CAPÍTULO 30
LEJOS DE LA FERIA

El insistente chillido de la sirena me recordó la llamada de comienzo del número de La Motocicleta de la Muerte de la feria Hermanos Sombra. El sonido era similar; de efecto electrizante. Se me antojó que el oscuro laberinto del circuito de ventilación era La Casa de las Risas. En efecto, la sociedad secreta de los duendes, en la cual todo era distinto a cuanto ocurría en la sociedad moralista, era en cierta forma una versión siniestra de nuestra cerrada sociedad de feriantes. Mientras Rya y yo nos deslizábamos por las tuberías de ventilación, me sentí un poco como podría sentirse un joven ajeno al mundo de la feria que, con la idea de poner a prueba su valor, se aventurase en su recinto una noche, después de la hora de cierre y penetrase furtivamente en la tienda de los fenómenos cuando todas las luces estuvieran apagadas y cuando ninguno de los suyos estuviese cerca para escuchar sus gritos.

Rya llegó a una tubería vertical que se abría en el techo de la conducción por la que nos deslizábamos y apuntó la linterna hacia ella. Vi con sorpresa que tomaba ese camino y arrastraba la mochila cogida de las correas. Cuando la seguí, descubrí que una pared de la nueva tubería contaba con peldaños para facilitar las tareas de mantenimiento; eran poco más que agujeros para poner los dedos de los pies y de las manos, pero permitían subir sin demasiado esfuerzo. Hasta a los duendes, que eran capaces de caminar por paredes y techos, les resultaría difícil trepar por las lisas superficies metálicas de una tubería vertical sin esa suerte de ayuda.

A medida que ascendía, pensé que era una buena idea la de huir de la planta de la instalación en la que habíamos dejado al segundo duende muerto, porque, cuando fuese encontrado el cadáver, nos buscarían sobre todo en esa zona. Aproximadamente a unos quince o veinte metros del lugar donde comenzamos el ascenso, salimos de la tubería y penetramos en otra que recorría en sentido horizontal la planta siguiente. Rya abrió la marcha a través de una serie de pasajes de comunicación que había en dicha planta.

Al cabo de un rato, la sirena se apagó.

Sentí un zumbido en los oídos durante un buen rato después de que hubiera cesado el ruido de la sirena.

En cada toma de aire, Rya hacía un alto para escudriñar a través de la reja. Cuando reanudaba el avance, yo me acercaba a los listones de metal y también echaba una ojeada. Algunas habitaciones estaban desiertas, oscuras y quietas. Pero en la mayor parte de ellas había duendes armados que nos buscaban. A veces, podía ver poco más que sus pies y sus piernas, porque las rejas constituían un punto de observación muy bajo. Pese a ello y a juzgar por la urgencia de sus voces estridentes y por los movimientos cautelosos, aunque rápidos, supe que llevaban a cabo un registro.

Desde el momento en que habíamos subido en el ascensor desde la planta sin terminar de la instalación hasta la quinta planta, donde comenzamos a fisgonear, percibimos vibraciones en los suelos y las paredes de los túneles y de las habitaciones por donde pasamos. Parecía que se trataba de enormes máquinas que trituraban guijarros en un lugar alejado, por lo que supusimos que era el sonido ocasionado por la maquinaria pesada que se empleaba para extraer el carbón de la tierra en los lejanos pozos donde verdaderamente se llevaba a cabo tal actividad. Cuando se apagó la sirena y dejaron de zumbarme los oídos, me di cuenta de que el ruido sordo que oíamos por todas partes también era audible dentro del circuito de ventilación. En efecto, a medida que recorríamos la cuarta planta, el ruido se hizo más fuerte; de un retumbar, se transformó en un estruendo sordo. Las vibraciones también eran más perceptibles, ya que traspasaban las paredes de la tubería y me llegaban hasta los huesos.

Cerca del final de la tubería de la cuarta planta, llegamos a una toma a través de la cual Rya vio algo que le interesó. Como era más ágil que yo, se las ingenió para darse la vuelta en ese espacio tan escaso sin hacer demasiado ruido, de modo que ambos quedamos de cara frente a la reja.

No tuve necesidad de mirar para saber que la fuente del profundo y continuo retumbar se encontraba en la cámara a la que daba la toma de ventilación, pues tanto el ruido como la vibración habían aumentado de intensidad. Cuando al final miré a través de los estrechos espacios que quedaban entre las barras de la reja, divisé los asientos de hierro forjado de lo que parecían ser máquinas enormes, aunque no podía ver lo suficiente para imaginarme de qué máquinas se trataba.

También tuve una oportunidad de estudiar de cerca los pies provistos de terribles garras de numerosos duendes. Muy de cerca. Otros duendes estaban más lejos. Pude ver que portaban armas y se dedicaban a registrar el espacio que quedaba entre las enormes máquinas.

Cualquiera que fuese la fuente del ruido y de la vibración, no se trataba de la extracción de carbón, como habíamos pensado, pues en ese lugar no había olor a carbón ni tampoco polvo. Además, no oíamos ruidos ni de trituradoras ni de taladros. La calidad del retumbar era, en lo fundamental, la misma de cerca que a la distancia, aunque mucho más fuerte.

No supe por qué Rya se había detenido allí. Sin embargo, ella era muy inteligente y lista, y la conocía lo suficiente como para percibir que el alto no obedecía a la simple curiosidad. Tenía una idea; quizás un plan. Estaba dispuesto a seguir sus indicaciones, porque su plan era seguramente mejor que el mío. Tenía que ser mejor, pues yo no tenía ningún plan.

En unos minutos, la partida de búsqueda había registrado todos los escondites obvios de la habitación. Los duendes siguieron camino y se apagaron sus voces desagradables.

No se les había ocurrido inspeccionar las tuberías de la ventilación. Pronto, sin embargo, corregirían ese descuido.

En realidad, era posible que los duendes ya estuviesen dentro de la tubería, deslizándose de un tramo a otro, cada vez más cerca de nosotros.

La misma idea se le habría ocurrido a Rya, pues era evidente que había decidido que había llegado el momento de escapar de la tubería. Colocó el hombro contra la reja y empujó hacia afuera. La abrazadera se abrió y la reja giró sobre los goznes.

Era una decisión arriesgada. Si un solo integrante de la cuadrilla de búsqueda se había rezagado o si había trabajadores duendes en la cámara, el enemigo estaría lo suficientemente cerca para vernos salir de la pared.

Tuvimos suerte. Salimos de la tubería arrastrando las mochilas, las armas y la bolsa de lona detrás de nosotros y cerramos la reja sin ser vistos.

No habíamos discutido la decisión de Rya de abandonar la tubería del circuito de ventilación, porque ello nos habría obligado a elevar la voz más alto que el estrépito causado por las máquinas en funcionamiento. Una vez fuera de la tubería, también seguimos actuando sin consultarnos. A pesar de esa falta de comunicación, corrimos de común acuerdo hasta llegar al abrigo de una enorme máquina.

No llegamos a recorrer una gran distancia antes de que yo me diera cuenta de dónde estábamos: se trataba de la central eléctrica del complejo, donde se generaba la electricidad. En parte, el ruido sordo era producido por docenas de enormes turbinas que giraban impulsadas por el agua o, quizá, por el vapor.

La cavernosa cámara era impresionante: medía más de cincuenta metros de largo por al menos setenta de ancho, y la altura del techo equivaldría a la de un edificio de seis u ocho plantas. Dentro de carcasas de hierro fundido que habían sido pintadas del color gris de los navíos de guerra, había cinco generadores grandes como casas de dos plantas alineados uno tras otro en el centro del recinto. Alrededor de los asientos de los generadores se apiñaban máquinas auxiliares, también a escala gigantesca.

Recorrimos el recinto buscando en todo momento la protección de las sombras, de una máquina a la otra, de cajones de piezas de repuesto a una hilera de carretillas eléctricas que evidentemente los trabajadores utilizaban para desplazarse por la instalación.

De pared a pared, justo encima de las maquinarias, había tendidas pasarelas de acero, que servían para facilitar los trabajos de inspección y de mantenimiento.

Había también una inmensa grúa de color rojo que estaba suspendida de rieles empotrados en el techo. Parecía que era capaz de desplazarse de un extremo a otro de la cámara, para atender el generador que necesitase reparaciones importantes. En ese momento, la grúa no estaba en funcionamiento.

Mientras pasábamos de una zona de sombra a la siguiente, Rya y yo no sólo estudiábamos las partes bajas de la central eléctrica, sino que dirigíamos frecuentes miradas a las pasarelas. Vimos a un trabajador duende; luego a otros dos, en el suelo. Las dos veces, estaban a unos setenta metros de distancia, absortos en su trabajo de vigilancia del funcionamiento de la central, y en ningún momento se apercibieron de nuestra presencia, pues corríamos veloces como las ratas de un lugar oculto a otro.

Por suerte, no vimos ningún enemigo en las pasarelas, desde donde podrían habernos avistado con mucha más facilidad que desde el suelo, ya que la gran cantidad de maquinaria y de provisiones que allí había hacía difícil la visión desde lejos.

Cerca de la parte media de la cámara, llegamos a un canal que medía diez metros de profundidad por otros diez de anchura y que corría al lado de los generadores, de un extremo a otro del recinto; sus bordes contaban con barandillas de protección. En el canal, había una tubería de aproximadamente ocho metros de diámetro, cuyo tamaño la hacía apta para que pasasen camiones por encima. En realidad, el ruido que procedía de la tubería parecía indicar que columnas enteras de grandes camiones de dieciocho ruedas pasaban atronando el aire por ahí en ese preciso momento.

Permanecí desconcertado durante un momento, pero pronto me di cuenta de que la energía eléctrica de todo el complejo era generada por un río subterráneo que había sido canalizado mediante esa tubería y aprovechado para mover una serie de inmensas turbinas. Oímos el paso de millones de litros de agua que rugían río abajo en un curso que sin duda se adentraba más profundamente en la montaña. Miré de nuevo la línea de aquellos generadores grandes como casas y me pregunté por qué los duendes necesitarían tanta electricidad. Con la electricidad que generaban era suficiente para abastecer a una ciudad centenares de veces mayor que la que edificaban allí bajo la tierra.

Vimos varios puentes tendidos a lo largo del canal. Aunque uno de ellos distaba diez metros escasos de donde nos encontrábamos, pensé que quedaríamos en situación muy expuesta y vulnerable si lo cruzábamos. Rya debió de pensar lo mismo, pues como un solo hombre dimos la espalda al canal y continuamos caminando cautelosamente por el centro de la central eléctrica, expectantes ante la presencia de duendes o de cualquier cosa de la que pudiéramos sacar ventaja.

Lo que encontramos fue un escondite aceptable.

La única manera en que podíamos salir del llamado refugio era permanecer ocultos el mayor tiempo posible, de modo que el enemigo pensase que ya habíamos huido. Posteriormente dejarían de buscar allí abajo, dirigirían la atención al mundo de la superficie para buscarnos y se dedicarían a adoptar medidas preventivas con el fin de que nadie más pudiese penetrar en la instalación como nosotros lo habíamos hecho.

El escondite era así: el suelo de cemento presentaba una ligera inclinación hacia las bocas de desagüe que medían alrededor de un metro de diámetro y que estaban dispuestas a bastante distancia las unas de las otras en toda la extensión de la cámara. Era probable que los duendes limpiasen el suelo con chorros de manguera y el agua sucia se dirigiera por efectos de la gravedad hacia esos desagües. En un espacio oculto entre varias máquinas, encontramos uno de ellos que estaba cubierto por una brillante rejilla de acero. No había luz alguna en las cercanías del desagüe que permitiese ver dentro de él. En consecuencia, encendí la linterna y dirigí el haz de luz a través de la rejilla. Las sombras en cruz que arrojaba la tapa del desagüe saltaban y se contorsionaban cada vez que movía la luz, por lo que la inspección resultó difícil, aunque pude ver que el tramo de tubería vertical medía unos dos metros y que, en su extremidad inferior, se dividía en otros dos tubos horizontales opuestos, que eran ligeramente más pequeños que la tubería vertical que los alimentaba.

Estaba bien.

Tenía la idea de que se nos acababa el tiempo. Aunque poco tiempo antes una partida de búsqueda había abandonado el recinto de la central eléctrica, ello no era garantía alguna de que no regresasen para continuar el registro, sobre todo si nosotros inconscientemente habíamos dejado huellas de alguna especie en las tuberías de ventilación que permitiesen seguir nuestra pista hasta ese lugar. Si no regresaba la partida de búsqueda, era posible que, más tarde o más temprano, un trabajador de la central se tropezase con nosotros, por más precauciones que adoptásemos.

Entre ambos levantamos la rejilla de la boca de desagüe y la depositamos silenciosamente a un lado; hizo apenas un breve chirrido metálico que, considerando el rugir del río cercano y el estrépito que hacían las máquinas en funcionamiento, no podía haber llegado lejos. Dejamos más o menos la tercera parte de la tapa sobresaliendo de la abertura del desagüe, de modo que fuese posible cogerla y moverla desde abajo.

Luego, bajamos nuestras cosas al pozo.

Rya se dejó caer y empujó con rapidez las mochilas adentro de cada una de las tuberías horizontales; colocó asimismo la escopeta en una y el rifle automático en la otra. Por último, se deslizó hacia atrás por la tubería que quedaba a la derecha y arrastró el bolso de lona con ella.

Yo salté al fondo de la tubería de alimentación que entonces se encontraba vacía, estiré el brazo hacia arriba, así el borde de la rejilla y procuré colocarla en su lugar sin hacer ruido. No tuve suerte. En el último momento se me resbaló de las manos y encajó en su posición con un estrepitoso ruido metálico que seguramente debió de ser oído en toda la cámara. Deseé que los obreros duendes hubiesen pensado que el ruido había sido causado por otro de sus compañeros.

Me deslicé hacia atrás en la tubería de la izquierda y descubrí que no era totalmente horizontal, sino que presentaba una ligera inclinación para facilitar el curso del agua. En ese momento estaba seca. Hacía tiempo que no limpiaban el suelo de la central eléctrica.

Me encontraba enfrente de Rya, quien estaba al otro lado de la tubería vertical de un metro de diámetro, pero la oscuridad era tan completa que no podía verla. Bastaba con saber que ella estaba allí.

Pasaron algunos minutos sin ningún acontecimiento digno de mención. Si se había oído el estrépito de la rejilla, resultaba evidente que no había despertado gran interés.

El retumbar de los generadores y el incesante ruido sordo del río subterráneo que procedía de un punto situado más allá de donde se encontraba Rya se propagaban a través del suelo en el que habían sido practicadas las tuberías de desagüe y, por tanto, a través de las mismas tuberías, por lo que la conversación resultaba imposible. Para oírnos tendríamos que haber hablado a gritos, y, por supuesto, no era posible correr ese riesgo.

De repente, tuve la sensación de que debía estirar la mano hacia Rya. Cuando estaba a punto de sucumbir al vivo deseo de hacerlo, vi que ella se acercaba a donde yo estaba y me ofrecía un bocadillo envuelto en papel de cera y un termo con zumo. No pareció sorprendida cuando mi mano anhelante encontró la suya en medio de la oscuridad. Si bien estábamos ciegos, sordos y mudos a todos los efectos, aún éramos capaces de comunicarnos por efecto de la intensa intimidad surgida del amor que compartíamos; nos unía un vínculo casi clarividente, del cual extraíamos la comodidad y la seguridad que podíamos.

La esfera luminosa de mi reloj de muñeca indicaba que pasaban algunos minutos de las cinco de la tarde del domingo.

Oscuridad y espera.

Dejé que mi mente vagara hacia Oregon, pero la pérdida de la familia era muy deprimente.

De modo que me puse a pensar en Rya. Pensé en reír con ella en tiempos mejores, en amarla, en necesitarla, en quererla. Pero pronto los pensamientos acerca de Rya me ocasionaron una erección que resultaba incómoda en la embarazosa posición en que me hallaba.

Decidí entonces traer a la memoria los recuerdos de la feria y de los muchos amigos que había hecho en ella. La empresa Hermanos Sombra era mi refugio, mi familia, mi hogar. Pero, diablos, estábamos tan lejos de la feria y con tan pocas posibilidades de volver a ella que ello resultaba aún más deprimente que las reflexiones sobre lo que había perdido en Oregon.

Entonces me dormí.

Como había dormido poco durante las últimas noches y estaba agotado por la exploración del día, no me desperté en nueve horas. A las dos de la mañana me arranqué violentamente de un sueño; en un instante estaba despierto por completo.

Durante una fracción de segundo pensé que la pesadilla me había despertado. Luego me di cuenta de que, a través de la rejilla que cerraba la parte superior del desagüe, llegaban varias voces: voces de duendes, que hablaban animadamente en su lengua antigua.

Estiré la mano desde el hueco donde me hallaba y, en la oscuridad, encontré la mano de Rya que buscaba la mía. Nos asimos con fuerza y permanecimos escuchando.

Las voces que llegaban de arriba iban desvaneciéndose.

Fuera, en la cavernosa central eléctrica, se registraban sonidos que no había oído antes: numerosos golpes y ruidos metálicos.

Percibí (aunque de forma no muy clarividente) que otra partida de búsqueda se dedicaba a registrar el recinto de la central. Durante las nueve horas pasadas habían recorrido el complejo de un extremo al otro y no habían dejado pasaje alguno sin explorar. Habían descubierto al duende muerto al que habíamos interrogado. Habían encontrado las ampollas de pentotal vacías y las agujas usadas al lado del cadáver. Quizás hasta habían encontrado rastros del trayecto que habíamos realizado a través de las tuberías de ventilación y sabían que habíamos salido de esos canales en la central eléctrica. Y al no habernos encontrado en ninguna otra parte habían decidido llevar a cabo otra inspección en esa cámara.

Pasaron cuarenta minutos. Los sonidos que llegaban de arriba no disminuían.

Rya y yo nos separamos varias veces, pero al cabo de uno o dos minutos, habíamos vuelto a darnos la mano.

Oí con espanto pasos que se aproximaban a la boca de desagüe. De nuevo, varios duendes se reunieron alrededor de la rejilla de acero.

Un rayo de linterna atravesó la rejilla.

Rya y yo separamos las manos al instante. Como las tortugas que se esconden dentro del caparazón, nos adentramos en silencio en las tuberías horizontales.

Delante de mí, tablillas de luz revelaban franjas del suelo de la tubería vertical, en el lugar donde se unía con las tuberías horizontales donde nos escondíamos. No era posible ver gran cosa, pues las varillas de la rejilla arrojaban sombras confusas.

La luz se apagó.

Había retenido el aire en los pulmones; entonces lo expulsé lentamente y aspiré aire fresco.

Las voces no se alejaban.

Un momento después, llegó un chillido, un estrépito y un golpe. Y luego un sonido chirriante, como si levantaran la rejilla de la boca del desagüe y la deslizasen hacia el costado.

La linterna vaciló de nuevo. Su luz era tan intensa como la de los focos de un escenario.

Directamente delante de mí, a apenas unos centímetros de distancia, la luz de la linterna iluminaba el suelo de la tubería vertical con una riqueza de detalles casi sobrenatural. Parecía que el rayo de luz estaba caliente; si hubiese habido algo de humedad en la tubería no me habría extrañado que chisporrotease y se evaporara con el resplandor. Hasta la última raya y la última mancha de la superficie del desagüe quedaba expuesta con nitidez.

Seguí la penetrante luz expectante, sin aliento, temeroso de que se fijase en algo que Rya o yo hubiésemos dejado caer cuando nos aproximamos para cogernos la mano en la oscuridad. Quizás una miga de pan del bocadillo que ella me había alcanzado. Una sola miga blanca que se destacase contra los variados tonos grises de la tubería podría ser nuestra perdición.

A través del rayo que se movía con lentitud, en la tubería horizontal opuesta a la mía, vi el rostro de Rya, vagamente retratado por las manchas oscuras de la luz. Ella también me miró, aunque igual que yo, no podía apartar la mirada del rayo escudriñador durante más de un segundo, pues temía que en algún momento pudiera revelar algo.

De repente, la lanza luminosa cesó de moverse.

Hice esfuerzos para ver el descubrimiento que había detenido la mano del duende que tenía la linterna, pero no divisé nada que pudiese haber atraído su atención ni suscitado sus sospechas.

El rayo seguía sin moverse.

Los duendes que estaban en la superficie habían alzado la voz y hablaban más rápido.

¡Ojalá pudiese comprender su lenguaje!

De todos modos, pensé que sabía de qué hablaban: iban a descender a la tubería para registrarla. Alguna anomalía había atraído su atención, algo que no estaba bien del todo, y pensaban descender para mirar más detenidamente.

Un glissando de arpa de miedo me recorrió todo el cuerpo, con cada nota más fría que la anterior.

Me imaginé a mí mismo, retrocediendo de forma desesperada y con grandes esfuerzos por la tubería, tan acalambrado que no podía pelear, mientras uno de los duendes se deslizaba de cabeza para perseguirme. Con la rapidez que caracteriza a los demonios, la bestia podría alcanzarme con sus manos llenas de malvadas garras y desgarrarme el rostro o arrancarme los ojos de las órbitas o abrirme la garganta, aun antes de que yo apretara el gatillo del arma. La mataría con toda seguridad, pero yo sufriría una muerte horrible, aunque lograse efectuar el disparo que acabara con mi enemigo.

Una vez que me viese el duende, la certidumbre de su propia muerte no impediría que penetrase en la tubería. Había visto el carácter de colmena de la sociedad secreta de los duendes. Sabía que, por el bien de la colectividad, uno de ellos no dudaría de sacrificarse del mismo modo que una hormiga no vacilaría en morir en defensa del hormiguero. Si me las ingeniaba para matar a uno, cinco o diez de ellos, vendrían otros más y me obligarían a retroceder más hacia adentro de la tubería de desagüe hasta que el arma se encasquillase o hasta que, en el momento que cesase de disparar para cargarla, me destruyese el último de ellos.

El rayo de la linterna se movió de nuevo. Barrió muy despacio el fondo de la tubería vertical en un recorrido circular y luego otro en sentido opuesto.

La luz se quedó inmóvil de nuevo.

Las motas de polvo aparecían perezosamente suspendidas en el aire iluminado por la luz de la linterna.

«Venga, hijos de puta —pensé—. Venga, venga, acabemos de una vez».

La luz se apagó.

Me puse tenso.

¿Bajarían a oscuras? ¿Por qué?

Para mi sorpresa, los duendes colocaron nuevamente en su lugar la rejilla que tapaba la boca del desagüe.

Después de todo, no pensaban bajar. Se marchaban, satisfechos de que no estuviésemos allí.

Apenas podía creerlo. Me quedé atónito, sin aliento, del mismo modo que antes lo había estado a causa del miedo.

En la oscuridad me incliné hacia adelante y tendí la mano hacía Rya. Ella había hecho otro tanto. Nuestras manos se asieron en el medio de la tubería que entonces se encontraba a oscuras, donde el rayo de luz de la linterna había efectuado un registro tan minucioso apenas unos momentos antes. Tenía la mano fría como el hielo, pero poco a poco, por el contacto con la mía, fue calentándose.

Me sentía eufórico. Era difícil permanecer quieto, pues tenía ganas de reír, de gritar y de ponerme a cantar. Por vez primera desde que habíamos partido de Gibtown, sentía que la nube de la desesperación se levantaba ligeramente y percibía que en algún lugar por encima de nosotros brillaba la esperanza.

Los duendes habían registrado dos veces el refugio y no nos habían encontrado. Era probable que ya no nos encontrasen nunca, porque estarían convencidos de que habíamos escapado y dirigirían la atención a otros asuntos. Dentro de algunas horas, después de darles más tiempo para confirmar la idea de que habíamos huido, podríamos deslizamos fuera de la tubería de desagüe y abandonar el lugar, tras poner en marcha los detonadores de las cargas que habíamos colocado con anterioridad.

Saldríamos de Yontsdown después de haber llevado a cabo prácticamente todo lo que nos había llevado allí. Habíamos averiguado el motivo de que existiera una madriguera en esa ciudad y habíamos hecho algo acerca de ese particular; quizá no lo suficiente, pero de todos modos era algo.

Sabía que íbamos a salir ilesos, sanos y salvos.

Lo sabía, lo sabía. Simplemente lo sabía.

Hay veces en que la clarividencia me falla. Hay veces en que se cierne un peligro inminente, en que algo siniestro se aproxima, y no puedo verlo por más que lo intento.