XV

La luz sobrenatural que bañaba el cráter del volcán se hizo todavía más intensa. Irradiaba un poder indudablemente maligno, que golpeó el alma de Ahriel con tanta violencia que ella perdió el aliento durante un breve instante. «¿Qué es eso?», quiso gritar, pero no le salieron las palabras. Sin atreverse a mirar al centro del cráter, se volvió hacia los humanos, y vio que todos, sin excepción, tenían la vista fija en la tumba del Devastador. A Ahriel no le gustó la expresión fascinada de sus rostros, pero hubo otro detalle que le gustó todavía menos: la certeza de saber que aquella cosa también seducía a una parte de sí misma. Trató de identificar la naturaleza de la poderosa criatura que estaba despertando, y casi inmediatamente comprendió que lo había sabido desde el principio.

Pero eso no impidió que se sintiese aterrada cuando la figura del Devastador se alzó ante ellos, enorme, terrorífico y decididamente maléfico.

—¡Un demonio! —susurró Ahriel, sobrecogida.

—Sí —dijo una voz cerca de ella—. Y tú lo has liberado.

Ahriel volvió la cabeza y encontró a su lado a un ángel de enormes y orgullosas alas blancas.

—Tú debes de ser Yarael —murmuró Ahriel—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Perdí el rastro de mi protegida, pero no tardé en volver a encontrarlo.

—Ayúdame a liberarme del hechizo. Si eso es realmente un demonio, debemos…

—No —la atajó Yarael—. No confío en ti.

—¡Pero no podrás enfrentarte a él tú solo!

Yarael le dirigió una mirada severa y Ahriel calló, intimidada. Al lado de aquel majestuoso ángel se sentía pequeña, sucia y mezquina.

—No te necesito —dijo Yarael—. Eres una vergüenza para nuestra raza.

Entonces Ahriel comprendió que nunca volvería a ser una de ellos. Comprendió que, aunque quisiese regresar a casa, los demás ángeles jamás le dejarían volver.

Algo se clavó en su espalda como dos dagas ardientes, y, lentamente, se volvió, temiendo enfrentarse a lo que sabía que iba a encontrar.

El Devastador, uno de los más poderosos demonios que existían, estaba allí, en pie, pletórico de fuerza, y los miraba a ellos.

O, mejor dicho, dejó de mirar a Ahriel para clavar sus ojos como brasas en Yarael. Y mantuvo fija su mirada, sin volver a preocuparse de Ahriel, como si ella no fuese un rival digno de tener en cuenta.

Yarael pareció aceptar el desafío, porque se alzó en toda su altura de más de dos metros, irguió las alas, encrespó ligeramente las plumas y extrajo su espada de la vaina.

—Vaya —dijo Marla—. Por fin un ángel de verdad.

Ahriel encajó el comentario hiriente sin un solo gesto. Los demás notaron entonces la presencia de Yarael. Ahriel oyó que Kiara lanzaba una exclamación ahogada.

Volvió su mirada hacia el Devastador. Sus contornos resultaban difusos, pero su figura parecía hecha de sombra y fuego, y sus ojos llameaban como el mismo infierno. Comparados con el Devastador, la secta de los Siniestros no era más que una pandilla de chiquillos traviesos.

—Mátalo —dijo Marla fríamente.

El Devastador lanzó un potente y aterrador rugido y saltó hacia Yarael. El ángel respondió de buena gana. Batió las alas y se elevó en el aire, y el demonio fue tras él, enarbolando una espada de fuego.

Cuando ambos se encontraron, todo el universo pareció notarlo.

Ahriel contempló la escena, sobrecogida. Ángeles y demonios eran enemigos ancestrales, y sus primeras guerras se remontaban a tiempos remotos, cuando los humanos todavía no hollaban la faz de la tierra. Y, aunque Ahriel conocía las leyendas que presentaban a los demonios como ángeles caídos en una era inmemorial, también sabía que ambas razas representaban fuerzas opuestas, y que ninguno de los dos bandos vencería al otro jamás, porque estaban destinados a enfrentarse hasta el fin de los tiempos.

Pero, en aquella batalla en concreto, Ahriel temía que Yarael llevase todas las de perder. Aunque el ángel, revestido de todo su resplandor angélico, era un temible oponente, el poder maligno del Devastador parecía no conocer límites. Un ángel guardián como Yarael no era rival para aquella criatura, se dijo Ahriel. No, aquello era tarea de un arcángel o alguien de poder superior. «¿Pero dónde están?», se preguntó, desesperada. «¿Dónde están todos?»

Nuevamente trató de romper el hechizo y, nuevamente, tuvo que renunciar. Arriba, en el aire, la contienda parecía estar decantándose poco a poco del lado demoníaco. Ahriel no pudo evitar mirar a Marla. Cualquier demonio se habría lanzado contra un ángel sin dudarlo un momento, pero Ahriel sabía que aquél en concreto también atacaría a toda criatura que Marla le señalase como objetivo, y, por el contrario, no movería un dedo a menos que ella se lo ordenase.

¿En virtud de qué extraño conjuro podía un demonio tan poderoso como el Devastador obedecer las órdenes de una insignificante humana como ella?

Contemplando los rostros fascinados de sus compañeros, Ahriel creyó encontrar la respuesta.

Los ángeles distinguían claramente el bien del mal. Para ellos, todo era blanco o negro. Su naturaleza exigía que luchasen a favor del bien y la justicia y que experimentasen una acusada sensación de repulsa hacia el mal. En su misión, que ellos consideraban sagrada, los demonios eran sus contrarios y sus complementarios.

Pero los humanos no captaban los límites con tanta claridad y, por ello, su visión del mundo estaba llena de matices y de infinitos tonos de gris. Los humanos podían buscar el bien, pero también sentirse atraídos por el mal.

«Nosotros nos considerábamos con derecho a guiarlos y enseñarlos», se dijo Ahriel. «Pero deberíamos aprender de ellos que las cosas no son tan simples, y la vida es infinitamente más compleja.»

Desde aquel punto de vista, sólo un humano podía llegar a dominar a un demonio. Porque los ángeles eran como ellos, pero los humanos conocían los dos caminos y, por tanto, podían elegir.

En cambio, un demonio no podía escapar de su naturaleza.

Y un ángel, tampoco.

Por eso los ángeles habían necesitado de la ayuda de los humanos para vencer al Devastador.

En aquel momento Kiara chilló, y el cuerpo de Yarael cayó pesadamente al suelo, en medio de una nube de plumas blancas. Ahriel luchó por levantarse, pero no lo consiguió. Miró a Yarael y descubrió que estaba inconsciente.

—¡Mátalo! —dijo Marla—. Y después, ¡acaba con Ahriel!

El Devastador rugió de nuevo, pero Ahriel consideró más aterrador el tono de la voz de Marla cuando había ordenado su muerte. Y comprendió que, a la hora de la verdad, eran los seres humanos quienes tenían el poder en sus manos.

«Marla tuvo a su alcance a un ángel y a un demonio», se dijo, «y eligió al demonio. Porque los humanos tienen una capacidad de elección de la que nosotros carecemos».

Vio al Devastador alzar la espada llameante sobre Yarael. Vio que el ángel trataba de incorporarse e interponía su espada entre su persona y la del demonio. Las dos armas chocaron de nuevo, y el mundo volvió a estremecerse.

Ahriel contempló a aquellos dos seres abocados a una lucha tan antigua como el mismo universo. Y entendió por qué ella ya no era un ángel.

No tenía nada que ver con Marla, ni siquiera con Bran, o con su condición de Reina de la Ciénaga ni con el secreto que había quedado sepultado en Gorlian tras su partida. No era nada relacionado con su capacidad de llorar, de amar, de emocionarse, de odiar y de matar por rencor, por venganza o sin motivo alguno.

No. Ahriel ya no era un ángel porque podía elegir su destino y tomar sus propias decisiones.

Y entonces comprendió que ya no debía preocuparle el hecho de ser o no ser un ángel o una humana.

Porque ella era, simplemente, Ahriel.

Y aprendió otra cosa en aquel momento: que Marla ya no tenía poder sobre ella.

Con un salvaje grito de triunfo, Ahriel buscó en su interior la fuerza necesaria para romper el hechizo y la encontró. El poder que utilizó para ello tenía parte de su antigua energía angélica, pero, sobre todo, era un poder individual y único que ningún otro ángel poseía.

Era el poder de su alma libre.

La espada de fuego del Devastador se hundió en el cuerpo de Yarael. El ángel cayó al suelo, muerto. Kiara chilló; movida por la desesperación, logró librarse de su captor para correr hacia el cuerpo caído de Yarael, sollozando. Se inclinó sobre él y lo abrazó, sin preocuparse por el enorme demonio que se alzaba ante ella.

Kendal gritó una advertencia, pero era demasiado tarde. El Devastador agarró a Kiara por el cuello de su vestido y la separó brutalmente de Yarael. La princesa emitió un gemido que sonó como si la hubiesen desgarrado por dentro. El demonio la alzó en el aire con una sola mano.

—Mátala —dijo Marla.

Pero el Devastador no la oyó. Había percibido una nueva amenaza a su espalda, y se volvió para ver de qué se trataba.

Tras él se alzaba Ahriel, como un fénix renacido de sus cenizas. Irradiaba un poder que no era el fulgor angélico que el demonio conocía, y esto lo desconcertó. No, la fuerza de Ahriel era más oscura, pero también más apasionada y, sobre todo, indomable.

Ahriel levantó su espada. El Devastador blandió la suya.

—No eres un ángel —dijo el demonio; su voz sonó como el crepitar de mil llamas—. No eres un demonio. No eres humana. ¿Qué eres?

—Soy Ahriel.

El demonio dejó escapar una risa siniestra.

—Ahriel —repitió—. No eres rival para mí.

Ahriel blandió su espada.

—¿Quieres apostar?

El demonio acercó el filo de su arma al cuello de Kiara.

—Alto —le advirtió—. Si te acercas, ella morirá.

—Como si eso me importara —dijo Ahriel, encogiéndose de hombros.

Pero había vacilación en su voz, y el Devastador debió de percibirlo, porque rio de nuevo. Ahriel maldijo para sus adentros. Podía atacar al demonio en ese mismo momento, y tendría una oportunidad de derrotarlo, puesto que él tendría que soltar primero a Kiara para detener su embestida. La joven moriría, pero con su sacrificio, Ahriel lograría tal vez devolver al Devastador al lugar de donde procedía, y salvar así miles de vidas. Entonces, ¿qué era lo que la retenía? Los años pasados en Gorlian habían endurecido su cuerpo y su corazón. La Reina de la Ciénaga era capaz de matar sin vacilar. ¿Por qué dudaba ahora?

El Devastador rio nuevamente y alzó el cuerpo de Kiara con los dos brazos, por encima de su cabeza. La muchacha estaba demasiado aterrada como para moverse.

«Ahora», se dijo Ahriel. Pero no se movió.

—¿La quieres? ¡Ven a buscarla!

Con un poderoso impulso, el demonio se elevó en el aire, batiendo sus enormes alas de murciélago. Ahriel se quedó abajo, impotente. Vio cómo el Devastador se posaba sobre el filo del cráter, con Kiara. Ahriel envainó la espada y corrió hacia la pared rocosa. El demonio la miró desde arriba, burlón, mientras ella trepaba por la boca del volcán. «¿Por qué no la ha matado aún?», se dijo. «¿A qué espera?»

Pronto lo averiguó. Cuando Ahriel llegó al borde, el Devastador alzó el vuelo de nuevo y se quedó suspendido sobre el abismo. Kiara chilló.

—No —dijo Ahriel.

El demonio soltó a la joven, que cayó con un grito de terror.

«Mi sueño», pensó Ahriel. Por un fugaz instante volvió a ver la sonrisa de Bran en su mente. Y, en alguna parte, lloraba un niño recién nacido.

Oyó la risa cruel del Devastador, y después un recuerdo afloró a su mente.

La voz de Bran.

«Somos grandes, alitas. Y nada…»

—Nada podrá pararnos —susurró Ahriel, con los ojos llenos de lágrimas.

El bebé seguía llorando en algún lugar de su memoria.

Instintivamente, Ahriel saltó al abismo para rescatar a Kiara.

Multitud de imágenes cruzaron por su mente, entremezclándose en un confuso caos de recuerdos. Sabía que lo que acababa de hacer era algo muy parecido al suicidio, y, aunque no acababa de entender por qué lo había hecho, sí era consciente de que iba a morir.

Los gritos de Kiara acallaron aquellos pensamientos. Ahriel inspiró hondo y batió las alas con toda la fuerza de su ser. El esfuerzo fue mayor de lo que había imaginado y le produjo un dolor insoportable en la parte superior de la espalda, cuyos músculos estaban atrofiados por no haberlos usado en tanto tiempo; pero ella lo intentó de nuevo. Esta vez, el dolor fue más intenso. Ahriel apretó los dientes y volvió a insistir, tratando de mover las alas con cada fibra de su ser.

Y entonces se oyó algo parecido a un crujido, y sintió que algo se deslizaba por su espalda y caía al vacío.

Era el cepo.

Ahriel no podía creerlo. Batió las alas. Sintió que le producía el mismo dolor que antes, pero percibió también que frenaba un poco su caída. Ignorando el dolor, batió las alas con más energía y se lanzó en picado para salvar a Kiara. Su vuelo era torpe e irregular, porque sus alas no respondían igual que antes, pero Ahriel descubrió que, a pesar de todo, no había olvidado cómo volar.

El suelo estaba peligrosamente cerca. Ahriel imprimió más velocidad al movimiento de sus alas y, con una peligrosa maniobra, bajó todavía más, con los brazos por delante.

Sus manos agarraron a Kiara a pocos metros del suelo.

Ahriel no tuvo tiempo de felicitarse por su proeza. El peso de la joven la desequilibró, y ambas siguieron su trayectoria hacia el suelo. Ahriel soltó a Kiara poco antes de caer. La princesa rodó por tierra, pero se levantó enseguida, ilesa.

Ahriel bajó junto a ella. No fue un aterrizaje triunfal; perdió el equilibrio y cayó al suelo con estrépito. Kiara corrió a su lado.

—¡Ahriel! ¿Estás bien?

Ella se incorporó un poco, aturdida.

—¡Puedes volar, Ahriel! ¡Puedes volar! ¿Cómo lo has hecho?

Ahriel se levantó y miró a su alrededor. Descubrió el cepo no lejos de allí, y corrió a buscarlo. Al observarlo de cerca, vio que estaba oxidado y muy deteriorado. Se preguntó cuánto tiempo llevaba así, y si habría podido quitárselo años atrás, o había sido necesaria para ello una situación extrema en la que ella sacase toda la fuerza que había en su interior. Probablemente, nunca lo sabría.

De pronto, algo recorrió su espina dorsal. No era una sensación agradable. Instintivamente, alzó la cabeza y miró hacia lo alto del volcán.

—¿Qué pasa? —preguntó Kiara.

—Algo va muy mal ahí arriba.

Se dispuso a emprender el vuelo de nuevo, pero Kiara la retuvo.

—Espera. Llévame contigo.

—No. Es peligroso.

—Llévame contigo. Entre las dos encerraremos de nuevo a esa criatura.

Ahriel quiso negarse de nuevo, pero la miró a los ojos y vio algo en su mirada que le hizo cambiar de opinión. Asintió y, sin una palabra, la cogió en brazos y alzó el vuelo.

Fue bastante más difícil que antes, pero Ahriel no se rindió. Sintió que con cada golpe de sus alas remitía el dolor y recuperaba una energía que había creído perdida.

También había llegado a olvidar lo hermoso que era volar.

Se elevó con Kiara hasta lo alto del volcán, se posó en el borde del cráter y se asomó a su interior.

Lo que vio la dejó horrorizada.

Los dos nigromantes, la reina Marla y el demonio que se hacía llamar el Devastador estaban en pie ante la lápida que se alzaba en el centro del volcán. Frente a ellos se hallaba Kendal, maniatado y arrodillado en el suelo.

Pero lo que inspiró en Ahriel aquella sensación de espanto fue la tumba del Devastador, cuya lápida parecía hervir como si estuviese hecha de lava. Desde su posición, Ahriel oyó las palabras prohibidas que recitaban la reina y sus compañeros, y las reconoció inmediatamente.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Kiara, insegura, al verla palidecer.

—Esa piedra es mucho más que la tumba de un demonio. Se trata de una entrada al infierno, la dimensión donde moran los demonios. Y la están abriendo.

Kiara ahogó un grito de horror.

—Es por Yarael —dijo en voz baja—. Marla teme que vengan más ángeles. Teme haber traspasado el límite de lo tolerable.

—Ella tiene al Devastador bajo su mando —asintió Ahriel—. Los demás demonios obedecerán sus órdenes.

—¡Tenemos que impedírselo!

—No —la detuvo Ahriel—. Yo voy a tratar de impedírselo. Tú vas a quedarte aquí.

Kiara abrió la boca para protestar, pero Ahriel extendió las alas —con una mueca de dolor— y, de un poderoso impulso, se elevó en el aire.

Descendió a una prudente distancia. Sus contrarios parecían estar muy concentrados en lo que estaban haciendo y, si se acercaba en silencio, tal vez no advirtieran su presencia. Ahriel se deslizó sigilosamente, calibrando sus opciones. Sabía algo más de lo que le había dicho a Kiara: que la vida de Kendal corría peligro, porque sin duda lo habían elegido como sacrificio humano para que el Guardián de la Puerta del Infierno los escuchara. Tenía que darse prisa, pero todavía no había decidido a quién debía atacar primero, si a Marla o al Devastador. Y era una decisión importante, porque tal vez no tuviese una segunda oportunidad.

Aún estaba pensando en ello cuando percibió un movimiento a su espalda. Se volvió rápidamente y alzó su espada, justo a tiempo para detener la de Kab, que caía sobre ella. Ahriel lo empujó hacia atrás para alejarlo de ella, y los dos se miraron un momento, desafiantes.

—¿De verdad quieres que abran la puerta del infierno? —le preguntó Ahriel.

—Quiero que los karishanos gobernemos sobre los demás reinos —respondió Kab, rechinando los dientes—. ¡Y tú no vas a poder evitarlo, traidora!

Descargó su espada contra ella, pero Ahriel alzó el vuelo y lanzó una estocada que atravesó el cuerpo del capitán de la guardia de Karish.

Kab la miró con una estúpida expresión de incredulidad en el rostro.

—Tú… no podías volar…

—Así es la vida —respondió Ahriel.

Kab cayó pesadamente al suelo, muerto. Ahriel tuvo el fugaz recuerdo de un bárbaro a quien había derrotado sin despegar los pies del suelo. En esta ocasión se había aprovechado de su ventaja y no había luchado limpiamente. Pero no sentía remordimientos. Se preguntó si debía preocuparse por ello.

Oyó otro rumor a su espalda y se dio la vuelta de nuevo, enarbolando su espada. La punta del arma rozó el pecho de un aterrado Tobin.

—Tú, miserable gusano —siseó Ahriel—. ¿Cómo te has atrevido a deshonrar a tu hermano de esa manera?

—Mi hermano no era más que un vulgar estafador, igual que yo —replicó Tobin con rabia—. ¿Qué te contó? No te dijo que se fue de casa y me dejó solo, ¿verdad?

Ahriel avanzó un poco más. Tobin retrocedió hasta que su espalda chocó contra la pared de roca. Pero en ese momento, la letanía que recitaban Marla y sus compañeros se tornó más siniestra, y la luz de la tumba se hizo aún más intensa. Ahriel comprendió que no podía perder más tiempo.

—Si salimos de ésta —le dijo a Tobin, dominando su furia—, te prometo que te ajustaré las cuentas.

Se volvió hacia la lápida. La palpitante energía que brotaba de ella ejercía una misteriosa fascinación sobre ella, y Ahriel entendió que se debía a que ella misma se había vuelto tan humana que el mal era capaz de tentarla.

Entonces, súbitamente, algo se movió a su espalda, y Ahriel oyó un gemido ahogado y un golpe seco, y cuando se dio la vuelta vio allí a Kiara, con una espada ensangrentada en la mano, y a Tobin en el suelo, muerto.

—Quería… atacarte por la espalda —jadeó ella.

Ahriel vio entonces que Tobin llevaba un puñal en la mano, y que la espada que blandía Kiara era la del caído Kab.

Contempló el rostro de Tobin y una parte de ella sintió que era como ver morir a Bran de nuevo. Y de nuevo oyó aquel llanto infantil, y supo qué era lo que debía hacer.

Con un grito salvaje, echó a correr hacia el centro del cráter.

Marla y los dos nigromantes parecían encontrarse en un misterioso trance. Recitaban las palabras con un tono bajo y monocorde, como si alguien se las estuviese dictando al oído, y sus ojos estaban fijos en la diabólica energía que fluía de la tumba del Devastador.

El demonio, sin embargo, sí percibió que Ahriel se acercaba. Se dio la vuelta y alzó su espada de fuego. Ahriel descargó la suya contra él con toda la fuerza de su ser. El Devastador resistió y devolvió el golpe. Ahriel volteó su espada para apartar la de él. Los aceros chocaron y todo el universo pareció estremecerse.

Por primera vez, el demonio vaciló.

—¿Qué eres?

—Fui un ángel y fui humana, y fui un demonio, pero ahora no soy más que Ahriel.

—No sabes quién eres —rio el Devastador.

—Al contrario. Sé exactamente quién soy.

Ahriel embistió de nuevo. El Devastador detuvo su ataque.

—Puedo dominarte —dijo ella—. Porque fui humana y te conozco. Porque fui un demonio y te comprendo. Y porque fui un ángel y no te temo.

El Devastador rio.

—Demasiado tarde. Mis hermanos están en camino, y ni siquiera un ahriel como tú podrá detenerlos.

Ahriel volvió la mirada hacia la tumba del Devastador. Entrevió los rostros llenos de odio de los demonios, que ya llegaban. Y sonrió.

—Ya lo he hecho —dijo.

Mientras descargaba aquel último golpe, los recuerdos afloraron a su mente. La fría mirada de Marla, la sonrisa de Bran, las palabras del viejo Dag, el rostro de Tobin, la risa borboteante del Rey de la Ciénaga, el llanto de un niño recién nacido. Y algo dentro de su ser explotó.

La espada de Ahriel, aquella qué les había arrebatado a los asesinos de Bran, aquella que había matado al Rey de la Ciénaga y a tantos otros, se hundió en el cuerpo del Devastador. Ahriel entrecerró los ojos y transmitió toda su fuerza a aquella espada. El demonio chilló.

El círculo se rompió.

Y de pronto la entrada del infierno se transformó en una especie de oscuro agujero que giraba y giraba. Con un espantoso grito, el Devastador, herido de muerte, se precipitó por el agujero, de vuelta a su dimensión.

Ahriel sintió que una poderosa fuerza de succión la atraía poderosamente hacia la negra abertura. Vio a uno de los nigromantes desaparecer en su interior con un grito, y se lanzó hacia adelante para rescatar a Kendal.

Lo agarró por un tobillo antes de que desapareciese por la puerta del infierno. Se aferró como pudo a un saliente del suelo, mientras sujetaba a Kendal con la otra mano.

—¡Tenemos que cerrar esa cosa! —gritó Kendal, medio ahogado.

Ahriel no respondió. Al mirar junto a ella, vio que Marla también tenía problemas. Su joven rostro estaba agarrotado por una expresión de terror, y se aferraba a una roca con ambas manos, mientras el infierno tiraba de ella.

Ahriel sabía exactamente lo que debía hacer. Tras asegurarse de que el joven estaba bien sujeto, se levantó y, luchando contra la fuerza invisible que pretendía absorberla, avanzó hacia Marla.

Pero una sombra se interpuso entre ellas.

—No tan deprisa —dijo el nigromante. Ahriel lo reconoció: era el que le había puesto el cepo, tantos años atrás.

—Déjame pasar —dijo ella, conteniendo su ira.

—No voy a permitir que arruines mi gran obra, criatura.

Ahriel alzó su arma.

—Háblame con más respeto, humano. Estás ante la Reina de la Ciénaga.

Descargó su espada sobre él, pero el nigromante detuvo el golpe con su bastón, y Ahriel percibió el torrente de aquella magia corrupta que manaba del objeto.

—Mírate —se rio el nigromante—. El cieno de Gorlian ha manchado tu alma. Ya eres una de nosotros.

Ahriel apretó los dientes.

—Jamás.

Volteó la espada con violencia y logró apartar el bastón del nigromante. El hombre trató de recuperar el equilibrio, pero la fuerza de succión de la puerta del infierno tiraba de él irremediablemente. Ahriel alargó la mano para sujetarlo por la túnica.

—Soy libre —le dijo solamente, mirándolo a los ojos.

Y entonces lo lanzó hacia la puerta del infierno.

El nigromante desapareció por ella con un grito desesperado. Ahriel vio, sombría, cómo la oscuridad se lo tragaba.

Después, siguió caminando en dirección a Marla. Ella la miró, temerosa.

—¿Qué vas a hacer? —jadeó.

—Cerrar la puerta del infierno.

Marla comprendió lo que pretendía y abrió los ojos al máximo, espantada.

—¡No, Ahriel! ¡No puedes hacerlo! ¡Soy tu protegida!

Ahriel la separó de su asidero. Marla chillaba y pataleaba, pero Ahriel era más fuerte.

—He escondido Gorlian —dijo ella entonces—. Si yo muero, nunca lo encontrarás.

—¿Por qué querría encontrarlo?

—Para volver por él —dijo Marla.

«Lo sabe», pensó Ahriel. Vaciló sólo un momento.

—Lo encontraré por mí misma —replicó—. Igual que encontré la manera de volver a volar sin la ayuda de tus nigromantes. Adiós, Marla.

Y la soltó.

—¡¡Aaaahriel!! —chilló ella.

Se precipitó por el agujero, y el infierno se la tragó. Aún quedó en el aire una llamada desesperada:

—!… eeeel! Después, la puerta se cerró.

Y silencio.

Ahriel se quedó allí, de pie, inmóvil, con la vista fija en la tumba del Devastador. Kendal se levantó trabajosamente, jadeando.

—¡Ahriel… lo hemos conseguido!

Ahriel no respondió. Kiara se acercó en silencio y colocó una mano sobre el hombro de Kendal. Éste comprendió y guardó silencio.

Entonces, Ahriel se volvió hacia ellos.

—Volved a casa —les dijo—. Volved a casa y tratad de reconstruir el mundo.

—¿No… vienes con nosotros? —titubeó Kiara.

Ahriel negó con la cabeza.

—Tengo algo que hacer. Algo muy importante. Y supongo que me mantendrá ocupada bastante tiempo.

Kendal fue a decir algo, pero la expresión de Ahriel lo sobrecogió.

—Había pensado —dijo Kiara— que tal vez querrías ser mi ángel guardián, ahora que Yarael… —se le quebró la voz.

Ahriel la cogió por los hombros y la hizo alzar la cabeza, para mirarla a los ojos.

—Kiara —le dijo con suavidad, pero también con firmeza—. No necesitas un ángel guardián que te diga lo que debes hacer. Tienes que valerte por ti misma, y aprender de tus errores. Ahora eres una reina: debes tomar tus propias decisiones.

Kiara asintió, con los ojos llenos de lágrimas. Ahriel sonrió —por primera vez en mucho tiempo— y se separó de ella.

—¿A dónde vas? —inquirió Kendal—. ¿Vuelves con los ángeles?

—No —respondió ella, pero no añadió nada más.

—Adiós, Ahriel —dijo Kiara, con un nudo en la garganta.

—¿Volveremos a verte? —preguntó Kendal.

Ahriel sonrió de nuevo.

—Tal vez —dijo solamente.

Y entonces alzó el vuelo; y Kiara y Kendal la vieron alejarse hacia el crepúsculo, más hermosa que cualquier ángel, más vieja que los demonios y más sabia que todos los hombres.