XII

Sabina despertó sintiéndose extrañamente vacía. El viento soplaba con furia, y la joven se arrebujó en su capa, tiritando. Cuando miró a su alrededor vio que se encontraba en una tierra montañosa desconocida, yerma y baldía; pero no fue esto lo que más la inquietó, sino el hecho de que no veía a Yarael por ninguna parte. Se llevó la mano al medallón que siempre había pendido de su cuello, desde que podía recordar, y tampoco lo encontró allí.

Comprendió entonces a qué se debía aquella sensación de desamparo.

En apenas unas horas, lo había perdido todo.

A su lado, Kendal se incorporó también, ligeramente aturdido.

—¿Dónde... dónde estamos?

—En Gorlian —murmuró Sabina.

No tenía idea de cómo lo sabía, pero estaba convencida de que no se equivocaba. Sintió que Kendal se estremecía a su lado.

—Es imposible —murmuró—. Quiero decir... si Tobin dijo que la entrada estaba en el palacio de la reina María...

—También dijo que es una prisión mágica.

—Pero... ¿dónde están los barrotes, las celdas, los guardias?

—No hay ninguna celda capaz de retener a un ángel —susurró Sabina con un escalofrío—. Tobin tenía razón: María no encerraría a Ahriel en una prisión corriente. Pero me pregunto...

Dejó la frase sin concluir. Kendal se levantó de un salto.

—Bien, pues ya estamos aquí. Lo único que nos queda por hacer es encontrar a Ahriel.

—¿De veras crees que nos ayudará? No querrá enfrentarse a su protegida.

—Pero tampoco pudo apoyarla, y por eso ella la encerró aquí.

—Eso suponiendo que Tobin dijese la verdad.

Kendal vaciló.

—Reconozco, mi señora... que no se me había ocurrido. Bien mirado, podría haber sido una trampa. Al fin y al cabo, él está fuera, y nosotros estamos dentro.

—No, dijo la verdad. Ahriel no está muerta. El vínculo que se establece entre un ángel y su protegido es muy fuerte. María pudo traicionar a Ahriel, pero dudo que tuviese valor para matarla. Y, como ya te he dicho, no hay ninguna celda capaz de retener a un ángel.

Sintió una punzada en el corazón y respiró hondo.

La presencia de Kendal no bastaba para llenar el vacío que provocaba la ausencia de Yarael en su alma.

—Vamos —dijo, con un soberano esfuerzo de voluntad—. Busquemos a Ahriel.

Era difícil avanzar por aquel terreno rocoso y desigual, y los delicados pies de Sabina pronto acusaron el esfuerzo. Kendal la obligó a pararse a descansar al cabo de un rato, a pesar de que ella insistía en que no se detendría hasta encontrar signos de vida.

El problema fue que los «signos de vida» los encontraron antes a ellos.

Kendal y Sabina poco pudieron hacer contra la horda de hombres y mujeres, que, vestidos con pieles y esgrimiendo armas toscas pero efectivas, los apresó momentos más tarde. Kendal se debatió con todas sus fuerzas y Sabina gritó y pataleó, pero aquellos bárbaros se rieron de ellos y se los llevaron a rastras, sin la menor consideración hacia los destrozados pies de la joven.

Por fortuna, el lugar a donde se dirigían no estaba lejos de allí. Se trataba de un primitivo campamento de chozas de piedra y barro, con tejados cubiertos por pieles de animales que ninguno de los dos logró identificar. Una vez allí, sus captores los ataron y los arrojaron al interior de una pequeña cabaña húmeda y maloliente.

Sabina no se quejó. Estaba demasiado agotada. Se dejó caer en un rincón y cerró los ojos, aliviada por poder descansar al fin.

—¿Qué va a pasarnos ahora? —murmuró.

—Les he estado escuchando —respondió Kendal a media voz—. Para ellos somos «recién llegados». Tienen un líder, una especie de rey. Nos llevarán ante él.

Sabina asintió, agotada. Una parte de sí misma se negaba a aceptar la realidad, y estaba segura de que, cuando abriese los ojos, se encontraría con que nada de todo aquello había sucedido. Pero, en el fondo, sabía que aquella pesadilla era real, demasiado real. El rey había muerto, Saria había caído en manos de la reina María y ella había perdido su medallón y a su guardián, y se hallaba presa de unos convictos que vivían como salvajes en Gorlian.

Suspiró, tratando de pensar con claridad.

—Bien. Hablaré con ese rey.

—¿Lo creéis prudente, mi señora?

—Toda esta gente está aquí a causa de María. Nos escucharán si les decimos que poseemos la clave para derrotarla.

Kendal asintió.

—De todas formas, sería conveniente que no revelaseis a nadie...

—Lo sé. No te preocupes.

Sabina no dijo nada más. Momentos después se había sumido en un sueño intranquilo, y Kendal no quiso despertarla.

Habrían transcurrido apenas un par de horas cuando se abrió la puerta. Uno de los convictos arrojó a alguien brutalmente sobre ellos. Sabina despertó, sobresaltada, y Kendal se apresuró a apartarse el bulto de encima y tratar de ganar la puerta; pero ésta se cerró de nuevo.

—¿Qué pasa? —preguntó Sabina—. ¿Qué es esto?

El advenedizo gimió y trató de incorporarse. Kendal lo estudió a la escasa luz que se filtraba por debajo de la puerta.

—¿Tobin? ¿Qué haces aquí?

—Lo mismo que vosotros, supongo —murmuró Tobin, intentando encontrar una postura algo más cómoda.

—¿Te interrogaron?

—Sí; y, antes de que preguntes más, te diré que conté todo lo que sabía. Esa María es una bruja de cuidado. Su capitán me interrogó cuando estaba bajo los efectos de una especie de brebaje...

—El suero de la verdad —asintió Kendal—. He oído hablar de él. Por fortuna, apenas nos conocíamos, de modo que no habrás podido ser demasiado indiscreto. Me pregunto por qué no nos interrogaron a nosotros.

—Tal vez porque no podíais decirle nada que no supiera ya —apuntó Tobin, encogiéndose de hombros.

Sabina y Kendal cruzaron una mirada alarmada.

—No puede ser verdad —murmuró él—. No podía saberlo.

—Tiene el medallón —le recordó la joven.

—¿Saber el qué? —intervino Tobin—. ¿Qué es lo que hay que saber?

Kendal se dejó caer contra la pared, abatido.

—Cuanto menos sepas, mejor para ti.

—Como queráis —replicó Tobin, encogiéndose de hombros.

Sabina lo miró con curiosidad.

—No pareces preocupado por el hecho de estar aquí.

—Bueno, es cierto que las cosas no han salido exactamente como había planeado. Pero la verdad es que hacía mucho tiempo que quería entrar aquí.

—Por motivos personales —recordó Kendal—. Sí, eso dijiste. Pero ahora no podemos salir de aquí y...

—Deja de mirar la parte negativa de las cosas, ¿quieres? —cortó Tobin bruscamente—. Estoy vivo, y eso me basta. Para alguien tan lento y torpe como yo, cada nuevo amanecer es casi un milagro.

Kendal abrió la boca para decir algo, pero se calló a tiempo. Cualquier comentario que se le hubiese ocurrido al respecto habría estado fuera de lugar.

Permanecieron en silencio durante el resto del día, porque estaban demasiado cansados y hambrientos como para hacer nada más que esperar.

Al caer la noche, captaron una cierta agitación en el exterior. Kendal logró arrastrarse hasta la puerta para espiar por una ranura.

—Ha llegado alguien —comunicó a los demás—. No puedo verlo bien, pero parece importante. Todos se muestran bastante respetuosos con él. Esperad. Parece que...

La puerta se abrió bruscamente, y Kendal cayó hacia adelante, ante un individuo fornido y malcarado que le lanzó una hosca mirada. Tras él venían otros dos.

Sin miramientos, los hombres arrastraron a los tres prisioneros hasta el exterior y los arrojaron a los pies de una figura alta y oscura.

—Recién llegados, señora —dijo uno de ellos con respeto.

Los aludidos alzaron la cabeza para mirar, desde el suelo, a la persona ante la que estaban involuntariamente postrados. Era alta, para ser una mujer, y llevaba el largo cabello negro encrespado y suelto sobre los hombros. Les dirigió una mirada glacial y ligeramente despectiva.

—¿Ahriel? —pudo decir Kendal, sorprendido.

Sabina dio un respingo y la miró con más detenimiento. Entonces fue cuando vio las alas, y entendió enseguida por qué le habían pasado desapercibidas al primer vistazo. Cubrían la espalda de Ahriel como una capa oscura y enmarañada, lacias, sin gracia, sin vida.

La mujer esbozó una sonrisa felina y se inclinó para mirar a Kendal a los ojos.

—Kendal —dijo—. No has cambiado mucho en todos estos años.

—¿A-años? —balbució Kendal.

—Tú no puedes ser un ángel —dijo súbitamente Sabina.

Ahriel se volvió hacia ella, con un brillo peligroso en la mirada. Su rostro ya no era claro y sereno como en días pasados. Mostraba demasiadas emociones humanas, y el odio, el resentimiento y el desprecio predominaban sobre todas ellas.

—¿Qué sabes tú de los ángeles?

Sabina vaciló y bajó la mirada. Ahriel sonrió, burlona.

—Yo no soy un ángel —dijo.

—Entonces, todo está perdido —murmuró la muchacha.

—Para vosotros, desde luego. —Se volvió hacia su gente y dijo—: No me sirven. Matadlos.

Kendal se quedó con la boca abierta, incapaz de reaccionar. Ahriel les dio la espalda y comenzó a alejarse de ellos. Sabina trató de ponerse en pie, pero las ataduras se lo impidieron. Al sentir las manazas de uno de los convictos cerrándose sobre sus brazos, gritó:

—¡Espera! ¡Tienes que ayudarnos a derrotar a la reina María!

Ahriel no contestó. Les hizo un gesto de despedida con la mano, sin dignarse a volverse siquiera.

—¡Espera! —insistió Sabina, tratando de desasirse—. ¡Ah-lias vin delieft

Ahriel se detuvo bruscamente y se volvió hacia ellos.

—¿Qué has dicho? —siseó.

Ah-lias vin deliel —repitió Sabina, desafiante—. «La justicia prevalecerá.»

La Reina de la Ciénaga se acercó a ella y la atravesó con la mirada. Sabina se estremeció. Sentía el poder de Ahriel, pero no se parecía en nada a la resplandeciente fuerza angélica que ella conocía. La energía que emanaba de Ahriel era sombría y oscura.

—¿Dónde has aprendido eso?

—Me lo enseñó Yarael. Mi ángel.

Hubo un breve silencio. La mirada de Ahriel la abrasaba por dentro, pero Sabina mantuvo sus ojos fijos en los de ella.

—Mientes —dijo finalmente la Reina de la Ciénaga—. Los protegidos llevan un signo, y tú no lo traes.

—Me lo quitó María —replicó ella—. Es un medallón con una inscripción en angélico y en humano. La inscripción dice: «Guiado por su ángel.»

Vio un brillo de triunfo en los ojos de Ahriel, y supo que había cometido un error, aunque no supo adivinar cuál. El ángel se incorporó y repitió la orden, impasible:

—Matadlos.

—¡No, espera, déjame hablar!

—¿Por qué debería hacerlo? No vas a hacerme cambiar de idea. Sois una pandilla patética, vosotros tres: una damisela, un bufón de corte y un lisiado. No me servís para nada. No sobreviviríais ni un día en Gorlian. Consideradlo un acto de piedad: tendréis una muerte rápida que os ahorrará sufrimientos inútiles.

Las palabras de Ahriel eran crueles, y Kendal parpadeó varias veces, incapaz de creer que aquel demonio con forma de mujer alada fuese el ángel justo y resplandeciente que le había salvado de las garras de Kab, varios meses atrás. Parecía que en Gorlian, por alguna extraña razón, había transcurrido mucho más tiempo, pero, ¿explicaba aquello el brutal cambio experimentado por Ahriel?

—¡Yo no soy una damisela! —chilló Sabina, luchando desesperadamente por librarse de su captor, que la arrastraba lejos de Ahriel—. ¡Soy Kiara, princesa de Saria, hija del rey Ravard!

Kendal suspiró, preocupado. Tobin miró a Sabina con incredulidad. De nuevo, Ahriel hizo un gesto a sus hombres para que se detuvieran y se acercó a ella.

—Buen intento. También yo oí los rumores... Dijeron que había nacido en Saña una princesa, el mismo día en que vino al mundo la que hoy es soberana de Karish. Pero nunca más se supo de esa supuesta princesa sariana. Sin duda nació muerta. ¿Por qué habría de creerte?

—Vino un ángel —susurró la joven—. Ravard era un rey guerrero, mientras que Briand de Karish siempre abogó por la paz. Por eso los ángeles pensaban que yo daría problemas y que María sería una reina justa. ¿No lo sabías? Los tuyos enviaron a dos ángeles ese día. Enviaron a Yarael y te enviaron a ti.

Hizo una pausa, pero Ahriel no movió ni un músculo. Sabina prosiguió:

—Mi ángel me apartó de mi padre y de mi reino, y me educó en los ideales angélicos. Crecí alejada del mundo y aprendí a utilizar los poderes que los ángeles confieren a sus protegidos. Pero, cuando Karish invadió Saria... no pude quedarme escondida un momento más. Acudí a ver a mi padre, pero ya era tarde: había sido apresado por la reina María. Entonces Kendal me habló de ti. Me dijo que eras la única que podía ayudarnos. Yarael tenía sus dudas, por supuesto, porque decía... —vaciló.

—Puedo imaginar perfectamente lo que diría de mí cualquier ángel —respondió Ahriel con sarcasmo—. Y me importa bien poco. Continúa.

—Bueno... lo cierto es que incluso Yarael reconoció que nadie conocía a María mejor que tú. Y luego Kendal contactó con Tobin, que le dijo que seguías viva y en Gorlian.

—Y habéis venido para buscarme. Qué enternecedor.

En realidad, entramos en el palacio para rescatar a mi padre. Pero llegamos tarde. Ya estaba muerto.

Se le hizo un nudo en la garganta al recordarlo, pero contuvo las lágrimas al ver que Ahriel seguía atravesándola con la mirada.

—La reina nos atrapó —concluyó.

—Bonita historia, princesa Kiara. ¿Y dónde está tu ángel, ese tal Yarael?

—Yo... lo dejé atrás.

—Parece que no soy la única que fracasó, ¿eh? Bien —añadió, irguiéndose—, ya te he escuchado. Matadlos —repitió por tercera vez.

—¿Es que no me crees?

Ahriel le dirigió una extraña mirada y se rió.

—¿Qué te hace pensar que no te creo?

Kiara, estupefacta, quiso decir algo, pero no le salieron las palabras.

—Pero, Ahriel —dijo Kendal, desconsolado—. ¿Por qué?

No obtuvo respuesta.

—¡Señora de Gorlian! —gritó entonces Tobin—. ¡Concededme una última gracia!

—Haz que se calle, Gon —dijo Ahriel, hastiada.

El llamado Gon hundió el puño en el estómago de Tobin, pero éste había seguido hablando, y la última palabra que salió de sus labios, con un jadeo ahogado, fue:

—¡... Bran!

Ahriel se volvió hacia él como movida por un resorte.

—¿Cómo has dicho?

Tobin no dijo nada. Había caído al suelo de rodillas« y trataba de recuperar el aliento. Ahriel se acercó a él.

—¿Qué has dicho, tullido? —le preguntó con dureza.

—Quería... preguntaros... —jadeó Tobin— si conocíais... a mi hermano. Yo... he venido aquí... a buscarlo. Se... se llama Bran.

Ahriel respiró hondo. Kiara, que ya había olvidado todo cuanto Kendal le había contado acerca de ella y la consideraba una mujer dura, fría y sin corazón, se sorprendió al observar hasta qué punto habían afectado a Ahriel las palabras de Tobin.

La Reina de la Ciénaga se había inclinado junto a su prisionero. Cogió su rostro entre ambas manos con extraordinaria delicadeza y lo miró a los ojos. Tobin se estremeció.

—Es cierto... —musitó ella—, te pareces mucho a Bran. Tus ojos...me recuerdan mucho a los de él. ¿Eres Tobin?

Él la miró, sorprendido.

—¿Me conocíais?

—Tu hermano me habló de ti, una vez.

Su voz estaba cargada de nostalgia, melancolía y una infinita amargura. Kiara apenas podía creer lo que estaba sucediendo. Por el tono empleado por Ahriel, la joven habría jurado que la señora de Gorlian había sentido algo muy intenso por ese tal Bran. Pero no era posible. Yarael le había dicho que los ángeles no eran capaces de amar.

Pero también le había asegurado que los ángeles luchaban por la justicia y la verdad.

«No soy un ángel», había dicho Ahriel. Kiara empezaba a comprender por qué.

—¿Conocéis, pues, a mi hermano? —preguntó Tobin.

Los ojos de Ahriel brillaban a la luz de las estrellas.

—Lo conocí una vez, Tobin —dijo, con una dulzura que Kiara no había creído que pudiera poseer—. Pero siento decirte que tu sacrificio ha sido en vano. Nunca podrás salir de aquí y, además... tu hermano Bran murió hace ya muchos años.

Se levantó bruscamente y le dio la espalda.

—Soltadlos —ordenó con voz queda.

Algo perplejos, sus subordinados obedecieron. Ahriel alzó la cabeza para mirar a Kiara.

—Largaos —dijo—. Fuera de mi vista.

—Pero... —empezó ella; Ahriel la interrumpió.

—No abuses de tu suerte, princesa. No te estoy haciendo ningún favor. Mi gente no se meterá con vosotros, pero, aun así, no sobreviviréis. Gorlian no es lugar para vosotros. Dentro de tres días, Kiara, lamentarás no haber muerto hoy.

Kiara abrió la boca para decir algo, pero, finalmente, comprendió. Asintió, pesarosa.

—Gracias —musitó.

Kendal no se dio por vencido.

—¿No nos vas a ayudar?

—Creía que había quedado claro, bardo. Quitaos de mi vista antes de que cambie de idea. Y no os molestéis en tratar de escapar: no hay salida.

Tobin rió de manera extraña. Ahriel lo miró fijamente.

—Señora —dijo el joven, con una sonrisa torva—. ¿Creéis de verdad que planearía entrar aquí sin saber cómo escapar?

Los convictos murmuraron entre ellos. Ahriel los acalló con una mirada.

—Es un farol —dijo, muy tranquila.

—En absoluto. Yo he visto Gorlian por fuera. Y estoy seguro de que tú también. Pero no lo has reconocido.

—Explícate.

—Bueno, es sólo una teoría, y para confirmarla debería ver por mí mismo los límites de Gorlian. En cualquier caso, desearía que mantuviésemos una charla privada para hablar del asunto. —Ahriel iba a negarse, pero Tobin añadió—. Y, de paso, tal vez podrías hablarme de Bran.

La Señora de Gorlian vaciló.