Mileway, prisión de máxima seguridad,
Londres Exterior, 12 de abril de 2113
Me fijo por primera vez en el nuevo preso cuando estamos todos en formación, colocados en las puertas de las celdas para el recuento de la mañana. Está a unas cinco puertas de la mía, mirándonos de soslayo a todos los demás mientras los guardias nos pasan los escáneres de muñeca por la etiqueta identificativa que nos implantan en la cadera cuando llegamos aquí.
El tipo lleva el pelo rubio cortado casi al cero y una camiseta blanca ceñida, recién lavada y planchada; debe de haber llegado por la noche. Cuando se vuelve hacia mí, me atraviesa con la mirada, justo como había imaginado que haría. Lo miro con el rabillo del ojo y sé perfectamente lo que está pensando, como si estuviera diciéndolo en voz alta: «¿Una chica? ¿Aquí? Pero… ¿qué demonios…?».
Y luego, con tanta rapidez que casi no lo veo, le asoma una sonrisilla en los labios, achina los ojos y su sorpresa se convierte en expectación. «Una tía. Aquí. ¿Será posible?»
Frunzo el labio de asco, tengo la tentación de salir disparada hacia allí y saludarlo con los puños. Menudo baboso. Pero ¿qué me esperaba? En Mileway canto como… Bueno, como una chica de diecisiete años en una cárcel llena de hombres.
Uno de los guardias, vestido con el uniforme negro de la ACID, se me acerca.
—Strong, Jenna; número de identificación de prisionera 4347X —recita.
Me llevo las manos a la espalda, miro al frente, y noto como Baboso me perfora con la mirada.
—¿Por qué está aquí esa tía? —oigo que pregunta a otro de los guardias.
El guardia no le responde, se limita a escanearle la cadera y sigue su recorrido por la fila de presos.
Tras el recuento, sirven el desayuno: cereales con sucedáneo de leche aguado. Gran parte de la comida que nos dan son sucedáneos, superbaratos y fabricados a base de proteína sintética. No vale la pena tirar el dinero en comida de verdad para los delincuentes. Como de costumbre, como de pie, recostada contra una columna, que soporta la pasarela situada a lo largo de la hilera de celdas, con el pie apoyado atrás.
—Esta mierda está cada día más asquerosa —suelta, asqueado, uno de los chicos sentado en una de las mesas que tengo cerca. Levanta la cuchara y una gran gota del mejunje gris de cereales cae en el cuenco.
Es Neil Rennick, antiguo militante del Regimiento Anarquía, quien, hace diez años, hizo volar por los aires una furgoneta de la ACID con cincuenta agentes en su interior, antes de darse a la fuga. El año pasado, la ACID dio finalmente con él y, un mes después de llegar, intentó arrinconarme en mi celda, lo cual explica esa cicatriz que le va desde la ceja derecha hasta la parte baja de la mandíbula. Pasé cinco semanas en una celda de aislamiento, pero valió la pena. Ahora me deja en paz, como todos los demás.
—Están tratando de matarnos, eso es lo que pretenden —continúa Rennick en voz alta, mirando a su alrededor, en un intento de captar la atención de los demás—. ¿Y sabéis qué?, pueden irse todos a…
Un guardia lo oye y se acerca.
—Cuidadito con lo que dices, Rennick —le advierte, metiéndole el cañón de la pistola de rayos láser entre los omóplatos al tiempo que hace retroceder el cargador.
El arma se carga con un chirrido. Rennick tensa la mandíbula, y, pasados unos segundos, el guardia se aparta. Cada muy poco, los internos no pueden contener la rabia y estalla un motín. Ya ha pasado cuatro veces desde que llegué: aunque yo no soy ni tan idiota ni tan suicida como para meterme en esos follones. Sin embargo, a estas horas del día, todos siguen medio dormidos. Rennick se termina los cereales en silencio. Veo que Baboso está mirando a Rennick y al guardia. Rennick también se fija y lo manda a la mierda enseñándole el dedo corazón.
Cuando me termino el desayuno, vuelvo a mi celda. Los demás internos comparten la suya con otros cinco, o incluso con otros seis reclusos, pero yo tengo una para mí sola: es la única concesión que me han hecho por ser mujer en esta cárcel. Me miro en la placa de acero pulido atornillada a la pared junto a mi litera y me paso la mano por el cuero cabelludo. Día sí día no, me afeito la cabeza con una cuchilla hecha con una cuchara de plástico afilado que tengo escondida bajo un tablón suelto del somier de mi litera. La cabeza rapada me pega más con las cicatrices que tengo en la cara y las ojeras que la melena larga hasta la cintura, de pelo castaño y brillante que llevaba hace dos años, cuando era una chica privilegiada del Londres Alto. Tenía baño privado en mi cuarto, chófer y acceso ilimitado a la cuenta corriente de mi padre y estaba a dos años de ser emparejada con alguien emocional, intelectual y físicamente perfecto para mí, escogido por la ACID.
Arrugo el entrecejo ante mi reflejo. Y ahora, ¿a santo de qué me pongo a pensar en mis padres? Llevo solo media hora levantada y ya estoy deprimida. Vuelvo la espalda al espejo y salgo de la celda para bajar al gimnasio, un tugurio tenebroso en el sótano del pabellón de celdas que huele a moho y a cloaca. Todavía no hay nadie. Después de unos cuantos estiramientos para calentar, agarro un par de mancuernas y hago la tabla de ejercicios hasta que me arden los brazos. Luego voy a la máquina de prensa de piernas. Después de la prensa, subo a la cinta. Mientras me abstraigo gracias al rítmico rebote de mis pies sobre la cinta de goma desgastada, se esfuman los confusos pensamientos que me han hecho bajar aquí. Voy contando los kilómetros en voz baja, fijo la mirada en la pantalla holográfica que tengo delante.
—Uno… dos… tres…
Me bajo de la cinta tras correr doce kilómetros más, bañada en sudor y resollando. Estoy a punto de levantarme la camiseta para secarme la cara con el faldón cuando oigo un ruido detrás de mí. Me vuelvo. Baboso está en la puerta, mirándome. Supongo que, por la cara de lelo que se le ha quedado, con la boca abierta, lleva un buen rato viéndome hacer ejercicio.
—Sácame una foto, te durará más —le suelto, y le doy un golpe con el hombro al pasar para volver a subir a mi celda.
Noto que sigue mirándome mientras me marcho. Espero que haya visto bien clarito el tatuaje que llevo en la nuca, el que me hice el año pasado yo solita con la tinta de una pluma que me encontré en la lavandería y una esquirla de metal, donde él, y todos los demás, pueden leer QUE TE DEN.
Cuando me he duchado y me he puesto ropa limpia, las listas de tareas ya están puestas en las pantallas holográficas situadas a la entrada de las celdas, y veo que me han destinado al servicio de cocina. Reconozco el nombre de todos los demás prisioneros de la lista, salvo el de uno: 6292D Liffey. El corazón me da un vuelco. Y, cuando llego a la cocina, allí está él, mirándome con cara de idiota.
Baboso.
Lo ignoro, me pongo un delantal y me dirijo hacia el otro extremo de la cocina, donde están las verduras apiladas sobre una de las abolladas encimeras de acero, esperando a ser preparadas para la cena. A Baboso lo envían a trabajar en los lavavajillas, al otro lado de la cocina. Yo lavo, mondo, corto y rebano, voy tirándolo todo a las cacerolas que están en los fogones que tengo al lado, y me obligo a pensar únicamente en la tarea que me ocupa. A mediodía, cuando hacemos la pausa para el almuerzo, me pongo en fila con los demás, a la espera de que los guardias repartan la comida: pan seco, sucedáneo de queso y agua, que comemos y bebemos en la misma cocina para ahorrar tiempo.
Estoy a punto de coger un vaso cuando el guardia que sostiene la bandeja la sacude como si estuviera a punto de tirarla. De forma instintiva, alargo una mano para que no se le caiga. El guardia asiente con la cabeza y me pasa un vaso. El agua tiene sabor a tiza; me la bebo en tres tragos, intentando no poner cara de asco. Cuando dejo el vaso, veo a Baboso, que se ha vuelto a quedar mirándome.
Después de eso, retomamos la preparación de la cena: encender los fogones y sacar las bandejas de carne cartilaginosa, flotando en sangre parduzca y aguada, de una de las enormes cámaras frigoríficas que están situadas a lo largo de la pared derecha de la cocina. Por lo general no hay muchas cosas que me den asco, pero, en cuanto empiezo a cortar las piezas de carne con un cuchillo romo, el hedor a óxido de la sangre se me mete por la nariz y tengo que tragar saliva con fuerza para contener las náuseas. ¿De qué animal será esto? ¿De elefante? Me jugaría cualquier cosa a que sí.
Cuando la carne está lista, la llevo hasta uno de los fogones para que el preso encargado de remover las ollas de estofado la pueda echar dentro. Por primera vez, me doy cuenta de lo caliente que está este lugar; hace mucho más calor de lo normal aquí abajo. Y la carne estofada huele mal, pero mal de verdad. Noto un dolor latente en la cabeza y se me revuelve el estómago. Trago saliva para volver a contener otro ataque de náuseas, noto tirante la piel de los antebrazos. «Genial.» Debo de estar pillando algo. Pero ¿qué? Esta mañana me encontraba bien al levantarme.
Maldita sea, no pienso ir a la enfermería. Agarro otra bandeja de carne y la llevo a la encimera situada entre los conductos de ventilación al final de la hilera de cámaras frigoríficas, con la esperanza de que allí haga más fresco. Entonces me doy la vuelta, pensando en ir a buscar un cuchillo más afilado con el que cortar esta cosa un poco más deprisa.
Y estoy a punto de chocar con Baboso.
Me sonríe, con lo que me enseña sus dientes amarillentos y puntiagudos como clavijas.
—Hola.
—Piérdete —le suelto. Intento pasar, pero él se coloca delante de mí, bloqueándome el paso.
—Oye, eso no ha sido nada agradable —dice.
—No soy agradable —le espeto.
—Eso tendré que ser quien lo decida eso, ¿no te parece, cariño? —Pasa de mirarme la cara a mirarme el pecho, aunque tampoco es que haya mucho que ver, y saca la punta de la lengua entre los labios, como si fuera una serpiente.
—No te molestes —le digo.
—¿Que no me moleste en qué? —pregunta con un tono desenfadado, inocente.
—Ya sabes a qué me refiero. —La jaqueca se me planta en las sienes y me las machaca. «¡Túmbalo de un puñetazo!», me dice una vocecilla interior. Pero no quiero que vuelvan a meterme en la celda de aislamiento. Me llevarían al despacho del alcaide y perdería el privilegio de ir al gimnasio. Es demasiado follón.
—Yo solo quiero que nos vayamos conociendo, cariño —insiste—. Una señorita joven como tú debe de sentirse muy sola en un lugar como este. —Dirige la mirada hacia mis piernas y empieza a subir por ellas.
—Sí, ¿y sabes qué? —replico—, me gusta.
—Eso no lo dices en serio. Piensa en lo bien que lo podemos pasar tú y yo juntos.
—Créeme, estaría todo menos bien. Para ti, claro.
—¿De verdad? —pregunta.
Y se me echa encima.
Levanto un brazo y lo empujo hacia un lado y, cuando Baboso intenta agarrarme, se desequilibra y cae tambaleándose sobre la encimera de la cocina. Antes de poder recuperarse, me vuelvo, lanzo una patada hacia atrás y le planto el pie izquierdo en toda la barriga. Se queda doblado y resopla como si estuvieran asfixiándolo. Entonces, mientras intenta enderezarse y agarrarse al borde de la encimera, entrelazo las manos y las dejo caer con fuerza sobre su nuca. Cae hacia delante y, antes de desplomarse sobre el suelo, se agarra a la bandeja alargando los dedos y se ducha con sangre aguada y pedazos de carne. Cuando le cruje la barbilla al chocar contra las baldosas, justo a mis pies, suelta un grito de dolor que va agudizándose hasta convertirse en gemido.
—He intentado advertírtelo —le digo, y olvido por un instante la tirantez de mi piel y el dolor de cabeza—. A lo mejor, la próxima vez me escuchas, ¿eh?
Le clavo el pie en el cuello para enfatizar. Tosiendo, gira, se tumba boca arriba e intenta alejarse de mí a rastras. Le cae un hilillo de sangre, suya, por la boca; debe de haberse mordido la lengua al estrellarse la barbilla contra el suelo.
—Oye, de todas formas, ¿por qué te encerraron? —pregunta con la voz pastosa al tiempo que escupe un coágulo rojo.
—¿De verdad quieres saberlo? —pregunto.
Asiente en silencio.
Me agacho hasta acercar tanto mi cara a la suya que podríamos besarnos.
—Por matar a mis padres —murmuro, y veo que abre los ojos como platos.