CAPÍTULO 27
LA ENTRADA AL INFIERNO

A la mañana siguiente, antes del amanecer, la ventisca continuaba a rachas y la tormenta inminente parecía atascada en el cielo bajo.

El amanecer también tardó en llegar. Un tenue rayo de macilenta luz gris se asomó por las irregulares almenas de las montañas que formaban elevadas murallas hacia el este. Otros apagados rayos se añadieron lentamente a las borrosas siluetas de la aurora, apenas algo más brillantes que la oscuridad que los rodeaba. Cuando llegó Horton con la furgoneta Dodge de tracción en las cuatro ruedas, el frágil tejido del nuevo día era aún tan delicado que parecía que el viento podría romperlo y aventarlo lejos, dejando al mundo sumido en perpetua oscuridad.

Vino sin Gruñón. Yo eché de menos al perro, igual que Horton. Sin Gruñón el viejo parecía algo… incompleto.

Los tres nos ubicamos cómodamente en la cabina del vehículo; Rya se situó entre Horton y yo. Hicimos espacio junto a los pies para colocar las mochilas que estaban atestadas; entre otras cosas, llevábamos cuarenta de los ochenta kilogramos de explosivos plásticos. También hubo espacio para las armas.

No sabía si realmente podríamos entrar en las minas, como Horton nos había asegurado. Incluso si lográbamos entrar, lo más probable es que allí encontráramos cosas que exigirían ser realizadas en secreto; como una retirada furtiva que nos diera tiempo para asimilar los descubrimientos hechos y para planear los pasos venideros. En ese momento no parecía que hubiera grandes posibilidades de que necesitásemos los explosivos, aunque, de acuerdo con las experiencias anteriores habidas con los duendes, yo tenía el propósito de estar preparado para lo peor.

Los faros de la furgoneta abrieron túneles en la carne negra como el carbón de la recalcitrante noche. Tomamos una carretera comarcal y luego otra, que ascendían por estrechos valles de montaña, donde la equívoca aurora no había posado aún uno solo de sus débiles y trémulos dedos.

En el haz de luz de los faros veíamos girar copos de nieve del tamaño de una moneda de medio dólar. Era apenas una nevisca, cuyos modestos tesoros se deslizaban por el pavimento igual que las monedas arrojadas en la superficie de una mesa.

—De hombre, de niño y de bebé —contó Horton mientras conducía—. He vivido aquí toda mi vida. Me trajo al mundo una matrona en la casita de mi familia, que queda aquí mismo, en estas colinas. Eso fue en 1890. Probablemente a vosotros os parecerá tan lejos que os preguntaréis si todavía vivían los dinosaurios por esas fechas. De todos modos, crecí aquí, conocí esta tierra, llegué a conocer las colinas, los campos, los bosques, las cumbres y los barrancos tan bien como he llegado a conocer mi propia cara en el espejo. Aquí hay minas desde el año 1830; algunos pozos están abandonados, otros los sellaron y otros no; todo por aquí está lleno de minas. El hecho es que algunas minas están comunicadas con otras y bajo tierra hay una especie de laberinto. De muchacho era un gran espeleólogo. Me encantaban las cuevas, las minas antiguas. Intrépido sí que era. Quizás era intrépido para explorar las cuevas porque ya había olido a toda la mala gente, los duendes, que hay por ahí. Ya había aprendido que tenía que ir con cuidado por el ancho mundo, con cuidado durante el resto de mi vida. Así que me vi más o menos obligado a satisfacer la habitual sed de aventuras que tienen todos los muchachos con búsquedas solitarias, en las que no pudiera confiar más que en mí mismo. Ahora, por supuesto, es completamente estúpido ir a explorar las cuevas solo. Puede haber muchos problemas. Se trata de un deporte para hacerlo acompañado. Pero nunca pretendí ser un genio. Y como cuando era muchacho no tenía aún mi cuota completa de sentido común, me pasaba bajando a las minas todo el tiempo, hasta que me convertí en una rata de minas habitual. Ahora quizá todo sea más fácil. Os voy a indicar un camino para penetrar en la montaña a través de minas abandonadas que fueron abiertas allá por 1840 y que están comunicadas con otras minas que datan de principios de este siglo, que a su vez van a dar a algunos de los túneles laterales más angostos de la Compañía Minera Rayo. Son un peligro tremendo, ya me entendéis. Una imprudencia. Nada recomendable para gente sana, pero, bueno, vosotros estáis locos. Locos de venganza, locos de justicia, locos simplemente por hacer algo.

Horton salió de la segunda carretera comarcal y tomó un camino lleno de barro que estaba expedito, salvo algún que otro lugar donde el paso quedaba dificultado por deslizamientos de tierra recientes. De allí tomamos otro camino, no tan cuidado como el anterior, pero que de todos modos era transitable, y a continuación seguimos ascendiendo a campo abierto por la ladera de una colina. La pendiente habría resultado intransitable, incluso para un vehículo con tracción en las cuatro ruedas, si el viento no hubiese conspirado para barrer la mayor parte de la nieve que había quedado acumulada contra la línea de los árboles.

Horton estacionó el vehículo en la cumbre de la colina, tan cerca de los árboles como le fue posible.

—Ahora seguiremos a pie —nos anunció.

Cogí la mochila más pesada. Rya cargó con la otra, que no era precisamente liviana. Ambos llevábamos un revólver cargado y una pistola provista de silenciador: el primero en una canana dentro del abrigo y la segunda en el profundo bolsillo de los pantalones de abrigo de color blanco. Además, yo me armé con la escopeta, dejando para Rya el rifle automático.

Aunque íbamos, sin duda, bien armados, todavía me sentía como David cuando corría nervioso al encuentro de Goliat y le hacía frente con una honda patéticamente pequeña.

La noche se había aplacado por fin y la aurora había encontrado el coraje para dejarse notar. Las sombras omnipresentes aún eran muy oscuras y no querían retirarse; el cielo tormentoso no se distinguía del brillo de la noche. No obstante, poco a poco, el domingo fue llegando con toda su plenitud.

De repente, recordé que aún no había telefoneado a Joel Tuck para avisarle que Cathy Osborn, la antigua profesora de literatura de Barnard, llegaría hasta su puerta en busca de abrigo, amistad y guía, quizás el martes o el miércoles a más tardar. Me enfadé conmigo mismo, pero el enfado duró poco. Todavía quedaba mucho tiempo para llamar a Joel antes de que Cathy hiciese sonar el timbre de su puerta, siempre que, por supuesto, nada nos ocurriese en las minas.

Horton Bluett había traído un bolso de lona de los que se cierran con un cordel. Retiró el pesado bolso de la parte posterior de la furgoneta y lo arrastró a puntapiés hasta el borde del bosque. Dentro del bolso había algo que sonaba con un estrépito suave. Se detuvo al traspasar el perímetro del bosque, deslizó un brazo dentro del bolso y extrajo un carrete de cinta de color rojo. Cortó un trozo con un afilado cuchillo y lo ató alrededor de un árbol a la altura de los ojos.

—Con esto podréis encontrar el camino de regreso vosotros solos —explicó. Nos guió con rapidez hasta un serpenteante camino de ciervos que estaba limpio de maleza y cuyo paso apenas era estorbado por alguna que otra rama de árbol. Cada treinta o cuarenta metros se detenía para atar otro trozo de cinta roja alrededor de otro árbol. Observé entonces que, desde cualquiera de los árboles marcados en que uno se detuviera, era posible ver la señal colocada en el anterior.

Seguimos por el sendero de ciervos ladera abajo basta que llegamos a un camino de barro abandonado desde hacia mucho tiempo, que atravesaba la parte baja, del bosque y por el cual transitamos durante un rato. Cuarenta minutos después de emprender la marcha, en el fondo de un ancho barranco, Horton nos condujo a una extensa superficie pelada de árboles, en relación con la cual se había construido al parecer el camino. Allí el terreno presentaba abundantes cicatrices. Parte de la superficie de la pared del barranco había sido cortada y la parte restante daba la impresión de que hubiese sido mordida. Una gran excavación en sentido horizontal traspasaba el corazón de la cuesta. La entrada de la mina quedaba medio oculta a causa de un alud tan antiguo que los sedimentos llenaban los espacios entre las piedras y habían crecido árboles de buen tamaño, cuyas raíces se extendían por toda la maraña de rocas caídas.

Horton rodeó árboles llenos de nudos que estaban inclinados en posiciones extrañas, dio la vuelta al ala del alud y, por último, penetró en el pozo horizontal; allí hizo una pausa y extrajo del bolso tres potentes linternas, una de las cuales guardó para sí, mientras que las dos restantes nos las entregó a Rya y a mí. Dirigió el haz de luz hacia el techo, las paredes y el lecho del túnel en el que habíamos entrado.

El techo quedaba a escasos metros encima de mi cabeza. Se me ocurrió entonces una idea disparatada: tuve la impresión de que se cerraban poco a poco las accidentadas paredes de roca que en otro siglo habían sido laboriosamente esculpidas con picos, cinceles, palas, la fuerza de la pólvora y océanos de sudor. Presentaban un ligero veteado de carbón y de lo que parecía ser un cuarzo de color pálido como el de la leche. A distancia uniforme unas de otras se veían en el techo y en las paredes enormes vigas de madera, cubiertas de una capa de alquitrán. Se me ocurrió que veíamos las costillas de una ballena desde dentro del vientre del animal. Pese a sus grandes dimensiones, las vigas estaban en mal estado, agrietadas y combadas, astilladas, con incrustaciones de hongos en algunas partes, tal vez medio ahuecadas por la podredumbre y a algunas de ellas les faltaban las escuadras. Se me ocurrió que el techo se desplomaría sobre mí al instante si me apoyaba en la viga que no debía.

—Ésta es probablemente una de las primeras minas del condado —explicó Horton—. Las abrieron a mano en su mayor parte. El carbón lo llevaban hacia afuera en carros tirados por mulas. Los ríeles de hierro los quitaron para llevarlos a otro pozo cuando éste quedó agotado; pero por todas partes puede uno tropezarse con lo que queda de algunos tirantes que están medio hundidos en el suelo.

—¿Son seguras? —preguntó Rya, mirando.

—¿Hay algo seguro? —le preguntó Horton a su vez. Luego, miró de reojo la madera podrida y las paredes, que rezumaban humedad y afirmó—: En realidad, esta mina es de las peores que puede haber. A lo largo del camino, iréis pasando de las ruinas antiguas a las nuevas. Os recomiendo prudencia y que, en todo momento piséis con cuidado y que no coloquéis ningún peso en ninguna madera. Incluso en los pozos nuevos, los que sólo tienen uno o dos decenios de antigüedad. Bueno…, una mina es simplemente un vacío, de verdad, y ya sabéis que la naturaleza tiene propensión a llenar los vacíos.

Horton extrajo dos cascos de seguridad del bolso de lona y nos los entregó con la advertencia de que debíamos llevarlos puestos en todo momento.

—¿Y usted qué? —le pregunté al mismo tiempo que me quitaba la capucha del abrigo a fin de colocarme el casco de metal.

—Las manos me dieron para coger solamente dos —me respondió—. Pero como os voy a acompañar sólo un corto trecho no lo necesitaré. Vayamos caminando.

Lo seguimos hacia las profundidades de la tierra.

En los primeros metros de la galería, vimos montones de hojas que el viento de los secos días de otoño había arrastrado dentro de la mina, donde la humedad procedente de las filtraciones las había convertido en masas densas y compactas. Cerca de la entrada, donde aún llegaba el toque del frío viento del invierno, las hojas en putrefacción y los hongos que se formaban en los viejos travesaños estaban congelados y no despedían olor alguno. Más adentro, sin embargo, la temperatura era bastante superior al grado de congelación y, a medida que avanzábamos, un fétido aroma llegaba y desaparecía reiteradamente.

Horton, que iba marcando el camino, giró en una esquina y tomó por un túnel que cruzaba y que era más espacioso que el primero; la mayor anchura se debía, en parte, a la rica veta de carbón que había ocupado ese lugar, Horton se detuvo de inmediato y extrajo un bote de pintura en aerosol del bolso de lona; lo agitó con energía; en las paredes resonó el eco del duro sonido emitido por la bola del bote. Trazó una flecha blanca en la roca, con la punta en la dirección de donde veníamos, aunque solamente habíamos girado una vez desde el momento de entrar en la mina y no era posible perderse allí.

Horton era hombre precavido.

Rya y yo quedamos impresionados por sus precauciones y decidimos imitarlo. Lo seguimos un centenar de metros por ese túnel (otras dos flechas blancas); giramos y tomamos un corredor más corto, pero a la vez más ancho (cuarta flecha); recorrimos otros cincuenta metros, hasta que, por fin nos detuvimos en un pozo vertical (quinta flecha) que conducía directamente a las entrañas inferiores de la montaña. Ese agujero era cada vez más un cuadrado negro, casi invisible hasta que Horton se detuvo en el borde y lo iluminó con la linterna. De no ser por él, yo me habría tropezado y habría ido a parar directo al fondo del pozo, desnucándome por efecto de la caída.

Después de alumbrar el pozo vertical, Horton dirigió el rayo de la luz de la linterna hacia la extremidad del túnel en el cual nos encontrábamos. Parecía que el corredor daba a un espacio de considerables dimensiones que había sido hecho por el hombre.

—Allí es donde se agotó la veta de carbón —nos explicó—. Supongo que habrán tenido motivos para sospechar que la veta seguía hacia abajo y que sería más lucrativo si explotaban las capas inferiores. De todos modos, abrieron este pozo vertical de unos doce metros y luego siguieron excavando de nuevo en dirección horizontal. No mucho más lejos de aquí, antes de que os deje sueltos, para que sigáis solos.

Tras advertirnos que los peldaños de hierro empotrados en la pared del pozo vertical estaban envejecidos y eran poco seguros, Horton apagó la luz de la linterna y descendió a la penumbra. Rya se echó la escopeta al hombro y siguió los pasos del viejo.

Yo cerré la marcha.

En el trayecto de descenso, los viejos peldaños de hierro temblaban en sus encajaduras cuando ponía mi peso sobre ellos; en ese momento, comencé a percibir imágenes clarividentes de la mina abandonada hacía mucho tiempo. Dos —o posiblemente tres— hombres habían muerto allí cerca de mediados del siglo pasado, y sus muertes no habían estado exentas de dolor. Sin embargo, sólo sentí los accidentes habituales que ocurren en toda mina, nada siniestro. Comprendí que ese lugar no había sido escenario de sufrimientos maquinados por los duendes.

Cuatro pisos más abajo de la primera galería, entré en otro túnel horizontal.

Horton y Rya me esperaban; ofrecían una extraña imagen, iluminados por los rayos de las linternas que habían dejado en el suelo.

En esas zonas bajas de la mina, las vigas de madera, cubiertas por una espesa capa de alquitrán, tenían casi la misma antigüedad que las de las plantas anteriores, pero se encontraban ligeramente mejor. No podría decirse que en buen estado, pues no inspiraban confianza, pero al menos las paredes no estaban tan humedecidas como las de los túneles superiores ni la madera presentaba incrustaciones de moho y de hongos.

La quietud que reinaba en esa profunda cámara me causó brusca sorpresa. El silencio se hacía tan pesado que parecía hecho de materia; pude sentir su presión fría e insistente contra mi rostro y contra la piel desnuda de las manos. La misma quietud de una iglesia. La quietud de un cementerio. De una tumba.

Horton rompió ese silencio y reveló el contenido del bolso de lona que había llevado y del cual nos hizo entrega.

Amén de la bobina de cinta roja, que ya no era necesaria, había dos latas de pintura blanca pulverizable, una cuarta linterna, pilas de repuesto atadas con cinta plástica, un par de velas y dos cajas de fósforos impermeables.

—Si alguna vez llegáis a encontrar la salida de este tenebroso agujero, usaréis la pintura cómo os he mostrado.

Dicho esto, Horton trazó una flecha en la pared en dirección al pozo vertical que quedaba encima de nuestras cabezas.

—De esto me encargo yo —dijo Rya, tomando el recipiente que Horton le ofrecía.

—Quizá penséis que he traído las velas para el caso de que lleguen a agotarse las linternas, pero no es así. He puesto también pilas de repuesto suficientes. La misión de las velas es por si os perdéis o por si, Dios no lo quiera, ocurre un derrumbamiento a vuestras espaldas y queda obstruido el camino de salida. Lo que tenéis que hacer entonces es encender una vela y estudiar la orientación de la llama, mirar hacia dónde va el humo. Si hay una corriente de aire, la llama y el humo la buscarán; y, si hay una corriente de aire, eso quiere decir que tiene que haber una salida a la superficie del tamaño suficiente para que podáis atravesarla, aunque sea arrastrándoos. ¿Entendido? —nos dijo Horton.

—Entendido —le respondí.

Asimismo había traído comida para nosotros: dos termos llenos de zumo de naranja, varios bocadillos y media docena de caramelos.

—Tenéis todo un día entero por delante para dedicaros a la espeleología. Incluso si conseguís entrar en los pozos de la compañía minera para dar una ojeada y luego volvéis directamente a la salida. Por supuesto, sospecho que haréis algo más que eso. Así que no es probable, aunque todo marche bien, que salgáis hasta mañana. Tendréis que comer.

—Es un encanto —exclamó Rya con toda sinceridad—. Usted ha preparado todo esto esta noche… Apuesto a que no le ha quedado mucho, tiempo para dormir.

—Cuando se llega a los setenta y cuatro —respondió él— uno no duerme mucho, porque parece desperdiciar el tiempo que queda. —Horton se sintió incómodo por el tono cariñoso con que le había hablado Rya—. ¡Caramba! en una hora estaré fuera de aquí y de vuelta en casa. Así que, si tengo ganas, me echaré una siestecita.

—Nos ha dicho que usáramos las velas en caso de un derrumbamiento o de que nos perdiésemos. Sin usted para guiarnos, estaremos perdidos en menos de un minuto —le hice ver al viejo.

—No con esto; seguro que no —me respondió, y extrajo un mapa de uno de los bolsillos del abrigo—. Lo he dibujado de memoria, pero tengo una memoria de elefante. Sospecho que no tendrá ningún error.

Horton se puso en cuclillas y nosotros hicimos otro tanto. El viejo extendió el mapa en el suelo en medio de los tres, cogió una linterna y dirigió el rayo hacia su mapa confeccionado a mano; parecía uno de esos laberintos que aparecen en las revistas de pasatiempos. Para más inri, el mapa continuaba al otro lado del papel, donde el resto del laberinto era aún más complejo, si cabía.

—Al menos durante la mitad del camino —nos explicó Horton— podéis hablar como estamos hablando ahora, sin temor de que una corriente de aire lleve el sonido de la voz hasta los pozos donde es posible que trabajen los duendes. Pero esta señal roja de aquí… indica el lugar donde pienso que quizá sería mejor que fueseis callados o hablando en susurros solamente cuando fuese necesario. El sonido viaja muy rápido por estos túneles.

Eché una mirada a los giros y vueltas del laberinto y formulé la siguiente observación:

—Una cosa es segura; vamos a necesitar las dos latas de pintura.

—Horton, ¿está usted seguro de todos los detalles que dibujó aquí? —le preguntó Rya.

—Sí.

—Sí, quizás usted efectivamente pasó buena parte de la adolescencia explorando estos viejos pozos, pero eso fue hace mucho tiempo. Unos sesenta años, ¿no?

Antes de responder, Horton se aclaró la garganta; parecía sentirse incómodo de nuevo.

—Bueno, no hace tanto, tanto tiempo. —Permaneció con los ojos fijos en el mapa—. Mira, después de que mi Etta muriera de cáncer, me sentí como a la deriva, perdido. Me sentía lleno de esa terrible tensión, la tensión de la soledad y de no saber adonde iba mi vida. No sabía cómo resolverlo, cómo tranquilizar la mente y el espíritu; la tensión seguía aumentando y aumentando. Entonces me dije a mí mismo: «Horton, por Dios, si no encuentras pronto algo con que llenar las horas, vas a terminar en el manicomio». Entonces recordé la paz y el solaz que había encontrado en la espeleología cuando era muchacho y me dediqué a ella otra vez. Eso fue en el treinta y cuatro. Comencé a rondar estas minas de aquí y un montón de cuevas naturales todos los fines de semana durante casi dieciocho meses. Hace justo nueve años, cuando llegué a la edad de jubilación obligatoria, me vi frente a una situación similar; así que me dediqué a la espeleología de nuevo. Era una locura para un hombre de mi edad, pero lo hice durante casi un año y medio, hasta que por fin, decidí que no lo necesitaba más. En cualquier caso, lo que digo es que este mapa está basado en mis recuerdos de hace sólo siete años.

Rya posó una mano en el brazo de Horton.

Al final, el hombre la miró.

Sonrieron ambos, y él posó su mano sobre la de ella y le dio un ligero apretón.

Incluso para quienes tenemos la fortuna de ser capaces de evitar a los duendes, la vida no siempre resulta un trayecto suave y fácil. Pero los infinitos métodos que empleamos para salvar los tramos peligrosos son testamento de la gran voluntad de supervivencia y de seguir adelante con el acto de vivir.

—Bueno —dijo Horton—, si no cogéis las botas y os ponéis pronto en marcha, seréis unos viejos como yo cuando salgáis de aquí.

Tenía razón, pero no quería que él se marchase. Era posible que nunca volviésemos a verlo. Hacía algo menos de un día que lo habíamos conocido y todas las posibilidades de nuestra amistad quedaban prácticamente sin explorar.

La vida —como tal vez haya dicho antes— es un largo trayecto de tren durante el cual los amigos y los seres que uno ama se bajan de improviso, y nos dejan que continuemos el viaje cada vez más solos. Esa era otra estación del recorrido.

Horton dejó la bolsa de lona y lo que contenía y se llevó solamente una linterna. Ascendió por el pozo vertical cuyo camino acaba de enseñarnos.

Los peldaños de hierro oxidado crujieron bajo su peso. Al llegar arriba, dejó escapar un gruñido a la vez que jadeaba al ponerse de pie en el lecho del túnel. Entonces, hizo una pausa y nos miró. Parecía que quería decir un enorme montón de cosas, pero apenas nos dijo en voz queda:

—Id con Dios.

Permanecimos en el fondo del oscuro pozo mirando un buen rato hacia arriba.

La linterna de Horton palidecía a medida que él se alejaba.

Reinó de nuevo la oscuridad.

Los pasos del viejo se hicieron cada vez más quedos.

Se había marchado.

En un silencio meditabundo, recogimos las linternas, las pilas, las velas, la comida y los demás objetos y los guardamos cuidadosamente en el bolso de lona.

Nos dirigimos entonces hacia las profundidades de la tierra, portando las mochilas, con las armas largas echadas al hombro, arrastrando la bolsa de lona, cortando la oscuridad con la linterna y consultando el mapa a medida que avanzábamos.

No percibí amenazas inmediatas, aunque mi corazón latía con fuerza conforme nos aproximábamos a la primera de las muchas vueltas que daba el túnel.

Aunque estaba decidido a no retroceder, me pareció que habíamos atravesado la puerta del infierno.