CAPÍTULO 29
EL DÍA DEL JUICIO FINAL

El motor del ascensor emitió un zumbido sonoro y la jaula del aparato, que carecía de puerta, ascendió en medio de preocupantes crujidos y traqueteos. Aunque era difícil medir la distancia, calculé que subimos unos veinte o veinticinco metros antes de detenernos en la planta siguiente de… la instalación.

Ya no tenía sentido pensar que ese inmenso complejo subterráneo era una mina. Resultaba evidente que la Compañía Minera Rayo extraía grandes cantidades de carbón de otras partes de la montaña, pero no de ésta. Aquí se dedicaban a algo totalmente diferente y la explotación minera servía sólo para disimular.

Cuando Rya y yo salimos del ascensor, nos encontramos en la extremidad de un túnel desierto de unos setenta metros de largo que tenía paredes de hormigón liso. Medía siete metros de ancho por cuatro de alto en la parte central. Las lámparas fluorescentes estaban empotradas en el techo de forma circular. Ráfagas de aire cálido y seco salían de las rejillas de ventilación dispuestas a buena altura en las paredes de forma curva, mientras que conductos de evacuación de un metro cuadrado, situados cerca del suelo, extraían suavemente el aire fresco del pasadizo. Había grandes extintores de color rojo a los lados de las puertas de acero bruñido distantes unos cinco metros las unas de las otras y situadas a ambos lados del pasillo. Al lado de los extintores colgaban lo que parecían ser aparatos intercomunicadores. El lugar se caracterizaba por un aire de buena organización sin par y por un enigmático y siniestro propósito.

Sentí un latido rítmico en el suelo de piedra, como si enormes máquinas trabajasen en gigantescas tareas en bóvedas distantes.

En la pared que quedaba directamente enfrente de los ascensores se veía el misterioso símbolo que ya nos era conocido: un rectángulo negro de cerámica de un metro y veinte centímetros de alto por un metro de ancho había sido creado con argamasa en el cemento de la pared; en el centro del símbolo, un rayo de color negro, un círculo de cerámica blanca de sesenta centímetros de diámetro y, atravesándolo, un rayo de color negro.

De repente, vi a través del símbolo el inmenso y extraño vacío, frío y espantoso, que había percibido dos días antes, la primera vez que miré un camión de la Compañía Minera Rayo. Una nada eterna y silenciosa, cuya profundidad y poder yo no era capaz de expresar adecuadamente. Parecía que ese símbolo me atraía como sí fuera un imán y yo una simple viruta de metal. Sentí que caería en ese espantoso vacío, aspirado dentro de él cada vez más lejos, como si estuviera en el interior de un remolino. Tuve la necesidad imperiosa de apartar los ojos del rayo de cerámica negra.

En vez de seguir el túnel hasta el final y explorar la siguiente galería horizontal, que quizá no ofrecería más que ese en que nos encontrábamos, me dirigí a la primera puerta de acero que quedaba a la izquierda. La puerta carecía de pomo. Oprimí el botón blanco que había en el marco, y el pesado portalón se abrió al instante con el ruido silbante propio del aire comprimido.

Rya y yo penetramos apresuradamente, preparados para usar la escopeta y el rifle automático, pero la cámara se encontraba a oscuras y, según parecía, desocupada. Busqué a tientas un interruptor junto a la puerta y lo encontré; las baterías de tubos fluorescentes se encendieron con un parpadeo. Nos encontrábamos dentro de una inmensa despensa repleta de cajones de madera ordenados en pilas que llegaban casi hasta el techo; las pilas, a su vez, estaban dispuestas en cuidadas hileras. Los cajones llevaban la etiqueta de expedición del fabricante, de modo que, al cabo de unos minutos de merodear entre las hileras, pudimos establecer que ese lugar estaba lleno de piezas de repuesto para todo, desde tornos hasta fresadoras, pasando por carretillas elevadoras y transistores.

Tras apagar las luces y cerrar las puertas detrás de nosotros, recorrimos en total silencio las cámaras que daban a este túnel.

En todas ellas encontramos más reservas escondidas de provisiones: miles de bombillas de lámparas incandescentes y fluorescentes en pilas de cajas de cartón duro; centenares de cajones que guardaban miles de cajas pequeñas, que, a su vez, contenían millones de tornillos y clavos de todo peso y tamaño; centenares de martillos de toda especie, llaves de tubo, llaves inglesas, destornilladores, alicates, taladros eléctricos, sierras y otras herramientas. Una habitación grande como una catedral, revestida de madera de cedro repelente a las polillas y que nos dejó sin aliento, contenía hilera tras hilera de enormes piezas de tela (seda, algodón, lana, lino) enrolladas y depositadas en bastidores que se elevaban cinco metros por encima de nuestras cabezas. Otra cámara contenía aparatos y suministros médicos: aparatos de rayos X envueltos en fundas de plástico, hileras de pantallas de electrocardiógrafos y electroencefalógrafos, también cubiertos con fundas muy ajustadas; cajas de jeringas hipodérmicas, vendas, antisépticos, antibióticos, anestésicos, y mucho más. Desde ese túnel entramos en otro similar a él, igualmente desierto y en buen estado de mantenimiento, donde había otras cámaras llenas de más provisiones. Vimos barriles de granos: trigo, arroz, avena y centeno. Según las etiquetas, los granos habían sido sometidos a una operación de secado y congelado, tras lo cual se los había envasado al vacío en una atmósfera de nitrógeno a fin de asegurar que estuvieran frescos durante al menos treinta años. Había acumulados centenares —si no miles— de barriles cerrados, de la misma forma que contenían harina, azúcar, huevos en polvo, leche en polvo, tabletas de vitaminas y de minerales, amén de recipientes más pequeños con especias como canela, nuez moscada, orégano y hojas de laurel.

La enorme instalación parecía la tumba de un faraón, la tumba más grande de todo el mundo, abastecida de todo lo que el rey y sus sirvientes necesitarían para asegurar su perfecta comodidad en la vida después de la muerte. En alguna parte, en cámaras silenciosas que aún no habían sido exploradas, habría perros y gatos sagrados matados misericordiosamente y envueltos con todo amor en vendas empapadas de tanino para que hicieran el viaje hacia la muerte con su real amo y tesoros de oro y de joyas; también una doncella o dos conservadas para el placer erótico en el mundo venidero, y asimismo, por supuesto, en alguna otra parte, estaría el faraón en persona, momificado y reposando encima de un catafalco de oro macizo.

Penetramos en un inmenso arsenal de armas de fuego: cajones precintados llenos de pistolas, revólveres, rifles, escopetas y metralletas, todas ellas cuidadosamente engrasadas y suficientes para armar a varios pelotones. No vi munición alguna, pero tenía la completa seguridad de que en algún lugar de la instalación habría almacenados millones de cartuchos. Además, habría apostado a que había cámaras con instrumentos de violencia y de guerra aún más mortíferos.

Una biblioteca, que constaba de al menos cincuenta mil volúmenes, se albergaba en la última cámara del segundo túnel, justo antes del segundo cruce de esa planta. También estaba desierta. Mientras recorríamos los estantes de libros, me acordé de la biblioteca municipal de Yontsdown, pues ambos lugares eran islas similares de normalidad en un mar de características infinitamente extrañas. Compartían una atmósfera de paz y de tranquilidad, si bien esa paz era molesta y la tranquilidad frágil. En el aire podía percibirse un desagradable olor a papel y al cartón de las tapas.

Sin embargo, la colección de volúmenes de esa biblioteca difería de la que poseía la biblioteca de la ciudad. Rya advirtió que no había nada de novela: Dickens, Dostoyevski, Stevenson y Poe habían desaparecido. Yo no pude encontrar la sección de historia: Gibbon, Herodoto y Plutarco estaban allí prohibidos. Del mismo modo, tampoco nos fue posible encontrar ni siquiera una sola biografía de una mujer o un hombre famosos; ni nada de poesía, humor, relatos de viajes, teología ni filosofía. Uno tras otro, los crujientes estantes contenían secos manuales solemnemente dedicados al álgebra, la geometría, la trigonometría, la física, la geología, la biología, la fisiología, la astronomía, la genética, la química, la bioquímica, la electrónica, la agricultura, la ganadería, la conservación de suelos, la ingeniería, la metalurgia, los principios de la arquitectura…

Con sólo esa biblioteca, una mente rápida y la ayuda ocasional de un profesor bien preparado era posible aprender la manera de establecer y llevar una hacienda generosa; reparar un automóvil o incluso fabricar uno enteramente nuevo (o también una aeronave a reacción o un televisor), proyectar y construir un puente o una estación de producción de energía hidráulica, construir un horno de fundición y una laminadora para la producción de varillas y vigas de acero de primera calidad, proyectar maquinaria y fábricas para la producción de transistores… Era una biblioteca que había sido reunida con el propósito específico de enseñar todo lo necesario para el mantenimiento de los aspectos materiales de la civilización moderna, pero no tenía nada que enseñar acerca de los importantes valores espirituales y morales sobre los cuales descansaba esa civilización: nada acerca del amor, la fe, el valor, la esperanza, la hermandad, la verdad ni tampoco acerca del sentido de la vida.

Cuando habíamos recorrido la mitad de las hileras de estantes, Rya me dijo en un susurro:

—¡Qué colección tan completa! —Pero lo que quiso decir en vez de completa fue aterrorizadora.

—Completa —repetí yo, pero queriendo decir aterrorizadora.

Aunque íbamos comprendiendo con rapidez el propósito siniestro al cual estaba dedicada en su integridad la instalación subterránea, ningunos de los dos estaba dispuesto a expresar la idea con palabras. Determinadas tribus primitivas, a pesar de que poseen un nombre para el diablo, no quieren pronunciar dicho nombre bajo el supuesto de que el hacerlo llamará instantáneamente a la bestia. Del mismo modo, Rya y yo no queríamos hablar acerca del propósito que se habían trazado los duendes en ese complicado pozo, pues temíamos que, al hacerlo, las aborrecibles intenciones de esas criaturas se transformaran en destino inmutable.

Desde el segundo túnel entramos con grandes precauciones en un tercero. El contenido de las habitaciones que en él había confirmó nuestras peores sospechas. En tres inmensas cámaras, debajo de baterías de lámparas especiales que seguramente tenían la finalidad de estimular la fotosíntesis y el crecimiento rápido, descubrimos abundantes provisiones de semillas de frutas y verduras. Había grandes recipientes de acero que contenían fertilizantes líquidos. Vimos tambores muy bien etiquetados que estaban llenos de todas las sustancias químicas y minerales que se emplean en el cultivo hidropónico. Hileras de cubas de grandes dimensiones, vacías entonces, esperaban ser llenadas de agua, nutrientes y plantas de semillero, después de lo cual se convertirían en el equivalente hidropónico de campos que arrojarían cosechas abundantes. Considerando los enormes almacenes de alimentos congelados, secados y envasados al vacío, los planes de cultivos químicos y que lo más probable era que hubiésemos visto solamente una fracción de los preparativos para realizar cultivos artificiales que llevaban a cabo los duendes, pude dar por sentado con seguridad que se preparaban para alimentar a millares de individuos de su especie en el transcurso de decenios, si, en caso de llegar Armagedón, tenían que buscar refugio allí abajo durante mucho, mucho tiempo.

A medida que pasábamos de una cámara a otra y de túnel en túnel, veíamos frecuentemente el símbolo sagrado de los duendes: un cielo blanco y un rayo negro. Yo tenía que apartar la mirada, pues en cada encuentro con el símbolo sufría asaltos cada vez más enérgicos de imágenes clarividentes de la noche eterna, fría y silenciosa que el símbolo representaba. Sentía el impulso de colocar una carga de plástico en esas imágenes de cerámica y volarlas en pedazos, reducirlas a polvo, a ellas y a todo lo que representaban; pero no quise malgastar los explosivos de esa manera.

De vez en cuando también veíamos tuberías que emergían de orificios practicados en las paredes de hormigón, que atravesaban tramos de una habitación o de un pasillo y luego desaparecían en otros orificios de otras paredes. A veces había una sola tubería; a veces, haces de seis tuberías de diámetros diversos que discurrían en paralelo. Todas ellas eran de color blanco, pero tenían estarcidos símbolos para uso de las cuadrillas de mantenimiento. Cada símbolo podía traducirse fácilmente: agua, conducción eléctrica, conducción de transmisiones, vapor, gas. Esos eran los puntos vulnerables del corazón de la fortaleza. Cuatro veces alcé a Rya para que ella colocase rápidamente una carga de plástico entre las tuberías junto con un detonador para la carga. Igual que en los casos anteriores, no pusimos en marcha el detonador, pues teníamos la intención de hacerlo cuando nos marchásemos del lugar.

Doblamos la esquina que conducía al cuarto túnel de esa planta. Habíamos recorrido apenas unos cinco o diez metros cuando, inmediatamente delante de nosotros, se abrió una puerta con ruido de aire comprimido y apareció un duende, a metro y medio o dos metros de distancia de donde estábamos. En cuanto sus ojos de cerdo se dilataron, en cuanto sus fosas nasales carnosas y húmedas se agitaron y el monstruo quedó boquiabierto a causa de la sorpresa, me dirigí hacia él, blandí el rifle automático y le golpeé con el cañón en el costado del cráneo. El golpe fue muy fuerte. Cuando la bestia caía, giré el arma y le descargué la culata directamente en la demoníaca frente, que debió romperse aunque no ocurrió así. Estaba a punto de golpearlo de nuevo, de convertir su cabeza en una pulpa sanguinolenta, pero Rya me detuvo. Los ojos luminosos del duende se habían apagado y estaban vueltos hacia adentro de las órbitas; con el conocido y nauseabundo ruido de huesos que crujen y se rompen y el ruido de los tejidos blandos, el monstruo había comenzado a transformarse en su forma humana, lo cual quería decir que estaba o muerto o inconsciente.

Rya se inclinó hacia adelante y oprimió el botón del marco de la puerta. El portal de acero se cerró con un silbido detrás de la forma arrugada de nuestro adversario.

Si había otros duendes en la habitación, era claro que no habían visto lo que le había ocurrido al que estaba tendido en el suelo delante de mí, pues ni acudieron rápidamente a defenderlo ni hicieron sonar la alarma.

—Rápido —dijo Rya.

Supe lo que quería decir. Ésa era quizá la oportunidad que habíamos estado esperando y posiblemente no se presentaría otra igual.

Me eché el rifle al hombro, cogí al duende de los pies y lo arrastré hacia atrás para llevarlo al túnel del que acabábamos de salir. Rya abrió una puerta. Yo arrastré a nuestra víctima dentro de una de las cámaras destinadas a los cultivos hidropónicos.

Le tomé el pulso.

—Está vivo —le dije en un susurro.

La criatura estaba completamente cubierta con el cuerpo gordinflón de un hombre de mediana edad, cejijunto, de nariz bulbosa y bigote fino, pero por supuesto pude ver su verdadera naturaleza a través de ese disfraz. Estaba desnudo, lo cual parecía ser la moda en ese Hades.

Las pestañas parpadearon. La criatura sufrió varios espasmos.

Rya sacó la aguja hipodérmica con la jeringa llena de pentotal de sodio que ya tenía preparada. Con un trozo de tubo elástico del que utilizan las enfermeras en los hospitales con el mismo propósito, anudó el brazo del cautivo. Una vena quedó expuesta justo encima del ángulo del codo.

Bajo la luz cobriza de los soles de imitación que pendían del techo encima de las cubas hidropónicas vacías, los ojos de nuestro cautivo se abrieron; aunque aún los tenía turbios y descentrados, la bestia se recuperaba rápidamente.

—Date prisa —le dije.

Rya dejó caer algunas gotas de la droga al suelo para cerciorarse de que no quedaba aire en el interior de la aguja. (Si la criatura moría de una embolia segundos después de la inyección, no sería posible interrogarla). Le administró el resto de la dosis.

Segundos después de que se le administrara la droga, el cautivo quedó rígido; todas las articulaciones de su cuerpo se trabaron fuertemente; no tenía un solo músculo que no estuviera tenso. Los ojos se abrieron de par en par. Los labios, replegados hacia atrás, formaban una mueca. Todo eso me dejó apenado y confirmó las dudas que tenía acerca del efecto del pentotal en los duendes.

No obstante, me incliné hacia adelante para mirar atentamente los ojos del enemigo, que daban la impresión de que me atravesaban con la mirada, e hice un intento de interrogarlo.

—¿Puede oírme?

Un silbido que podría haber sido un sí.

—¿Cómo se llama?

El duende, con la mirada fija y sin pestañear, emitió un sonido de rencor que parecía una gárgara a través de los dientes apretados.

—¿Cómo se llama? —repetí.

Esa vez la lengua de la criatura se soltó y abrió la boca, de la que brotó una maraña de sonidos sin sentido alguno.

—¿Cómo se llama? —insistí.

Más sonidos sin sentido.

—¿Cómo se llama?

El monstruo emitió un nuevo sonido extraño, aunque me di cuenta de que era precisamente la misma respuesta con la cual había contestado la pregunta anterior; no se trataba de sonidos al azar, sino de una palabra de varias sílabas. Sentí que ése era su nombre, no el nombre por el cual se le conocía en el mundo de los hombres ordinarios, sino aquel por el cual lo conocían en el mundo secreto de su propia especie.

—¿Cuál es su nombre humano? —le pregunté.

—Tom Tarkenson —dijo.

—¿Dónde vive?

—En la Octava Avenida.

—¿En Yontsdown?

—Sí.

La droga no surtía en los individuos de su especie el mismo efecto sedante que en los seres humanos. Sin embargo, el pentotal causó ese estado de rigidez hipnótica y parecía que estimulaba respuestas verdaderas con mucho más efectividad de lo que habría hecho en un ser humano. Los ojos del duende estaban nublados por una mirada hipnótica, mientras que un hombre se habría dormido y, en caso de que se le interrogase, habría respondido con voz ronca y palabras sin ilación, si es que llegaba a contestar algo.

—Tom Tarkenson, ¿dónde trabaja usted?

—En la Compañía Minera Rayo.

—¿De qué se encarga?

—Soy ingeniero de minas.

—Pero ése no es su trabajo verdadero.

—No.

—¿En qué trabaja realmente?

—Planes… —respondió, tras un ligero titubeo.

—¿Planes para qué?

—Planeamos… la muerte de ustedes —contestó.

Durante un instante, sus ojos se aclararon y los fijó en los míos, pero después volvió a caer en trance.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo.

—¿Cuál es el propósito de este lugar?

No respondió.

—¿Cuál es el propósito de este lugar? —le repetí.

Emitió otra cadena de extraños sonidos, más larga que la anterior, que carecían de todo sentido para mis oídos, aunque pude apreciar formas complejas que indicaban significado.

Nunca me había imaginado que los duendes pudieran poseer un lenguaje propio, que utilizaban cuando no había peligro de que fueran escuchados por humanos. Pero ese descubrimiento no me sorprendió. Era casi seguro un lenguaje humano que se había hablado en aquel mundo perdido de la era antigua, antes de que la civilización hubiera sucumbido a causa de la guerra apocalíptica. Los pocos seres humanos que sobrevivieron a ese remoto Armagedón regresaron al estado salvaje y olvidaron su lenguaje, amén de otras muchas cosas, pero quedaba en claro que la mayor parte de duendes sobrevivientes recordaba y conservaba viva como propia esa lengua antigua.

Habida cuenta del instinto de los duendes que los impulsaba a erradicar a los seres humanos, resultaba irónico que conservasen algo de origen humano, algo que no fuera ellos mismos.

—¿Cuál es el propósito de esta instalación? —insistí.

—… refugio…

—¿Refugio de qué?

—… del rayo…

—¿Un refugio del rayo?

—… del rayo negro…

Antes de que pudiera formular la siguiente y obvia pregunta, el duende golpeó de repente con los talones contra el suelo de piedra, sufrió contracciones, pestañeó y silbó. Trató de alcanzarme con una mano, pero si bien las articulaciones ya no estaban agarrotadas, aún no querían responder. El brazo cayó al suelo y los dedos temblaron de modo espasmódico, como si los atravesara una corriente eléctrica. El efecto del pentotal de sodio se disipaba rápidamente.

Rya había preparado otra jeringa mientras yo interrogaba a nuestro cautivo. En ese momento introdujo la aguja de la jeringa en una vena e inyectó más droga en el cuerpo de la bestia. En el cuerpo de un ser humano, el pentotal es metabolizado con relativa rapidez. Para mantener la sedación hay que administrarlo con lentitud y en dosis continuas. Según parecía, y a pesar de la diferente respuesta que presentaban los hombres y los duendes, la duración de la efectividad de la droga era aproximadamente la misma en ambas especies. La segunda dosis se apoderó de la criatura casi de inmediato. Sus ojos se nublaron de nuevo y el cuerpo quedó rígido.

—¿Dice que esto es un refugio?

—Sí.

—¿Un refugio del rayo negro?

—Sí.

—¿Qué es el rayo negro?

El duende emitió un extraño lamento fúnebre y tembló.

Algo en ese sonido desconcertante daba la impresión de placer, como si la mera contemplación del rayo negro produjese deliciosas sensaciones a lo largo de todo su cuerpo.

Yo también me estremecí, pero de miedo.

—¿Qué es el rayo negro? —insistí.

El duende dirigió su mirada a través de mi cuerpo a una visión de destrucción inimaginable y habló con voz malevolente, queda por el temor.

—El cielo blanco-blanco es un cielo descolorido por diez mil enormes estallidos, un único rayo cegador que se extiende de horizonte a horizonte. El rayo negro es la energía negra de la muerte, la muerte atómica, que cae de los cielos para aplastar a la humanidad.

Miré a Rya.

Ella estaba mirándome.

Lo que habíamos sospechado (y de lo que no nos habíamos atrevido a hablar) resultó ser cierto. La Compañía Minera Rayo preparaba un reducto donde pudiera refugiarse la especie de los duendes con la esperanza de sobrevivir a otra guerra que destruyese el mundo, igual que la que habían lanzado en aquella era olvidada.

—¿Cuándo ocurrirá la guerra? —le pregunté a nuestro cautivo.

—Quizá… diez años…

—¿Diez años desde ahora?

—… quizá…

—¿Quizás? ¿O sea que será en 1973?

—… o dentro de veinte años…

—¿Veinte años?

—… o treinta…

—¿Cuándo, maldita sea? ¿C-u-á-n-d-o?

Detrás de los ojos humanos, los radiantes ojos del duende parecían aún más brillantes, y en ese brillo había odio insano y un hambre aún más insana.

—No hay fecha clara —respondió el monstruo—. Tiempo…, se necesita tiempo… Tiempo para que se construyan arsenales…, tiempo para perfeccionar los cohetes… para que sean más precisos… La potencia destructiva debe ser tan tremenda que, cuando sea liberada, no quede vivo ni un solo germen de humanidad. Ni una semilla debe escapar del incendio esta vez. Hay que deshacerse de ellos…, limpiar la Tierra a fondo de ellos y de todo lo que han construido…, limpiarla de ellos y de todas sus excrecencias…

El duende rió con una risa que le salió de lo más profundo de la garganta, una espeluznante risa aguda que revelaba un siniestro deleite en estado puro. El placer que le causó la promesa de ese Armagedón fue tan intenso que durante un instante superó la rigidez provocada por la droga. La criatura se retorcía casi de forma sensual y sufría contracciones nerviosas. Arqueó la columna hasta que solamente los talones y la cabeza quedaron tocando el suelo y comenzó a hablar rápidamente en su antigua lengua.

Me atacó un temblor tan incesante que pareció que hasta la última fibra de cada hueso y cada músculo estaban afectadas por el espasmo. Los dientes me castañeteaban.

La visión religiosa del día del Juicio Final que el duende experimentaba se tornó más intensa, pero los efectos de la droga impidieron que la criatura se rindiera por completo a las pasiones que se veía impulsado a manifestar. De pronto, como si una presa de pasiones hubiese reventado en su interior, la criatura dejó escapar un suspiro escalofriante, gritó «Ahhhhhhhhh» y su vejiga se aflojó. La emisión de orina y el hedor consecuente no sólo aplacaron el fervor destructivo que experimentaba la bestia, sino que también menguó el agarrotamiento físico provocado por el pentotal.

Rya tenía preparado una tercera jeringa del sedante. A su lado, en el suelo, había dos ampollas vacías, dos agujas desechables y trozos de envoltorio plástico.

Sujeté firmemente a la criatura.

Rya introdujo la aguja en la vena que ya había recibido dos pinchazos y comenzó a apretar el émbolo de la jeringa.

—¡No lo hagas de golpe! —le dije, a la par que procuraba contener las náuseas que me causaba el hedor de la orina.

—¿Por qué?

—No hay que darle una sobredosis. Lo mataría. Tengo que hacerle más preguntas.

—Bueno, se lo pondré poco a poco.

Rya inyectó al cautivo solamente la cuarta parte de la dosis, cantidad suficiente para que recuperara la rigidez. Mantuvo la aguja en la vena, presta para inyectar más droga en el duende cuando mostrase señales de que salía del estado hipnótico.

—Hace mucho tiempo, en la era de la cual los hombres se han olvidado, en la era durante la cual su especie fue creada, hubo otra guerra… —le insinué al cautivo.

—La guerra —dijo la criatura en voz baja y con tono reverente, como si estuviese hablando del acontecimiento más sagrado—. La guerra…, la guerra…

—En esa guerra —continué—, ¿su especie construyó refugios profundos como éste?

—No. Morimos…, morimos con los hombres porque éramos creaciones de los hombres y, por tanto, merecíamos morir.

—Entonces, ¿por qué construyen refugios esta vez?

—Porque… fracasamos…, fracasamos…, nosotros fracasamos… —El monstruo pestañeó y trató de levantarse—. Fracasamos…

Le hice una seña a Rya con la cabeza.

Ella inyectó más droga a la bestia.

—¿Por qué fracasaron? —le pregunté.

—… fracasamos en aniquilar a la raza humana… y, después…, después de la guerra…, los que sobrevivimos éramos muy pocos para cazar a los humanos supervivientes. Pero esta vez… no; esta vez, cuando termine la guerra, cuando se hayan apagado los incendios, cuando los cielos hayan vomitado todas las frías cenizas, cuando hayan cesado las tormentas de lluvia amarga y nieve acida, cuando las radiaciones sean tolerables…

—¿Sí? —lo urgí.

—Entonces —continuó hablando la criatura en un susurro que era acorde con los tonos reverentes de un fanático religioso que relata una profecía milagrosa—, desde nuestros refugios, saldrán a la superficie partidas de caza de tanto en tanto… y capturarán a cada hombre, cada mujer y cada niño que quede… Exterminarán a todos los humanos que hayan sobrevivido. Nuestros cazadores se dedicarán a cazar y a matar… A matar hasta que se queden sin alimento y sin agua o hasta que las radiaciones provoquen su propia muerte. Esta vez no fallaremos. Quedarán supervivientes suficientes para continuar las partidas de exterminio durante un centenar de años, durante doscientos años. Y cuando la Tierra se encuentre indiscutiblemente yerma, cuando no haya más que un perfecto silencio de polo a polo y no quede la más mínima esperanza del renacimiento de la vida humana, entonces suprimiremos a la única obra que quedará del hombre: nosotros mismos. Entonces, todo estará en la oscuridad, muy oscuro, frío y silencioso, y la pureza perfecta de la Nada reinará eternamente.

No pude fingir más que me sentía desconcertado por el implacable vacío que había visto gracias a mi percepción clarividente cuando miré el símbolo del rayo negro. Comprendí entonces efectivamente el significado que tenía. Vi en esa señal el fin brutal de toda la vida humana, la muerte de un mundo, la desesperación, la extinción.

—¿Pero no se da cuenta de lo que dice? ¿O sea que el propósito último de su especie es la autodestrucción? —le dije al cautivo.

—Sí. Después de la de ustedes.

—Pero eso es una insensatez.

—Es el destino.

—El odio llevado a tales extremos es inútil; es la locura, el caos —argumenté al monstruo.

—La locura de ustedes —me respondió súbitamente con una mueca—. Ustedes la pusieron en nosotros, ¿no es cierto? Su caos. Ustedes lo idearon.

Rya le inyectó más droga.

La mueca se disipó del rostro de la criatura tanto en el plano humano como en el plano demoníaco y agregó:

—Ustedes…, su especie…, ustedes son los maestros inigualables del odio, especialistas de la destrucción…, los emperadores del odio. Nosotros sólo somos lo que ustedes nos hicieron. No poseemos ninguna característica que su especie no haya previsto. En realidad…, no poseemos ninguna característica que su especie no haya autorizado.

Como si me encontrara en las entrañas del infierno, enfrentado a un demonio que tenía el futuro de la humanidad en sus manos en forma de garra y que, si lograba convencerlo, pensaría en la posibilidad de mostrarse piadoso, me sentí impulsado a demostrar el valor de la raza humana y, en consecuencia, repliqué al duende:

—No todos nosotros somos los maestros del odio, como usted dice.

—Todos —insistió él.

—Algunos somos buenos.

—Ninguno.

—La mayoría somos buenos.

—En apariencia —dijo el demonio con esa seguridad inquebrantable que es (así lo dice la Biblia) la marca de los malvados e instrumento que permite inculcar la duda en el espíritu de los mortales.

—Algunos amamos —repliqué.

—No hay amor —me respondió el demonio.

—Está equivocado. El amor existe.

—Es una ilusión.

—Algunos amamos —repetí.

—Miente.

—Algunos nos preocupamos por los demás.

—Todo mentiras.

—Tenemos valor, somos capaces de conductas abnegadas por el bien de los demás. Amamos la paz y odiamos la guerra. Curamos a los enfermos y lloramos a los muertos. Diablos, no somos monstruos. Criamos a los niños y procuramos un mundo mejor para ellos.

—Sois una raza repugnante.

—No…

—Mentiras. —El monstruo dejó escapar un silbido, un sonido que revelaba la realidad inhumana que yacía debajo del disfraz humano—. Mentiras y autoengaños.

—Slim, por favor, esto no tiene sentido. No puedes convencerlos. A ellos no. Lo que piensan de nosotros no es solamente una opinión. Lo que piensan de nosotros lo llevan en los mismos genes. No puedes cambiarlo. Nadie puede cambiarlo —me dijo Rya.

Por supuesto, Rya estaba en lo cierto.

Respiré y asentí con la cabeza.

—Nosotros amamos —repetí con obstinación, pese a saber que no tenía ningún sentido discutir.

Rya le administró lentamente más pentotal, y yo proseguí el interrogatorio. Así supe que había cinco plantas en el pozo donde los duendes esperaban sobrevivir al día del Juicio Final. Cada planta tenía una extensión equivalente a sólo la mitad de la planta que quedaba debajo de ella; de manera que formaban una especie de escalera que atravesaba el corazón de la montaña. Según explicó el demonio, sesenta y cuatro cámaras completas y aprovisionadas, cifra que me dejó asombrado, aunque no era increíble. Los duendes eran laboriosos, una sociedad colmena que no se veía estorbada por el acendrado individualismo que era un elemento glorioso de la especie humana, aunque a veces resultaba algo frustrante. Una finalidad, un método, una meta primordial. Nunca un desacuerdo. Nada de herejes ni de facciones disidentes. Nada de discusiones. Los duendes marchaban inexorablemente hacia su sueño de lograr que la Tierra fuera un lugar yermo, oscuro y en silencio eterno. Según el cautivo, construirían al menos cien cámaras más en ese refugio antes de que llegase el día en que lanzarían los cohetes en la superficie. Durante los meses posteriores al comienzo de la guerra, muchos miles de individuos de su especie llegarían en pequeños grupos procedentes de toda Pensilvania y de algunos estados de la región oriental de Estados Unidos.

—Y hay más madrigueras como Yontsdown —dijo el duende con fruición—, en las que se construyen en secreto refugios como éste.

Me quedé horrorizado y urgí a la criatura a que me dijera dónde estaban esos pozos, pero el cautivo desconocía la ubicación de los mismos.

El plan de los duendes consistía en culminar la construcción de refugios en todos los continentes al mismo tiempo que los ingenios de destrucción atómica alcanzaban un grado de perfección equivalente al que poseían en la edad perdida que había concluido con la guerra. Entonces los duendes decidirían actuar y apretarían los botones del cataclismo.

Las locuras que había escuchado me provocaron un sudor frío y agrio. Abrí la cremallera del abrigo para que entrara algo de aire fresco y entonces me llegó el hedor del miedo y la desesperación que me rodaba por el cuerpo.

Recordé las crías deformes enjauladas en el sótano de la casa de los Havendahl y decidí preguntar al demonio por la frecuencia con que nacían criaturas defectuosas en su especie. Supe entonces que eran correctas las sospechas que habíamos tenido. En efecto, los duendes, que eran criaturas estériles desde su concepción, habían adquirido la facultad de reproducirse a través de una extraña forma de mutación, pero el fenómeno mutagénico era continuo y, durante los últimos decenios, al parecer había experimentado una aceleración. A resultas de ello, había aumentado el número de duendes que nacía en el lastimoso estado de las bestias que vimos en la jaula. El destino veleidoso les robaba el don de la reproducción viable. En efecto, hacía mucho tiempo que la población mundial de duendes estaba en decadencia. El ritmo de nacimientos de crías sanas era demasiado bajo para sustituir a aquellos ancianos cuyas vidas increíblemente longevas tocaban a su fin, a quienes morían en accidentes o a manos de hombres como yo. Por dicho motivo, al haber entrevisto su propia y segura (aunque paulatina) extinción, los duendes estaban decididos a prepararse para la próxima guerra que desencadenarían antes del final del siglo. Después de eso, y a consecuencia de su disminución de número, les sería cada día más difícil patrullar los escombros del mundo posterior a la guerra atómica para exterminar a los pocos supervivientes humanos que quedasen entre las ruinas.

Rya había preparado otra ampolla de pentotal. La alzó a la vez que arqueaba las cejas con un gesto de interrogación.

Meneé la cabeza. No había nada más que saber. Ya nos habíamos enterado de demasiadas cosas.

Rya dejó la ampolla a un lado. Las manos le temblaban.

La desesperación se apoderó de mí como si fuera una mortaja.

El aspecto pálido de Rya era un reflejo de mis propios sentimientos.

—Nosotros amamos —le dije al demonio, que comenzó a sufrir espasmos y a golpear ligeramente con el cuerpo contra el suelo—. Nosotros amamos, diablos, nosotros amamos.

Entonces, extraje el cuchillo y le abrí la garganta.

Manó la sangre.

No me agradaba la vista de la sangre. Amarga satisfacción, quizá, pero no era un verdadero placer.

Puesto que el duende ya se encontraba en estado humano, no era preciso que experimentara una metamorfosis. Los ojos humanos estaban vidriosos, con un glaseado de muerte; y dentro del traje de carne maleable, los ojos del duende fueron nublándose hasta oscurecerse.

Cuando me puse de pie, comenzó a sonar una alarma, cuyo ruido incesante retumbó en las paredes de frío hormigón.

Como en la pesadilla.

—¡Slim!

—¡Mierda! —exclamé. El corazón me dio un vuelco.

¿Habrían encontrado al duende muerto en la planta inferior del refugio en su inadecuada tumba de sombras? ¿O habrían echado en falta a aquel cuya garganta yo acababa de cortar y habían comenzado a sospechar por dicha ausencia?

Corrimos hacia la puerta. Al llegar a ella, oímos gritos de duendes que hablaban en su antigua lengua y que corrían por el túnel al que daba la puerta.

Sabíamos entonces que el refugio contenía sesenta y cuatro cámaras dispuestas en cinco plantas. El enemigo no tenía modo alguno de conocer hasta donde habíamos penetrado ni dónde nos encontrábamos, por lo que no era posible que registraran esa cámara en primer lugar. Disponíamos de algunos minutos para adoptar medidas de evasión. No era mucho tiempo, pero seguramente unos minutos preciosos.

La sirena gemía. Su áspero sonido cayó sobre Rya y sobre mí como si se tratase de enormes olas de agua.

Corrimos alrededor del perímetro de la habitación buscando un lugar en el que escondernos, aunque no estábamos seguros de lo que esperábamos encontrar. Hasta que divisé en la pared, a ras del suelo, la reja que cubría una de las grandes tomas de aire de la red de aire acondicionado. Medía más de un metro cuadrado y no estaba sujeta con tornillos, como me temía, sino con una sencilla abrazadera de presión. Al soltar la abrazadera, la reja giró hacia afuera sobre sus goznes. El conducto tenía paredes metálicas y medía también un metro cuadrado; el aire aspirado recorría el conducto con un susurro hueco y suave, y con un zumbido aún más suave.

Acerqué mis labios al oído de Rya para que pudiese oírme, a pesar del ruido de la sirena, y le dije:

—Quítate la mochila, ponla delante de ti y ve empujándola a medida que avanzas. Haz lo mismo con la escopeta. Hasta que se apague la sirena, no te preocupes por el ruido que hagas. Cuando cese la sirena, tendremos que guardar mucho más silencio.

—Está oscura la tubería. ¿Podemos usar las linternas?

—Sí. Pero cuando veas que hay luz en una toma de aire delante de ti apágala. No podemos arriesgarnos a que vean la luz de la linterna a través de las rejas que hay en los pasillos.

Rya penetró en la conducción delante de mí, arrastrándose sobre el pecho y empujando el arma y la mochila. Como su cuerpo ocupaba más de la mitad del espacio de la conducción, los reflejos de la luz de su linterna llegaban escasamente detrás de ella; así, poco a poco fue perdiéndose en la oscuridad.

Yo coloqué mi mochila en la conducción, la empujé con el cañón del rifle y luego entré apoyándome en el vientre. Tuve que girarme dolorosamente en ese estrecho espacio para alcanzar la reja y atraerla con fuerza suficiente para que la abrazadera quedara sujeta en su lugar.

El sonido de la alarma penetraba por todas las tomas de la red de aire acondicionado y, al rebotar en las paredes de metal de la tubería, causaba un ruido aún más estridente que en las paredes de hormigón de la cámara que acabábamos de abandonar.

La sensación de claustrofobia que había sentido al penetrar junto con Horton Bluett en esas minas del siglo diecinueve volvió a repetirse con mucha más intensidad. Estaba mucho más que convencido de que quedaría atascado en alguna parte de la tubería y que moriría sofocado. Tenía la pared del pecho atrapada entre el corazón que me latía furiosamente y el frío metal del suelo de la tubería. Sentí un grito que se formaba en mi garganta, pero conseguí ahogarlo. Quise regresar, pero seguí adelante. No quedaba otra cosa que hacer que no fuera seguir adelante. La muerte segura estaba a nuestras espaldas. Y aunque la probabilidad de encontrar la muerte delante de nosotros era menos segura por apenas un estrecho margen, me veía no obstante obligado a seguir adelante, donde las posibilidades eran mejores.

En ese momento, dentro de la tubería de aire acondicionado teníamos una vista del infierno distinta de la que gozaban los demonios: la vista de una rata desde dentro de las paredes.