió al poder, gracias al antiguo gobierno de la Alianza Democrática Británica de la RIGB, hace algo más de medio siglo.
Strong había cumplido solo dos años de su condena cuando anoche estalló el motín. Se cree que logró fugarse durante un corte de luz que afectó a los sistemas de seguridad de la prisión, lo que los mantuvo desactivados durante horas. Muchos presos, agentes y personal de prisiones sufrieron heridas, algunas de gravedad, durante los ataques y los incendios.
Tras capturar como rehén a Alex Fisher y obligarlo a subir a la azotea de uno de los pabellones de celdas de la prisión, Strong disparó a Fisher y a un agente de la ACID con una pistola láser robada a uno de los guardias antes de fugarse. Se cree que mató al doctor Fisher cuando este se negó a practicarle la cirugía estética para modificar su apariencia, pues no estaba cualificado para realizar dicha operación.
Todavía no se han esclarecido las verdaderas causas del motín de Mileway. La prisión, situada en las afueras de Londres, es una de las cárceles más grandes de la República Independiente de Gran Bretaña, con una población de casi seis mil quinientos presos. Algunas instalaciones similares son la prisión de Salway, cerca de Birmingham y la de Denhall, en Cheshire, y, al parecer, hasta anoche, estas prisiones funcionaban sin problemas.
El presidente de la RIGB y jefe de la ACID, el general Sean Harvey, quien se responsabilizó personalmente de la investigación, ha prometido que todos los departamentos de la ACID trabajarán en estrecha colaboración para llevar a cabo una investigación profunda sobre el motín de Mileway y la fuga de Strong, y para asegurar la rápida captura de la delincuente.
«Les garantizamos que será arrestada —ha asegurado la portavoz de Harvey, la subcomandante Anna Healey, esta mañana—. La condena por el asesinato de sus padres supone que jamás ha sido emparejada, así que, como resultado, no podrá encontrar trabajo ni vivienda. Esperamos atraparla de nuevo muy pronto, seguramente, dentro de unos días.»
Mientras tanto, la portavoz ha pedido que el público británico permanezca alerta. No se tienen fotografías recientes de Strong, lo que sí se sabe es que mide 1,65 cm, lleva la cabeza rapada y tiene los ojos grises. En el momento de la fuga vestía el uniforme de la prisión: camiseta gris y pantalones y zapatos negros. Además luce un obsceno tatuaje en la parte posterior del cuello. La ACID sospecha que, si no lo ha hecho ya, tratará de salir de Londres lo antes posible. Advierten de que no debería establecerse ningún contacto con Strong bajo ninguna circunstancia. Si alguien la ve o desea informar de algún tipo de comportamiento o actividad sospechosa, puede ponerse en contacto con la ACID a través de la redkom9. Cualquier ciudadano que proporcione información que conduzca al arresto de Strong podría recibir una recompensa de hasta 30 000 kredz, para destinar a ropa, comida u ocio.
Artículo de Claire Fellowes
Entrevistas de Dasha Lowe