Descendimos…
En lo alto, un cielo plomizo servía de techo al mundo; los mirlos se arrojaban en picado en un mar de aire; en alguna parte, el viento agitaba los árboles; el manto de la nieve cubría el suelo y caían más copos. Esa vida de color y de movimiento que existía arriba, más allá de muchísimos metros de roca sólida, cada vez parecía menos real, una vida de fantasía, un reino imaginario. Lo único que efectivamente parecía real era la piedra (una piedra pesada como una montaña), el polvo, algún que otro charco poco profundo de agua estancada, las vigas deshechas con abrazaderas de hierro herrumbrosas, el carbón y la oscuridad.
Al pasar, agitábamos el polvo de carbón, tan fino como talco. En las paredes se veían pepitas y algunos trozos grandes de carbón; entre los charcos de agua cubierta de una capa de escoria de carbón había archipiélagos formados por islas pequeñas de carbón; en las paredes, los bordes de las vetas prácticamente exhaustas atrapaban los rayos de la linterna, blancos como la escarcha, y los hacían relucir como si fueran joyas de color negro.
Algunos pasajes subterráneos eran casi tan anchos como autopistas, otros más estrechos que el pasillo de una casa; se trataba de una mezcla de pozos de extracción y de túneles de exploración. Los techos se elevaban a una altura dos o tres veces superior a la nuestra y luego caían tan bajo que teníamos que seguir el trayecto agachados. En algunos lugares, las paredes habían sido esculpidas con tal precisión que parecían hechas de hormigón, mientras que en otros presentaban profundas muescas y puntos salientes. Varias veces encontramos derrumbamientos parciales, donde una pared y en ocasiones parte del techo se habían venido abajo, con lo que el ancho del túnel quedaba reducido a la mitad. En algunos lugares, incluso nos veíamos obligados a atravesar a cuatro patas el reducido espacio que quedaba.
En el momento en que entré en la mina, se había apoderado de mí una ligera claustrofobia y, conforme íbamos descendiendo en el laberinto, el miedo me atenazaba con más fuerza. Logré, no obstante, vencer esa sensación. Para ello tuve que ponerme a pensar en el mundo que quedaba muy por encima de nosotros, donde revoloteaban las aves y los árboles eran agitados por el viento. También recordé constantemente que Rya estaba conmigo, pues su presencia siempre me servía para sacar fuerzas.
Vimos extrañas cosas en el seno silencioso de la tierra, incluso antes de que nos aproximáramos al territorio de los duendes que era nuestro destino. Tres veces nos tropezamos con montones de maquinaria averiada que había sido abandonada y con pilas, dispuestas al azar pero de manera curiosamente ingeniosa, de herramientas de metal y de otros artefactos empleados en los trabajos de minería, que a nosotros nos resultaban tan arcanos como los instrumentos de laboratorio de un alquimista. Esas herramientas y útiles se encontraban soldados por efecto del óxido y de la corrosión y formaban aglomeraciones de formas angulosas que resultaban algo más que caóticas, como si la montaña fuese un artista que trabajaba con los restos de quienes la habían invadido, creando con dichos restos esculturas, por un lado para burlarse de la naturaleza efímera de esos invasores y por otro para que sirviesen de monumentos erigidos a su propia capacidad de resistencia.
Una de tales esculturas parecía una figura de grandes dimensiones, menos de la mitad de un hombre, de aspecto demoníaco, una criatura engalanada con puntales y una espina de hojas. Esperé que la figura se moviese (idea irracional, pese a que tenía una preocupante certidumbre de que ello ocurriría) con el sonido típico que acompañaría a sus huesos de metal, que abriera un ojo entonces cerrado y formado por la estructura quebrada de una antigua lámpara de petróleo de las que usaban los mineros de otro siglo y que abriera también una boca de metal de la cual asomarían dientes cariados que no eran más que tornillos doblados. Vimos también moho y hongos en una panoplia de colores (amarillo, verde bilis, rojo venenoso, marrón, negro), aunque predominaban los tonos de blanco. Algunos de ellos estaban sumamente secos y reventaban al tocarlos; de dentro salían vomitadas nubes de polvo, que quizás eran esporas. Otros estaban húmedos. Las peores formas despedían un brillo repulsivo y parecían algo que pudiese encontrar un cirujano que fuese de exploración a otro mundo dentro del esqueleto de una forma de vida extraña. Apreciamos en algunas paredes incrustaciones de acumulaciones cristalinas de sustancias desconocidas que habían sido segregadas por la roca; en una ocasión, vimos nuestras propias imágenes deformadas que se movían en millones de oscuras facetas pulidas.
Cuando ya habíamos recorrido más de la mitad del trayecto al Hades, en medio de un silencio sepulcral, encontramos en unas profundidades abismales el reluciente esqueleto blanco de lo que podría haber sido un perro grande. El cráneo yacía, con las fauces abiertas, en un charco de agua negra de un centímetro de profundidad. Cuando dirigimos las linternas hacia el resto del esqueleto, los rayos de luz se reflejaron en el agua del charco y de la cuenca del ojo vacío salió entonces un haz de luz misteriosa y malvada. Cómo era posible que un perro hubiese bajado a esas profundidades, qué habría ido a buscar, por qué se había visto impulsado a esa extraña búsqueda y cómo había muerto eran misterios que nunca podrían ser resueltos. Pero había un fuerte elemento de impropiedad en la existencia de ese esqueleto en ese lugar; no pudimos dejar de sentir que constituía un presagio, aunque no quisimos prestar atención al mensaje que de él procedía.
Al mediodía, casi seis horas después de penetrar en la primera mina con Horton Bluett, hicimos una pausa para compartir uno de los bocadillos que nos había dejado y para beber un sorbo del zumo de naranja de uno de los termos. No intercambiamos palabra alguna durante el escaso e incómodo almuerzo, pues nos encontrábamos a corta distancia de las explotaciones de la Compañía Minera Rayo y temíamos que nuestras voces pudiesen llegar hasta los duendes que trabajaban en esos pozos, pese a que no habíamos oído nada de ellos.
Después del almuerzo, ya habíamos recorrido considerable distancia. Era la una y veinte cuando, al girar en una esquina, vimos luz delante de nosotros. Una luz de color amarillo mostaza. Algo lóbrega. De mal agüero. Como la luz de la pesadilla que habíamos tenido Rya y yo.
Recorrimos a gatas el estrecho y oscuro túnel, húmedo y derrumbado, que conducía hacia el cruce con la galería iluminada. Aunque nos desplazábamos con exagerada cautela, cada paso parecía atronador y cada respiración era como la exhalación del bramido de un gigante.
A llegar al cruce del túnel con la galería, me detuve y apoyé la espalda contra la pared.
Escuché.
Esperé.
Si ese laberinto hubiese estado habitado por un minotauro, resultaba evidente que merodeaba por los pasillos con zapatos de suela de crepé, pues reinaba un silencio tan profundo como el lugar. De no ser por la luz, estábamos tan solos como durante las siete horas anteriores.
Me incliné hacia delante y miré el iluminado túnel, primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha. No había duendes a la vista.
Salimos de nuestro escondite. La lluvia de luz amarillenta imprimió una consistencia cerosa y cetrina a nuestros rostros y ojos.
Hacia la derecha, el túnel se prolongaba solamente siete metros y experimentaba un estrechamiento espectacular que culminaba en una pared de roca lisa. Hacia la izquierda, el túnel medía unos siete metros largos de ancho y se extendía por espacio de unos cincuenta metros; se ensanchaba a medida que se acercaba al extremo final, donde mediría unos veinte metros. En ese punto más ancho parecía que se cruzaba con otra galería horizontal. Las lámparas eléctricas pendían de un cable fijado a la parte central del techo y habían sido colocadas a unos diez metros de distancia entre sí; las pantallas eran de forma cónica y las bombillas, de tensión media, formaban conos de luz bien trazados proyectados hacia abajo, de modo que mediaban tramos de profunda oscuridad de unos tres o cuatro metros de largo entre las fuentes de luz brillante.
Igual que en el sueño.
Las únicas diferencias apreciables entre la realidad y la pesadilla eran que las bombillas no parpadeaban y que, hasta entonces, nadie nos perseguía.
En ese lugar terminaba el mapa de Horton Bluett. A partir de ahí quedábamos completamente solos.
Miré a Rya. De repente, deseé no haberla llevado a ese lugar, pero no había manera de regresar.
Con un gesto, le indiqué que iríamos hasta el final del túnel.
Ella asintió con la cabeza.
De los profundos bolsillos de los pantalones de abrigo extrajimos las pistolas provistas de silenciador y les quitamos el seguro. Montamos las armas. El ruido sordo que produjo la fricción de las partes de metal bien aceitadas recorrió como un rumor las paredes rocosas con vetas de carbón.
Avanzamos uno junto al otro tan silenciosamente como nos fue posible hacia la extremidad ancha de la galería, pasando de un tramo de luz a uno de sombra y de uno de sombra a uno de luz.
Al llegar al cruce de la galería horizontal, apoyé de nuevo la espalda contra la pared y me incliné hacia adelante para observar con cautela el nuevo túnel antes de seguir avanzando. Medía también unos veinte metros de anchura, con una longitud de setenta metros, cuyas tres cuartas partes se extendían a nuestra derecha. Las vigas eran antiguas, pero más nuevas que las que habíamos visto hasta entonces. Considerando la anchura, se trataba de un espacio inmenso y no de un simple túnel. En vez de una, había dos filas de bombillas eléctricas de color ámbar que pendían en paralelo de una estructura metálica, lo que creaba en el suelo un dibujo de sombras y luces como si fuera un tablero de damas.
Pensando que la cámara estaba desierta, estaba a punto de dar un paso adelante cuando oí un chirrido, un chasquido y otro chirrido. Estudié el tablero de luces con mayor detenimiento.
A unos veinticinco metros a la derecha, surgió un duende de uno de los casilleros de sombra. Iba desnudo en todos los sentidos posibles; o sea, no llevaba ni ropa ni disfraz humano. Portaba dos instrumentos que no pude reconocer y alzaba repetidamente uno de ellos y luego el otro hasta la altura de sus ojos; a continuación alzaba y bajaba la vista para observar el techo y el suelo y después las paredes, como si tomara medidas; o quizá lo que hacía era estudiar la composición de las paredes.
Me giré hacia Rya, la miré y me llevé un dedo a los labios. Ella estaba detrás de mí, pegada de espaldas a la pared del túnel secundario.
Tenía los azules ojos muy abiertos, y la esclerótica presentaba el mismo tinte amarillo barroso que su piel. La extraña luz del túnel también manchaba su abrigo blanco y despedía destellos en su casco. Parecía un ídolo dorado, la imagen de una diosa de la guerra, provista de casco, increíblemente hermosa, con ojos de preciosos zafiros sagrados.
Con el pulgar y los dos primeros dedos, imité varias veces el movimiento que se hace al aplicar una inyección con una jeringa hipodérmica.
Rya asintió, se abrió el abrigo muy lentamente para que la cremallera no hiciera ruido alguno y extendió la mano hasta un bolsillo interior donde había guardado una hipodérmica envuelta en plástico y una de las ampollas de pentotal sódico.
Dirigí una nueva mirada furtiva al otro lado de la esquina y descubrí que el duende, ocupado en sus extrañas mediciones, me había vuelto la espalda. Estaba en posición erguida, aunque ligeramente inclinada hacia adelante, y con una lente observaba una porción del suelo próxima a sus pies. Parecía que murmuraba algo de manera rítmica para sus adentros o que tarareaba una melodía singularmente extraña. En cualquier caso hacía el ruido suficiente como para que yo me pudiese aproximar sigilosamente sin ser oído.
Me deslicé fuera del abrigo del túnel secundario y dejé a Rya detrás de mí. Me moví con cuidado hacia mi presa, esforzándome por hacerlo con rapidez y en silencio. Si atraía la atención de la bestia, ésta seguramente dejaría escapar un grito y pondría sobre aviso de mi presencia a los demás de su especie. No deseaba verme obligado a emprender la huida de regreso a través de ese laberinto subterráneo sin ni siquiera haber empezado, con un montón de duendes a nuestros talones y sin haber ganado nada con la arriesgada intrusión en el corazón de la montaña.
Pasé de un tramo de oscuridad a uno de luz y a otro de oscuridad.
El duende seguía cantando para sus adentros.
Veinticinco metros.
Veintiún metros.
Las violentas palpitaciones de mi corazón hacían un ruido que, para mis oídos, parecía tan fuerte como el de los taladros y martillos neumáticos que en otros tiempos habían horadado las vetas de carbón de la mina.
Dieciocho metros.
Sombra, luz, sombra…
Aunque tenía la pistola lista, no era mi intención disparar al enemigo, sino saltar sobre él por sorpresa, rodearlo con fuerza por el cuello y sujetarlo sin que se moviera durante diez o veinte segundos hasta que Rya llegase con el pentotal. Posteriormente, podríamos interrogarlo y administrarle otra dosis en caso necesario, pues aunque el pentotal sódico tenía sobre todo propiedades sedantes, también se lo conocía por el nombre de «suero de la verdad», ya que bajo sus efectos no es tan fácil mentir.
Quince metros.
No estaba seguro de que el pentotal fuese capaz de afectar al duende del mismo modo que hacía con los hombres. Empero, parecía que había buenas posibilidades de que ello fuese así, porque (aparte del talento que poseían para metamorfosearse) su metabolismo era, al parecer, similar al de los seres humanos.
Doce metros.
No creo que la criatura me oliera. No creo que me oyera ni tampoco que percibiera mi presencia por otros medios. Lo cierto es que cesó su curioso canturreo, se giró, bajó el instrumento desconocido que tenía ante su vista y alzó la repugnante cabeza. Me vio enseguida, pues en ese preciso momento yo atravesaba uno de los casilleros de claridad del tablero de damas.
Al verme, sus luminosos ojos de color escarlata brillaron aún con más intensidad.
Aunque estaba a menos de diez metros de la bestia, no podía salvar la distancia que faltaba con un salto y caer encima de ella antes de que hiciera sonar una alarma. Adopté la única solución que me quedaba: le disparé dos veces con la pistola con silenciador. Al salir del cañón del arma, las balas hicieron un sonido suave como el maullido de un gato erizado. El duende cayó hacia atrás en uno de los casilleros de sombra, muerto, con el primer orificio en la garganta y el segundo entre las cejas.
Los cartuchos vacíos expulsados cayeron en el suelo de roca e hicieron un ruido metálico que me sobresaltó. Ese ruido era prueba de nuestra presencia allí. Me lancé a perseguirlos a toda velocidad y atrapé uno y luego el otro antes de que rodaran hasta la parte de sombras.
Cuando llegué a donde estaba el duende muerto, Rya ya estaba arrodillada al lado de él y le tomaba el pulso, pero sin resultados favorables: la criatura transmutable estaba a punto de concluir su reversión a la forma humana. Al desaparecer el último rasgo demoníaco, vi que su disfraz correspondía al de un hombre joven de casi treinta años.
A causa de la muerte súbita, el corazón había dejado de latir al cabo de uno o dos segundos de ser infligidas las heridas, por lo cual en el suelo del túnel se habían derramado apenas unas gotas de sangre, que limpié apresuradamente con un pañuelo.
Rya cogió al duende de los pies y yo hice otro tanto de los brazos; lo arrastramos hasta la pared más alejada de la cámara, sumida en la oscuridad y que distaba siete metros de la última lámpara. Escondimos el cadáver, los extraños instrumentos que habían utilizado el duende y el pañuelo manchado de sangre en la parte más oscura de ese negro callejón sin salida.
¿Sería posible que el duende fuese echado en falta por los de su especie? Y si así era, ¿cuándo ocurriría eso?
Al darse cuenta de que faltaba, ¿qué harían? ¿Registrarían las minas? ¿Hasta dónde? ¿Cuándo?
Rya y yo nos encontrábamos en la línea divisoria que separaba un casillero de sombras de uno de luz, inclinados muy juntos el uno del otro, y hablábamos en voz tan baja que más que oírnos solamente éramos capaces de leernos los labios.
—¿Qué hacemos ahora? —me preguntó ella.
—Hemos puesto un reloj en marcha.
—Sí, ya lo he oído.
—Si lo echan en falta…
—Probablemente no sea hasta dentro de una o dos horas.
—Sí, es probable —convine.
—Quizá tarden más.
—Si lo encuentran…
—Eso les llevará aún más tiempo…
—Entonces, seguimos adelante.
—Al menos, durante un rato más.
Volvimos sobre nuestros pasos y cruzamos el lugar donde había muerto el duende, para luego aventurarnos hasta el otro extremo del amplio pasillo. Éste daba a una inmensa cámara subterránea, un espacio de forma circular que medía, al menos, setenta metros de diámetro y cuyo techo abovedado distaba diez metros del suelo en su parte central. Del techo pendían suspendidas por medio de andamios metálicos hileras de tubos fluorescentes que arrojaban una deslumbrante luz invernal en toda la superficie que quedaba debajo. El suelo de la cámara ocupaba más espacio que un campo de fútbol y en él los duendes habían reunido una desconcertante colección de artículos: máquinas con mordazas de acero del tamaño de una pala mecánica, que obviamente servían para arrancar la roca y escupirla transformada en guijarros; enormes taladros y taladros más pequeños; hileras de cintas transportadoras con motor eléctrico, que, alineadas una después de la otra, podían transportar lejos las excreciones de las máquinas consumidoras de rocas; una docena de carretillas elevadoras; media docena de volcadoras. En la otra mitad de la habitación se veían grandes montones de provisiones: pilas de madera, vigas de acero cortas cuidadosamente dispuestas en forma de pirámides, centenares de hatos de varillas de acero reforzado, centenares —quizá miles— de sacos de hormigón, varios grandes montones de arena y de grava, carretes de grueso cable eléctrico del tamaño de un coche y otros carretes más pequeños de alambre de cobre aislado, al menos un millar de conductos de ventilación hechos de aluminio, y muchas, muchas cosas más.
Todos estos elementos estaban dispuestos en filas uniformemente separadas por pasillos. Tras haber recorrido muy despacio una circunferencia de unos veinte metros y mirar en tres de dichas avenidas, pudimos determinar que el lugar estaba desierto. No vimos duende alguno, ni tampoco oímos otro movimiento que no fuera el susurro fantasmal que nosotros mismos producíamos al desplazarnos con cautela.
El estado reluciente en que se encontraba la maquinaria almacenada, sumado al olor al aceite y a la grasa frescos, nos llevaron a la conclusión de que dichas máquinas habían sido objeto de limpieza y de mantenimiento en fechas recientes, tras lo cual las habían bajado a la galería para un nuevo proyecto todavía sin empezar, pero cuya fecha de comienzo se situaba en el futuro próximo. Resultaba evidente que el duende al que acababa de matar estaba ocupado en realizar cálculos definitivos previos al inicio de los trabajos.
Puse una mano en el hombro de Rya y la atraje hacia mí hasta que pude acercar mis labios a su oído.
—Espera. Vamos a volver al lugar de donde venimos —le susurré.
Regresamos a la boca del amplio pasillo en que había matado al duende; allí me quité la voluminosa mochila, abrí el bolso de lona y extraje dos kilogramos de explosivo plástico y un par de detonadores. Acto seguido, desenvolví el explosivo, tomé una pastilla y le di la forma necesaria para que cupiera en un nicho que había en la parte alta de la pared, distante apenas unos metros del lugar en que la galena daba a la cámara abovedada. Coloqué la carga encima de la altura de la cabeza, en la oscuridad, donde no era probable que fuese vista, incluso si pasaba una partida de duendes en busca del demonio desaparecido. El segundo kilogramo lo coloqué en otro oscuro nicho que quedaba en la parte alta de la pared opuesta, de modo que los dos estallidos provocasen un derrumbamiento de las paredes y del techo suficiente para obstruir el pasaje.
Los detonadores estaban accionados por pilas y poseían un mecanismo de relojería previsto para una hora. Introduje un detonador en cada una de las masas de explosivo, aunque no puse en marcha el reloj; lo haría solamente en caso de que volviésemos a pasar por ese lugar, perseguidos de cerca por los enemigos.
Volvimos a la cámara abovedada y la atravesamos en silencio para echar una ojeada más atenta a las máquinas y provisiones que había allí, a la vez que procurábamos deducir la naturaleza del proyecto inminente con el material que los duendes habían almacenado. Llegamos al extremo más alejado del gigantesco recinto sin haber aprendido nada importante y encontramos tres ascensores, dos de los cuales eran jaulas previstas para llevar a pequeños grupos de duendes a través de un gran túnel excavado en la roca. El tercero era una plataforma de acero de grandes dimensiones que pendía de cuatro cables, cada uno de los cuales era del grosor de mi muñeca; su tamaño permitía subir y bajar las máquinas más grandes que habíamos visto.
Me quedé pensando durante un momento. Luego, con la ayuda de Rya, llevé ocho tablas de la pila más cercana y las deposité en el suelo en forma cruzada para hacer una especie de taburete.
A continuación, tomé dos kilos de plástico de la mochila de Rya y los dividí en tres cargas. Me subí al improvisado taburete y coloqué el explosivo en depresiones que había en la roca toscamente cortada encima de las aberturas de los ascensores. En esa parte la oscuridad no era muy profunda, por lo que, aunque el explosivo plástico se parecía a la roca de manera que casi se confundía con ella, los detonadores, sin embargo, eran visibles. De todos modos, me imaginé que esa parte de la mina no era muy transitada en ese momento. Y aunque los duendes pasaran por allí, no era probable que alzaran la vista para estudiar con detenimiento la porción de roca que quedaba encima de los ascensores.
Tampoco en esa ocasión puse en marcha los detonadores.
Rya y yo volvimos a colocar las tablas en la pila de donde las habíamos retirado.
—¿Y ahora? —me preguntó. Aunque sabíamos que estábamos solos en esa planta, Rya seguía hablando en voz muy baja, pues no era posible tener la seguridad de que nuestras voces no ascendieran por los pozos de los ascensores—. Qué, ¿subimos? ¿Es eso lo que tienes pensado?
—Sí —le respondí.
—¿No podrán oír el ascensor cuando se ponga en marcha?
—Sí, pero pensarán probablemente que se trata de él, del que hemos matado.
—¿Y si nos topamos con ellos arriba justo cuando salimos del ascensor?
—Guardamos las pistolas y subimos armados con la escopeta y el rifle automático —le respondí—. Con eso tendremos potencia de fuego suficiente para liquidar a todos los que se les ocurra aparecerse junto a los ascensores. Luego, volvemos a entrar en el ascensor, bajamos aquí de nuevo y ponemos en marcha los detonadores al marcharnos. Pero si no nos encontramos con ninguno arriba, podremos escurrirnos un poco más en la mina para ver lo que hay.
—¿Qué piensas ahora?
—No sé —le contesté con preocupación—. Salvo que… Bueno, es segurísimo que en este lugar no se dedican solamente a extraer carbón. La maquinaria que han reunido en esta planta no es para extraer carbón.
—Parece como si estuvieran construyendo una fortaleza —afirmó Rya.
—Eso parece —convine yo.
Habíamos llegado a Abadón, el lugar más profundo del infierno. Debíamos en ese momento ascender algunos anillos más y nuestro más firme deseo era que no nos encontrásemos ni con Lucifer en persona ni con ninguno de sus demoníacos secuaces.