CAPÍTULO 31
LA MUERTE DE AQUELLOS A QUIENES AMAMOS

A las dos horas y nueve minutos de la madrugada del domingo los duendes se habían marchado tras colocar de nuevo la rejilla en la boca del desagüe. Me imaginé que, de todos modos, Rya y yo deberíamos permanecer escondidos por espacio de cuatro horas, lo que quería decir que emprenderíamos el trayecto de salida de la montaña veinticuatro horas después de que hubiésemos penetrado en ella guiados por Horton Bluett.

Me pregunté si se habría registrado la tormenta de nieve que amenazaba con desatarse y si el mundo de la superficie estaría blanco y limpio.

Me pregunté si Horton Bluett y Gruñón estarían durmiendo en ese momento en su pequeña y bonita casa de Apple Lane o si estarían despiertos pensando en Rya y en mí.

Me sentía mucho más animado que en los últimos días. Me di cuenta de que el insomnio habitual me había abandonado. A pesar de las nueve horas de profundo sueño de que había gozado, a intervalos echaba una cabezada, incluso a veces me dormía profundamente, como si años de noches en vela de repente se hubiesen apoderado de mí.

No soñé. Interpreté que eso era una prueba de cambio para mejor en nuestra fortuna. Me sentía inusualmente optimista. Eso era parte de mi engaño.

Cuando la llamada de la naturaleza me superó, me deslicé hasta una curva en las profundidades de la tubería, donde hice mis necesidades. El hedor de la orina se había disipado en su mayor parte, pues por la tubería bajaba una ligera corriente de aire que seguía el curso que recorrería el agua en dirección al final de la red de desagüe. Pero, aunque apenas una ligera señal de ese desagradable olor llegase hasta mí, no me hubiese importado, pues me encontraba en tan buen estado de ánimo que sólo un desastre de proporciones catastróficas habría conseguido asustarme.

Contento de poder dormitar sin tener sueño alguno y, en los momentos de borroso insomnio, de estirar la mano y acariciar a Rya, no me desperté por completo hasta las siete y media de la mañana del lunes, una hora y media después de cuando pensaba abandonar el escondite en que nos encontrábamos. Después de eso, permanecí durante otra media hora escuchando los ruidos de la central eléctrica que estaba arriba, encima de nosotros, con la intención de averiguar si los duendes habían emprendido otro registro.

No oí nada alarmante.

A las ocho en punto, me estiré hacia donde estaba Rya, encontré su mano, se la estreché y, a continuación, me deslicé como un gusano hasta en el fondo de la tubería vertical que medía casi dos metros de alto. Permanecí allí en cuclillas el tiempo suficiente para examinar la pistola con silenciador en la oscuridad, comprobar que estaba en orden y quitarle el seguro.

Pensé que Rya había dicho en un susurro «Slim, ten cuidado», pero el estruendo del río subterráneo y el ruido sordo de la central eléctrica eran muy fuertes, y no estuve seguro de si efectivamente Rya había hablado. Quizás había oído el pensamiento en la mente de ella que decía: «Slim, ten cuidado». Para entonces, habíamos estado tanto tiempo juntos, nos sentíamos tan compenetrados con cada peligro y cada aventura en común, que no me habría sorprendido el hecho de que pudiera leer su mente, en realidad más por una cuestión instintiva que por telepatía.

Me puse de pie, apoyé el rostro contra la parte inferior de la rejilla de acero que cubría la boca del desagüe y miré a través de las estrechas aberturas de la pieza metálica. Podía ver apenas un círculo estrechamente proscrito. Si los duendes se hubiesen acercado agazapados a menos de unos treinta centímetros de la boca del desagüe, no habría podido divisarlos. Pese a ello percibí que el camino estaba expedito. Confiando en mis presentimientos, guardé la pistola en el bolsillo del abrigo y, valiéndome de ambas manos, alcé la rejilla y la deslicé hacia un costado; procuré hacer menos ruido del que había hecho al realizar la operación contraria quince horas atrás.

Me aferré a los bordes de la boca de la tubería y con un impulso salí del agujero y rodé por el suelo de la central eléctrica. Estaba en una zona oscura situada en medio de grandes máquinas, y no había duendes a la vista.

Rya me alcanzó los bártulos. Después de lo cual, la ayudé a salir del escondite.

Nos fundimos en un estrecho abrazo y, acto seguido, nos colocamos las mochilas y cogimos la escopeta y el rifle. Volvimos a colocarnos los cascos. Como parecía que no necesitaríamos lo que llevábamos en la bolsa de lona, con excepción de las velas, los fósforos y un termo de zumo, lo cual conservábamos, la bajé al desagüe antes de colocar la rejilla en su sitio.

Nos quedaban todavía treinta y dos kilogramos de explosivo plástico. No era probable que encontráramos otro lugar mejor donde emplearlo que allí mismo, en el corazón de la instalación. Escabulléndonos de sombra en sombra, recorrimos la mitad de la extensión de la enorme cámara y logramos evitar a los escasos obreros que había allí. En ese trayecto, colocamos rápidamente las cargas de plástico. Éramos malévolas ratas, sin duda alguna. De esa especie de ratas que roe el casco de una nave y luego la abandonan cuando ésta se hunde. Salvo que no hay rata alguna que pueda hallar tanto placer como nosotros en la labor destructiva que estábamos realizando. Encontramos unas puertas de servicio en la parte inferior de la estructura de los generadores de dos plantas de altura y nos deslizamos dentro para dejar nuestros regalitos de muerte. Colocamos cargas debajo de algunas carretillas eléctricas que empleaban los obreros de la central eléctrica y otras más en cuantas máquinas hallamos en nuestro camino.

Pusimos en marcha los relojes de los detonadores antes de colocar éstos en el explosivo plástico. Fijamos el primero en una hora, el siguiente, en cincuenta y nueve minutos, los dos siguientes, en cincuenta y ocho minutos, y el otro, en cincuenta y seis, pues tardamos algo más en encontrar un lugar donde esconder la carga. Queríamos tener la seguridad de que la primera explosión se registraría simultáneamente con las demás explosiones o, por lo menos, que fuese seguida de inmediato por ellas.

En el espacio de veinticinco minutos, colocamos veintiocho cargas de un kilogramo cada una y pusimos en marcha los relojes de los detonadores. A continuación, con los cuatro kilos que nos quedaban, penetramos en la toma de la red de ventilación de la cual habíamos salido a hurtadillas la noche anterior. Cerramos la rejilla detrás de nosotros y, con la ayuda de las linternas, volvimos a recorrer en sentido opuesto el camino que nos había llevado a la central eléctrica.

Teníamos apenas treinta y cinco minutos para descender a la quinta planta, localizar las cuatro cargas que habíamos colocado el día anterior, proveerlas de detonadores, tomar el ascensor en la planta en la que habíamos entrado, colocar los detonadores en las cargas que habíamos dejado en la planta que estaba sin terminar y seguir las flechas blancas que habíamos pintado en las paredes de las antiguas minas hasta que nos hubiésemos alejado lo suficiente de la peor cadena de derrumbamientos provocada por estallidos en el interior del refugio de los duendes. Debíamos movernos en silencio, con precaución y sobre todo con rapidez. Sería muy justo, pero pensé que podríamos lograrlo.

El viaje por las tuberías de la red de ventilación nos resultó más fácil y más rápido que el que habíamos realizado en sentido opuesto, pues ya conocíamos la red y no teníamos dudas acerca de nuestro lugar de destino. En seis minutos llegamos a la tubería vertical que tenía peldaños; y descendimos los quince metros que nos separaban de la quinta planta. Cuatro minutos después, llegamos a la rejilla de la toma de aire que daba a la cámara donde se realizaban los cultivos hidropónicos, donde habíamos interrogado y matado al duende cuyo nombre humano era Tom Tarkenson.

La cámara estaba a oscuras y vacía.

El cadáver que dejamos había sido retirado.

Me sentí terriblemente llamativo detrás del rayo de la linterna, como si me hubiese convertido en un blanco. Esperaba que, en cualquier momento, saliera un duende de entre los depósitos vacíos destinados a los cultivos hidropónicos y nos diera la voz de alto. Pero esas expectativas no se cumplieron.

Corrimos hacia la puerta.

En veinticinco minutos comenzarían los estallidos.

Resultaba evidente que la larga espera en el desagüe de la central eléctrica había convencido a los demonios de que ya no nos encontrábamos entre ellos, que, de alguna manera, habíamos logrado escabullirnos sin ser detectados, pues según parecía ya no nos buscaban. Al menos, bajo tierra. (Debían de estar desesperados, preguntándose quién diablos éramos nosotros, por qué habíamos entrado en el refugio y hasta dónde difundiríamos lo que habíamos visto y aprendido). Los pasillos de la quinta planta estaban tan vacíos como en el momento en que habíamos penetrado en el complejo el día anterior; después de todo, esa planta no era más que un depósito ya lleno que requería escasas atenciones de las cuadrillas de mantenimiento.

Recorrimos velozmente un túnel y luego otro, con la escopeta y el rifle listos para disparar. Tan sólo nos detuvimos para activar los detonadores en los cuatro kilos de plástico que habíamos colocado en las conducciones de agua, de gas y en otras tuberías que cruzaban los túneles o que discurrían en paralelo a algunos tramos de los mismos. Cada vez que nos deteníamos, era preciso dejar las armas en el suelo de modo que yo pudiera alzar a Rya para que colocase el detonador en la carga. Entonces, me sentía terriblemente vulnerable, seguro de que aparecerían los guardias en ese preciso momento.

Pero no apareció ninguno.

Aunque sabían que unos intrusos habían violado el refugio, era evidente que los duendes no sospechaban que podía tratarse de un sabotaje. Tendrían que llevar a cabo un minucioso registro para descubrir las cargas que habíamos colocado, pero eso podría hacerse. El hecho de que no tomaran esa precaución indicaba que, a pesar de nuestra intrusión en el refugio, ellos se sentían seguros contra un ataque de consideración. Durante miles de años habían tenido todos los motivos para sentirse pagados de sí mismos y superiores a nosotros. Llevaban muy inculcadas las actitudes hacia la especie humana, a la que consideraban animales de caza, tontos patéticos y cosas peores. La certidumbre de que éramos presa fácil… fue una de las ventajas que tuvimos en la guerra contra ellos.

Cuando llegamos a los ascensores faltaban diecinueve minutos para la hora cero; para ser más exactos, mil ciento cuarenta segundos, cada uno de los cuales mi corazón descontaba con un doble latido.

Aunque todo había marchado sobre ruedas hasta ese momento, tenía miedo de que no fuese posible tomar el ascensor y bajar a la planta inacabada sin llamar la atención. Me pareció que era desear demasiado. Pero como las antiguas minas que quedaban debajo de nosotros aún no habían sido convertidas en otra ala del refugio de los duendes y, por tanto, carecían de tuberías de ventilación, la única manera de llegar a ellas era por medio de los ascensores.

Entramos en la jaula del ascensor. Con gran temblor empujé la palanca hacia adelante. Un tremendo ruido de chirridos, retumbos y rechinar marcó el descenso de la jaula por el pozo excavado en la roca. Si hubiese habido duendes en la cámara inferior, eso los habría puesto sobre aviso.

La suerte no nos abandonó. Ningún enemigo nos esperaba cuando llegamos a la inmensa cámara abovedada donde se acumulaban materiales y maquinaria de construcción que serían empleados en la fase siguiente de la ampliación del refugio.

De nuevo dejé el rifle en el suelo y aupé a Rya. Con rapidez que le habría dado crédito de especialista en demoliciones, colocó los detonadores en las diversas cargas que yo había puesto en depresiones de la pared rocosa encima de los tres ascensores.

Diecisiete minutos. Mil veinte segundos. Dos mil cuatrocientos cuarenta latidos del corazón.

Atravesamos la cámara abovedada y nos detuvimos cuatro veces para depositar los últimos cuatro kilos de plástico entre la maquinaria.

Llegamos al túnel donde había la doble hilera de lámparas de techo provistas de pantallas cónicas, cuyas luces dibujaban un juego de claros y sombras de forma de tablero de ajedrez en el suelo; era el lugar donde había matado a un duende. Allí había dejado cargas de un kilo en ambos lados del túnel, cerca de la entrada del gran recinto. Cada vez más confiados, hicimos un alto para poner en marcha los mecanismos de relojería de los detonadores de esas bombas finales.

El túnel siguiente era el último que estaba iluminado. Corrimos hasta su parte final, doblamos a la derecha y penetramos en la primera galería que aparecía en el mapa de Horton, mirándolo en sentido inverso, como hacíamos en ese momento.

Las linternas no iluminaban tanto como antes; fluctuaba la intensidad del rayo, debilitado ya por todo el uso que les habíamos dado, aunque no tanto como para preocuparnos. De todos modos, teníamos pilas de repuesto en los bolsillos y velas, por si acaso.

Me quité la mochila y la abandoné. Rya hizo lo mismo. De allí en adelante, las escasas provisiones que había en las mochilas no eran importantes. Todo lo que importaba era la velocidad.

Me colgué el rifle al hombro. Rya hizo otro tanto con la escopeta. Guardamos las pistolas en los bolsillos de los pantalones, que eran profundos como cananas. Conservamos en las manos sólo las linternas, el mapa de Horton y un termo con zumo de naranja, de manera que pudiésemos poner toda la distancia que fuera posible entre nosotros y la Compañía Minera Rayo antes de que se desatara el infierno.

Nueve minutos y medio.

Se me ocurrió que habíamos penetrado en un castillo ocupado por vampiros; tras deslizamos en los calabozos donde los inmortales dormían en ataúdes llenos de tierra, nos las habíamos ingeniado para atravesar con estacas el corazón de sólo algunos de ellos y ahora teníamos que huir para salvar la vida, pues, con la cercanía de la aurora, veíamos los primeros signos de vida en las multitudes sedientas de sangre que habíamos dejado a nuestras espaldas. En realidad, considerando la apremiante necesidad de alimentarse del dolor de los seres humanos que sentían los duendes, la analogía se ajustaba a la verdad más de lo que estaba dispuesto a aceptar.

Tras dejar atrás el mundo subterráneo de los duendes, concebido, construido y mantenido con toda meticulosidad, nos adentramos en el caos del hombre y de la naturaleza, en las antiguas minas que el hombre había perforado y que la naturaleza estaba decidida a rellenar pieza a pieza. Atravesamos a la carrera los mohosos túneles, siguiendo las flechas blancas que habíamos pintado durante el trayecto de ida. Atravesamos a rastras estrechos pasajes cuyas paredes estaban desmoronadas en parte. Trepamos por un pozo vertical provisto de peldaños de hierro oxidados, dos de los cuales cedieron bajo nuestros pies.

Pasamos por una pared cubierta de una ligera capa de repugnantes hongos, que reventaron al rozarlos y despidieron un hedor a huevos podridos y nos dejaron manchas de cieno en los abrigos.

Tres minutos.

Con los rayos de las linternas cada vez más mortecinos, recorrimos apresuradamente otro túnel mohoso, giramos a la derecha en el cruce señalado y nos salpicamos con el agua de un charco cubierto de una película de verdín.

Dos minutos. Faltaban trescientos cuarenta latidos al ritmo actual.

El viaje de ida había durado siete horas, con lo cual aún teníamos por delante la mayor parte del trayecto de retorno después de que estallara la última carga de plástico. Cada paso que poníamos entre nosotros y el refugio de los duendes aumentaba las posibilidades de escapar de la zona propensa a los derrumbes; al menos, eso es lo que yo esperaba. No contábamos con medios para abrirnos paso si encontrábamos obstruidos los túneles en el trayecto de regreso a la superficie.

Las linternas, cuya luz menguaba a ritmo sostenido, se movían frenéticamente por efecto de la carrera y arrojaban sombras chinescas que se proyectaban en las paredes y el techo del túnel: un rebaño de fantasmas, una manada de espíritus, un montón de espectros enfurecidos que nos perseguían; en unos momentos los teníamos a nuestro lado, en otros nos adelantaban velozmente para luego volver a pisarnos los talones.

Quizá minuto y medio.

Amenazadoras figuras vestidas con capucha negra, algunas de mayor tamaño que el de un hombre, surgían del suelo delante de nosotros como impulsadas por un resorte, aunque ninguna llegaba a alcanzarnos. Saltamos a través de algunas de ellas igual que si se tratara de columnas de humo; otras se disolvían al dejarlas atrás; incluso había otras que se encogían y volaban hacia el techo como si se hubieran transformado en murciélagos.

Un minuto.

El habitual silencio sepulcral de la tierra se había llenado de una multitud de sonidos rítmicos: los golpes de nuestras pisadas, el aliento agitado de Rya, mi propio aliento, aún más fuerte que el de ella. Los ecos de todos esos ruidos rebotaban en las paredes rocosas; una cacofonía de sonidos sincopados.

Pensé que nos quedaba casi todo un minuto, pero la primera detonación puso rápido final a mi cuenta atrás. En la distancia, sonó un ruido sordo que sentí más que oí, pero no dudé de qué se trataba.

Llegamos a otro pozo vertical. Rya se colocó la linterna en la cintura, con el rayo apuntando hacia arriba y ascendió por el oscuro agujero. Yo la seguí.

Otro ruido sordo, seguido de inmediato por un tercero.

Uno de los peldaños del pozo, fuertemente oxidado, se rompió en mi mano. Me solté y caí unos tres metros y medio o cuatro hasta el fondo del túnel horizontal.

—¡Slim!

—Estoy bien —le dije, aunque, al caer sentado, había sufrido una sacudida en la columna. El dolor se presentó y desapareció en un abrir y cerrar de ojos, pero quedó una especie de molestia sorda.

Tuve suerte de no caer con una pierna doblada, pues si no me la habría roto.

Trepé de nuevo, con la seguridad y rapidez de un mono, lo cual no resultó fácil a causa de las puntadas en la espalda. Pero no quería que Rya se preocupara ni por mí ni por nada que no fuera el salir de esos túneles.

La cuarta, la quinta y la sexta detonaciones sacudieron la instalación subterránea de la cual acabábamos de salir; la sexta fue mucho más sonora y más potente que las anteriores. Las paredes de la mina se sacudieron a nuestro alrededor, y el suelo dio dos saltos tan violentos que casi nos hicieron caer. Nos vimos inmersos en un montón de polvo, de pequeños trozos de tierra y de una verdadera lluvia de astillas de roca.

Mí linterna estaba casi agotada. No quise detenerme para cambiarle las pilas; no era el momento. Se la cambié a Rya y dirigí la marcha con la luz de su linterna, también debilitada. Una cadena de explosiones, unas seis u ocho o más, sacudió el laberinto.

Alcé la vista y vi que se había abierto una grieta en una vieja viga del techo. Inmediatamente después de pasar debajo de ella, se derrumbó a mis espaldas. Un grito de terror y de miedo salió de mi garganta. Me giré al instante esperando lo peor, pero Rya también había salido indemne del accidente. Una corazonada me decía que nuestra suerte aumentaría; yo «sabía» en efecto que saldríamos de allí sin lesiones graves. Aunque una vez había tenido la aguda conciencia de que siempre resplandece el cielo antes del anochecer, durante un momento me olvidé de esa perogrullada; y no pasó mucho tiempo sin que me arrepintiera de ese olvido.

Encima de la viga rota había caído una tonelada de roca; de un momento a otro caerían otras más. Vimos que la superficie de la roca estaba combada igual que ocurre con la tierra blanda humedecida por la lluvia y reanudamos la carrera, uno junto al otro, pues el túnel era ancho. A nuestras espaldas, los ruidos de desmoronamiento aumentaron de intensidad, cada vez más, hasta el extremo de que temí que todo el pasillo fuera a desmoronarse.

El estallido de las restantes cargas de explosivo plástico constituyó una única y tremenda andanada, cuyo sonido percibimos cada vez más débil, al tiempo que la onda expansiva llegaba con más fuerza. ¡Diablos! parecía que se estremecía toda la montaña; desde sus cimientos, sacudidos por tremendos y violentos temblores que no podían haber sido provocados solamente por el explosivo plástico. Por supuesto, la mitad de la montaña estaba carcomida por efecto de más de un siglo de laboriosa explotación del carbón y, en consecuencia, estaba debilitada. Quizá las cargas de explosivo plástico habían desencadenado otros estallidos en los depósitos de combustible y de gas del refugio de los duendes. No obstante, teníamos la impresión de que el día del Juicio Final había acontecido antes de lo previsto. Cada una de las descomunales ondas de choque que recorrían la roca no hacía más que conmover mi confianza.

El aire se llenó de polvo, que nos provocó tos. El polvo se filtraba desde arriba, aunque la mayor parte cayó sobre nosotros en forma de nubes transportadas por corrientes de aire que se habían formado a causa de los desmoronamientos registrados a nuestras espaldas. Si no conseguíamos escapar pronto del anillo de influencia de la ciudad subterránea que estaba en vías de desmoronarse, si en uno o dos minutos no llegábamos a túneles seguros y donde corriera aire limpio moriríamos sofocados por el polvo, muerte que no se encontraba entre las numerosas posibilidades que yo había barajado.

Por otra parte, el debilitado rayo de luz de la linterna resultaba cada vez menos capaz de atravesar la polvorienta niebla. En más de una ocasión, perdí la orientación y estuve a punto de darme de cabeza contra la pared.

A raíz de la última detonación, se había puesto en marcha un fenómeno dinámico por efecto del cual la montaña buscaba un nuevo orden que permitiese liberar las antiguas tensiones y presiones acumuladas y llenar así las cavidades artificiales. A nuestro alrededor la fuerte roca comenzó a agrietarse de la manera más asombrosa, no con un retumbar monocorde, como cabría esperar, sino con una sinfonía inarmónica formada por sonidos extraños como globos que se revientan, nogales resquebrajados, pesados objetos de cerámica que estallan en pedazos, huesos que se astillan y cráneos fracturados. Era como el ruido que hacen los bolos al ser derribados por la bola, el crujido del celofán, todos los ruidos que harían un centenar de fornidos herreros al golpear con cien inmensos martillos contra otro centenar de yunques de hierro; con frecuencia, hasta podía oírse un sonido dulce y puro seguido de un tintineo casi musical reminiscente del cristal fino que se rompe, que se astilla en pedazos.

Sobre nuestras cabezas y hombros comenzaron a llover trozos de roca, astillas y guijarros. Rya empezó a gritar. Le cogí la mano y la arrastré detrás de mí a través de la lluvia de rocas.

Entonces comenzaron a caer pedazos de techo más grandes que los anteriores, del tamaño de pelotas de béisbol, que resonaban con estrépito al dar en el suelo a nuestro alrededor. Una roca grande como un puño me golpeó en el hombro derecho y otra en el brazo del mismo lado; y casi se me cae la linterna. Un par de proyectiles de tamaño similar alcanzaron también a Rya. Aunque dolían, seguimos adelante: no podíamos hacer otra cosa. Di las gracias a Horton Bluett por los cascos que nos había entregado, si bien esa protección sería insuficiente si todo el lugar se nos caía en la cabeza. La montaña experimentaba una implosión como si fuera la erupción del Krakatoa, pero al revés; menos mal que la mayor parte caía después de pasar nosotros.

De repente los temblores remitieron, lo que representó un cambio tan agradable, que al principio pensé que eran imaginaciones mías. Pero al cabo de diez pasos más, resultó claro que lo peor había quedado atrás.

Llegamos hasta el borde de la nube de polvo y nos encontramos en una zona de aire relativamente limpio, donde aprovechamos para carraspear y resollar para limpiar los pulmones.

Tenía los ojos llorosos a causa del polvo; aminoré el ritmo y pestañeé. Ya estaban limpios. El rayo amarillo de la linterna vibraba y parpadeaba constantemente, pues las pilas estaban a punto de agotarse. Entonces vi delante de mí una de las flechas blancas que habíamos pintado.

Rya corría de nuevo a mi lado. Seguimos la señal que habíamos dejado, giramos en una esquina y penetramos en un nuevo túnel, donde un demonio saltó de la pared a la cual estaba aferrado y derribó a Rya con un grito de triunfo estridente y un zarpazo asesino.

Dejé caer la débil linterna, que parpadeó aunque sin llegar a apagarse, y me arrojé sobre el atacante de Rya, a la vez que extraía de forma instintiva el cuchillo en vez de la pistola. Le clavé profundamente la hoja en la región lumbar y lo separé de Rya. El monstruo dejó escapar un grito de dolor y de furia.

El duende se dio la vuelta y clavó las garras de una mano en la pernera de mi pantalón de nieve. El tejido aislante quedó destrozado y sentí un fuerte dolor y una sensación de calor que me subían por la pantorrilla derecha. Supe que la bestia me había desgarrado la carne, además del pantalón.

Le rodeé el cuello con un brazo, lo afirmé en el mentón, extraje el cuchillo de su espalda y le abrí la garganta; todo ello en una serie de gestos rápidos que parecieron movimientos de ballet y que no debieron de durar más de dos segundos.

Cuando la sangre comenzó a manar a chorros de la garganta lacerada de la bestia y en el momento en que ésta comenzaba a buscar su forma humana, percibí —más que sentí— que otro duende se descolgaba de una pared o del techo a mis espaldas. Me giré velozmente y, al mismo tiempo, extraje el cuchillo de la herida abierta de mi enemigo. El segundo atacante cayó con gran estrépito sobre su compañero moribundo, en vez de encima de mí.

La pistola se me había caído de la canana y había ido a parar lejos del alcance de mi brazo, entre yo y el demonio que acababa de saltar de la pared.

La criatura se giró para hacerme frente, toda ella echando chispas y dientes, garras y furia prehistórica. Vi que sus poderosas caderas se doblaban. Apenas me dio tiempo de arrojar el cuchillo, cuando se lanzó sobre mí. La hoja dio dos vueltas en el aire y fue a clavarse en su garganta. La bestia cayó sobre mí escupiendo sangre, arrojando gruesos coágulos de sangre por su boca de cerdo. Aunque el impacto de la caída hizo que la hoja se clavara por completo en su garganta, el duende se las ingenió para hundir las garras en el forro de mi abrigo, en mis costados sobre las caderas, no profundamente, pero bastante.

Me desprendí de la bestia agonizante y no pude reprimir un grito de dolor en el momento en que sus garras salieron de mi carne.

Aunque la linterna estaba casi agotada, en el resplandor de palidez lunar que reinaba vi un tercer duende que corría hacia mí a cuatro patas, de manera que ofrecía el perfil más bajo y el blanco más estrecho que le era posible. Este duende se encontraba más lejos, quizás en el extremo del túnel, por lo que a pesar de la velocidad a la que se acercaba tuve tiempo suficiente para arrojarme hasta donde estaba la pistola, alzar el arma y disparar dos veces. Erré el primer tiro, pero el segundo le dio de lleno en el rostro porcino y le voló uno de los ojos de color escarlata. El monstruo cayó de costado, y se golpeó con fuerza contra la pared y allí quedó víctima de las convulsiones de la muerte.

En el momento en que la linterna parpadeó antes de apagarse definitivamente, pensé que había visto a un cuarto duende que se acercaba con lentitud por la pared más alejada, deslizándose como una cucaracha. Antes de que pudiera estar seguro de lo que había visto, quedamos en completa oscuridad.

El dolor que sentía en el corte de la pierna hacía el mismo efecto que el burbujear del ácido en un matraz, y en los costados sentía pinchazos ardientes que me impedían moverme con soltura. Temía que no pudiese moverme del lugar donde estaba cuando se había apagado la luz, pues, si de verdad había un cuarto duende, se desplazaría sigilosamente hacia el lugar donde me había visto por última vez.

Pasé por encima de un cadáver y luego por encima de otro, hasta que encontré a Rya.

Yacía boca abajo en el suelo. Muy quieta.

Por lo que recordaba, no se había movido ni emitido sonido alguno desde que el duende que estaba en la pared se había descolgado sobre ella y la había arrojado al suelo. Quería ponerla boca arriba con toda delicadeza y tomarle el pulso, pronunciar su nombre y oír que ella me respondía.

Pero no podía hacer nada de eso hasta que estuviera seguro de lo que pasaba con el cuarto duende.

Me agaché sobre Rya en posición protectora, miré hacia el túnel a oscuras, alcé la cabeza y me puse a escuchar con atención.

La montaña había recuperado la calma y parecía, al menos temporalmente, que había terminado de cerrar sus heridas. Aún caían trozos de techo y de pared en el tramo que habíamos recorrido, pero ello era a causa de pequeñas fallas cuyo ruido no llegaba hasta nosotros.

La oscuridad era más profunda que cuando uno cierra los ojos. Suave, monótona y total.

Entablé entonces un diálogo involuntario conmigo mismo, entre mi parte pesimista y la optimista:

«¿Está muerta?».

«Ni siquiera lo pienses».

«¿Has oído si respiraba?».

«¡Joder, si está inconsciente, respirará muy suave! Puede estar bien, solo que inconsciente. Y tiene una respiración tan superficial, que no se puede oír. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo?».

«¿Está muerta?».

«¡Diablos! ¡Piensa sólo en el enemigo!».

Si existiese otro duende, vendría de cualquier dirección y me llevaría gran ventaja gracias a la posibilidad de caminar por las paredes. Hasta podría caer sobre mí desde el techo, directamente sobre mi cabeza y mis hombros.

«¿Está muerta?».

«¡¡Cállate!!».

«Porque, si está muerta, ¿qué importa si matas al cuarto duende? ¿Qué importa si alguna vez consigues salir de aquí?».

«Los dos vamos a salir de aquí».

«Si tienes que volver solo a casa, ¿para qué sirve volver a casa, después de todo? Si ésta es su tumba, también podría ser la tuya».

«Cállate. Escucha, escucha…».

Silencio.

La oscuridad era tan perfecta, tan espesa, tan profunda que parecía que tuviera sustancia. Tuve la impresión de que podía estirar la mano y coger un puñado de húmeda oscuridad y estrujarla hasta que en algún lugar pudiera brillar la luz.

Mientras escuchaba atentamente con el fin de oír el suave chasquido y el ruido de las garras del duende al rasgar la piedra, pensé en lo que estarían haciendo los duendes cuando tropezamos con ellos. Quizá se dedicaban a seguir las flechas blancas que nosotros habíamos pintado para averiguar de qué modo habíamos conseguido penetrar en su refugio. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que esas señales eran tan útiles para nosotros como para ellos. Resultaba evidente que habían registrado hasta el último milímetro del refugio más de una vez y que, después de llegar a la conclusión de que habíamos huido, habían dirigido la atención a conocer la forma en que lo habíamos hecho. Quizás esos duendes habían seguido la pista de nuestro trayecto hasta el exterior de la montaña y regresaban al refugio en el momento en que nos topamos con ellos. O quizás hacía poco tiempo que habían comenzado a seguir la pista cuando aparecimos nosotros corriendo detrás de ellos. Aunque nos habían sorprendido, daba la impresión de que se habían apercibido de nuestra presencia apenas unos segundos antes de que nos vieran. Si hubiesen dispuesto de más tiempo, nos habrían matado a los dos o nos habrían capturado.

«¿Está muerta?».

«No».

«Está tan callada».

«Está inconsciente».

«Tan quieta».

«Cállate».

Un chirrido y un chasquido.

Estiré el cuello y giré la cabeza.

Nada más.

¿Habría sido mi imaginación?

Traté de recordar los cartuchos que me quedaban en el cargador de la pistola. La carga completa eran diez balas. Había empleado dos con el duende que había matado el domingo en el túnel donde las lámparas del techo dibujaban un tablero de ajedrez. Dos más, en el que acababa de matar. Quedaban seis. Eso era más que suficiente. Quizá no mataría al enemigo restante, si es que había otro, de seis disparos, pero estaba seguro de que ésa era la cantidad de veces que podía hacer fuego antes de que la maldita cosa cayera sobre mí.

Un suave sonido de algo que se deslizaba.

Aunque no tenía sentido forzar la vista, lo hice de todos modos.

La oscuridad era tan profunda como la boca de un lobo.

Silencio.

Pero… allí. Otro chasquido.

Y un olor extraño. El olor agrio del aliento de duende.

Chasquido.

¿Dónde?

Chasquido.

Encima de mí.

Caí de espaldas, sobre Rya, y efectué tres disparos hacia el techo.

Oí un rebote en la piedra, un grito inhumano y no tuve tiempo de disparar los tres cartuchos restantes porque el duende, herido de gravedad, cayó al suelo a mi lado. Al darse cuenta de mi presencia dejó escapar un aullido y soltó una coz, me rodeó la cabeza con uno de sus brazos de articulaciones extrañas y tremendamente fuertes, me atrajo hacia él y me clavó los dientes en el hombro. Pensaría que había dirigido la dentellada hacia mi cuello, lo que me causaría una muerte segura, pero la oscuridad y el propio dolor lo habían desorientado. Cuando retiró los dientes junto con algún trozo de carne, tuve la fuerza y la presencia de ánimo suficientes para encajar la pistola debajo de su mentón, bien fuerte contra la base de la garganta y disparar los tres últimos cartuchos. El cráneo del duende se abrió, y los sesos salieron disparados.

El túnel oscuro comenzó a dar vueltas.

Iba a desmayarme.

No era bueno. Podría haber un quinto duende. Si me desmayaba, quizá nunca volviese a despertarme.

Y tenía que atender a Rya. Ella estaba herida. Me necesitaba.

Sacudí la cabeza.

Me mordí la lengua.

Aspiré profundas bocanadas de aire para limpiar los pulmones y me froté los ojos cerrados muy fuerte para que el túnel cesara de dar vueltas.

—¡No voy a desmayarme! —grité.

Pero me desmayé.

No había tenido siquiera un instante de ocio para consultar el reloj en el preciso momento en que me había desvanecido y, por tanto, debía confiar en el instinto. Pensé que no había transcurrido un largo rato. Un minuto o dos, a lo sumo.

Cuando recuperé la conciencia, permanecí durante un momento escuchando atentamente a ver sí percibía el ruido a hojas secas impulsadas por el viento, como el andar del ratón, que hacían los duendes al desplazarse. Me di cuenta entonces de que incluso un minuto de desmayo habría significado el fin para mí si en el túnel hubiese habido otro demonio.

Me arrastré por el suelo y pasé al lado de los mutantes muertos, palpando la superficie del túnel a ciegas con las dos manos para encontrar una de las linternas. Lo único que encontré fue un montón de sangre más o menos cálida.

Se me ocurrió una idea loca: los apagones en el infierno son un asunto especialmente desagradable.

Casi me echo a reír Pero me habría salido una risa extraña, estridente, demasiado extravagante y, por tanto, decidí contenerla.

Recordé luego que en uno de los bolsillos interiores tenía las velas y los fósforos. Los extraje con manos temblorosas.

El chisporroteo de la llama de la vela hizo retroceder la oscuridad, aunque no bastó para que yo pudiera examinar a Rya con la atención que merecía. Gracias a la vela, sin embargo, pude encontrar las dos linternas. Les quité las pilas viejas y les puse otras nuevas.

Tras apagar la vela y guardarla en el bolsillo, me acerqué a Rya y me arrodillé a su lado. Coloqué las linternas en el suelo y orienté los rayos de manera que se cruzaran sobre ella.

—¿Rya?

No me contestó.

—Rya, por favor.

Quieta. Yacía muy quieta.

La palabra «pálida» había sido acuñada para el estado en que se encontraba.

Tenía la cara fría, demasiado fría.

Vi un moretón reciente que le cubría la mitad derecha de la frente y seguía la curva de la sien hasta llegar al pómulo. En la comisura de los labios se veía un hilo de sangre reluciente.

Llorando, le levanté un párpado sin saber qué diablos buscaba. Coloqué una mano delante de las fosas nasales para ver si tenía aliento, pero la mano me temblaba tanto que no pude darme cuenta de si le salía el aliento de la nariz. Por último, hice lo que aborrecía hacer: tomé una de las manos, la levanté y coloqué dos dedos debajo de la muñeca para tomarle el pulso, pero no lo encontré, no lo encontré, Dios mío, no lo encontré. Entonces me di cuenta de que podía «ver» su pulso, de que latía débilmente en las sienes; una palpitación apenas perceptible, pero una palpitación a fin de cuentas. Y cuando le giré la cabeza con todo cuidado, vi también el pulso en la garganta. Estaba viva. Quizá no demasiado. Quizá no por demasiado tiempo. Pero estaba viva.

La examiné con renovadas esperanzas para ver si tenía alguna herida. Había un desgarrón en el abrigo; las garras del duende habían penetrado en la cadera izquierda y había manado algo de sangre, aunque no mucha. Tuve miedo de averiguar de dónde procedía la sangre que había visto en la comisura de los labios, pues podría tratarse de un derrame interno; era posible que tuviese la boca llena de sangre. Pero no fue así. Se había cortado un labio; nada más que eso. En realidad, de no ser por las magulladuras de la frente y el rostro, parecía ilesa.

—¿Rya?

Nada.

Tenía que sacarla de la mina, a la superficie, antes de que comenzara otra serie de derrumbamientos o de que llegase a buscarnos una nueva partida de duendes o antes de que muriese por falta de cuidados médicos.

Apagué una linterna y la guardé en el bolsillo del pantalón, donde antes tenía la pistola. El arma ya no me sería de utilidad, pues si me enfrentaba de nuevo con los duendes, seguramente acabarían conmigo antes de que pudiese destruirlos a todos, por más armas que pudiese tener.

Tuve que llevarla en brazos, pues no podía caminar. En mi pantorrilla izquierda tenía los orificios correspondientes a tres muescas de escoplo, causadas por las garras del duende. La sangre rezumaba de las cinco perforaciones de mis costados; tres en el izquierdo, dos en el derecho. Aunque tenía golpes por todas partes, la piel levantada o un centenar de dolencias, de todos modos, me las ingenié para llevar a Rya.

No siempre la adversidad sirve para que uno gane fuerza y valor; a veces, surte efectos destructores. Tampoco se experimenta siempre en los momentos de crisis una carga de adrenalina que hace adquirir poderes sobrehumanos, pero sí ocurre con bastante frecuencia, por lo que forma parte de las creencias tradicionales.

A mí me ocurrió en aquellos pasillos subterráneos. No se trató de una súbita corriente de adrenalina como esas que permiten que un marido levante un automóvil destrozado para sacar a la esposa de debajo como si levantara un portafolios; tampoco es la tormenta de adrenalina que da a una madre el poder de arrancar de los goznes una puerta cerrada y atravesar un cuarto en llamas sin sentir el calor para rescatar al hijo. En vez de ello, me parece que fue algo como un goteo constante de adrenalina, una corriente asombrosamente prolongada de la cantidad exacta que yo precisaba para continuar la marcha.

Teniendo en cuenta esto, cuando se explora el corazón humano en toda su extensión y se comprenden las motivaciones fundamentales del individuo, no es la perspectiva de la propia muerte lo que a uno le asusta, lo que le llena de terror. En realidad, no ocurre así. Piénsese un poco acerca de ello. Lo que más atemoriza, lo que reduce al individuo a un estado de terror en que se pone a lloriquear como un niño es la muerte de aquellos a quienes ama. La perspectiva de la propia muerte, si bien no es agradable, puede soportarse, pues no hay sufrimiento ni dolor una vez que la muerte ha llegado. Pero cuando uno pierde a quienes ama el sufrimiento persiste hasta que uno mismo desciende a la propia tumba. Madres, padres, esposas y maridos, hijos e hijas y amigos se van de la vida de uno y el dolor de esa pérdida y la soledad consecuente que su desaparición provoca dejan al individuo en un estado de sufrimiento aún más profundo que la fugaz llama de dolor y de miedo que acompaña a la propia muerte.

El miedo de perder a Rya me impulsó a recorrer aquellos túneles con mayor determinación de la que habría poseído si se hubiese tratado sólo de mi propia supervivencia. Durante las horas que siguieron, perdí la conciencia del dolor de los músculos acalambrados y del agotamiento. Aunque el espíritu y el corazón me ardían por las emociones, el cuerpo era como una máquina fría, que se movía incansablemente hacia adelante, a veces con el zumbido propio del motor bien aceitado, a veces con grandes esfuerzos, pero siempre adelante sin quejas, sin sentimientos. La llevé en brazos como podría haber llevado a un niño pequeño; tuve la impresión de que pesaba menos que una muñeca de juguete. Cuando llegué a un pozo vertical, no perdí tiempo alguno en pensar cómo haría para subirla hasta la planta siguiente del laberinto. Simplemente, me quité el abrigo, le quité el suyo y, luego con una fuerza que habría significado una prueba para una máquina de verdad, desgarré las fuertes costuras que unían las telas de las ropas hasta que no hubo más costuras, hasta que quedaron reducidas a tiras de resistente tejido acolchado. Até luego esas tiras, hice con ellas una especie de cabestrillo que pasé por debajo de sus brazos y por la entrepierna y una especie de sirga doblemente anudada que medía más de cuatro metros de largo y que dejé suelta en la extremidad superior. Trepé por el pozo izando a Rya conmigo, inclinado, con los pies en los peldaños y con la espalda apoyada contra la pared opuesta. Llevaba sobre el pecho el lazo de la doble soga, con los brazos rectos y una mano en cada línea de la soga para evitar que todo el peso de Rya pendiese de mi esternón. Tuve cuidado de que la cabeza no le golpeara contra las paredes del pozo ni contra los peldaños de hierro oxidado. Realicé toda la operación con mucho cuidado, despacio, despacio. Fue toda una hazaña de fuerza, equilibrio y coordinación que más tarde me pareció fenomenal, pero que en ese momento llevé a cabo sin pensar para nada en las dificultades que entrañaba.

Habíamos empleado siete horas para realizar el viaje de entrada a la mina, pero eso había sido cuando ambos nos encontrábamos en buen estado. No cabía duda de que el viaje de regreso exigiría un día o más; dos días, quizá.

No teníamos comida, pero eso no importaba. Podíamos pasar uno o dos días sin comer.

No pensé en absoluto en la manera de sustentar mi energía sin alimentarme. La ausencia de preocupación no provenía del convencimiento de que no me fallaría el cuerpo que funcionaba a bombazos de adrenalina. No. Ocurría simplemente que no era capaz de pensar en tales cosas, pues mi mente bullía por las emociones —miedo, amor— y no tenía tiempo para cosas más prosaicas. De ellas se ocupaba el cuerpo-máquina, que estaba preparado como un autómata, que no debía pensar nada para llevar a cabo sus tareas.

Sin embargo, con el tiempo, sí pensé en el agua, pues sin agua el cuerpo no puede funcionar tan fácilmente como si le falta la comida. El agua es el lubricante de la máquina humana; sin ella, no tardan en aparecer los problemas. El termo de zumo de naranja que Rya llevaba en la mano se había caído cuando el duende saltó sobre ella; posteriormente, lo había sacudido para ver si estaba roto y, al oír el ruido de los trozos del recipiente interior, comprendí que no era necesario abrir el envase para mirar dentro. Todo lo que teníamos para beber era el agua de los charcos que había en algunos túneles y que muchas veces presentaban una capa de verdín; casi seguro que sabría a carbón y a moho, o a algo peor; pero tenía que atreverme a beberla del mismo modo que no podía soportar el dolor. De vez en cuando depositaba a Rya en tierra el tiempo suficiente para agacharme al lado de un charco de agua estancada, quitar el limo que cubría la superficie y beber un poco de agua poniendo las manos en forma de cuenco. Otras veces sostenía a Rya, le abría la boca y le daba a beber agua con el hueco de la mano. Rya no se movía; pero cuando el agua bajaba por su garganta me estimulaba el ver que los músculos se contraían y relajaban por efecto de la ingestión involuntaria.

Un milagro es un acontecimiento que se mide en unos instantes: una fugaz mirada de Dios que se manifiesta en algún aspecto mundano del mundo material; una breve emanación de sangre de las llagas de una estatua de Cristo; una lágrima o dos que se derraman de los ojos ciegos de una imagen de la Virgen María; el cielo arremolinado de Fátima. Mi fuerza milagrosa duró horas, pero no fue posible que durase para siempre. Recuerdo que caí de rodillas, me levanté, seguí caminando y caí de nuevo… Esta vez Rya casi se cae de mis brazos. Decidí que debía descansar por el bien de ella, no por el mío; apenas un corto descanso para recuperar fuerzas. Entonces, me quedé dormido.

Me desperté con fiebre.

Rya estaba tan inmóvil y en silencio como antes.

La marea de su aliento aún seguía creciendo y retirándose. El corazón todavía le latía, aunque me pareció que tenía el pulso más débil que antes.

Me había dejado la linterna encendida en el lugar donde me había quedado dormido; y la encontré debilitada, agotándose.

Maldije mi estupidez y extraje del bolsillo del pantalón la otra linterna; la encendí y guardé en dicho bolsillo la linterna agotada.

Según mi reloj eran las siete en punto. Supuse que serían las siete de la tarde del lunes. No obstante, por lo que sabía, tendría que ser la mañana del martes. No tenía manera de determinar el tiempo que llevaba luchando en el interior de la mina con Rya a cuestas ni tampoco el tiempo que había dormido.

Encontré agua para los dos.

Alcé a Rya de nuevo. Después de esa interrupción, quería que el milagro continuase. Y así ocurrió. Sin embargo, el poder que fluía hacia mí era mucho menor que antes. Pensé que Dios se habría marchado y que habría confiado la misión de ayudarme a uno de los ángeles menores cuyos recursos no eran siquiera la mitad de impresionantes que los de su Señor. Había disminuido mi capacidad de resistir el dolor y el cansancio. Recorrí pesadamente una considerable distancia en estado de admirable indiferencia, igual que si fuera un autómata. De vez en cuando cobraba conciencia de los dolores, tan fuertes que dejaba escapar un leve gemido; un par de veces, incluso llegué a gritar. De tanto en tanto, se me hacía presente el dolor que experimentaba en mis músculos y huesos atormentados y me veía obligado a suprimir esa sensación. Rya ya no me parecía tan liviana como una muñeca. Hubo momentos en que podría haber jurado que pesaba unos trescientos kilos.

Dejé atrás el esqueleto del perro. Me giré y lo seguí mirando con sensación de desasosiego, porque mi mente febril se encontraba llena de imágenes en que era perseguido por ese montón de huesos caninos.

Perdía y recuperaba la consciencia, igual que una mariposa nocturna que pasa sin cesar de la zona de luz a la zona de penumbra. Me encontré, con frecuencia, en condiciones y posiciones que me provocaron un susto tremendo. Más de una vez, al surgir de mis oscuridades interiores, me di cuenta de que estaba arrodillado al lado del Rya, llorando desconsoladamente. Pensaba que ella estaba muerta, pero siempre le encontraba el pulso, un pulso débil quizá, pero pulso a fin de cuentas. Me despertaba balbuceando y asfixiado, con el rostro hundido en un charco de agua del cual había estado bebiendo. A veces volvía a la conciencia y me daba cuenta de que había pasado de largo por una de las flechas blancas. Tras avanzar unos cien metros con ella en brazos por el camino equivocado, tenía que dar la vuelta y retroceder hasta encontrar el sendero correcto en el laberinto.

Sentía calor. Estaba hirviendo. Era un calor seco y abrasador. Me pareció que tendría el mismo aspecto que Eddy el Flaco: como los pergaminos antiguos, como las arenas de Egipto, crujiente y seco.

Durante un rato miré el reloj con regularidad, pero al final dejé de preocuparme de hacerlo. No servía para nada y, además, no era cómodo para mí. No podía saber a qué parte del día hacía referencia el reloj; no sabía si era de la mañana o de la tarde, si era de noche o si nos encontrábamos a mediados de la tarde. Tampoco sabía a qué día estábamos, aunque supuse que debían ser las últimas horas del lunes o las primeras del martes.

Pasé tambaleándome al lado del montón de maquinaria oxidada y abandonada que, por casualidad, formaba una cruda figura de ser extraterrestre, de cabeza con cuernos y pecho y espina bífida. Estaba más que convencido de que la cabeza oxidada de la criatura se había girado al pasar junto a ella, de que su boca de hierro se había abierto aún más y de que se había movido una mano. Mucho después, al encontrarme en otros túneles, imaginé que oía que la criatura me perseguía, arrastrándose en medio de un ruido metálico, con gran paciencia, incapaz de seguir mi ritmo, pero convencida de que podría alcanzarme por pura perseverancia, lo cual era probable que ocurriese, pues mi paso iba disminuyendo de forma continua.

No siempre tenía la seguridad de cuándo estaba despierto y cuándo dormido. A veces, mientras llevaba a Rya o la alzaba o la arrastraba con todo cuidado por los pasadizos desmoronados, pensaba que me encontraba en una pesadilla y que todo se arreglaría cuando me despertase. Pero, por supuesto, estaba despierto y viviendo la pesadilla.

De la llama de la conciencia a la oscuridad de la insensibilidad, abalanzándome como una mariposa de la una a la otra, mi debilidad fue aumentando de modo inexorable; tenía la cabeza borrosa y sentía mucho calor. Me desperté. Estaba sentado contra la pared rocosa de un túnel, con Rya en mis brazos y empapado en sudor. Tenía el cabello aplastado contra la cabeza y me picaban los ojos por el peso de los arroyos salados que me recorrían la frente y las sienes. La transpiración me caía de la frente, de la nariz, de las orejas, del mentón y de las mandíbulas. Era como si me hubiese arrojado al agua con la ropa puesta. Tenía más calor del que había sentido en las playas de Florida, si bien ahora el calor procedía por completo de mi interior: tenía un horno dentro de mí, un sol abrasador atrapado en la caja torácica.

Cuando recuperé de nuevo la conciencia el calor no había desaparecido, un calor tremendo; pese a lo cual estaba preso de un temblor indomable, caluroso y frío al mismo tiempo. El sudor estaba cerca del punto de ebullición cuando salía de mi cuerpo, pero enseguida se congelaba en la piel.

Procuré apartar los pensamientos de mi propio sufrimiento, traté de concentrarme en Rya y de recuperar la fuerza y el vigor milagrosos que había perdido.

Cuando la examiné, ya no pude sentir el pulso en las sienes, ni en la garganta ni en la muñeca. La piel de Rya parecía más fría que la mía. Con desesperación, le levanté un párpado y pensé que había algo diferente en el ojo, un vacío terrible.

—Oh, no —exclamé, y le tomé el pulso otra vez—. No, Rya, por favor, no. —Seguía sin sentir latido alguno—. ¡Diablos, no, no!

La estreché contra mí, con mucha fuerza, como si pudiera impedir que la muerte me la arrebatara de entre mis brazos. La mecí como si se tratara de un bebé, le canté a media voz y le dije que se pondría bien, muy bien, que iríamos a la playa de nuevo, que haríamos el amor de nuevo y que reiríamos y estaríamos juntos mucho, mucho tiempo.

Pensé en las sutiles facultades paranormales de mi madre gracias a las cuales sabía preparar infusiones y cataplasmas con mezclas de hierbas. Las mismas hierbas carecían de valor medicinal cuando otros procuraban hacer lo mismo. La facultad curativa estaba en mamá, no en los polvos de hojas, cortezas, granos, raíces y flores que ella empleaba para hacer esos remedios. En la familia Stanfeuss todos teníamos algún don especial, extraños cromosomas soldados en un lugar u otro de la cadena genética. Si mi madre era capaz de curar, ¿por qué diablos no podría hacerlo yo? ¿Por qué tenía esa maldición de los ojos crepusculares cuando Dios podría haberme bendecido tan fácilmente con el don de la curación por las manos? ¿Por qué estaba condenado nada más a ver a los duendes y los desastres inminentes, visiones de muerte y de desastre? Si mi madre podía sanar, ¿por qué yo no podía hacerlo? Y habida cuenta de que, sin duda alguna, yo era el más dotado de toda la familia Stanfeuss, ¿por qué no era capaz de curar a los enfermos incluso mejor de lo que lo hacía mamá?

Mientras sostenía con fuerza el cuerpo de Rya y la mecía como se hace con los bebés, deseé que viviera. Insistí en que se marchara la Muerte. Discutí con el siniestro espectro, procuré complacerlo, engatusarlo, me esforcé luego con la razón y la lógica y después le rogué, pero los ruegos pronto se transformaron en amarga disputa; por último, la amenacé, como si hubiera algo con que amenazar a la Muerte. Loco. Estaba loco. Había perdido el juicio a causa de la fiebre, pero también por la pena. Con las manos y los brazos procuraba transmitirle a ella la vida que había en mi interior, pugnando porque saliera de mí y entrara en ella, de la misma manera que se puede verter en un vaso el agua de un cántaro. Se representó en mi mente una imagen en la que ella estaba viva y sonreía; entonces rechiné los dientes, apreté las mandíbulas, contuve el aliento y deseé que esa imagen mental se convirtiese en realidad; puse tanto esfuerzo en la extraña obra que me desmayé de nuevo.

Después, la fiebre, la pena y el agotamiento conspiraron para hundirme aún más en el mundo de la incoherencia donde yo reinaba. Me encontré con que a veces trataba de curarla y a veces le cantaba en voz baja (antiguas canciones de Buddy Holly, sobre todo), una lírica extrañamente deformada por el delirio. Otras veces repetía fragmentos de diálogos de la serie de películas de William Powell y Myrna Loy, que a ambos nos gustaban mucho; en ocasiones, el diálogo me hacía recordar cosas que nos habíamos dicho el uno al otro en momentos de ternura, de amor. Alternaba los momentos de ira hacia Dios con otros en que lo bendecía; le hacía amargas acusaciones de sadismo cósmico y, segundos después, le recordaba en sollozos que Él tenía fama de ser misericordioso. Desvariaba y deliraba, cantaba lamentos fúnebres y arrullos, rogaba y blasfemaba, sudaba y temblaba, pero sobre todo lloraba. Me acuerdo que pensé entonces que mis lágrimas podrían servir para curarla y devolverle la vida. Qué locura.

Teniendo en cuenta el copioso torrente de lágrimas y de sudor, me pareció que era sólo cuestión de tiempo que llegara el momento en que me encogería, me volvería polvo y desaparecería. Pero en aquella situación tal final me pareció inmensamente atractivo. Convertirme en polvo y desaparecer, dispersarme, como si nunca hubiese existido.

No me sentía capaz de levantarme y de seguir andando, aunque viajé en los numerosos sueños que tuve cuando me dormí. Estaba en Oregon, sentado en la cocina de la casa de los Stanfeuss. Comía una porción de pastel de manzana que había cocinado mi madre; ella me sonreía y mis hermanas me decían que era una gran suerte que yo hubiese regresado y que yo estaría muy feliz de ver a mi padre cuando muy pronto me reuniera con él en la paz de la otra vida. Estaba en la avenida principal de una feria, bajo un cielo azul, y me dirigía al medidor de fuerza para presentarme a la señorita Rya Raines y pedirle trabajo, pero la dueña de la atracción era otra persona, alguien a quien no había visto nunca antes, que me decía que nunca había oído hablar de Rya Raines, que esa persona nunca había existido, que yo debía estar confundido; entonces, el miedo y el pánico se apoderaban de mí y me ponía a correr por la feria, de una atracción a otra, buscando a Rya, pero nadie había oído hablar de ella, nadie, nadie. Estaba en Gibtown, sentado en una cocina y bebía cerveza con Joel Tuck y con Laura, su esposa; había un montón de feriantes, entre ellos Gelatina Jordan, que ya no estaba muerto; y me levanté de un salto, lo rodeé con los brazos y lo abracé con verdadera alegría; el hombre gordo me dijo que no debería sorprenderme, que la muerte no era el fin, que debía mirar al lado del fregadero; cuando miré, vi a mi padre y a mi primo Kerry que bebían sidra y me sonreían; entonces ambos me dijeron:

—Hola, Carl, chico, qué bien estás.

—Por Dios, muchacho —preguntó Joel Tuck—, ¿cómo has hecho para llegar hasta aquí? ¡Mira la herida que tienes en el hombro!

—Parece un mordisco —comentó Horton Bluett, que estaba inclinado con una linterna.

—Tiene sangre en los costados —afirmó Joel Tuck con tono preocupado.

—Esta pierna también la tiene empapada de sangre —añadió Horton.

Por algún motivo, el sueño se había trasladado a la galena de la mina donde yo estaba sentado con Rya en mis brazos. Todas las demás personas del sueño habían desaparecido, salvo Joel y Horton.

Y Luke Bendingo, que apareció entre Joel y Horton.

—A-agu-uanta, S-Slim. Te lle-llevaremos a casa. Aguanta a-ahí.

Trataban de sacar a Rya de entre mis brazos, pero eso era algo intolerable por más que se tratase de un sueño, así que me opuse. No tenía mucha fuerza y no pude ofrecer demasiada resistencia. Me la arrebataron. Perdida la dulce carga que ella representaba, la vida había perdido todo sentido. Entonces me desplomé, hecho un harapo y sollozando.

—Todo va bien, Slim —me dijo Horton—. Ahora te sacaremos de aquí. Quédate echado y deja que nosotros nos encarguemos de todo.

—¡Vete a la mierda! —exclamé.

—Eso sí que es tener espíritu, muchacho —terció Joel Tuck, riendo—. Eso es el espíritu del superviviente.

No recuerdo gran cosa más. Fragmentos. Recuerdo que me llevaban por túneles oscuros, que las luces de las linternas se movían hacia atrás y hacia adelante y, en mi delirio, a veces se transformaban en grandes reflectores que cortaban trozos de un cielo nocturno. El túnel vertical del final del trayecto. Los dos últimos túneles. Alguien me levantaba el párpado… Joel Tuck me miraba preocupado… Su rostro de pesadilla me pareció lo más agradable que había visto en mi vida.

Después me encontraba fuera, al aire libre, donde las nubes grises y espesas que parecían cernirse permanentemente sobre Yontsdown estaban allí de nuevo, siniestras. Sobre el terreno había un montón de nieve nueva, medio metro, quizás, o más. Recordé la tormenta que se anunciaba para el domingo por la mañana, cuando Horton nos había conducido al interior de las minas. Entonces comencé a darme cuenta de que no soñaba. La tormenta había llegado y se había marchado, dejando las montañas ocultas debajo de un manto de nieve fresca.

Trineos. Tenían dos largos trineos, de esos que tienen patines anchos y un asiento con respaldo. Y mantas. Montones y montones de mantas. Me sujetaron en un trineo y me envolvieron en un par de mantas de lana. Colocaron el cuerpo de Rya en el otro trineo.

Joel se arrodilló a mi lado.

—Carl Slim, no me parece que estés del todo con nosotros, pero espero que hagas caso de algo que voy a decirte. Hemos venido aquí por tierra, por un atajo, porque los duendes vigilaban todos los caminos y los senderos de montaña desde que vosotros volasteis el infierno de la Compañía Minera Rayo. Tenemos que hacer un camino largo y difícil, lo más en silencio que podamos. ¿Me entiendes?

—Vi los huesos de un perro en aquel infierno —le dije, asombrado al escuchar que esas palabras salían de mí—. Y me parece que Lucifer quiere cultivar tomates hidropónicos; así, después puede freír las almas y hacer sándwiches calientes.

—Delira —opinó Horton Bluett.

Joel puso una mano sobre mi rostro, como si por el hecho de tocarme pudiera lograr que le prestase atención durante un momento.

—Mi joven amigo, escúchame bien, pero bien, bien. Si empiezas a gemir como lo hacías allí abajo, si empiezas a farfullar o a sollozar, tendré que ponerte una mordaza, cosa que no quiero hacer porque ya veo que de vez en cuando tienes problemas para respirar. Pero no podemos arriesgarnos a atraer la atención. ¿Me oyes?

—Vamos a jugar de nuevo al juego del ratón —le dije—, como en la central eléctrica, todo rápido y en silencio, arrastrándonos por los desagües.

Eso debió parecerle otra tontería más, pero era lo que más se aproximaba a una forma de expresar que yo entendía lo que me había dicho.

Fragmentos. Recuerdo que Joel arrastraba el trineo. Luke Bendingo tiraba del cuerpo de Rya. De vez en cuando, durante breves ratos, el indomable Horton Bluett relevaba a Luke y a Joel, fuerte como un toro a pesar de su edad. Senderos de ciervos en el bosque. Los árboles formaban una bóveda de agujas verdes, algunas cubiertas de hielo. Un arroyuelo congelado sirvió de autopista. Un campo abierto. Estábamos cerca de la oscuridad de la linde del bosque. Un alto para descansar. Me dieron a beber un caldo caliente que llevaban en un termo. El cielo se oscurecía. El viento. La noche.

Al llegar la noche, supe que viviría. Volvía al hogar. Pero el hogar no sería el hogar sin Rya. ¿Qué sentido tenía vivir si iba a vivir sin ella?