Epílogo

Aquella noche, durmiendo bajo todas las estrellas del universo, Ahriel soñó con el bebé.

El viejo Dag lo había llevado a la corte, meses después de la muerte de Bran, y lo había presentado a la Reina de la Ciénaga.

—Lo he encontrado cerca de mi casa —dijo Dag.

—¿Y por qué me lo traes aquí? —replicó ella, frunciendo el ceño—. ¿Para que lo mate?

Dag vaciló.

—No, señora. Yo… pensé que tal vez querríais criarlo.

—Aquí le espera un futuro lleno de dolor y miseria —dijo la Señora de Gorlian—. Deberías matarlo: le harías un favor.

—Sospecho que su madre querría que viviera.

—¿Por qué crees eso? Según dices, lo abandonó en la Ciénaga, ¿no?

—Cerca de mi casa —puntualizó el viejo Dag—. Para que yo lo encontrara.

La Reina de la Ciénaga enarcó una ceja.

—¿De veras? Podría habértelo entregado personalmente, ¿no?

—Tal vez se sentía avergonzada… no sé. Sólo sé que no tuvo valor para matarlo ella.

—Lo haré yo, entonces —dijo ella, sacando su espada de la vaina—. Acércamelo.

El bebé lloraba. El viejo Dag vaciló, pero se aproximó lentamente. Ahriel alzó la espada.

—Antes de eso —la detuvo el humano—, querría que vierais una cosa, señora.

Dag retiró las pieles que cubrían al niño y le mostró la espalda.

La mano de la Reina de la Ciénaga vaciló.

Entre los omóplatos del bebé había dos pequeñas protuberancias blancas.

—Le saldrán alas —dijo Dag con gravedad—. Bran se habría sentido orgulloso de verlo volar, ¿no es cierto?

—Bran está muerto —dijo la Señora de Gorlian.

Pero bajó la espada y le dio la espalda.

—Vete —dijo con voz ronca—. Haz lo que quieras con él, pero llévatelo lejos de aquí.

El viejo Dag volvió a cubrir al chiquillo y asintió. Cuando estaba a punto de salir por la puerta, la Reina de la Ciénaga le dijo:

—Ah, y… Dag…

—¿Señora…?

—Si sobrevive… cuando crezca… supongo que hará preguntas…

—Es de suponer, sí.

—No las contestes.

Dag suspiró, pero no dijo nada.

Aquella fue la última vez que Ahriel los vio a los dos.

Pero sabía que aquel pequeño, mitad humano, mitad ángel, había crecido y seguía vivo en algún lugar de Gorlian.

Cuando despertó al alba, Ahriel recordó las palabras de Marla: «He escondido Gorlian. Si yo muero, nunca lo encontrarás.»

Respiró hondo. Sabía que tal vez podía pasarse toda la vida buscando aquella bola de cristal; una vida que, para los habitantes de Gorlian, transcurriría muchísimo más rápido. Pero contaba con que aquella criatura habría heredado de ella la longevidad angélica, y esperaba poder rescatarlo antes de que fuera tarde.

«Te encontraré», juró bajo la luz de la aurora. «Te encontraré y te sacaré de ahí. Y los dos seremos libres.»

Alzó el vuelo y se alejó hacia el sol naciente, y sus alas parecían arder a la luz del alba como si estuviesen envueltas en llamas.