CAPÍTULO 25
ANTES DE LA TORMENTA

El sábado por la mañana las nubes habían adquirido un color gris más siniestro que el de la víspera y el cielo se veía más pegado a la tierra, como si esa tonalidad oscura fuese señal de un gran peso que le impedía mantenerse en posición elevada.

El viento de la noche se había quedado sin aliento, pero la calma que lo sucedió no tenía buenos sentimientos. Era como si el paisaje nevado hubiese adquirido una extraña calidad expectante, una tensión misteriosa. Los árboles, recortados contra el cielo de pizarra, parecían centinelas que aguardaban con miedo el avance de poderosos ejércitos. Los demás árboles, despojados de sus hojas, poseían un aire agorero, como si hubiesen alzado los brazos negros y esqueléticos para advertir del peligro inminente.

Después del desayuno, Cathy Osborn guardó de nuevo el equipaje en su vehículo con la intención de proseguir viaje a Nueva York. Permanecería en la ciudad solamente tres días: justo el tiempo suficiente para devolver el piso que tenía arrendado; entregar la carta de renuncia a Barnard (expondría que tenía problemas de salud; pretexto flojo, por otra parte), embalar la colección de libros y sus otras pertenencias y, por último, despedirse de algunos amigos. Los adioses serían penosos, porque Cathy extrañaría de verdad a esas personas por las que se preocupaba y porque ellos, a su vez, pensarían que había perdido la cabeza y, en consecuencia, con muy buena intención, tratarían de que cambiase de idea (intentos frustrantes, por otra parte). Pero también porque Cathy no podía estar segura de que esas personas fueren verdaderamente los hombres y mujeres corrientes que aparentaban ser.

Rya y yo nos quedamos junto al coche de Cathy expuestos al aire frío de la mañana, quieto y penetrante. Le deseamos buena suerte, preocupados por lo que podría pasarle, pero procuramos no manifestar el profundo temor que sentíamos por ella. Le dimos un fuerte abrazo. Por unos instantes permanecimos los tres abrazados. Ya no éramos tres extraños, sino que nos unían inextricables vínculos surgidos a raíz de los extraños y sangrientos sucesos de la noche pasada, que habían formado una especie de lazo de una verdad terrible.

Para quienes habíamos descubierto la existencia de los duendes éstos no constituían una simple amenaza, sino, además, un catalizador de la unidad. Por irónico que parezca, los duendes engendran un sentido de fraternidad entre hombres y mujeres, un sentido de ser útil, de responsabilidad, de destino común, del cual careceríamos si ellos no existieran. Y si algún día conseguimos erradicarlos de la faz de la tierra será porque su mera presencia logró unir a los hombres.

—Para el domingo por la mañana —le dije a Cathy— ya habré hablado con Joel Tuck en Gibtown. Él te estará esperando. Él y Laura te harán un lugar.

Como ya le habíamos contado a Cathy acerca de las deformidades de Joel, podría sentir repugnancia, pero la sorpresa quedaba descartada.

—Joel adora los libros; es un lector insaciable. Tendrás más cosas en común con él de las que te podrías imaginar. Y Laura es un encanto, ya verás, un encanto de verdad —le informó Rya.

Los sonidos de nuestra conversación sonaban monótonos y duros como el hierro en el aire glacial de la mañana, que estaba en completa calma. Cada palabra que pronunciábamos salía con una bocanada blanca de aliento congelado como si hubiese sido esculpida en un bloque de hielo seco y el significado de la palabra se transmitiese no solamente por los dibujos que formaba el vapor exhalado, sino también por el sonido en sí.

El miedo que sentía Cathy era casi tan visible como su aliento cristalizado. No se trataba tan sólo de miedo a los duendes, sino de miedo a la nueva vida que estaba a punto de abrazar. También tenía miedo de perder su cómoda vida de siempre.

—Hasta luego —se despidió con voz temblorosa.

—Hasta Florida —le respondió Rya—. En el sol.

Por último, Cathy subió al coche y partió. Nos quedamos mirándola hasta que desapareció en una curva del camino, tras girar hacia Apple Lane, al final de la carretera.

De ese modo, los profesores de literatura se convierten en feriantes, y la creencia en un universo benigno da paso a ideas más siniestras.

Se llamaba Horton Bluett y, según descripción propia, era un vejete. Se trataba de un hombre corpulento y huesudo, cuyas formas angulares se notaban incluso cuando vestía un grueso abrigo de leñador con forro térmico, como la primera vez que lo vimos. Daba la impresión de ser una persona fuerte y se le veía activo. Lo único que delataba la edad que tenía era el leve encorvamiento de los hombros, como si éstos soportaran el considerable peso de los años. El rostro de facciones amplias estaba curtido más por efecto de una vida vivida al aire libre que por el paso del tiempo en sí; en efecto, en algunas partes se apreciaban profundas arrugas y delgadas patas de gallo alrededor de los ojos. La nariz era de grandes dimensiones y algo enrojecida; destacaba su mentón fuerte y boca amplia que esbozaba fácilmente una sonrisa. Los ojos negros eran tan claros como los de un joven y tenían una mirada vigilante que no demostraba hostilidad. Aunque llevaba gorra de cazador de color rojo con las orejeras bajadas y la cinta atada debajo del mentón, en un par de lugares de la frente se apreciaban mechones de cabello gris plateado que habían escapado de debajo de la gorra.

Íbamos con la furgoneta por Apple Lane cuando lo vimos. Los fuertes vientos de la noche pasada habían cubierto con una capa de varios centímetros de nieve en polvo el camino de entrada a su vivienda, y él, en ese preciso momento, provisto de una pala, se dedicaba a quitarla sin hacer caso a las últimas estadísticas de síncope. La casa del hombre quedaba más cerca de la carretera que la nuestra, por lo que el camino de entrada era más corto, lo cual no quitaba que la tarea que había emprendido fuese formidable.

Nos habíamos propuesto recopilar información acerca de la Compañía Minera Rayo, no sólo por intermedio de la prensa y de otras fuentes oficiales, sino también recurriendo a la gente del lugar, que podría proporcionarnos detalles más interesantes y dignos de crédito que los medios de difusión de la ciudad, que estaban en manos de los duendes. Para un periodista, el chisme y el rumor pueden ser anatema, pero ambos suelen contener una parte de verdad mayor que la versión oficial. En consecuencia, tomamos el camino de entrada de la casa del viejo, detuvimos el vehículo, descendimos y nos presentamos diciendo que éramos los nuevos vecinos que habíamos alquilado la casa de la familia Orkenwold.

Al principio, el hombre se mostró cordial, pero no marcadamente sociable, vigilante y algo desconfiado; lo habitual en la gente de campo cuando se encuentra con forasteros. Para romper el hielo, me dejé guiar por los instintos e hice lo que haría alguien en mi Oregon natal si se encontrase con un vecino empeñado en una tarea difícil: le ofrecí ayuda. El hombre rechazó el ofrecimiento con cortesía, pero yo insistí.

—¡Maldita sea! —exclamé—, si un hombre no tiene fuerzas para echar una mano con una pala, ¿cómo pretende encontrar las energías para volar al cielo cuando llegue el día del Juicio Final?

Eso fue del agrado de Horton Bluett. Nos permitió ayudarle porque tenía otra pala. Fui a buscarla al garaje, y comenzamos firmemente a despejar el camino. De tanto en tanto, Rya me relevaba durante dos minutos, y yo relevaba a Horton Bluett.

Hablamos del tiempo y de la ropa de invierno. Horton Bluett opinaba que los antiguos abrigos con forro de lana, como el que él mismo llevaba, eran cien veces más calientes que las ropas con acolchado aislante que parecían propias de la era espacial y que habían aparecido en el mercado en el curso del decenio pasado. Quien no crea que es posible pasar diez largos minutos conversando acerca de los méritos de la ropa de lana no comprende ni el ritmo de la vida del campo ni tampoco lo interesante que puede resultar una conversación tan mundana como ésa.

Durante los primeros minutos de la visita, noté que Horton Bluett aspiraba por su larguirucha nariz con mucha frecuencia y de forma bastante sonora y que se la sonaba con el dorso del guante. Aunque no estornudó una sola vez, me figuré que tendría un leve resfrío o que el aire glacial le había afectado las cavidades nasales. Pero luego dejó de hacerlo. Hasta mucho después no supe que ese acto tenía un propósito secreto.

Pronto el camino quedó limpio de nieve. Rya y yo le dijimos que nos marchábamos, pero él insistió en que entrásemos a tomar un café caliente y una torta de nueces casera.

Si bien su casa de una sola planta era más pequeña que la que nosotros habíamos arrendado, estaba en mejores condiciones, pues evidenciaba casi una obsesión por el buen mantenimiento. Dondequiera que uno mirase tenía la sensación de que había estado pintando, barnizando o encerando apenas una hora antes. Horton había hecho de la vivienda un lugar muy acogedor y cálido. En efecto, la había dispuesto adecuadamente para soportar los rigores del invierno, con ventanas y puertas dobles que cerraban a la perfección y, además, en la sala de estar guardaba enormes provisiones de madera para la chimenea de piedra, que venía a reforzar la caldera de carbón.

Nos enteramos de que llevaba unos treinta años de viudo y que, por tanto, había tenido que aguzar debidamente sus virtudes domésticas. Se le veía sobre todo orgulloso de las comidas que sabía preparar. Y tanto el sabroso café como la maravillosa tarta (hecha con crujientes mitades de nueces negras rellenas generosamente distribuidas en una masa mantecosa con un glaseado de chocolate semidulce) indicaban que dominaba el arte de la sólida cocina casera tan típica del campo.

Dijo que se había jubilado del ferrocarril nueve años atrás y que extrañaba muchísimo a Etta, su difunta esposa (fallecida en 1934). Aunque el vacío que ella había dejado en su vida le había parecido mucho mayor después de que se jubilara en el cincuenta y cinco, pues entones había comenzado a pasar mucho más tiempo en la casa que habían construido entre los dos antes de la Primera Guerra Mundial. Tenía setenta y cuatro años de edad, pero podría haber pasado por un hombre veinte años menor bien conservado. Lo único que delataba su condición de anciano jubilado eran las manos, de alguna forma vetustas, con leves síntomas de artritis, curtidas y nudosas por el trabajo…, y ese inefable aire de soledad que siempre rodea a un hombre cuya vida social estuvo exclusivamente relacionada con el trabajo que había dejado de desempeñar.

Cuando me había comido la mitad de mi trozo de tarta, comenté, como si fuera por simple curiosidad:

—Estoy sorprendido de ver que se sigue trabajando mucho en la extracción del carbón en estas colinas.

—Oh, sí, señor —me respondió—. Lo extraen de muy hondo, porque me imagino que hay unos tipos poderosos que no quieren que se cambie por el petróleo.

—No sé… Pensaba que los depósitos de carbón de esta parte del Estado estaban bastante agotados. Por otra parte, hoy en día buena parte de la minería se hace, especialmente en las regiones del oeste, en terrenos donde lo arrancan en vez de extraerlo de las galerías. Arrancarlo es más barato.

—Aquí siguen excavando —afirmó Horton.

—La empresa debe de estar muy bien dirigida —opinó Rya—. De alguna manera, consiguen mantener bajos los gastos generales, porque por lo que hemos visto los camiones de la compañía minera se ven muy nuevos.

—Sí, esos camiones de la Compañía Minera Rayo —agregué yo—. Son Peterbilt. Verdaderamente estupendos. Y están flamantes.

—Sí, señor. Ésa es la única mina que queda por aquí. Me imagino que debe de irles bien porque no tienen competencia en los alrededores.

Parecía que la conversación sobre la compañía minera lo ponía nervioso; o tal vez era yo quien, al transmitirle mi propia ansiedad, me imaginaba que él estaba nervioso.

Estaba a punto de insistir sobre el asunto, cuando Horton llamó a su perro Gruñón, que estaba en un rincón para darle un trozo de la tarta de nueces. La conversación se desvió hacia los perros mestizos, cuyas virtudes eran superiores a las de los canes de pura raza. Gruñón era un perro mestizo, un animal de color negro y tamaño mediano con manchas marrones en los costados y alrededor de los ojos. Resultaba demasiado complicado imaginar quiénes habrían sido los ascendientes del animal. Le puso Gruñón porque era un perro que se portaba muy bien y —cosa rara en un perro— silencioso, poco dispuesto a ladrar. El enojo y el cansancio los expresaba con un gruñido bajo y amenazador, mientras que la alegría la manifestaba mediante un gruñido mucho más suave acompañado de amplios movimientos de la cola.

Cuando entramos a la vivienda, Gruñón nos había hecho objeto de una minuciosa y prolongada inspección, hasta que entendió que éramos personas aceptables. Ésa era una conducta perruna relativamente ordinaria. Pero lo que resultó extraordinario fue el modo subrepticio en que Horton Bluett estudió al perro mientras el perro nos estudiaba a nosotros. Parecía que el hombre concedía importancia considerable a la opinión de Gruñón, como si, para darnos la bienvenida y considerarnos personas de plena confianza, esperase la autorización de ese perro mestizo que tenía cara de payaso.

Gruñón terminó el trozo de tarta y, relamiéndose el hocico, se acercó a Rya en busca de caricias; luego vino a mi lado. Parecía que el perro sabía que la charla giraba en torno de él y que, en opinión de todos, era un perro muy superior a todos esos animales de raza selecta que ganan premios en los concursos del Kernel Club.

Más tarde, cuando se presentó una oportunidad de volver sobre la cuestión de la Compañía Minera Rayo, manifesté la extrañeza que me causaban el nombre y la insignia de la empresa.

—¿Raro? —dijo Horton con el ceño fruncido—. A mí no me parece raro. Tanto el carbón como el rayo son formas de energía, ¿no? Y el carbón es de color negro, como una especie de rayo negro. Tiene sentido, ¿no?

Yo no había considerado el asunto desde ese punto de vista; tuve que admitir que tenía sentido. Sin embargo, yo sabía que el símbolo —un cielo blanco y un rayo negro— poseía un significado mucho más profundo que ése, pues lo había visto en el centro de un altar. Para la raza de los demonios era objeto de reverencia y signo de profunda importancia, místico y poderoso, aunque, por supuesto, yo no podía esperar que Horton supiera que el signo fuese algo más que la insignia de una sociedad.

Sentí nuevamente que la cuestión de la Compañía Minera Rayo lo ponía nervioso. Horton desvió enseguida la conversación en una dirección totalmente nueva, como si quisiera anticiparse a más preguntas sobre ese asunto tan sensible. Cuando se llevó el pocillo de café a los labios, le temblaron las manos y la infusión se derramó. Quizá fuera sólo un fugaz ataque de parálisis o alguna otra enfermedad propia de su edad. Quizás ese temblor momentáneo no significaba nada. Quizá.

—Es una persona simpática —me comentó Rya media hora después, cuando nos marchábamos de la vivienda, mientras Horton y Gruñón nos miraban desde el porche.

—Sí —convine yo.

—Un buen hombre.

—Sí.

—Pero…

—¿Sí?

—Tiene algún secreto.

—¿Qué secreto? —le pregunté.

—No lo sé. Aunque parece una de esas personas mayores de campo, francas y hospitalarias, oculta algo. Y…, bueno, me da la impresión de que tiene miedo de la Compañía Minera Rayo.

Fantasmas.

Éramos como fantasmas, de esos que se aparecen en las laderas de las montañas, y nos esforzábamos por obrar tan silenciosamente como los espíritus. Nuestras vestimentas fantasmales consistían en pantalones de esquiar blancos y abrigos de esquí con capucha, también blancos igual que los guantes. Caminábamos con esfuerzo con la nieve hasta las rodillas por las colinas a cielo abierto, como si se tratase de una ardua travesía por la tierra de los muertos; caminábamos como los fantasmas por un estrecho barranco que señalaba el curso de un arroyo helado y que se deslizaba a hurtadillas a través de las frías sombras del bosque. Pese a que hubiéramos deseado ser incorpóreos, dejábamos huellas en la nieve y, alguna que otra vez, rozábamos al pasar las ramas de los árboles; entonces resonaba un sonido quebradizo a lo largo de los interminables pasillos de árboles.

Tras dejar estacionado el vehículo en la carretera comarcal, habíamos recorrido unos cinco kilómetros a campo traviesa, dando un rodeo, hasta llegar a la formidable valla que delimitaba el perímetro de la propiedad de la Compañía Minera Rayo. Esa tarde pretendíamos realizar únicamente una misión de reconocimiento, o sea queríamos estudiar los edificios de oficinas, hacernos una idea del volumen de tránsito que entraba y salía de la mina y, por último, encontrar una brecha en la valla a través de la cual pudiésemos penetrar con facilidad el día siguiente.

Cuando nos encontramos con la valla que se extendía a lo largo de la cima de una ancha loma llamada Old Broadtop, me pregunté si verdaderamente sería posible practicar una brecha en alguna parte y mucho menos de manera fácil. Era una fortaleza que medía dos metros y medio de altura y que había sido construida con secciones de tres metros de longitud de enrejado unidas a postes de hierro sólidamente empotrados en una base de hormigón. La parte superior de la valla estaba rematada con un alambre de púas en espiral terrible como nunca había visto; si bien algunas púas estaban recubiertas de hielo, todo aquel que intentase saltar la valla quedaría atrapado por cien puntas distintas y, cuando tratase de soltarse, dejaría trozos de sí mismo allí prendidos. Habían serrado las ramas de los árboles, de modo que ninguna de ellas se extendiera sobre la valla. En esa época del año, tampoco era posible hacer una excavación para atravesar la valla por debajo, pues el terreno estaba congelado y era duro como la roca; por otra parte, tuve la sospecha de que, aunque lo intentásemos en la estación cálida, nos encontraríamos detenidos por algún obstáculo invisible enterrado hasta uno o dos metros de profundidad.

—Esto no es simplemente la valla de una propiedad —me comentó Rya en voz baja—. ¡Es una línea defensiva con todas las de la ley, una verdadera muralla!

—Sí —le respondí en tono tan bajo como el suyo—. Si la valla rodea los cientos de hectáreas que posee la compañía, deberá medir varios kilómetros de largo. ¡Joder…! Una cosa como ésta debe costar una fortuna.

—No tiene sentido instalarla solamente para impedir que algún intruso pueda meterse en la propiedad.

—No. Allí dentro tienen algo más, algo que están decididos a proteger.

Nos habíamos aproximado a la valla desde el bosque. Vimos que había un claro en medio. En la nieve que cubría dicho espacio abierto en la ladera de la loma había numerosas huellas de pisadas que corrían paralelas a la barrera.

Hice una señal hacia las huellas y con voz aún más baja le dije a Rya:

—Parece que patrullan periódicamente el perímetro de la propiedad. No me extrañaría que los guardias estuvieran armados. Hay que tener los ojos y los oídos bien abiertos.

Nos colocamos de nuevo las capuchas de aspecto fantasmal y emprendimos sigilosamente camino en dirección al sur a fin de explorar otras zonas del bosque; nos manteníamos a una distancia que nos permitía ver la valla, pero que, a la vez, impedía que fuésemos vistos por los guardias antes de que nosotros detectásemos su presencia. Nos dirigimos hacia la parte sur de la loma, porque desde allí podríamos ver las oficinas de la compañía minera. Habíamos trazado la ruta que seguiríamos gracias a un minucioso mapa del condado que compramos en una tienda de artículos deportivos donde se abastecían los campistas de fin de semana.

Cuando íbamos camino de la compañía minera por la carretera comarcal y pasamos por delante de la entrada, no habíamos visto señal alguna de las oficinas. Los edificios estaban ocultos por las colinas, los árboles y la distancia. Desde la carretera, no había nada visible, salvo un portón y una pequeña garita de vigilancia, en la que debían detenerse todos los vehículos que llegaban y donde eran inspeccionados antes de que se les franquease el paso. Tales medidas de seguridad parecían excesivamente severas para una explotación minera. Pensé cómo harían los duendes para explicar ese completo aislamiento del resto del mundo.

Habíamos visto dos vehículos en el portón. Ambos estaban ocupados por duendes. El vigilante también era un duende.

Cuando nos dirigíamos hacia el sur por la cima de la loma, el bosque se convirtió en un obstáculo más difícil que hasta entonces. A esas alturas, los árboles de hoja caduca (árboles de maderas duras, como el roble y el arce) habían dejado paso a los de hoja perenne. Cuanto más avanzábamos, más píceas veíamos, y también gran variedad de pinos; crecían más cerca los unos de los otros que en los terrenos que dejábamos atrás, como si fuéramos testigos del retroceso del bosque al estado virgen. Las ramas se unían entre sí y crecían a tan baja altura que debíamos agacharnos para pasar. En algunas partes teníamos incluso que arrastrarnos sobre las manos y las rodillas como por debajo de aguzados rastrillos que llegaban casi hasta el suelo. Bajo nuestros pies, las ramas muertas y quebradas asomaban como si fueran estacas, motivo por el cual era preciso andar con cuidado para evitar un seguro empalamiento. En numerosos lugares, la maleza era escasa, pues la luz que llegaba no bastaba para alimentarla; pero, en aquellas otras partes donde sí llegaba luz suficiente a través de la bóveda verde, parecía que la maleza estaba formada de zarzas erizadas de espinas afiladas como hojas de afeitar y gruesas como la punta de un estilete.

Con el tiempo, en el lugar donde la cima de la loma registraba un notable estrechamiento cerca de la extremidad meridional, nos encontramos de nuevo con la valla. Nos pusimos en cuclillas al lado del enrejado y, desde allí, pudimos ver un pequeño valle que se extendía a nuestros pies, que medía unos cuatrocientos metros de ancho y dos kilómetros y medio de largo (lo último lo sabíamos gracias al mapa). No se veían en el valle los árboles de hoja perenne que dominaban las alturas, sino árboles de maderas duras que se alzaban hacia el cielo en una erizada profusión de color negro, como si fueran miles de inmensas arañas fosilizadas que yaciesen boca arriba con las patas petrificadas apuntando en todas direcciones. De la carretera comarcal, y desde la puerta principal que distaba poco menos de un kilómetro hacia el sur desde donde nos encontrábamos, partía un camino de dos carriles propiedad de la compañía. Dicho camino moría en un claro de grandes dimensiones que había sido talado para erigir allí los edificios de oficinas, los garajes y los talleres de reparación de la Compañía Minera Rayo. El camino continuaba en el otro extremo del claro y desaparecía de nuevo entre los árboles, en dirección a la boca de la mina que distaba kilómetro y medio, en la extremidad septentrional del valle.

Los edificios eran del siglo diecinueve, de una y dos plantas, y habían sido construidos por entero de piedra, que se veía oscurecida por efecto del paso de los años, por el polvo de carbón que levantaban los camiones al pasar y también por los humos que expelían las máquinas. A primera vista, nos pareció que habían sido construidos enteramente de carbón. Las ventanas eran estrechas y algunas de ellas tenían barrotes; el resplandor de las luces fluorescentes que atravesaban los sucios cristales no confería calidez alguna a esos mugrientos marcos. El techo de pizarra y los dinteles de peso exagerado que había en puertas y ventanas, incluso en las puertas de los garajes, daban a las construcciones un porte ceñudo y de mala cara.

Uno al lado del otro, Rya y yo permanecimos observando a los empleados de la compañía minera con creciente inquietud; el vapor de nuestros alientos se combinaba con el aire que se encontraba en un estado de quietud sobrenatural. Hombres y mujeres entraban y salían de los garajes y de los talleres de maquinaria, desde los cuales nos llegaban los ruidos incesantes de los mecánicos y los artesanos que estaban trabajando. Todos se movían rápidamente, como si estuvieran llenos de energía y de determinación y como si todos ellos —como un sólo hombre— estuvieran dispuestos a no dar al patrón menos del doble por el salario que percibían. No se veían ni holgazanes ni perezosos; ni tan solo uno que hiciera un alto para fumarse un cigarrillo al vivificante aire de la mañana antes de volver a sus ocupaciones en el interior del edificio. Hasta los que iban de americana y corbata (al parecer, directores y otros altos cargos de quienes podría esperarse que, seguros de su elevado puesto, caminasen a ritmo más lento) recorrían sin tardanza alguna la distancia que mediaba entre sus coches y los oscuros edificios de oficinas, con aparentes ansias de emprender sus ocupaciones.

Todos ellos eran duendes. Pese a la distancia no me cabía duda alguna de que pertenecían a la fraternidad demoníaca.

Rya también percibió su verdadera naturaleza, y me comentó en voz baja:

—Si Yontsdown es una madriguera, esto es la madriguera de las madrigueras.

—Una tremenda colmena —dije yo—. Andan todos zumbando de un lado para otro como si fueran industriosas abejas.

De tanto en tanto, un camión cargado de carbón procedente del norte aparecía gruñendo entre los árboles desnudos del valle, por la carretera que cortaba el claro en dos en el otro brazo del bosque, y se dirigía al portón de entrada. En sentido contrario, iban a la mina camiones vacíos para cargar de nuevo. Los conductores y acompañantes también eran duendes.

—¿Qué estarán haciendo aquí? —preguntó Rya.

—Algo importante.

—Sí, pero ¿qué?

—Algo que no es nada bueno para todos los de nuestra especie. Y no me parece que la razón de esa actividad esté en esos edificios.

—Entonces, ¿dónde? ¿En la mina misma?

—Sí.

La luz sombría que se filtraba a través de las nubes fue disminuyendo con rapidez y produjo el temprano crepúsculo de invierno.

El viento, que había estado ausente durante todo el día, regresó con toda su fuerza, evidentemente descansado gracias a esas vacaciones, sopló a través de la valla enrejada y pasó zumbando entre los árboles.

—Tendremos que volver temprano mañana por la mañana y seguir más hacia el norte por esta valla, hasta que encontremos la boca de la mina —le dije a Rya.

—¿Sabes qué viene después? —me preguntó con voz triste.

—Sí.

—Como no podremos ver lo suficiente, habrá que entrar, ¿no?

—Probablemente.

—A la mina.

—Supongo que sí.

—Entraremos en los túneles.

—Bueno…

—Como en el sueño. Y, como en el sueño, descubrirán que estamos allí y nos perseguirán —concluyó ella.

Antes de que nos atrapara la noche en la cresta de la loma, decidimos marcharnos; emprendimos camino de regreso hasta la carretera comarcal donde habíamos dejado estacionada la furgoneta. Daba la impresión de que la oscuridad brotaba del suelo del bosque, que goteaba como la savia de las pesadas ramas de las píceas y de los pinos, que rezumaba de todos los enmarañados montones de maleza. Cuando llegamos a los claros de las laderas, el luminiscente manto de nieve brillaba más que el propio cielo. Vimos las antiguas huellas que habíamos dejado, que parecían heridas en esa piel de alabastro.

Cuando llegamos al vehículo, comenzó a nevar. Eran apenas algunos copos que caían en espiral desde el cielo cada vez más oscuro, como cenizas desprendidas de las carbonizadas vigas de un techo, fruto de un incendio ya olvidado y apagado hace mucho tiempo. Sin embargo, en la extrema pesadez del aire y en el frío entumecedor había un presagio indescriptible, pero no por ello menos innegable, de que se aproximaba una tormenta de grandes proporciones.

No cesó de nevar durante todo el trayecto de regreso a la casa de Apple Lane. Caían grandes copos, llevados por corrientes irregulares de un viento que aún no había alcanzado toda su potencia, los cuales al tocar el pavimento formaban en él un velo opaco. Pensé que, en realidad, el negro macadán era una gruesa hoja de vidrio, que los velos de la nieve caída eran simples cortinas y que la furgoneta rodaba sobre una inmensa ventana, aplastando las cortinas con las ruedas y deformando el vidrio, pese a su gran espesor. ¿No sería esa ventana la que separaba este mundo del otro? En cualquier momento, podría romperse. Y nosotros iríamos a parar al Valle del Tormento.

Guardamos el vehículo en el garaje y entramos en la casa por la puerta de la cocina. Todo estaba oscuro y en silencio. Encendimos las luces a medida que pasábamos de una habitación a la otra y subimos a la planta alta para cambiarnos de ropa, después de lo cual teníamos la idea de cenar temprano.

Pero en el dormitorio principal, sentado en una silla que había arrimado a un rincón oscuro, nos esperaba Horton Bluett.

Gruñón estaba con él. Vi el brillo de los ojos del perro una fracción de segundo antes de que encendiera la luz, aunque demasiado tarde para retirar la mano del interruptor.

Rya quedó boquiabierta.

Los dos llevábamos pistolas provistas de silenciador en los abrigos de esquiar; además, yo tenía el cuchillo; pero cualquier intento de usar esas armas habría significado la muerte instantánea para ambos.

Horton empuñaba la escopeta que yo había comprado a Eddy el Flaco en Gibtown días atrás y nos apuntaba con ella. Con un solo disparo de esa arma (cuya munición se esparcía al ser disparada) nos habría alcanzado a ambos; con dos disparos, a lo sumo.

Horton había encontrado prácticamente todos los elementos que ocultamos con tanto cuidado, lo que indicaba que había registrado la casa durante toda la tarde, mientras nosotros nos hallábamos en Old Broadtop. Extendidos en el suelo a su alrededor se veían los diversos artículos que Eddy el Flaco había obtenido para mí: el rifle automático, las cajas de munición, los ochenta kilos de explosivo plástico envueltos en papel, los detonadores, las ampollas de pentotal sódico y las jeringas hipodérmicas.

El rostro de Horton parecía de más edad que el que tenía esa mañana cuando lo habíamos visto por primera vez, más acorde con su edad verdadera.

—¿Podéis decirme quién diablos sois vosotros? —nos preguntó.