CAPÍTULO 26
TODA UNA VIDA FINGIENDO

A los setenta y dos años, Horton Bluett no se veía humillado por la edad ni tampoco temía la proximidad de la tumba; de modo que, allí sentado, en el rincón de la habitación con su fiel perro a su lado presentaba un aspecto formidable. Era hombre duro y de carácter fuerte, que hacía frente sin quejarse a las adversidades, que se comía todo lo que la vida le echara, escupía lo que no le gustaba y el resto lo aprovechaba para hacerse aún más fuerte. No le temblaba la voz, ni tampoco las manos: una la tenía en la caja de la escopeta y la otra en la protección del gatillo. Sus ojos no se apartaban de nosotros. Habría preferido tener que vérmelas con un hombre cincuenta años más joven en vez de con él.

—¿Quiénes sois? —repitió—. ¿Quiénes sois vosotros, tíos? Eso de geólogos que hacen la tesis doctoral no se lo cree nadie. ¿Quiénes sois en realidad y qué hacéis aquí? A ver, los dos. Sentaos en el borde la cama. Sentaditos mirándome y con las manos sobre los piernas. Así, así está bien. De acuerdo. Nada de movimientos bruscos, ¿eh? Habéis oído, ¿no? Bueno, y ahora me contáis toda la verdad, ¿entendido?

A pesar de las sospechas sin duda poderosas que lo habían llevado a dar ese paso extraordinario de entrar por la fuerza en nuestra casa, a pesar de lo que había hallado oculto, aún le caíamos bien a Horton. Se mostraba extremadamente cauteloso, muy curioso acerca de los motivos que nos habían llevado allí, pero, en apariencia, no pensaba que aquello que él acababa de descubrir fuese razón para descartar por completo una relación amistosa con nosotros. Percibí en él un estado espiritual bastante benigno que, considerando las circunstancias, me resultó sorprendente. Mis percepciones fueron confirmadas por la actitud de Gruñón, que estaba sentado, atento y vigilante, pero sin gruñir ni tampoco mostrarse abiertamente hostil. No cabía duda de que Horton dispararía si llegábamos a hacer algún movimiento, aunque no quería hacerlo.

Rya y yo le contamos prácticamente todo acerca de nosotros y de los motivos que nos habían llevado a Yontsdown. Cuando le hablamos sobre los duendes que se escondían detrás de máscaras humanas, Horton Bluett pestañeó y dijo varias veces: «Por Dios». Casi con la misma frecuencia exclamaba: «¡Qué increíble!». Formuló preguntas mordaces acerca de los pasajes más extravagantes de nuestro relato, pero en ningún momento dio la impresión de que dudara de su veracidad ni tampoco que nos considerara locos.

A la luz del increíble relato que realizábamos, la imperturbabilidad de Horton resultaba más bien desconcertante. La gente de campo suele enorgullecerse de su modo de ser tranquilo y sosegado, tan diferente a como se es en las ciudades. Pero esa actitud de Horton era la manera de ser del campo llevada a sus extremos.

Una hora después, cuando ya no teníamos nada más que revelarle, Horton suspiró y colocó la escopeta en el suelo junto a él.

Gruñón tomó ejemplo de su amo y también bajó la guardia.

Rya y yo nos relajamos igualmente. Ella había estado más tensa que yo, quizá porque no podía detectar la aureola de buenas intenciones y de buena voluntad que rodeaba a Horton Bluett. Buena voluntad cautelosa y precavida, pero buena voluntad a fin de cuentas.

—Estaba seguro de que vosotros teníais algo distinto desde el mismo momento en que os vi aparecer por el camino de entrada y me ofrecisteis ayuda para sacar la nieve —explicó Horton.

—¿Cómo? —le preguntó Rya.

—Lo olí —respondió el hombre.

Supe de inmediato que Horton no hablaba en lenguaje figurado, que, en efecto, él había olido algo diferente en nosotros. Recordé entonces que, cuando nos encontramos con Horton por vez primera, olía y aspiraba ruidosamente por la nariz, como si estuviera resfriado, pero no se sonaba.

—No puedo verlos con tanta claridad como vosotros dos —explicó Horton—, pero desde que era niño ha habido gente que me ha olido mal. No puedo explicarlo con exactitud; es más o menos como el olor que tienen las cosas muy, muy viejas, las cosas antiguas. Algo así como el polvo que se ha juntado en una tumba profunda desde hace cientos y cientos de años…, aunque tampoco es en realidad olor a polvo. Es como el olor a rancio, pero no exactamente rancio. —Frunció el entrecejo. Era evidente que hacía esfuerzos por encontrar aquellas palabras que nos permitieran comprender mejor lo que nos explicaba—. En ese olor de ellos hay algo amargo que no es como el olor agrio del sudor ni de otro olor corporal que haya sentido en mi vida. Quizá sea un poquito como el vinagre…, pero tampoco. Quizá como apenas un toque de amoníaco…, pero no, no es eso tampoco. Algunos de ellos tienen un aroma sutil que produce un cosquilleo en las fosas nasales; una molestia, nada más; pero el de otros… apesta. Y lo que me dice ese olor, lo que siempre me ha dicho desde que era un pilluelo es más o menos esto: «Apártate de éste, Horton, es malo, es malo de verdad; vigílalo, ten cuidado con él, mucho, mucho cuidado».

—Increíble —exclamó Rya.

—Es verdad —le replicó el hombre.

—Sí, le creo —dijo ella.

Entonces supe por qué Horton no pensó que estábamos locos y aceptó con tanta facilidad nuestro relato. Los ojos nos decían exactamente lo mismo que la nariz le decía a él. Por eso, en todos los aspectos fundamentales, la historia le sonaba auténtica.

—Parece que usted tiene una especie de versión olfativa de los poderes psíquicos —observé.

Gruñón dejó escapar un ladrido en señal de asentimiento y luego se echó y puso la cabeza entre las patas.

—No sé qué nombre le pondréis vosotros —continuó el hombre—. Todo lo que sé es que lo he tenido durante mi vida entera. Desde muy temprana edad ya sabía que podía confiar en mi nariz cuando me decía que alguien era mala persona. Porque, por más simpáticos que parecieran y por mejor que se portasen, yo podía ver que casi toda la gente que los rodeaba (los vecinos, los esposos o esposas, los crios, los amigos) siempre tenía un destino mucho más duro de lo que era lógico. Es decir, es gente que olía mal… mataba, traía el sufrimiento con ellos; no su propio sufrimiento, sino el sufrimiento para los otros. Un montón tremendo de sus amigos y parientes morían muy jóvenes y de forma violenta. Aunque, por supuesto, nunca era posible señalarlos con el dedo y decir que ellos eran los culpables.

Dando por sentado que ya estaba en condiciones de moverse con libertad, Rya abrió el cierre del abrigo y se lo quitó.

—Pero usted nos dijo que había notado algo distinto en nosotros. Eso quiere decir que no sólo puede detectar a los duendes.

Horton meneó la entrecana cabeza y afirmó:

—Nunca me había pasado hasta que os he conocido a vosotros dos. De inmediato he sentido un olor peculiar en vosotros, algo que no había olido nunca antes, algo casi tan extraño como lo que siento cuando estoy cerca de uno de esos que llamáis duendes…, pero distinto. Es difícil describirlo. Es como si fuera el olor acre y puro del ozono. Bueno, ya sabéis…, el ozono, como después de una fuerte tormenta, cuando cae un rayo; ese olor vivificante que no tiene nada de desagradable.

A fresco, un olor a fresco que da la idea de que la electricidad todavía está en el aire y que lo traspasa a uno de lado a lado, lo llena de energía y lo limpia de todo el cansancio y la porquería.

—¿Siente el mismo olor ahora que cuando nos ha conocido? —le pregunté, mientras abría el cierre de mi abrigo.

—Seguro que sí. —Horton se frotó lentamente la rojiza nariz con el pulgar y el índice de una mano—. Lo he sentido en el mismo momento en que habéis abierto la puerta de la calle y habéis entrado en la casa —explicó, y, de repente, esbozó una amplia sonrisa, orgulloso de su peculiar facultad—. Y, ahora mismo, cuando os huelo, me digo a mí mismo: «Horton, estos chicos son distintos de los demás, pero la diferencia no es algo malo». La nariz lo sabe.

Gruñón, que estaba echado en el suelo al lado de la silla de Horton, refunfuñó con un sonido que le salió de lo más profundo de la garganta, y su cola se agitó de un lado a otro sobre la alfombra.

Me di cuenta de que la inusual afinidad que había entre ese hombre y su perro (y entre el perro y él) podría tener que ver con el hecho de que, en ambos, el más poderoso y seguro de los cinco sentidos era el olfato. Cosa extraña. En el mismo momento en que se me ocurrió esa idea, la mano de Horton se desplazó desde el brazo del sillón y se dirigió a acariciar al perro; éste, simultáneamente, alzó la moteada cabeza para recibir esa muestra de cariño en el preciso instante en que la mano del hombre comenzó a moverse. Parecía que la necesidad de afecto que sentía el perro y la intención de proporcionárselo de Horton, provocaban la emisión de vagos olores que ambos detectaban y ante los que reaccionaban en consecuencia. Entre ambos existía una compleja forma de telepatía fundada no en la transmisión de pensamientos sino en la emisión de complejos olores que eran rápidamente percibidos.

—Vuestro olor —nos dijo a Rya y a mí— no me ha parecido que fuera señal de peligro, como ocurre con el hedor de esos… duendes. Pero me he quedado preocupado porque era distinto de todo lo que había olido anteriormente. Luego, vosotros habéis comenzado a husmear por ahí, a sonsacarme información de manera que pareciera casual, a hacerme preguntas sobre la Compañía Minera Rayo, y eso me ha acabado de aclarar qué hacéis aquí.

—¿Por qué? —le preguntó Rya.

—Porque —respondió Horton— desde mediados de los años cincuenta, cuando compraron la mina a los antiguos propietarios y le cambiaron el nombre, todos los empleados de la compañía que he conocido, ¡todos sin excepción! apestan de una manera increíble. En los últimos siete u ocho años, me he imaginado que eso es un mal lugar, tanto la compañía como las minas, y me he preguntado qué estarán haciendo allí.

—Nosotros tampoco lo sabemos —le confesó Rya.

—Pero vamos a averiguarlo —afirmé.

—De todos modos —dijo Horton—, me he quedado preocupado porque he pensado que podíais ser una amenaza para mí, que podíais estar planeando algo sucio; así que he decidido venir aquí para husmear en vuestros asuntos; fue solamente una cuestión de legítima defensa.

Después de dicha escena, cenamos juntos. Aprovechamos los pocos comestibles que habíamos conseguido; huevos revueltos, salchichas, patatas fritas y tostadas de pan de maíz.

Rya estaba preocupada por la comida de Gruñón, que comenzó a lamerse el hocico cuando la cocina se llenó de deliciosas fragancias.

—Deja —dijo Horton—. Mira, lo arreglaremos con otro plato más de lo mismo que comemos nosotros. Dicen que no es bueno que los perros coman lo mismo que las personas, pero yo siempre hago eso con él y no creo que le haya hecho mucho daño. Mirad cómo está. Es capaz de enfrentarse con un gato montes y de ganarle. Le daremos huevos, salchichas y patatas fritas, pero nada de tostadas; son demasiado secas para él. Le gustan las fresas, las manzanas y, sobre todo, los bollos rellenos de fruta.

—Lo siento —se disculpó Rya, aunque era evidente que el asunto la divertía—, pero hoy no hay bollos.

—Con nuestra comida ya le irá bien. Cuando lleguemos a casa, ya le haré una tarta de harina de avena o alguna otra cosa.

Pusimos el plato de Gruñón en el rincón junto a la puerta trasera y los demás nos sentamos en la mesa de la cocina.

Fuera seguía nevando muy escasamente; la nieve se depositaba a razón de apenas unos milímetros por hora. Los copos parecían pelusas salidas de la oscuridad que se deslizaban por las ventanas de la casa. El viento, por el contrario, soplaba con fuerza; en medio de la noche, su sonido imitaba los aullidos de los lobos, el ruido de los trenes y el estruendo de los cañones.

En el curso de la cena pudimos enterarnos de más cosas acerca de Horton Bluett. Gracias a la extraña facultad que le permitía oler a los duendes (él la llamaba «olfatopatía») había llevado una vida relativamente tranquila, ya que los rehuía siempre que podía y los trataba con grandes precauciones cuando no le era posible rehuir su presencia. La esposa de Horton, Etta, había muerto en el año 1934, no a manos de los duendes sino de cáncer. Aunque tenía cuarenta años de edad en ese momento, y Horton cuarenta y cuatro, no había habido hijos del matrimonio. Afirmó que por culpa suya, pues él era estéril. Los años vividos con su esposa habían sido tan estupendos, la relación entre ellos tan perfectamente íntima, que nunca encontró otra mujer que estuviera a la altura de Etta o por la que estuviera dispuesto a borrar el brillante recuerdo que conservaba de ella. En los tres decenios subsiguientes, la mayor parte de su vida la había compartido con tres perros, de los cuales Gruñón era el último.

Horton le dirigió una mirada cariñosa al animal, que en esos momentos lamía el plato de la comida hasta dejarlo limpio, y dijo:

—Por un lado, espero que mis pobres huesos ya no sirvan para nada antes que los de él, porque va a ser muy difícil para mí tener que enterrarlo, si es que así ocurre. Si ya fue algo terrible con los otros dos Jeepers y Romper, con Gruñón será mucho peor, porque él ha sido el mejor perro que he tenido en mi vida. —Gruñón alzó la vista del plato, miró a Horton y levantó las orejas, como si supiese que los halagos eran para él—. Por otra parte, odio la idea de morir antes que él y dejarlo expuesto a merced del mundo. Se merece que lo traten bien el resto de su vida.

Mientras Horton miraba afectuosamente a su perro, Rya me miró a mí y yo la miré a ella. Supe que pensaba lo mismo que yo: Horton Bluett no era sólo una persona dulce, sino que se apreciaban en él una fortaleza de carácter y una seguridad poco habituales. Toda la vida había sabido que el mundo estaba lleno de gente predispuesta a hacer el mal a los demás, había comprendido que el mundo estaba a merced del Mal (con mayúscula), que se presentaba en formas muy reales y carnales, y, sin embargo, no se había vuelto paranoico ni se había convertido en un ermitaño sin sentido del humor. Una cruel treta de la naturaleza le había robado a su amada esposa, y, no obstante, no se había amargado por eso. Durante los últimos treinta años había vivido solo con sus perros, pese a lo cual no se había convertido en un hombre excéntrico, como suele ocurrir con las personas que mantienen una relación especial con los animales de compañía.

Constituía un ejemplo alentador de la fuerza, la determinación y la simple duración de granito que caracteriza a la humanidad. A pesar de miles de años de sufrimiento a manos de los duendes, la raza humana aún era capaz de producir individuos admirables como el señor Horton Bluett. Tales personas ofrecían un buen argumento en favor del valor de la especie humana.

—Así que —dijo, volviendo la mirada hacia nosotros—, ¿cuál será el siguiente paso?

—Mañana —le respondió Rya— vamos a volver a esas colinas y seguiremos la valla de la Compañía Minera Rayo hasta encontrar un sitio desde el cual podamos ver la entrada de la mina, para ver qué pasa allí.

—Lamento deciros que no hay ninguna posición ventajosa —nos comunicó Horton mientras mojaba el último trozo de tostada en lo que quedaba de la yema de huevo—. De todos modos, no lo encontraréis en la valla. Y no creo que eso sea por casualidad tampoco. Pienso que quizás ellos se aseguraron de que nadie pudiese ver las entradas de la mina desde fuera de la propiedad.

—Parece que usted haya ido a inspeccionar —observé yo.

—Así es —me respondió Horton.

—¿Cuándo fue eso?

—Oh, me imagino que fue hace cosa de un año y medio, después de que los nuevos propietarios, los duendes, como los llamáis vosotros, se hicieran cargo de la compañía y le cambiaran el nombre, cuando levantaron esa valla de mierda. Para entonces, yo había comenzado a observar que, poco a poco, a mucha gente que había trabajado toda la vida en la mina la mandaban a pastorear antes de tiempo, la jubilaban pronto. Les pagaban pensiones realmente generosas, de todos modos, no fuese cosa que tuvieran problemas con los sindicatos. Todos los nuevos que empleaban, hasta el último obrero, parecían ser de los que tienen ese hedor. Eso me dejó sorprendido porque, por supuesto, parecía que quería decir que los de su especie eran capaces de reconocerse entre sí, que sabían que eran muy distintos de los míos y que a veces se reunían en grupos para planear sus maldades. Como es natural, viviendo aquí, quería saber qué eran esas maldades que planeaban en la Compañía Minera Rayo. Así que fui a echar una ojeada; me recorrí toda esa maldita valla. Al final no pude ver nada y no quise arriesgarme a pasar la valla para fisgonear del otro lado. Como os he dicho, siempre he tenido cuidado con ellos, siempre he querido mantenerme a distancia. Nunca pensé que fuera una idea inteligente asociarme con ellos; tan seguro como que sería una locura saltar esa valla.

Rya estaba asombrada. Dejó el tenedor sobre la mesa y le preguntó:

—Entonces, ¿qué piensa hacer? ¿Quedarse con la curiosidad?

—Sí.

—¿Así de fácil?

—No fue fácil —replicó Horton—. Pero todos sabemos que la curiosidad mató al gato, ¿no es así?

—Dejar de lado un misterio así… requiere mucha fuerza de voluntad —le dije.

—Nada de eso —respondió Horton—. Miedo es todo lo que hay que tener. Yo tenía miedo. Miedo. Así de fácil.

—Usted no es un hombre que se asuste tan fácilmente —insistí.

—Oiga, jovenzuelo, nada de romanticismos conmigo, ¿entendido? En mi vida no todo fue fácil y bonito. Os he dicho la verdad: toda la vida les he tenido miedo. Así que metí la cola entre las patas e hice lo posible para no llamar la atención. Podría decirse que he pasado toda la vida fingiendo, tratando de ser invisible. No pienso ponerme de pronto pantalones rojos y empezar a agitar los brazos para llamar al toro. Soy prudente. Por eso he logrado llegar a ser un vejete malhumorado con todos los dientes sanos y todo el juicio.

Una vez que hubo lamido el plato hasta dejarlo limpio, Gruñón se hizo un ovillo y se echó de costado en el rincón. Parecía que se había instalado para que le hicieran una caricia, pero de repente se puso de pie y se acercó en silencio a una ventana. Colocó las patas delanteras en el alféizar y oprimió la nariz negra contra el frío cristal para mirar hacia afuera. Quizás estaba sopesando las ventajas y desventajas de salir a la cruda noche para aliviar la vejiga. O quizás algo que había fuera le había llamado la atención.

Aunque no tenía sensación alguna de peligro inminente, decidí que sería prudente estar vigilante para detectar otros ruidos que no fueran aquellos causados por el viento y prepararse para actuar de prisa.

Rya apartó el plato, cogió la botella de cerveza, bebió un sorbo y preguntó:

—Horton, ¿cómo diablos hicieron los nuevos dueños de la mina para explicar lo de la valla y las demás medidas de seguridad que instalaron?

Horton rodeó la botella de cerveza con sus manos, cuyos enormes nudillos presentaban las cicatrices del trabajo, y respondió:

—Bueno, antes de que los propietarios originales tuvieran que poner la compañía en venta hubo tres muertes en esa mina en un solo año. Hay miles de hectáreas que pertenecen a la compañía. En algunas partes se ha excavado demasiado cerca de la superficie, lo cual causa determinados problemas, como los sumideros, que es donde las capas superiores de la tierra lentamente, o a veces rápidamente, ocupan las cavidades dejadas por las minas en profundidades mayores. Además, hay pozos antiguos que se han deteriorado con el tiempo y que pueden ceder bajo el peso del hombre y tragárselo entero. La tierra se abre y, glup, se lo traga igual que un sapo que se come una mosca.

Al final, Gruñón se bajó de la ventana, volvió despacio al rincón y se hizo un ovillo de nuevo.

El viento, que cantaba en las ventanas y silbaba en los aleros, bailó una danza en el techo. Eso no tenía nada de amenazador.

No obstante, permanecí vigilante, a la escucha de sonidos extraños.

Horton cambió la posición en la silla de su enorme cuerpo huesudo y continuó:

—De todos modos, un tío llamado MacFarland, que cazaba venados en los terrenos de la compañía, tuvo la mala suerte de caer por el techo de un viejo túnel abandonado. Se rompió las dos piernas, según dijeron después. Pediría ayuda, gritaría hasta desgañitarse, pero nadie lo oyó. Cuando lo encontraron, llevaba dos o tres días muerto. Unos meses antes de eso, dos muchachos del lugar, los dos de unos catorce años, fueron a curiosear, como suelen hacer los muchachos, y les pasó lo mismo. Se cayeron por el techo de un viejo túnel. Uno se rompió un brazo; el otro, un tobillo. Y aunque era evidente que hicieron grandes esfuerzos para subir trepando a la superficie, nunca lo consiguieron, nunca llegaron cerca del borde. La cuadrilla de rescate los encontró muertos. Así que la esposa del cazador y los padres de los chicos demandaron a la compañía minera; no cabía duda de que iban a ganar, y a ganar en serio el juicio. Entonces, los propietarios decidieron llegar a un arreglo extrajudicial. Y así lo hicieron, aunque para conseguir el dinero tuvieron que vender la propiedad.

—Y vendieron la mina —intervino Rya— a una sociedad formada por Jensen Orkenwold, Anson Corday, el dueño del periódico y el alcalde Spectorsky.

—Bueno, él todavía no era alcalde, aunque después sí lo fue, no cabe duda —explicó Horton—. Y esos tres que has nombrado huelen a duendes.

—Sí, pero los antiguos dueños no olían —aventuré yo.

—Exacto —dijo Horton—. Los antiguos dueños eran hombres corrientes, nada más; ni peores ni mejores que los demás, pero seguro que no eran de los que apestan. Lo que yo digo es que por eso pusieron la valla. Los nuevos dueños dijeron que no querían arriesgarse a tener más pleitos. Aunque algunas personas piensan que se pasaron totalmente de la raya con esa valla, la mayoría cree que es buena señal de responsabilidad social.

Rya me miró. En sus ojos azules pude ver las tonalidades de la furia y la piedad.

—El cazador…, los dos muchachos… No fueron accidentes.

—No es probable —afirmé.

—Los asesinaron —continuó Rya—. Fue parte de un plan para arruinar a los dueños de la mina y obligarlos a venderla. Así los duendes se la quedarían para… llevar a cabo lo que tienen planeado hacer, sea lo que fuere.

—Es muy probable —añadí.

Horton Bluett pestañeó y miró sucesivamente a Rya, a mí, a Gruñón y a la botella de cerveza que tenía entre las manos. Luego se estremeció de un escalofrío como si esas expresiones de asombro hubieran desencadenado un temblor de simpatía en los músculos y huesos de su cuerpo.

—Nunca pensé que los muchachos, el cazador… Vaya, vaya. El cazador se llamaba Frank Tyner. Yo lo conocía. Nunca se me ocurrió que podrían haberlo asesinado. Ni siquiera posteriormente, después del arreglo extrajudicial, cuando me di cuenta de que la gente que había adquirido las minas eran todos de la misma mala especie. Ahora que vosotros lo decís, es perfectamente lógico. ¿Por qué no me di cuenta antes? ¿No será que estaré chocheando ahora que estoy jubilado?

—No —le dijo Rya para reconfortarlo—. Nada de eso. Lo que ocurre es que no los vio porque usted se transformó en un hombre demasiado cauteloso, aunque no dejó de tener moral; y, por eso, si hubiera sospechado algo, se habría sentido obligado a actuar. En realidad, es probable que usted sospechara la verdad, aunque en un plano muy inconsciente, y nunca permitiera que esa idea se filtrara al plano de la conciencia, pues entonces habría tenido que actuar. Hacer eso no habría servido de nada para ayudar a los que estaban muertos y habría sido una manera segura de encontrar su propia muerte.

—O quizá no sospechó nada porque, después de todo, Horton, usted no puede ver el mal de esas criaturas como nosotros. Puede percibir su naturaleza extraña, pero es menos marcada para usted que para nosotros. Sin nuestra vista especial, usted no era capaz de ver la organización con que cuentan los duendes, la decisión que tienen y lo despiadados que son —expliqué yo.

—De todos modos —dijo Horton—, pienso que tendría que haber sospechado algo. Me siento tremendamente nervioso al pensar que no lo hice.

Fui a la nevera a buscar más botellas de cerveza, las abrí y las coloqué en la mesa. Aunque las ráfagas de nieve apenas rozaban las ventanas y pese a que el viento tocaba un popurrí escalofriante, todos quedamos muy agradecidos por la fría bebida.

Permanecimos en silencio durante un rato.

Cada uno se comunicaba con sus propios pensamientos.

Gruñón estornudó, se sacudió haciendo sonar el collar y apoyó la cabeza en el suelo de nuevo.

Pensé que el perro había estado dormitando, pero, aunque descansaba, seguía en estado vigilante.

—Estáis decididos a inspeccionar atentamente la mina —dijo Horton al cabo de un rato.

—Sí —le aseguré.

—Sí —confirmó Rya.

—¿No vais a cambiar de idea?

—No —respondí.

—No —corroboró Rya.

—No es posible enseñaros a tener cuidado a vuestra edad —manifestó Horton. Nosotros convinimos en que estábamos infestados por la locura de la juventud—. Bueno, en ese caso —añadió—, supongo que puedo ayudaros un poquito. Pienso que debería hacerlo, porque, de lo contrario, si ellos llegan a encontraros dentro de la propiedad acabarán con vosotros.

—¿Ayuda? —pregunté—. ¿Qué ayuda?

Horton respiró profundamente.

Sus claros ojos se volvieron más claros aún con la resolución que acababa de tomar.

—Mejor es que ni siquiera os molestéis en echar una ojeada a la entrada de la mina o a las instalaciones; tenéis que olvidaros de eso. Lo más probable es que no vieseis nada que valiera la pena. Me imagino que lo importante, sea lo que fuere lo que esconden allí, está a gran profundidad en el interior de las minas, bajo tierra.

—Yo también me lo imagino —afirmé—, pero…

Horton alzó una mano para interrumpirme y continuó hablando:

—Os puedo enseñar una manera de entrar allí, pese a todas las medidas de seguridad que hay, que os permitirá llegar al corazón mismo de los pozos principales de la Compañía Minera Rayo. Allí veréis directamente de cerca en qué andan. Ahora bien, para nada os aconsejo que lo hagáis, del mismo modo que no os aconsejaría que pusieseis las manos en una sierra mecánica. Me parece que sois valientes de veras por que estáis muy atrapados en el romanticismo de esa causa noble en la que creéis; que habéis decidido muy rápido que no os será soportable la vida si os echáis atrás; que estáis demasiado locos como para hacer caso de las maquinitas de autoconservación que lleváis dentro.

Rya y yo comenzamos a hablar al unísono.

Pero Horton alzó de nuevo una de sus grandes y correosas manos y nos hizo callar.

—No me entendáis mal. Os admiro por lo que hacéis, de la misma manera que uno admira al loco al que se le ocurre atravesar las cataratas del Niágara. Uno sabe perfectamente que eso no va a tener efecto alguno sobre las cataratas, pero que va a tener efectos drásticos en él. Sin embargo lo hace porque es una especie de prueba. Esto es una de las cosas que nos hace diferentes de los animales inferiores: el enfrentar las adversidades, aunque éstas sean tan fuertes que uno no pueda vencerlas o aunque no se consiga nada con enfrentarse a ellas. Es como alzar el puño hacia el cielo y amenazar a Dios para que haga pronto cambios en la creación y nos dé una mejor oportunidad. Es una cosa estúpida y quizás inútil. Pero no deja de exigir coraje, por lo que de algún modo es satisfactoria.

Mientras terminábamos la segunda botella de cerveza, solicitamos a Horton que nos contara cómo haría para que entrásemos en la Compañía Minera Rayo, pero él se negó. Dijo que era una pérdida de tiempo el que nos lo explicara todo en ese momento porque, de todos modos, tendría que enseñárnoslo a la mañana siguiente. Lo único que quiso decirnos fue que deberíamos prepararnos para salir al amanecer, cuando volviera a buscarnos.

—Oiga —le dije—, no queremos que usted se mezcle tanto en esto y que pueda caer junto con nosotros.

—Parece que estáis seguros de que vais a caer.

—Bueno, si así sucede, no quiero tener la responsabilidad de que usted también quede atrapado en el remolino.

—Slim, no te preocupes —me tranquilizó Horton—. ¿Cuántas veces tendré que decírtelo? Yo la precaución la llevo puesta.

Se marchó a las diez menos veinte, tras rechazar los reiterados ofrecimientos que le hicimos de acercarlo hasta su casa. Había venido caminando para no tener que preocuparse de guardar el coche al volver. Se iría caminando a casa. Insistió con firmeza en que tenía ganas de dar ese paseíto.

—Es más que un paseíto —le dije yo—. Hay un buen trecho. Y con esta noche y el frío que hace…

—Pero mirad, Gruñón está con muchas ganas de ir —replicó Horton—, y yo no quiero defraudarlo.

En efecto, el perro se veía ansioso de salir a la fría noche. En cuanto Horton se levantó de la silla, el perro se puso inmediatamente de pie y corrió hacía la puerta, donde permaneció esperando mientras sacudía la cola y gruñía de contento. Quizá no era el vivificante aire de la noche ni el paseo lo que el perro esperaba con tanto deleite; quizá, después de compartir a su amado dueño con nosotros durante una velada, le agradaba la idea de tener a Horton para él solo.

Horton estaba de pie en la puerta abierta y se calzaba los guantes mientras Rya y yo nos acurrucábamos el uno junto al otro para protegernos de la gélida corriente que penetraba por la puerta. Tras escudriñar los copos de nieve que formaban lentos remolinos, nos dijo:

—El cielo es como una caldera que hierve hasta reventar. Se siente la presión en el aire. Cuando la presión se escape, habrá una ventisca de las buenas, de eso estoy seguro. A estas alturas, será la última nevada del invierno, pero una de las buenas.

—¿Cuándo? —le pregunté.

Horton vaciló como si estuviera consultando a sus envejecidas articulaciones para que le dieran la mejor opinión sobre la situación meteorológica.

—Pronto, pero no de inmediato. Nevará a intervalos durante toda la noche. No obstante, cuando amanezca no habrá ni siquiera medio centímetro de nieve. Después de eso… vendrá una gran tormenta, antes del mediodía de mañana.

Nos dio las gracias por la cena y la cerveza, como si hubiese sido una de esas cenas habituales en que se invita a los vecinos. Luego, se llevó a Gruñón consigo en la oscuridad previa a la tormenta. Al cabo de unos segundos había desaparecido de la vista.

—Increíble, ¿no? —me comentó Rya cuando cerré la puerta.

—Sí, increíble —le respondí.

Más tarde, cuando ya nos habíamos acostado y estábamos a oscuras, me dijo:

—Se está cumpliendo, ¿no? El sueño.

—Sí.

—Mañana vamos a entrar en la mina.

—¿No quieres que lo hagamos? —le pregunté—. Podemos volver a casa, en Gibtown.

—¿Es eso lo que quieres? —me replicó.

—No —respondí tras una ligera duda.

—Yo tampoco.

—¿Estás segura?

—Estoy segura… Abrázame —me pidió.

La abracé.

Ella me abrazó a mí.

El destino nos abrazó a los dos. Su abrazo era firme.