CAPÍTULO 32
SEGUNDO EPÍLOGO

Sueños.

Sueños de muerte y de soledad.

Sueños de pérdida y de tristeza.

Dormí casi de un tirón. Las veces en que mi sueño era interrumpido, el culpable solía ser Doc Pennington, el antiguo alcohólico que hacía las veces de médico de la feria Hermanos Sombra. Era persona muy querida y fue él quien me devolvió la salud cuando me escondí en la caravana de Gloria Neames después de matar a Leslie Kelsko y al ayudante de éste. Doc, con gran diligencia, me colocó bolsas de hielo en la cabeza, me aplicó inyecciones, me tomó el pulso y me estimuló a que bebiera toda el agua, y luego todo el zumo, que pudiera.

Me encontraba en un lugar extraño: una habitación pequeña de paredes de tablas de madera sin desbastar, que en dos lados no llegaban hasta el techo, también de madera. El suelo estaba sucio. Faltaba la mitad superior de la puerta de madera, como si fuera una puerta de estilo holandés que los carpinteros hubiesen dejado a medio instalar. Había una antigua cama metálica. Sobre un cajón de manzanas había una lámpara solitaria. Una silla en la que se sentaba Doc Pennington o en la que descansaban los demás cuando venían a visitarme. En un rincón había un calefactor portátil, cuyas espirales eléctricas estaban al rojo vivo.

—Hace un calor seco tremendo —dijo Doc Pennington—. No es bueno. No es nada bueno. Pero por ahora no podemos hacer otra cosa. No queremos que te quedes en la casa de Horton. Ninguno de nosotros puede albergarse allí. Los vecinos se darían cuenta de que hay un montón de gente y empezarían a hablar. Aquí estamos a salvo. Las ventanas están cegadas para que no entre la luz. Después de lo que pasó en la compañía minera, los duendes buscan como locos a los recién llegados, a los forasteros. No nos conviene llamar la atención. Me temo que tendrás que soportar el calor seco, aunque no es muy recomendable para tu estado.

El delirio fue pasando paulatinamente.

Incluso cuando tuve la cabeza lo bastante despejada como para mantener una conversación racional, me encontraba muy débil y no podía articular las palabras. Cuando se me pasó la debilidad, estuve deprimido un rato y no quise hablar. Con el tiempo, no obstante, la curiosidad se apoderó de mí y, con un ronco susurro, pregunté:

—¿Dónde estoy?

—En los establos —me respondió Doc Pennington—, al final de la propiedad de Horton. Su difunta esposa… amaba los caballos. En un tiempo tuvieron caballos, mucho antes de que ella falleciera. Esto es un establo de tres pesebres y una gran herrería. Estás en uno de los pesebres.

—Cuando te he visto —le comenté—, me he puesto a pensar si no estaría de nuevo en Florida. ¿Has venido hasta aquí?

—Joel se imaginó que podría haber necesidad de un médico que fuese capaz de mantener la boca cerrada, o sea, un feriante, o sea, yo.

—¿Cuántos habéis venido?

—Joel, Luke y yo nada más.

Le dije entonces que les estaba agradecido por todo el esfuerzo que habían hecho por mí y por los riesgos que habían corrido, pero que sin embargo habría preferido que me dejasen morir solo para unirme con Rya en el lugar adonde ella había ido. Pero la mente se me oscureció de nuevo y me quedé dormido.

Por si acaso, durante el sueño…

Ojalá fuera así.

Cuando me desperté, oí el aullido del viento al otro lado de las paredes del establo.

Joel Tuck estaba sentado en la silla de al lado de la cama y me miraba. Con su enorme tamaño, ese rostro, el tercer ojo y con la mandíbula en forma de pala mecánica, me pareció que se trataba de una aparición, un espectro de las fuerzas elementales, la mismísima causa que provocaba el aullido del viento.

—¿Cómo te sientes? —me preguntó.

—Mal —le contesté con un ronco susurro.

—¿Tienes la cabeza despierta?

—Demasiado despierta.

—En ese caso, te contaré algo de lo que pasó. Hubo un gran desastre en la mina de la Compañía Minera Rayo. Murieron unas quinientas personas, quizá más. Quizás es el peor desastre de la historia de la minería. Llegaron inspectores de minas y especialistas en seguridad tanto del Gobierno estatal como del federal; las cuadrillas de rescate todavía trabajan, pero no pinta nada bueno. —Joel hizo una mueca y continuó—: Por supuesto, los inspectores, los especialistas y la gente de las cuadrillas son todos duendes; han puesto gran cuidado en que así fuera. Guardarán el secreto de lo que hacían de verdad allí. Me imagino que, cuando hayas recuperado la voz y las fuerzas, me contarás qué era lo que hacían allí. —Asentí con la cabeza—. Bueno —añadió—, eso quedará para una de esas largas noches, tomando cerveza en Gibtown.

Joel me contó más cosas. El lunes pasado por la mañana, inmediatamente después de que ocurrieran las explosiones en la mina, Horton Bluett había ido a la casa de Apple Lane y había retirado todas las pertenencias de Rya y las mías, inclusive los kilogramos de explosivo plástico que no habíamos podido llevar a las minas. Se imaginó que algo habría salido mal y que podríamos tardar un rato en salir de la montaña. Pronto, los duendes policías saldrían a buscar a los saboteadores que habían atacado la Compañía Minera Rayo y examinarían con todo cuidado a las personas que habían llegado últimamente a la ciudad y a las que estaban de paso, entre ellos los actuales arrendatarios del comisario Klaus Orkenwold. Horton pensó que sería mejor que la casa de Apple Lane quedara limpia como un espejo y eliminar con presteza todo rastro nuestro para el momento en que las autoridades decidieran registrarla. Al no encontrar a los jóvenes geólogos que habían arrendado la vivienda, Orkenwold procuraría comunicarse con ellos a través de la universidad de la que al parecer procedían. Descubriría entonces que la historia que los jóvenes le habían contado al dueño de la inmobiliaria era falsa, tras lo cual decidiría que habían sido ellos los saboteadores y, lo que es más importante, que se habían marchado de Yontsdown con destino desconocido.

—Entonces —dijo Joel— las cosas se habrán olvidado, al menos en parte, y podremos salir de aquí y dirigirnos a Gibtown con más seguridad.

—¿Cómo…? —La voz se me quebró. Tosí—. ¿Cómo…?

—¿Quieres decir cómo supe que necesitabais ayuda? —preguntó. Asentí con la cabeza—. Esa profesora, Cathy Osborn, me llamó desde Nueva York. Fue el lunes, a primera hora de la mañana. Me dijo que tenía pensado llegar a Gibtown a finales del martes, aunque yo nunca había oído hablar de ella. Me contó que vosotros pensabais llamarme el domingo para explicármelo todo, pero como no llamasteis se imaginó que algo marchaba mal.

El domingo por la mañana, Rya y yo salimos tan temprano para las minas con Horton Bluett que me había olvidado de hacer esa llamada.

—Le dije a Cathy que fuera a Gibtown, que Laura se ocuparía de ella cuando llegase. Después le conté a Doc y a Luke que tú y Rya debíais de necesitar la ayuda de feriantes. Pensamos que no daría tiempo para venir en coche desde Florida hasta aquí y acudimos directamente a Arturo Sombra. Verás, él tiene licencia de piloto y es dueño de un aeroplano. Nos llevó hasta Altoona. Allí alquilamos una furgoneta y nos dirigimos a Yontsdown; Luke y Doc en los asientos de adelante, y yo en la parte trasera, a causa de mi rostro que, por si no te has dado cuenta, es especial para llamar la atención. El señor Sombra quería venir con nosotros, pero como él es también una figura bastante llamativa, pensamos que sería más fácil no llamar la atención si él no venía. Ahora está en Martinsburg, cerca de Altoona, esperando con el avión. Nos llevará a casa cuando estemos listos.

Cathy Osborn (explicó Joel) le había dicho el lugar donde Rya y yo habíamos arrendado una vivienda. Al llegar a Yontsdown, el lunes por la noche, él, Doc y Luke fueron directamente a Apple Lane y encontraron una casa desierta, que Horton Bluett se había encargado de limpiar de arriba abajo. Como se enteraron de la explosión registrada esa mañana en la Compañía Minera Rayo y como asimismo sabían, por lo que les había contado Cathy, que Rya y yo pensábamos que la madriguera de los duendes se encontraba allí, Joel supo que éramos nosotros los culpables de la catástrofe. Por ese entonces, él no sabía que eran objeto de vigilancia todas las personas forasteras y ajenas a la ciudad y que, con frecuencia, las sometían a interrogatorios. Él, Luke y Doc habían tenido la gran suerte de cruzar la ciudad sin atraer la atención y las sospechas de la policía dirigida por los duendes.

—Así que —continuó Joel—, de forma inocente, decidimos que la única manera de echaros un cable a ti y a Rya era ir a las demás casas de Apple Lane y hablar con los vecinos. Nos imaginamos que habríais trabado relación con alguno de ellos con el fin de obtener datos. Por supuesto, nos encontramos con Horton Bluett. Yo me quedé en la furgoneta mientras Doc Pennington y Luke entraron a hablar con Horton. Entonces, al cabo de un rato salió Doc y dijo que pensaba que Bluett sabía algo, que él podría hablar si sabía que nosotros éramos amigos vuestros de verdad y que la única manera de convencerlo de que éramos amigos era convencerlo de que éramos feriantes. Y no hay nada más convincente que esta cabeza y esta cara deformes que tengo yo; ¿podría yo ser otra cosa que no fuera un feriante? ¡Ese Horton es increíble! ¿No? ¿Sabes lo que dijo después de mirarme durante un buen rato? De todo lo que podría haber dicho, ¿sabes lo que me dijo? —Le respondí que no con un débil movimiento de la cabeza—. Horton me miró y me dijo: «Bueno, me imagino que a usted le costará mucho encontrar un sombrero que le quede bien». Y después me ofreció una taza de café.

Joel se rió con verdaderas ganas. Yo ni siquiera fui capaz de forzar una sonrisa. Ya nunca volvería a divertirme con nada.

—¿Te canso con mi charla? —me preguntó Joel, al darse cuenta de mi estado anímico.

—No.

—Si quieres descansar, me marcho y vuelvo después.

—Quédate —le pedí, porque de repente tuve sensación de que no aguantaría estar solo.

El techo del establo se sacudió por efecto de una violenta ráfaga de viento.

El calefactor se encendió de nuevo. Las oscuras bobinas adquirieron un color naranja que luego se transformó en rojo, a la vez que el ventilador comenzaba a zumbar.

—Quédate —repetí.

Joel me puso una mano en el brazo.

—Vale. Como quieras. Descansa y escucha. Entonces… Horton nos aceptó, nos contó que os había indicado la manera de penetrar en la montaña. Pensamos en ir a buscaros esa misma noche, pero como el domingo había habido una tormenta tremenda y se aproximaba otra para el lunes por la noche, Horton insistió en que si salíamos con ese tiempo era como firmar nuestras propias sentencias de muerte. «Esperad hasta que se aclare —nos dijo—. Quizá sea por eso que Slim y Rya no han vuelto todavía. Probablemente ya están fuera de la montaña y esperan a que mejore el tiempo para volver aquí». Parecía lógico. Esa noche preparamos el establo para vosotros, cegamos las ventanas, llevamos allí la furgoneta, donde está ahora mismo, debajo de la puerta de este pesebre, y nos dispusimos a esperar.

(Para entonces, por supuesto, hacía varias horas que yo llevaba cargada a Rya por el laberinto y me encontraba en los límites de la milagrosa resistencia lograda gracias al impulso de la adrenalina).

El lunes por la noche se desató otra tormenta, que cubrió el suelo con una capa de unos treinta y cinco centímetros de nieve, la cual se sumó a la que había caído el domingo; pero a finales de la mañana del martes el frente se había retirado hacia el este. Tanto el camión de Horton como la furgoneta de Joel tenían tracción en las cuatro ruedas. En consecuencia, tomaron la decisión de dirigirse a las montañas para buscarnos. Horton fue el primero en salir para efectuar un rápido reconocimiento y volvió con la mala noticia de que los caminos de montaña en un radio de varios kilómetros de la Compañía Minera Rayo estaban atestados de jeeps y furgonetas conducidas por «la gente que apesta».

—No sabíamos qué hacer —confesó Joel—. Así que discutimos la situación durante un par de horas y entonces, a eso de la una de la tarde del martes, decidimos que la única manera de meternos allí dentro y de salir de nuevo era ir campo a través. Horton propuso que llevásemos trineos, por si vosotros estabais heridos, como ocurrió. Nos llevó unas horas preparar todo, por lo que no pudimos partir hasta la medianoche del martes. Tuvimos que dar un enorme rodeo para evitar viviendas y caminos; kilómetros y kilómetros. Así que no llegamos a la entrada destartalada de esa mina hasta el miércoles por la noche. Entonces, Horton, con lo precavido que es, insistió en que esperásemos hasta el amanecer para tener la seguridad de que no había duendes por allí.

Meneé la cabeza. No podía creerlo.

—Espera. Entonces…, ¿ha sido el jueves por la mañana… cuando me habéis encontrado?

—Así es.

Me quedé pasmado. Pensaba que, como mucho, habían llegado el martes, como si salieran de un sueño febril. Pero ahora resultaba que yo había estado tres días enteros arrastrando a Rya de túnel en túnel, preocupado por su pulso, antes de que me rescataran. ¿Y cuánto tiempo la había tenido muerta en mis brazos? Un día, al menos.

Me sentí, de repente, aún más cansado y profundamente desesperado, al darme cuenta de todo el tiempo que había estado presa del delirio.

—¿Qué día… es hoy? —pregunté en una voz más baja que un suspiro, ligeramente más audible que una exhalación.

—Llegamos aquí antes del amanecer del viernes; ahora es domingo. Has permanecido inconsciente durante los tres días que llevas aquí, pero te estás recuperando. Estás débil y cansado, pero te repondrás. Por Dios, Carl Slim, me equivoqué al decirte que no vinieras. Has murmurado cosas en sueños, de modo que sé algo de lo que encontrasteis en la montaña. Había que impedirlo, ¿no es cierto? Algo que habría significado la muerte para todos nosotros, ¿no? Hiciste bien. Puedes estar orgulloso de ello. Lo hiciste realmente bien.

Creía que ya había consumido todas las lágrimas que uno tiene para la vida entera, pero de repente me puse a llorar de nuevo.

—¿Cómo puedes… decir eso? Tenías… razón… mucha razón. No deberíamos haber ido allí. —Joel me miró sobresaltado y confundido—. Fui… un tonto —dije amargamente—. Quise cargar el mundo en mis hombros. No importa todos los duendes que haya matado…, no importa todo el daño que haya causado en su madriguera… Nada de eso valía el perder a Rya.

—¿Perder a Rya?

—Por mí, que los duendes se queden con el mundo…, si pudiera hacer que Rya viviese de nuevo.

Una expresión de asombro increíble se reflejó en ese rostro imperfecto.

—¡Pero muchacho, está v-i-v-a! —exclamó Joel—. No sé cómo lo hiciste, pero, pese a las heridas y a que estabas delirando, la llevaste el noventa por ciento del camino y evidentemente le diste de beber bastante agua y la mantuviste con vida hasta que os encontramos a los dos. Ella estuvo inconsciente hasta ayer, a finales de la tarde. No está bien y tardará un mes en recuperarse, pero no está muerta ni va a morirse. Está en la otra parte del establo, en una cama apenas a dos pesebres de éste.

Juro que me sentí capaz de recorrer esa distancia: la distancia que mide un establo. Eso no fue nada. Había vuelto del infierno. Con gran esfuerzo salí de la cama y aparté las manos de Joel cuando trató de evitarlo. Pero en el momento en que quise ponerme de pie caí de costado y, al final, tuve que permitir que Joel me llevara del mismo modo que yo había llevado a Rya.

Doc Pennington estaba a su lado. Se levantó de la silla para que Joel pudiera depositarme en ella.

Rya estaba en peor forma que yo. Los moretones de la frente, la sien y la mejilla habían adquirido un tono oscuro y parecían todavía más feos que la última vez que los había visto. Tenía el ojo derecho amoratado y muy inyectado de sangre. Ambos ojos estaban vueltos hacia adentro. Aquellas partes de la piel que no habían perdido el color se veían de un blanco lechoso y cerosas. Una delgada película de transpiración le cubría la frente. Pero estaba viva; me reconoció y me sonrió.

Me sonrió.

Me acerqué sollozando y le cogí la mano.

Me sentía tan débil que Joel tuvo que sostenerme por los hombros para que no me cayera de la silla.

La piel de Rya estaba cálida, suave, maravillosa. Me tomó la mano con un apretón apenas perceptible.

Habíamos vuelto del infierno, los dos, pero Rya había vuelto de un lugar aún más lejano.

Esa noche, en la cama de mi pesebre del establo, me despertó el sonido del viento que golpeaba los aleros. Me pregunté entonces si ella habría estado muerta. Tuve la completa seguridad de que había sido así. No tenía pulso. No respiraba. Cuando estábamos en las profundidades, había pensado en las facultades que tenía mi madre de curar con hierbas medicinales y había descargado mi furia contra Dios porque mi don —los ojos crepusculares— no servía en ese momento para lo que Rya necesitaba. Le había pedido a Dios que me dijera por qué yo no era capaz también de curar igual o incluso mejor. Aterrorizado por la idea de vivir sin Rya, la había estrechado contra mi pecho y le había insuflado vida, le había transmitido parte de la energía vital del mismo modo que podría verter en un vaso el agua de un cántaro. Enloquecido, atontado por la pena, reuní todas mis facultades psíquicas y traté de realizar un acto de magia, la mayor magia de toda la vida, la magia que hasta ahora había estado reservada para Dios: encender la chispa de la vida. ¿Había resultado? ¿Me había escuchado Dios y había contestado? Es probable que nunca sepa la respuesta. Pero en mi corazón pensé que yo la había vuelto a la vida, pues no había sido sólo magia. No, de ningún modo. También había amor. Un inmenso mar de amor. Quizá la magia y el amor, juntos, pueden lograr lo que la magia no puede por sí sola.

El martes por la noche, más de nueve días después de que entráramos en la mina, llegó el momento de volver a casa.

Las heridas de garras y los mordiscos todavía me dolían y las sentía entumecidas. Tenía la mitad de mi fuerza habitual. De todos modos, podía caminar con la ayuda de un bastón y, como mi voz había mejorado, pude hablar con Rya durante horas.

Le daban breves mareos, pero, aparte de eso, se recuperaba con más rapidez que yo. Caminaba mejor y su energía era casi la normal.

—La playa —me dijo—. Quiero echarme en la arena caliente y dejar que el sol se lleve todo el invierno que tengo dentro. Quiero ver cómo las gaviotas se zambullen para buscar el alimento.

Horton Bluett y Gruñón vinieron al establo a despedirse. Lo habíamos invitado a que viniera con nosotros a Gibtown y se uniera a la feria, igual que había hecho Cathy Osborn, pero no aceptó. Dijo que era un vejete de manías hechas y que, si bien había veces en que se sentía solo, se había acostumbrado a la soledad. Aún le preocupaba lo que le pasaría a Gruñón si él moría antes que el animal; de manera que pensaba hacer un nuevo testamento y dejarnos el perro a Rya y a mí, además del dinero que pudiese obtener de la venta de su propiedad.

—Lo necesitaréis —nos dijo— porque este cara de zorro se lo comerá todo.

Gruñón gruñó para mostrar su conformidad.

—Horton, nos quedaremos con Gruñón —admitió Rya—, pero no queremos el dinero.

—Si no os quedáis con él —insistió—, acabará en manos del Estado, y seguro que gran parte de ellos son duendes.

—Ellos aceptarán el dinero —intervino Joel—. Pero mira, la discusión es enteramente superflua. Tú no vas a morir hasta que entierres a otros dos Gruñones y, quizás, al resto de nosotros.

Horton nos deseó suerte en nuestra guerra secreta contra los duendes, pero yo juré que ya estaba harto de batallas.

—He hecho mi parte —afirmé—. No puedo hacer más. De todos modos, es demasiado para mí. Quizás es demasiado para cualquier persona. Todo lo que quiero es paz en mi propia vida, el refugio de la feria y a Rya sobre todo.

Horton me estrechó la mano y le dio un beso a Rya.

No fue fácil despedirnos. Nunca lo es.

Al salir de la ciudad, vi un camión de la Compañía Minera Rayo con la aborrecible insignia.

Un cielo blanco.

Un rayo negro.

Al mirar el símbolo, tuve una percepción clarividente del vacío que había visto antes: el vacío silencioso, oscuro y frío del mundo tras la guerra atómica.

Sin embargo, esa vez el vacío no era tan silencioso ni tan oscuro, sino que se veía salpicado de luces lejanas, menos frío y no vacío del todo. Desde luego, con la destrucción que habíamos causado en la madriguera de los duendes, el futuro había experimentado determinados cambios y el día del Juicio Final había quedado aplazado. Pero no habíamos conseguido anularlo por completo. La amenaza seguía en pie, aunque se veía más distante que antes.

La esperanza no es una tontería; es el sueño del hombre que despierta a la consciencia.

Diez manzanas más adelante, pasamos por la escuela primaria donde había previsto la muerte de decenas de niños en un enorme incendio provocado por los duendes. Me incliné hacia el asiento delantero de la furgoneta y estiré la cabeza para ver mejor el edificio. Esta vez no recibí ninguna emanación de energía mortífera como en la ocasión anterior. No había signos de incendio en el futuro; en su lugar, las únicas llamas que pude percibir fueron las del primer incendio, que ya había sucedido. Al cambiar el futuro de la Compañía Minera Rayo, habíamos modificado asimismo el futuro de la ciudad de Yontsdown. Era posible que los niños muriesen de otras causas, a raíz de otros planes de los duendes, pero no cabía duda de que no morirían en las aulas de la escuela.

Al llegar a Altoona, devolvimos la furgoneta alquilada y vendimos el vehículo de Rya en un negocio de coches usados. El aeropuerto más cercano quedaba en Martinsburg. El miércoles, Arturo Sombra nos condujo de regreso a Florida.

El mundo se veía fresco y sereno desde el cielo.

De regreso a casa, no hablamos gran cosa acerca de los duendes. No era el momento apropiado para una cuestión tan deprimente. En su lugar, charlamos acerca de la estación que se avecinaba. La primera cita de la feria en primavera era en la ciudad de Orlando. Faltaban apenas tres semanas.

El señor Sombra nos contó que había dejado que caducara el contrato que tenía con el condado de Yontsdown y que otra empresa acudiría allí el verano siguiente y todos los posteriores.

—Es lo prudente —opinó Joel Tuck. Y todo el mundo se rió.

El jueves estábamos en la playa y, mientras las gaviotas rozaban el borde espumoso de las olas en busca de alimento, Rya me preguntó:

—¿Lo decías en serio?

—¿Qué?

—Lo que le dijiste a Horton Bluett, que ibas a abandonar la lucha.

—Sí. No quiero arriesgarme a perderte de nuevo. De ahora en adelante, no vamos a levantar la cabeza. Nuestro mundo somos solo nosotros, tú y yo, y los amigos que tenemos aquí. Puede ser un buen mundo; estrecho, pero bueno.

El cielo se veía inmenso y azul.

El Sol calentaba.

Del golfo llegaba una brisa refrescante.

—¿Qué te parece lo de Kitty Genovese, que no tuvo a nadie que la ayudara? —me preguntó Rya al cabo de un rato.

—Kitty Genovese está muerta —le respondí con un tono frío, sin dudarlo.

No me gustó el sonido de esas palabras ni tampoco la actitud de resignación que ellas implicaban, pero no me arrepentí de haberlas pronunciado.

En el mar, a lo lejos, un petrolero se alejaba hacia el norte.

A nuestras espaldas, oíamos el susurro de las hojas de las palmeras.

Dos chicos en traje de baño pasaron corriendo y riéndose.

Posteriormente, aunque Rya no había seguido con la conversación, repetí lo que le había dicho:

—Kitty Genovese está muerta.

Esa noche, mientras yacía despierto al lado de Rya en nuestra propia cama, pensé en cosas que no tenían sentido para mí.

En primer lugar, pensé en las crías de duende deformes que habíamos visto enjauladas en el sótano de la casa de los Havendahl.

¿Por qué los duendes mantenían con vida a sus hijos deformes? Considerando la conducta al estilo de una colmena de los duendes y su inclinación a las soluciones violentas y brutales, lo natural habría sido que matasen a sus crías deformes al nacer. En efecto, los duendes habían sido creados de modo que no experimentaran otras emociones que no fueran el odio y el miedo suficiente para alimentar el instinto de supervivencia. Pero diablos, quien los había construido, la humanidad, no les había dado la capacidad de amar, la compasión ni el sentido de la responsabilidad paterna. Por ello, resultaba inexplicable el esfuerzo que hacían por conservar con vida a su progenie, incluso en las condiciones de la mugrienta jaula.

Por otra parte, ¿por qué era tan inmensa la central eléctrica de la instalación subterránea, que producía cien veces más energía de la que ellos podrían necesitar algún día?

Cuando habíamos interrogado al duende con pentotal, quizá no nos había dicho toda la verdad acerca del propósito de la madriguera y no había divulgado los planes a largo plazo de los duendes. No cabía duda de que se dedicaban a acumular todo lo que necesitarían para sobrevivir a una guerra atómica. Pero quizá pretendían algo más que simplemente sobrevivir para acechar a los humanos que quedasen entre las ruinas, eliminarlos y, luego, suicidarse ellos mismos. Quizá se atrevían a soñar en erradicarnos a nosotros y después tomar posesión de la Tierra y suplantar a sus creadores. También era posible que sus intenciones fuesen demasiado complejas como para que yo pudiese entenderlas, tan ajenas por su alcance y finalidad como los fenómenos mentales que ellos experimentaban eran ajenos a los nuestros.

Pasé toda la noche peleando con las sábanas.

Dos días después estábamos de nuevo tomando el sol en la playa, cuando oímos la habitual serie de malas noticias que llegaba entre una canción de rock-and-roll y otra. El nuevo Gobierno comunista de Zanzíbar había declarado que no era cierto que hubiese torturado y asesinado a más de un millar de presos políticos, sino que, en realidad, éstos habían sido dejados en libertad con la indicación de que podían marcharse. Pero, por algún motivo, los mil presos sin excepción se perdieron en el camino de regreso al hogar. Se agravaba el problema de Vietnam y había quienes solicitaban el envío de tropas norteamericanas para restablecer el orden. En el estado de Iowa, un hombre había matado a su esposa, tres hijos y dos vecinos; la policía lo buscaba en toda la región del medio oeste. En Nueva York, se había registrado otra matanza entre bandas del hampa rivales. Y en Filadelfia (o quizás era en Baltimore) doce personas habían muerto al incendiarse una vivienda.

Cuando concluyeron las noticias la radio nos trajo a los Beatles, las Supremes, los Beach Boys, Mary Wells, Roy Orbison, los Dixie Cups, J. Frank Wilson, Inez Fox, Elvis, Jan y Dean, las Ronettes, las Shirelles, Jerry Lee Lewis, Hank Ballard… todo lo bueno, la música auténtica, la magia. Pero por alguna razón no podía concentrarme en la música como era lo habitual. En mi mente, debajo de las canciones, yacía la voz del locutor del noticiero que recitaba una letanía de asesinatos, mutilaciones, desastres y guerra, más o menos como esa versión de Silent Night que Simon y Garfunkel grabarían años más tarde.

El cielo se veía tan azul como siempre. Nunca el Sol había calentado tanto ni la brisa del golfo había sido más suave. Y, pese a todo, no era capaz de encontrar alegría alguna en los placeres que ofrecía el día.

La maldita voz del locutor del noticiero seguía resonando en mi mente. No podía encontrar un botón que me permitiese apagarla.

Esa noche fuimos a cenar a un pequeño restaurante italiano. Rya dijo que la cena había estado estupenda. Bebimos bastante de un vino muy bueno.

Después, en la cama, hicimos el amor. Llegamos al orgasmo. Tendría que haber sido satisfactorio.

A la mañana siguiente, el cielo seguía azul, el sol cálido, la brisa suave…, y de nuevo todo me resultaba aburrido, sin una textura agradable.

Durante la comida, que hicimos en la misma playa, le comenté a Rya:

—Puede que esté muerta, pero no, deberíamos olvidarla.

Rya se hizo la inocente, alzó la vista de una pequeña bolsa de patatas y me preguntó:

—¿Quién?

—Ya sabes quién.

—Kitty Genovese —me dijo.

—¡Joder! —exclamé—. De verdad que quiero hacer como el avestruz: envolvernos en la seguridad de la feria y vivir la vida juntos.

—¿Y no podemos hacerlo?

Meneé la cabeza y dejé escapar un suspiro.

—¿Sabes? Somos una especie extraña. No siempre somos algo admirable. Ni siquiera la mitad de lo que Dios había esperado cuando hundió las manos en el barro y se puso a esculpir al hombre. Pero tenemos dos grandes virtudes. El amor, por supuesto. El amor, que incluye la compasión. Pero ¡maldita sea! la segunda virtud es más una maldición que una bendición. Llámala conciencia.

Rya sonrió, se inclinó y me dio un beso.

—Slim, te amo.

—Yo también te amo.

Qué bueno sentir el calor del sol.

Aquél fue el año en que el incomparable señor Louis Armstrong grabó Hello, Dolly. La primera canción del año fue I Want to Hold Your Hand, de los Beatles, y Barbara Streisand estrenó Funny Girl en Broadway. Thomas Berger publicó Pequeño gran hombre, mientras que Audrey Herpburn y Rex Harrison interpretaron My Fair Lady en la pantalla. Martin Luther King (hijo) y el movimiento por los derechos civiles estaban en primera página. En un bar de San Francisco bailó por vez primera una bailarina en top-less. Aquél fue el año en que detuvieron al estrangulador de Boston, el año en que la casa Kellogg’s lanzó al mercado los pastelitos Pop-Tart para la tostadora y el año en que la General Motors vendió el primer Mustang. Aquél fue el año en que los Cardinals de St. Louis derrotaron a los Yankees en el campeonato del mundo y el año en que el coronel Sanders vendió su cadena de restaurantes. Pero no fue precisamente aquél el año en que terminó nuestra guerra secreta contra los duendes.

F I N