XI

El gato negro era uno de los tugurios más populares de los bajos fondos de Karishia. Allí se reunía todo tipo de gente de baja calaña y mal vivir cuando se ponía el sol. Tiempo atrás, los dueños de la taberna se habían visto obligados a llevar su negocio con mucha más discreción, siempre pendientes de las frecuentes inspecciones que se realizaban por parte de la justicia, promovidas por el ángel de la reina Marla.

Aquella época había quedado muy atrás. En apenas unos meses, todo Karish se había sumido en una brutal guerra contra Saria, el reino vecino. La reina había dejado de preocuparse por lo que sucedía en la capital de su dominio. Las últimas noticias afirmaban que sus tropas habían llegado al mismísimo palacio real de Saria, y habían hecho preso al rey Ravard.

Estas circunstancias favorecían el florecimiento de establecimientos como El gato negro. Si bien era cierto que el número de clientes había menguado, porque algunos de ellos se habían unido al ejército de la reina Marla, también era verdad que la mayoría se había quedado, y no sólo visitaban el antro más a menudo, sino que pasaban más tiempo allí, con la certeza de que podían emborracharse, jugar a los dados, montar trifulcas y dedicarse a negocios bastante menos honrados sin que apareciese por allí ningún representante de la justicia para aguarles la fiesta.

La persona que entró aquella noche en la taberna, cojeando, conocía muy bien el lugar. Por eso se detuvo un momento a la entrada, echando un vistazo a la alta e imponente figura que parecía guardar la puerta. No pudo ver gran cosa, dado que todo él estaba envuelto en una amplia capa, y su rostro quedaba totalmente oculto por la capucha.

—No sabía que el tabernero había contratado a un portero —comentó.

—Yo no trabajo aquí —fue la respuesta; la voz que había salido de las profundidades de la capucha era clara y serena, pero su tono era frío e impasible.

El recién llegado se encogió de hombros y, arrastrando su pierna lisiada, entró en el recinto.

Localizó inmediatamente a las personas con las que se había citado porque llamaban poderosamente la atención. Se habían sentado en un rincón, tratando de retraerse de las miradas indiscretas, pero era inevitable fijarse en ellos. La capa raída del muchacho no ocultaba sus coloridas ropas, y la joven, aunque se cubría el rostro con una capucha, había cruzado sobre la mesa unas manos blancas, finas y aristocráticas. Era evidente que, si seguían con vida, se debía a que habían pagado una buena suma al tabernero. Además, también era muy posible que el encapuchado de la puerta fuera una especie de guardaespaldas. Y cualquiera se lo pensaría dos veces antes de enfrentarse a él.

Se abrió paso a través del local hasta llegar a la mesa donde se encontraba la llamativa pareja. Sin saludar siquiera se sentó ante ellos. La joven lo miró con disgusto.

—Soy Tobin —dijo el recién llegado, con una torva sonrisa.

—No voy a preguntarte cómo sabías que éramos nosotros —dijo el muchacho, echando una mirada a su alrededor—. ¿No podías habernos citado en un lugar más discreto?

Éste es uno de los pocos lugares seguros para vosotros en todo Karish —aseguró Tobin; bajó la voz al añadir—. Aquí a nadie le importa si sois o no sarianos.

La muchacha lanzó una breve exclamación consternada.

—Pero —añadió Tobin— eso no significa que no debáis ocultar vuestra identidad. Está claro que sois gente noble.

—Yo soy Kendal —se presentó el joven.

—Un bardo —comentó Tobin, echando una mirada crítica a sus ropas.

—No hemos tenido tiempo para buscar ropas menos llamativas. Las tropas de la reina Marla tomaron el palacio real hace apenas tres días. Era necesario poner a salvo a la dama Sabina.

—Ya. Y por eso la has traído al corazón del reino enemigo…

—Sé cuidarme sola —intervino Sabina con frialdad—. Marla nunca me buscaría aquí.

—Pero es más fácil que os encuentre, señora —replicó Tobin, impasible—. Si sois, como imagino, una dama de alta cuna, deberíais buscar refugio en algún monasterio en lugar de acudir aquí a jugar a ser heroína.

El rostro de Sabina enrojeció de ira, pero ella se limitó a dirigirle una mirada altanera y no dijo nada.

—En principio, yo debía acudir a la cita solo —reconoció Kendal—, pero los acontecimientos se precipitaron. Al caer Saria y ser apresado el rey, lo único que se me ocurrió fue traer conmigo a la dama Sabina. Si tus noticias son ciertas, el viaje no habrá sido en balde.

—¿Es verdad lo que dice Kendal? —preguntó Sabina—. ¿Es cierto que Ahriel sigue viva?

Tobin asintió.

—¿Por qué os interesa tanto contactar con el ángel de la reina Marla?

—Ahriel es poderosa —explicó Kendal, frunciendo el ceño—, y todavía lucha por la justicia. Sé que ya no apoya a la reina Marla.

—Ella conoce bien a Marla —añadió Sabina—. Si se uniese a nuestra causa…

—Deduzco que el resto de la aristocracia sariana no opina como vos —comentó Tobin—. ¿Me equivoco?

Sabina tardó un poco en responder.

—No —dijo finalmente.

—Y por eso habéis venido: para intentar rescatar al ángel, a quien imagináis presa en una horrible celda, en las mismas mazmorras donde ahora languidece el rey Ravard.

Sabina se estremeció casi imperceptiblemente al oír nombrar al rey, pero alzó la cabeza y clavó en Tobin una mirada serena.

—Exacto. Si además podemos rescatar a nuestro señor…

—Puede que tengáis razón en una cosa: si tenéis un plan lo bastante osado, tal vez lleguéis a rescatar a Ravard. Pero ya no lograréis llegar hasta el ángel.

Kendal palideció.

—¿Por qué? ¿Acaso nos has mentido y Ahriel está muerta?

Tobin negó con la cabeza.

—Creedme, está peor que muerta. La han encerrado en Gorlian.

Hubo un breve silencio.

—He oído hablar de ese lugar —susurró entonces Sabina—. Cuentan cosas horribles.

—Sea lo que sea lo que hayáis oído, señora, no es nada comparado con la realidad. Veréis, llevo tiempo investigando sobre Gorlian, por motivos personales. No es una prisión al uso. Nadie ha escapado de ella jamás.

De nuevo reinó el silencio. Entonces Kendal dijo, tenso:

—Esto cambia las cosas. No puedo permitir que corráis ese riesgo, señora.

—Hay una manera, sin embargo —añadió Tobin.

Los dos se volvieron para mirarlo.

—Alguien debe quedarse fuera —explicó Tobin—, para volver a abrir la entrada después.

—No lo entiendo —dijo Sabina—. ¿No hay guardias?

—Como ya he dicho, no es una prisión corriente. Se trata de un lugar creado mediante la magia. No tiene puertas. No necesita guardianes. Ni siquiera existe en nuestro espacio físico.

—¿Qué… qué quieres decir?

—He averiguado que la entrada se encuentra en el mismo palacio de la reina Marla. Si de veras queréis intentarlo, podéis matar dos pájaros con la misma flecha: rescatar al rey Ravard y sacar al ángel de Gorlian.

—Haces que parezca muy sencillo —gruñó Kendal.

—Nunca he dicho que lo fuera, amigo. Pero sospecho que no habríais venido hasta aquí de no conocer un modo de entrar en el palacio. ¿Me equivoco? Hubo un incómodo silencio.

—No —admitió Kendal a regañadientes.

—Está bien. Éste es el trato: vosotros me ayudáis a entrar en el palacio y, cuando tengáis a vuestro rey, intentaremos rescatar al ángel de Gorlian.

—¿Y qué ganas tú con todo esto?

—Eso es cierto —intervino Sabina—. ¿Por qué razón habría de ayudarnos un karishano?

—Como ya he dicho, estoy interesado en Gorlian por motivos personales. Si os ayudo a rescatar al rey y al ángel, espero obtener a cambio colaboración para sacar de ahí a alguien más.

—Comprendo —asintió Kendal—. Pero, aun así…

—La reina Marla no es santo de mi devoción —gruñó Tobin—. Aunque mi objetivo principal no es derrocarla, no lloraría su muerte, ¿entendéis?

—Estoy dispuesta a intentarlo —dijo entonces Sabina—. Esta misma noche.

—Pero, señora…

—No intentes disuadirme. No tenemos tiempo: Marla puede asesinar al rey en cualquier momento, o encerrarlo en Gorlian. No tenemos elección.

Kendal no respondió enseguida.

—Muy bien —dijo finalmente—. Pero a vuestro guardián no le va a gustar.

—Tampoco él puede hacer nada al respecto. Hoy cumplo dieciocho años: según las leyes de nuestro pueblo, ya estoy capacitada para decidir por mí misma.

—Es curioso —comentó Tobin.

—¿El qué?

—También hoy es el cumpleaños de la reina Marla, ¿no lo sabíais? Dieciocho, como la dama Sabina. ¡Qué coincidencia!

—Sí —farfulló Kendal—. Una curiosa coincidencia.

Aquella misma noche se deslizaron por el pasadizo secreto que llevaba hasta las mazmorras del palacio, y que Kendal había descubierto cuando, meses atrás, había escapado del calabozo en el que el capitán Kab y la reina Marla lo habían encerrado. Un momento antes de penetrar en las mazmorras, el bardo se giró para contemplar a su grupo. Tobin avanzaba despacio, cojeando por culpa de su pierna contrahecha. Tras él se hallaba la dama Sabina, que no había querido quedarse atrás. Junto a ella se alzaba el imponente guardián que no la dejaba ni a sol ni a sombra, y que todavía no había mostrado su rostro ni revelado su nombre a su contacto karishano. Kendal inspiró hondo. Tenía la sensación de que, en caso de que hubiera problemas, sólo el último miembro del grupo sería de alguna utilidad.

—Ahora, silencio. No queremos que los demás prisioneros armen un escándalo y alerten a los guardias.

—Yo me encargaré de eso —dijo el escolta de la dama Sabina.

—Yo sé dónde se encuentra el rey —intervino Tobin; cuando los otros tres lo miraron fijamente, añadió, con una sonrisa—: soy lento de pies, pero no de mente. Tengo muchos contactos.

Se deslizaron en silencio por los corredores de las mazmorras. De vez en cuando, algún preso amodorrado se asomaba a los barrotes de su celda, pero una mirada del escolta de Sabina bastaba para hacer que retrocediese hasta las sombras. Tobin no dejó de preguntarse, inquieto, quién sería aquel misterioso individuo. Sospechaba que podía tratarse de un mago y, aunque era difícil encontrar auténticos hechiceros, en aquellos tiempos extraños nunca se sabía. Por si acaso, era mejor no cruzarse en su camino. Entre otras cosas, porque no podría escapar lo bastante rápido, se dijo a sí mismo amargamente.

Finalmente, llegaron ante, la puerta de la celda donde estaba encerrado el rey Ravard de Saria. El guardaespaldas se asomó un momento y dijo, con voz inexpresiva:

—Es él.

Y entonces hizo algo que Tobin no pudo ver bien, y el cerrojo se abrió con un chasquido, sin más. Los dos sarianos se precipitaron en el interior de la celda. Tobin quiso seguirlos, pero el escolta le cerró el paso. El joven karishano se resignó a aguardar en el corredor, pero aguzó el oído, tratando de enterarse de lo que sucedía tras el guardaespaldas.

En el interior del calabozo, la dama Sabina se inclinó respetuosamente sobre el cuerpo caído del rey Ravard.

—Despertad, Majestad —susurró—. Hemos venido a rescataros.

El rey no respondió. Kendal acercó la antorcha que portaba, y la luz iluminó un rostro pálido, frío y evidentemente maltratado.

—Lo han torturado —dijo el bardo, mientras Sabina lanzaba una exclamación consternada—. Lo siento, señora. El rey ha muerto.

Fuera, en el pasillo, Tobin oyó claramente estas ominosas palabras. Se volvió hacia el guardaespaldas, pero éste no se movió, como si la noticia no lo hubiese sorprendido lo más mínimo. También oyó, desde el interior de la celda, un sollozo contenido.

La reina Marla se encontraba en sus aposentos, particularmente irritada, cuando Kab se presentó ante ella.

Ella apenas lo miró. Estudiaba un antiquísimo volumen que, por el momento, no le había proporcionado las respuestas que estaba buscando. Prácticamente toda la superficie del escritorio estaba cubierta por libros similares. Sobre las páginas de uno de ellos reposaba el medallón de Marla.

—Majestad…

La reina alzó la cabeza y clavó sus ojos en él.

—Un grupo de intrusos ha entrado en las mazmorras.

—¿Sarianos?

—Eso parece. Sospecho que han venido a rescatar al rey.

—Imaginaba que intentarían algo así. Envía a la guardia. Y recuerda que los quiero vivos.

En las mazmorras, los infiltrados discutían acaloradamente. La dama Sabina, muy afectada, insistía en buscar la entrada de Gorlian para sacar de allí a Ahriel. Tobin la secundaba. El guardaespaldas estaba claramente en contra de ello, aunque fue el único que no alzó la voz en ningún momento. En cuanto a Kendal, se debatía entre ambas opciones: sostenía que Ahriel era la única persona capaz de derrotar a la reina Marla, pero reconocía que entrar en Gorlian a buscarla era demasiado arriesgado.

—Ya sé qué vamos a hacer —dijo finalmente—. Tobin y yo iremos a buscar a Ahriel. Mi señora, vos y vuestro protector debéis salir de aquí y ocultaros en un lugar seguro. Si no regresamos…

No terminó la frase. Sabina protestó débilmente, pero el alto guardaespaldas la empujó suavemente hacia la entrada del pasadizo secreto, y ella claudicó y se dejó llevar. Su escolta la siguió, cargando con el cuerpo del rey Ravard.

Cuando los perdieron de vista, Tobin y Kendal volvieron a cerrar la puerta de la celda y siguieron avanzando por los pasadizos. Ahora que no estaban bajo la imponente sombra del guardaespaldas de Sabina, Kendal se sentía mucho más expuesto a las miradas insidiosas que los presos les dirigían desde sus celdas. En cambio Tobin caminaba, a pesar de su evidente cojera, con un aplomo sorprendente, dadas las circunstancias.

—Eh, amigo, sácame de aquí o gritaré —gruñó uno de los reclusos.

Kendal retrocedió un paso, pero Tobin avanzó.

—Lo haré si así lo deseas, «amigo» —replicó, con un tono tan amenazador que consternó al propio Kendal—. Avisaré al capitán Kab para que te mande de cabeza a Gorlian.

—No… eso no…

—Entonces cierra la boca.

Los dos siguieron su camino. Kendal miró a su compañero, suspicaz.

—¿Qué clase de «contactos» tienes aquí?

—No los que tú crees. Le he tomado el pelo: jamás he hablado con Kab. Pero a veces basta con decir algo con suficiente convicción para que todos te crean. Si caminas por aquí como un ladrón, todos te tomarán por tal. Actúa como si fueses el amo del lugar. Nadie dudará que tienes derecho a estar aquí.

Kendal trató de seguir su consejo, pero no podía evitar sentirse inquieto. Aquel lugar le traía muy malos recuerdos.

—¿Dónde está la entrada de Gorlian?

—No lo creerías. Lo cierto es que…

Tobin no llegó a contarle a Kendal dónde se hallaba la puerta de la temida y oscura prisión mágica. Un grupo de guardias les cerró el paso. Kendal dio media vuelta.

—¡¡Corre!!

Él mismo echó a correr con todas sus fuerzas, pero entonces se dio cuenta de que su compañero no lo había seguido. Se giró para ver qué pasaba, y vio a Tobin cojeando tras él, tratando de alcanzarlo. Lanzando una maldición por lo bajo, Kendal volvió sobre sus pasos para ayudar a Tobin.

Los guardias no tardaron en apresarlos a ambos.

En el pasadizo, Sabina oyó el grito de Kendal y se detuvo.

—¡Tienen problemas!

Su protector se volvió hacia ella, serio y sereno.

—No podemos regresar.

—¡Pero ellos son nuestra única esperanza! ¡Tobin sabe cómo llegar hasta Gorlian!

—Tendremos que arreglárnoslas sin Ahriel, señora. No puedo permitir que os pongáis en peligro.

La joven se volvió hacia él y lo miró a los ojos.

—Yarael: yo cuidaré de mí misma. Sabes que puedo hacerlo.

Su guardaespaldas asintió lentamente.

—Tú debes regresar a Saria y dar sepultura al cuerpo de nuestro rey. No podemos permitir que se quede aquí. ¿Comprendes?

—Señora, sé que es importante para ti, pero…

No terminó la frase: Sabina había dado media vuelta y corría con ligereza por el pasadizo. Yarael depositó con suavidad el cadáver del rey Ravard en el suelo y echó a correr tras ella.

Sabina llegó al pasadizo justo a tiempo de ver cómo los guardias se llevaban a Kendal y a Tobin. Mordiéndose el labio inferior, acarició suavemente un medallón que pendía de su cuello. Inmediatamente, su figura se difuminó hasta hacerse completamente invisible.

Así camuflada, siguió a los guardias a través de los calabozos. Nadie podía verla ahora…

… A excepción de Yarael, que la vio marchar y después volvió a ocultarse en el pasadizo secreto. Sí, sin duda Sabina se las arreglaría bien. De todas formas, no pensaba marcharse sin ella.

Había decidido esperar allí a que regresase, cuando su fino oído captó pasos al fondo del corredor Comprendió que alguien más, aparte de ellos, conocía aquel pasadizo secreto y, dando media vuelta, dejó atrás las mazmorras para correr a proteger el cuerpo sin vida del rey Ravard, tal y como Sabina le había ordenado.

Los guardias arrojaron a los prisioneros a los pies del capitán Kab.

—Vaya, vaya —murmuró éste al ver a Kendal—. De modo que ha vuelto la pequeña rata que olisquea tras las puertas. Ha sido una estupidez por tu parte, ¿sabes?

Kendal no dijo nada. La atención de Kab se centró en Tobin.

—A ti no te conozco —dijo con indiferencia—. ¿Eres sariano?

—No, señor —murmuró Tobin—. Nací en una aldea en Karish oriental.

—Dices la verdad. Tu acento responde por ti. En tal caso, eres un traidor. Lleváoslo y encerradlo —dijo a los guardias—. Lo interrogaré más tarde. En cuanto a ti —añadió, volviéndose a Kendal—, te escapaste una vez, pero no volverás a hacerlo.

—¿Vas a ejecutarme? —preguntó Kendal, desafiante, aparentando un valor que estaba lejos de sentir.

—No; mereces algo peor.

Kab no especificó más, pero Kendal entendió a qué se refería. El capitán envió a sus hombres de vuelta a sus puestos, y él mismo se encargó de conducir al bardo a los aposentos de la reina.

Ninguno de los dos se percató de la presencia de Sabina, que, invisible, seguía sus pasos. La joven se deslizaba tras ellos en silencio. El corazón le latía alocadamente. Si Kab enviaba a Kendal a Gorlian, ella podría ver dónde se hallaba la entrada y sacarlo de allí, junto con Ahriel, cuando el camino estuviese despejado.

Esperó apenas unos segundos antes de asomarse a la sala donde Kab y Kendal acababan de entrar. Se sintió inquieta al ver que el joven bardo estaba inconsciente. ¿Cómo había sucedido? Sabina miró a su alrededor, buscando una pista. El capitán había entrado en las habitaciones de la reina Marla, pero ella no se encontraba allí. Estudió la estancia con detenimiento, pero nada de lo que vio allí le llamó la atención, a excepción de una pequeña bola de cristal que reposaba sobre una mesilla. Se preguntó si la reina practicaba la adivinación. Si era así, y tenía aptitudes, ello explicaría, en parte, el gran poder que había adquirido en los últimos tiempos.

—Vaya, qué sorpresa —dijo de pronto una voz a su espalda.

Sabina se volvió, sobresaltada. La reina Marla estaba allí, mirándola. La joven retrocedió unos pasos.

—¡No puedes verme! —susurró, aterrada.

La reina no dijo nada. Sólo sonrió y cogió algo que llevaba colgado al cuello, sosteniéndolo ante Sabina para que lo viera bien. La muchacha no pudo reprimir una exclamación de sorpresa.

Era un medallón. Idéntico al suyo.

Entonces, algo la golpeó por detrás y todo se puso negro.

Momentos después, la reina Marla se encontraba asomada a su balcón, con la esperanza de que el frescor de la noche enfriase su ira. Kab se reunió con ella en silencio.

—¿Ya está? —preguntó la reina.

—Todo se ha hecho como indicasteis, señora.

Marla respiró hondo. Seguía alterada. Extendió la mano, y Kab depositó en ella el medallón de Sabina. La reina se volvió para examinarlo a la luz de la habitación, y lo comparó con el suyo propio.

A simple vista parecían iguales, pero Marla sabía que no lo eran. Ambos eran las dos caras de un amuleto único que guardaba un prodigioso secreto en su interior. La joven reina alzó su medallón para que la inscripción de su cara interna fuese claramente visible.

—«Sólo un Protegido despertará al Devastador» —leyó—. Me precipité, Kab. La profecía no concluía ahí.

—¿Qué queréis decir?

La reina le mostró entonces el medallón de Sabina.

—¿Sabes lo que esto significa? Que los rumores eran ciertos, y Ravard guardaba más de una sorpresa en su reino.

—Por fortuna, la hemos capturado a tiempo.

—¿Y su acompañante? Sé que no estaba sola.

—Lo hemos encontrado en el pasadizo que utilizaron para entrar. Tratamos de capturarlo, pero no lo conseguimos. Logró ganar la salida. Se llevó el cuerpo del rey.

—Volverá, no me cabe duda. En cuanto dé sepultura al rey, regresará a buscar a esa chica. Kab vaciló.

—Mi señora, creo que hay algo más que deberíais saber. Ese tipo se fue…

—¿… volando?

—¿Cómo… cómo…?

—¿Que cómo lo sé?

Los ojos de Marla brillaron peligrosamente. Unió los dos medallones y comprobó que éstos encajaban a la perfección, como las dos caras de una moneda, formando una única joya que se abría como un libro.

También el medallón de Sabina mostraba una inscripción. Marla lo leyó todo seguido:

—«Sólo un Protegido despertará al Devastador… guiado por su ángel.»